Capítulo XXXI

Últimos detalles

Escenario: Chimneys.

Hora: once en punto de la mañana.

Día: jueves.

Johnson, el agente de policía, cava en mangas de camisa.

En el aire se expande algo análogo al ambiente de un entierro. Los amigos y parientes rodean la fosa que Johnson ahonda.

George Lomax parece ser el heredero favorecido en el testamento del difunto. El superintendente Battle, impasible, experimenta un ligero contento de que la ceremonia suceda tan correctamente. Lord Caterham tiene el semblante majestuoso y atónito del inglés durante el curso de los ritos religiosos.

Mister Fish discrepa del conjunto. Le falta la debida gravedad.

Johnson se endereza de súbito. Hay un estremecimiento de emoción.

—Gracias, hijo —dijo mister Fish—. Nosotros nos cuidaremos de lo que falta.

Evidentemente se trata del médico de cabecera.

Johnson se aparta. Mister Fish, con la debida solemnidad, se inclina. El cirujano se dispone a operar.

Levanta un paquetito. Ceremoniosamente se lo pasa al superintendente Battle. Éste lo entrega a su vez a George Lomax. La etiqueta ha sido respetada.

George Lomax deshace el paquete, corta el hule interior y hunde los dedos en otras envolturas. Algo aparece una fracción de segundo en la palma de su mano y lo esconde de nuevo en algodón.

Y carraspea.

—En este gratísimo trance… —empieza y su voz se eleva clara y fuerte como la del orador ducho.

Lord Caterham se bate en retirada. En la terraza encuentra a su hija mayor.

—Bundle, ¿funciona tu coche?

—Sí. ¿Por qué?

—Llévame a la ciudad. Hoy me marcho decididamente al extranjero.

—Pero…

—No repliques, Bundle. George Lomax me dijo esta mañana, al llegar, que deseaba entrevistarse conmigo acerca de una cuestión de gran importancia y agregó que el rey de Tombuctú vendría dentro de poco a Londres. No lo sufriré más, ¿lo oyes, Bundle? ¡Ni por cincuenta Georges! La nación puede comprar Chimneys si tanto aprecia su historia. De lo contrario, ofreceré esta casa a unos capitalistas que la convertirán en hotel.

—¿Dónde está Codders?

Bundle, como siempre, está a la altura de las circunstancias.

—Hasta dentro de quince minutos cantará las glorias del Imperio —responde el marqués echando una mirada a su reloj.

Segundo cuadro.

Mister Bill Eversleigh, que no asiste a la ceremonia, está al teléfono.

—… No, en serio. No seas orgullosa… ¿Cenarás conmigo por lo menos?… No, no lo tengo. Estoy clavado al escritorio. Codders es un tirano… Dolly, ya sabes lo que siento por ti; eres la única mujer en que pienso… Sí, iré antes al teatro. ¿Cómo es la letra? «Y la muchacha emplea anzuelos y ojos…».

Ruidos extraordinarios: Mister Eversleigh canta la canción.

Mientras tanto, George remata su discurso:

—… La paz y la posteridad del Imperio británico.

—He tenido una semanita magnífica —comunicó mister Hiram P. Fish a quien quiso escucharle.