10
Rehvenge cerró la puerta de la oficina y sonrió con la boca cerrada, para evitar mostrar sus colmillos, una deferencia que no sirvió para tranquilizar al corredor de apuestas que Trez y iAm sujetaban sin contemplaciones. El hombre sabía que estaba en graves problemas.
—Reverendo, ¿de qué se trata todo esto? ¿Por qué me llamas así? —dijo el tipo de manera precipitada—. Yo estaba haciendo mi trabajo y de pronto aparecieron estos dos…
—He oído algo interesante sobre ti —dijo Rehv, al tiempo que se situaba detrás del escritorio.
Cuando Rehv se sentó, Xhex entró en la oficina; sus ojos grises tenían una expresión dura. Después de cerrar la puerta, se recostó contra ella, lo cual resultaba más eficiente que cualquier cerrojo de seguridad cuando se trataba de encerrar a un corredor de apuestas tramposo y mantener las miradas curiosas a raya.
—Es mentira, una absoluta mentira…
—¿Entonces no te gusta cantar? —Rehv se recostó contra el respaldo de la silla y su cuerpo adormecido encontró una posición que le resultaba familiar detrás de su escritorio negro—. ¿Entonces no fuiste tú el que cantó una canción de Tonny B para el público en Sal’s la otra noche?
El corredor de apuestas frunció el ceño.
—Bueno, sí… Tengo buena voz.
Rehv le hizo una seña con la cabeza a iAm, quien estaba, como siempre, rígido como una roca. El tipo nunca mostraba ninguna emoción, excepto cuando se trataba de un capuchino perfecto. Ahí podías verlo más o menos contento.
—Mi socio, aquí presente… dijo que cantabas muy bien. Que al público le encantó. ¿Qué fue lo que cantó, iAm?
iAm contestó con esa voz profunda y magnífica de James Earl Jones.
—«Three Coins in the Fountain».
El corredor de apuestas se subió los pantalones con un gesto de presunción.
—Es que tengo una voz potente. Tengo ritmo.
—Entonces resulta que eres todo un tenor, como el querido señor Bennet, ¿eh? —Rehv se quitó el abrigo de piel—. Me encantan los tenores.
—Sí. —El corredor de apuestas miró de reojo a los Moros—. Mira, ¿te molestaría decirme de qué va todo esto?
—Quiero que cantes para mí.
—¿Te refieres a cantar en una fiesta, o algo así? Porque estoy dispuesto a hacer cualquier cosa que me pidas, tú lo sabes, jefe. Lo único que tienes que hacer es pedirlo… Quiero decir que esto no era necesario.
—No, no en una fiesta, aunque los cuatro disfrutaríamos mucho de la representación. Es para que me pagues lo que me robaste el mes pasado.
El corredor de apuestas se puso pálido.
—Yo no robé…
—Sí, claro que lo hiciste. ¿Sabes?, iAm es un contable magnífico. Todas las semanas tú le entregas tus informes a él. Cuánto entró, por cuáles equipos y con qué ventaja. ¿Acaso crees que nadie revisa las cuentas? Tal y como fueron los partidos del mes pasado, deberías haber entregado… ¿Cuál era la cifra, iAm?
—Ciento setenta y ocho mil cuatrocientos ochenta y dos.
—Exactamente. —Rehv le hizo una seña con la cabeza a iAm en señal de agradecimiento—. Pero en lugar de eso entregaste… ¿Cuánto fue?
—Ciento treinta mil novecientos ochenta y dos —completó iAm.
El corredor comenzó a disculparse enseguida:
—Está equivocado. Sumó…
Rehv negó con la cabeza.
—¿Sabes cuál es la diferencia? Aunque estoy seguro de que ya lo sabes. ¿iAm?
—Cuarenta y siete mil quinientos.
—Lo que casualmente es el equivalente de veinticinco grandes a un interés del noventa por ciento. ¿No es así, iAm? —Al ver que el Moro asentía una vez, Rehv apoyó su bastón contra el suelo y se puso de pie—. Lo cual, a su vez, es la tasa de interés que cobra usualmente la mafia de Caldie. Esa casualidad nos pareció muy extraña, de modo que Trez hizo unas cuantas averiguaciones… y ¿sabes qué encontramos?
—Mi amigo Mike dice que le prestó veinticinco de los grandes a este tipo aquí presente antes del Rose Bowl.
Rehv dejó su bastón sobre la silla y rodeó el escritorio, apoyándose con una mano sobre el mueble para mantener el equilibrio. Los Moros volvieron a adoptar su posición inicial, a cada lado del corredor de apuestas, y volvieron a agarrarlo de los brazos.
Rehv se detuvo cuando estuvo justo enfrente del tipo.
—Así que te lo vuelvo a preguntar, ¿acaso creíste que nadie iba a revisar las cuentas?
—Reverendo, jefe… por favor, yo te iba a pagar…
—Sí, claro que me vas a pagar. Y también vas a pagar los intereses que les cobro a los idiotas que tratan de robarme. Ciento cincuenta por ciento, todo al final de este mes, o tu esposa te va a recibir por correo, pero en pedazos. Ah, y estás despedido.
El tipo estalló en llanto, y no eran lágrimas de cocodrilo. Eran de verdad, de esas que hacen que tu nariz gotee y se te pongan los ojos rojos.
—Por favor… ellos me iban a matar…
Rehv movió rápidamente la mano y la metió entre las piernas del tipo, agarrándole la polla. El alarido de perro que soltó le aseguró que, aunque él no podía sentir nada, el corredor de apuestas sí sentía, de modo que estaba haciendo presión en el lugar correcto.
—No me gusta que me roben —le dijo Rehv al oído—. Eso me enfurece. Y si pensaste que lo que la mafia te iba a hacer era malo, te garantizo que yo soy capaz de cosas peores. Ahora… quiero que cantes para mí, desgraciado.
Rehv le retorció la polla y el tipo gritó con todas sus fuerzas, un lamento fuerte y claro, que rebotó contra el techo de la oficina. Cuando el alarido comenzó a disminuir, porque el tipo se estaba quedando sin aire, Rehv aflojó un poco la mano para darle oportunidad de llenarse otra vez los pulmones. Y luego…
El segundo grito fue más fuerte y agudo que el primero, lo cual demostraba que a los vocalistas les iba mejor después de calentar un poco la voz.
El corredor se retorcía entre los Moros y Rehv siguió retorciéndole la polla, mientras su lado symphath observaba con deleite, como si fuera el mejor programa de la televisión.
Pasaron cerca de nueve minutos hasta que el tipo perdió el conocimiento.
Después de que se desmayara, Rehv lo soltó y regresó a su silla. Luego les hizo una seña a Trez y iAm y los Moros sacaron al humano por la puerta de atrás, al callejón, donde el frío lo despertaría al cabo de un rato.
Después de que los Moros salieron, Rehv recordó de repente la imagen de Ehlena haciendo equilibrio con todas esas cajas de dopamina entre los brazos. ¿Qué pensaría de él si supiera lo que hacía para mantener su negocio? ¿Qué diría si supiera que, cuando él le decía a un corredor de apuestas que tenía que pagarle o su esposa recibiría unos cuantos paquetes por correo que chorreaban sangre, no era una amenaza falsa? ¿Qué haría si supiera que él estaba dispuesto a descuartizar personalmente al tipo o a ordenarle a Xhex, Trez o iAm que lo hicieran?
Bueno, él ya sabía la respuesta.
La voz de Ehlena, esa voz clara y adorable, volvió a resonar en su cabeza: «Será mejor que la guarde. Para alguien que sí vaya a usarla».
Claro, ella no conocía los detalles, pero era lo suficientemente lista como para rechazar su tarjeta.
Rehv miró a Xhex, que no se había movido de su puesto contra la puerta. Mientras el silencio se imponía, ella miraba fijamente al suelo, a la alfombra negra, haciendo un círculo con la puntera de su bota.
—¿Qué? —preguntó Rehv. Al ver que ella no levantaba la vista, Rehv sintió el esfuerzo que estaba haciendo para controlarse—. ¿Qué diablos ha pasado?
Trez y iAm regresaron a la oficina y se apoyaron contra la pared pintada de negro, frente al escritorio de Rehv. Luego cruzaron los brazos sobre el pecho enorme y guardaron silencio.
El silencio era una característica de las Sombras… pero sumado a la expresión tensa de Xhex y a ese gesto que estaba haciendo con la bota, se veía que había pasado algo grave.
—Hablad. Ya.
Xhex levantó los ojos y lo miró.
—Chrissy Andrews está muerta.
—¿Cómo? —Aunque Rehv ya lo sabía.
—La golpearon y la estrangularon en su apartamento. Hace un rato fui a la morgue a identificar el cadáver.
—Maldito hijo de puta.
—Me voy a encargar del asunto. —Xhex no estaba pidiendo su permiso. Además, independientemente de lo que él dijera, ella iba a buscar a ese pedazo de mierda del novio—. Y lo voy a hacer rápido.
En términos generales, el jefe ahí era Rehv, pero esta vez no se iba a interponer en el camino de Xhex. Para él, las prostitutas que trabajaban en el club no eran sólo una forma de hacer dinero… Eran empleadas por las que se preocupaba y con las que se identificaba íntimamente. Así que si alguna salía herida, ya fuera por un cliente, un novio o un marido, Rehv se ocupaba de cobrar la afrenta personalmente.
Las putas merecían respeto y las suyas lo iban a recibir.
—Dale antes una buena lección —gruñó Rehv.
—No te preocupes por eso.
—Mierda… creo que es culpa mía —murmuró Rehv, mientras estiraba la mano y agarraba el abrecartas. Tenía forma de daga y era tan afilado como una daga de verdad—. Debimos matarlo.
—Parecía que ella estaba mejor últimamente.
—Tal vez sólo estaba fingiendo mejor.
Los cuatro se quedaron en silencio por un rato. Había muchas muertes en su profesión —no era ninguna noticia que alguien apareciera muerto— pero en la mayoría de las ocasiones, él y su gente eran los signos negativos de la ecuación: ellos eran los que mataban. Y perder a alguien a manos de algún otro era muy triste.
—¿Quieres que te pongamos al día sobre lo que ha pasado hasta ahora? —preguntó Xhex.
—Aún no. Yo también tengo una noticia que compartir con vosotros. —Rehv miró a Trez y iAm—. Lo que estoy a punto de decir va a causar un tremendo caos y quiero que vosotros os mantengáis al margen, si así lo deseáis. Xhex, tú no tienes esa alternativa. Lo siento.
Trez y iAm se quedaron donde estaban, lo cual no sorprendió a Rehv para nada. Trez también le hizo un corte de manga. Lo cual tampoco lo sorprendió.
—Estuve en Connecticut —dijo Rehv.
—También estuviste en la clínica —interrumpió Xhex—. ¿Por qué?
A veces el GPS era una desgracia. Era difícil tener un poco de privacidad.
—Olvida la clínica. Escucha, quiero que hagas un trabajo para mí.
—¿Qué trabajo?
—Piensa en el novio de Chrissy como en un aperitivo antes de la cena.
Eso hizo que Xhex sonriera con cinismo.
—Cuéntame.
Rehv se quedó mirando la punta del abrecartas y recordó que Wrath y él se habían reído porque los dos tenían el mismo: el rey había ido de visita después de los ataques del verano a hablar de asuntos del consejo y había visto el abrecartas sobre el escritorio. Wrath había bromeado diciendo que en sus trabajos cotidianos los dos mandaban con una daga, aunque tuvieran una pluma entre las manos.
¿Acaso no era cierto? Aunque Wrath trabajaba dentro de la legalidad y Rehv sólo trabajaba para él mismo.
Así que no era la virtud lo que lo había impulsado a tomar esa decisión. Como siempre, era lo que más lo beneficiaba a él.
—No va a ser fácil —murmuró Rehv.
—Los trabajos más divertidos nunca son fáciles.
Rehv clavó la mirada en la punta afilada del abrecartas.
—Este trabajo… no es por diversión.
‡ ‡ ‡
Al acercarse el final de la noche y de su turno, Ehlena se sentía inquieta. Había llegado la hora de la cita. De tomar una decisión. Dentro de veinte minutos, el macho llegaría a recogerla a la clínica, en eso habían quedado.
Dios, otra vez estaba buscando excusas.
Se llamaba Stephan. Stephan, hijo de Tehm, aunque ella no lo conocía a él ni a su familia. Era un civil común y corriente, no un aristócrata, y había llegado a la clínica con su primo, que se había herido la mano mientras cortaba leña. Mientras hacían los trámites de la salida, había hablado con Stephan de lo que habla la gente soltera: a él le gustaba Radiohead; a ella también. A ella le gustaba la comida de Indonesia; a él también. Él trabajaba con los humanos, era programador informático. Ella era enfermera. Él vivía con sus padres, el único hijo de una familia normal, o al menos eso parecía, pues el padre trabajaba en la construcción para contratistas vampiros y la madre daba clases particulares de Lengua Antigua.
Gente común y corriente, decente. Fiable.
Teniendo en cuenta lo que los aristócratas le habían hecho a la cordura de su padre, ella se imaginaba que todo eso parecía un buen panorama, y cuando Stephan le preguntó si quería salir a tomarse un café, ella dijo que sí, se pusieron de acuerdo para verse esa noche e intercambiaron números de teléfono.
Pero ¿qué iba a hacer? ¿Llamarlo y decirle que no podía debido a una situación familiar? ¿O salir de todas maneras y preocuparse todo el tiempo por su padre?
Aunque después de llamar a Lusie desde el cuarto de descanso del personal, Ehlena recibió buenas noticias de su casa: su padre había descansado bien y ahora estaba trabajando tranquilamente en su escritorio.
Media hora en una cafetería que estuviera abierta toda la noche. Tal vez compartirían un pastel. ¿Qué había de malo en eso?
Cuando decidió de una vez por todas acudir a la cita, Ehlena se sobresaltó al cobrar conciencia de la imagen que cruzó por su mente. La imagen del pecho desnudo de Rehv con esos tatuajes rojos en forma de estrella no era exactamente en lo que debía estar pensando, justo cuando decidía aceptar una cita con otro macho.
En lo que debería concentrarse era en quitarse ese uniforme cuanto antes y, al menos, intentar mejorar su apariencia.
Mientras entraba el personal que empezaba su turno y salían los que habían terminado el suyo, Ehlena se quitó el uniforme y se puso la falda y el jersey que había llevado…
Se le habían olvidado los zapatos.
Genial. Pues los zapatos blancos de suela de goma eran realmente sexys.
—¿Qué pasa? —preguntó Catya.
Ehlena dio media vuelta.
—¿Hay alguna posibilidad de que pueda acudir a una cita con estos zapatos blancos?
—Ah… ¿con sinceridad? No te sientan tan mal.
—No sabes mentir.
—Al menos lo he intentado.
Ehlena guardó el uniforme en el bolso, se peinó y revisó el estado del maquillaje. Desde luego, también se había olvidado de llevarse el lápiz de ojos y el rímel, así que no había mucho que hacer.
—Me alegra que salgas —dijo Catya, mientras borraba la lista de nombres del turno de noche de la pizarra.
—Teniendo en cuenta que eres mi jefa, eso me pone nerviosa. Preferiría que te alegraras de verme llegar a la clínica.
—No estoy hablando de trabajo. Me alegra que salgas con alguien esta noche.
Ehlena frunció el ceño y miró a su alrededor. Milagrosamente, estaban solas.
—¿Quién dice que no voy para mi casa?
—Una hembra que va para su casa no se cambia el uniforme aquí. Y no se preocupa porque los zapatos no combinen con la falda. Pero te voy a ahorrar la explicación de quién es el afortunado.
—Qué alivio.
—A menos que quieras contármelo voluntariamente.
Ehlena se rió.
—No, prefiero no decírtelo por ahora. Pero si resulta algo… te prometo que te lo contaré.
—Y yo te obligaré a cumplir la promesa. —Catya se dirigió a su taquilla y se quedó mirándola.
—¿Estás bien? —preguntó Ehlena.
—Detesto esta maldita guerra. Detesto que lleguen cadáveres y ver en sus rostros el dolor que sintieron. —Catya abrió la puerta del casillero y comenzó a sacar su chaqueta—. Lo siento, no era mi intención ponerme trascendente.
Ehlena se acercó y le puso una mano sobre el hombro.
—Sé cómo te sientes.
Hubo un momento de intimidad entre ellas, mientras se miraban a los ojos y luego Catya se aclaró la garganta.
—Bueno, vete ya. Tu pretendiente espera.
—Me va a recoger aquí.
—Ah, entonces tal vez salga un rato a fumarme un cigarrillo.
—Tú no fumas.
—Maldición.
Camino de la salida, Ehlena pasó por el mostrador de la recepción para asegurarse de que no quedara nada pendiente para el turno que comenzaba a trabajar. Después de revisar que todo estaba en orden, atravesó las puertas y subió las escaleras hasta que por fin salió de la clínica.
Hacía mucho frío y la ciudad estaba helada. El aire olía a azul, si es que el color realmente podía tener una fragancia. La cuestión era que cuando respiraba profundamente y de su boca salía el aire convertido en pequeñas nubes, sentía algo fresco, helado y transparente corriendo por su cuerpo, como si estuviera inhalando ese color zafiro del cielo y las estrellas resplandecieran dentro de sus pulmones.
Mientras se marchaban las últimas enfermeras, desmaterializándose o conduciendo su propio coche, dependiendo de los planes que tuvieran, Ehlena se despidió de las rezagadas. Luego apareció Catya y también se marchó.
Ehlena movió los pies para calentarse y miró su reloj. El macho se estaba retrasando. Todavía era temprano, en realidad.
Entonces se recostó contra el revestimiento de aluminio y sintió cómo cantaba la sangre en sus venas, impulsadas por la extraña libertad que sentía expandirse en su pecho al pensar en que estaba a punto de ir a un sitio con un macho, a solas…
Sangre. Venas.
Nadie había examinado el brazo de Rehvenge.
El pensamiento aterrizó en su cabeza y se quedó flotando, como el eco de un gran estruendo. En el informe de la consulta no decía nada sobre la infección y Havers era tan escrupuloso con sus notas como lo era con los uniformes de los empleados, la limpieza de las habitaciones de los pacientes y la organización de los armarios de suministros.
Cuando ella regresó de la farmacia con las medicinas, Rehvenge tenía la camisa puesta y los puños perfectamente abrochados, y ella supuso que ya se había vestido después del examen. Ahora estaba segura de que debía de haberse vestido justo después de que ella terminara de sacarle sangre.
Bueno… al fin y al cabo eso no era asunto suyo. Rehvenge era un adulto y estaba en su derecho de tomar malas decisiones con respecto a su salud. Al igual que aquel vampiro que se había tomado una sobredosis y había estado a punto de morir; y al igual que una gran cantidad de pacientes que asentían obedientemente cuando el doctor estaba frente a ellos, pero que al llegar a casa no se tomaban las medicinas ni se cuidaban.
No había nada que ella pudiera hacer para salvar a alguien que no quería que lo salvaran. Nada. Y ésa era una de las peores tragedias de su trabajo. Lo único que podía hacer era explicar las distintas opciones y las consecuencias, y esperar que el paciente tomara una buena decisión.
Una ráfaga de aire frío la alcanzó y se metió por debajo de su falda, haciéndola sentir envidia del abrigo de piel de Rehvenge. Entonces se inclinó hacia delante para mirar hacia la entrada, pendiente de ver los faros de un coche.
Diez minutos después, volvió a mirar el reloj.
Y diez minutos después de eso, levantó la muñeca otra vez.
La habían dejado plantada.
No era ninguna sorpresa. Apenas se conocían, y ninguno de los dos tenía gran interés en quedar.
Cuando sintió otra ráfaga helada, sacó su móvil y envió un mensaje de texto: Hola, Stephan, siento el desencuentro de hoy. Tal vez en otra ocasión, E.
Se guardó el móvil en el bolsillo y se desmaterializó en dirección a su casa. Pero en lugar de entrar enseguida, se arropó bien debajo de su abrigo de tela y comenzó a pasearse por la acera llena de grietas que corría a lo largo del lado de la casa y llevaba a la puerta trasera. Cuando el viento helado se volvió a levantar, sintió un golpe frío contra la cara.
Los ojos le ardieron.
Entonces le dio la espalda al viento y unos mechones de pelo se le salieron del moño como si estuvieran intentando huir del frío. Ehlena se estremeció.
Genial. Ahora, cuando los ojos se le aguaran, no tendría la excusa del viento.
Dios, ¿de verdad estaba llorando? ¿Por lo que podía haber sido sólo un malentendido? ¿Por un tipo al que apenas conocía? ¿Por qué era tan importante?
Ah, pero no era por él. El problema era ella. Odiaba saber que estaba exactamente igual a como estaba cuando salió de la casa: sola.
Mientras trataba de controlarse, puso la mano sobre el picaporte de la puerta trasera, pero no logró obligarse a entrar. La imagen de esa cocina destartalada y demasiado ordenada, el crujido de esas escaleras que llevaban al sótano y el olor a polvo y papeles del cuarto de su padre le resultaban tan familiares como su reflejo en el espejo. Sin embargo, esa noche todo le resultaba demasiado claro, como una luz brillante que la dejaba ciega, un rugido en sus oídos, un hedor abrumador que dominaba su nariz.
Ehlena dejó caer el brazo. La cita de esa noche había sido como una oportunidad de salir de la cárcel. Una balsa para escapar de la isla. Una mano que alguien extendía por encima del abismo que se abría a sus pies.
Pero la desesperación la hizo volver a la realidad como ninguna otra cosa podía haberlo hecho. No tendría nada que hacer con nadie si adoptaba esa actitud. No era justo con el tipo ni sano para ella. Cuando Stephan la volviera a llamar, si es que lo hacía, simplemente le diría que estaba demasiado ocupada…
—¿Ehlena? ¿Estás bien?
Ehlena dio un paso atrás sobresaltada, pues la puerta acababa de abrirse de par en par.
—¡Lusie! Lo siento, sólo… sólo estaba distraída. ¿Cómo está mi padre?
—Bien, de verdad está bien. Ya está dormido otra vez.
Lusie salió de la casa y cerró la puerta para que no se escapara el calor de la cocina. Después de dos años, se había convertido en una figura dolorosamente familiar, con su ropa bohemia y su cabellera larga y canosa, que resultaban tan reconfortantes. Como siempre, llevaba el maletín con las medicinas en una mano y un bolso enorme colgado del otro hombro. Dentro del maletín de médico llevaba el equipo estándar: un tensiómetro, un estetoscopio y algunas medicinas para sus distintos pacientes. Dentro del bolso llevaba el crucigrama del New York Times, chicles, una billetera y un lápiz labial color melocotón que se pasaba frecuentemente por los labios. Ehlena sabía lo del crucigrama porque Lusie y su padre siempre lo hacían juntos, sabía lo de la goma de mascar por las envolturas que encontraba en la papelera y lo del lápiz de labios era evidente. Lo de la billetera sí era cosecha de su imaginación.
—¿Cómo estás tú? —preguntó Lusie, mientras la miraba con sus ojos grises—. Has llegado temprano.
—Me ha dejado plantada.
La manera como la mano de Lusie aterrizó sobre el hombro de Ehlena era lo que la convertía en una gran enfermera: con sólo tocarte transmitía consuelo, cariño y empatía, todo lo cual contribuía a reducir la tensión arterial, el ritmo cardíaco y los nervios. Todo lo cual ayudaba a que la mente se aclarara.
—Lo siento —dijo Lusie.
—Ah, no, es mejor así. Creo que tenía unas expectativas demasiado altas.
—¿De verdad? Me pareció muy sensato lo que me contaste. Sólo ibais a tomaros un café…
Por alguna razón, Ehlena dijo lo que estaba pensando:
—No. Yo estaba buscando una salida. Lo cual nunca va a suceder, porque yo nunca lo voy a abandonar. —Ehlena negó con la cabeza—. De todas maneras, muchas gracias por venir…
—No tiene que ser una situación excluyente. Tu padre y tú…
—De verdad, te agradezco que hayas llegado temprano hoy. Has sido muy amable.
Lusie sonrió con la misma expresión con que lo había hecho Catya hacía un rato, con tristeza.
—Está bien, no diré nada más, pero sé que tengo razón. Tú podrías tener una relación y al mismo tiempo seguir siendo una buena hija. —Lusie miró hacia la puerta—. Escucha, vas a tener que vigilar esa herida que se hizo en la pierna… La que se hizo con una uña. Le puse un nuevo apósito, pero me preocupa. Creo que se está infectando.
—Lo haré; gracias.
Después de que Lusie se desmaterializó, Ehlena entró a la cocina, cerró la puerta y se dirigió al sótano.
Su padre estaba dormido en su cuarto, en su enorme cama estilo victoriano, cuya cabecera inmensa y tallada parecía el arco de una tumba. Tenía la cabeza apoyada contra un montón de almohadas de seda blanca y el edredón de terciopelo estaba doblado con precisión a la altura de su pecho.
Parecía un rey en reposo.
Cuando la enfermedad mental se apoderó totalmente de él, la barba y el cabello se le pusieron completamente blancos y Ehlena tuvo miedo de que comenzara a experimentar los cambios del final de la vida. Pero, después de cincuenta años, tenía el mismo aspecto, sin arrugas en la cara; y seguía teniendo manos fuertes y firmes.
Era tan duro… Ehlena no se podía imaginar la vida sin él. Y no se podía imaginar cómo sería tener una vida con él.
Cerró la puerta parcialmente y se dirigió a su habitación, donde, después de ducharse y cambiarse, se acostó en la cama. Lo único que tenía era una cama sencilla, sin cabecera, una almohada y sábanas de algodón; pero a ella no le importaban los lujos. Necesitaba un lugar donde reposar sus huesos cansados. Eso era todo.
Por lo general leía un poco antes de quedarse dormida, pero hoy no. Sencillamente, no tenía energía. Se inclinó hacia un lado, apagó la lámpara, cruzó los pies a la altura de los tobillos y luego extendió los brazos.
Con una sonrisa, se dio cuenta de que su padre dormía exactamente en la misma posición.
En medio de la oscuridad, pensó en Lusie y en cómo le había insistido en que vigilara la herida de la pierna de su padre. Ser una buena enfermera era preocuparse por el bienestar de tus pacientes, incluso después de que se marchaban. Era asesorar a los miembros de la familia sobre lo que había que hacer y ser una fuente de información y un apoyo.
No era la clase de trabajo que sencillamente olvidas al terminar el turno.
Ehlena encendió la lámpara.
Entonces se levantó y fue hasta el escritorio que había conseguido de manera gratuita en la clínica cuando la oficina cambió el mobiliario. Le costó trabajo conectarse a Internet, como siempre, pero después de un rato pudo entrar en la base de datos en la que se archivaban los registros médicos de la clínica.
Escribió su clave y comenzó una búsqueda… luego otra. La primera fue una búsqueda obligada, la segunda la hizo por curiosidad.
Después de guardarlas, cerró el portátil y levantó el auricular del teléfono.