Más aclaraciones
—Nos debe una explicación, mister Cade —dijo Herman Isaacstein, algo más tarde.
—Poco resta que no sepan —respondió Anthony—. Fui a Dover y Fish me siguió en la creencia de que yo era el rey Víctor. El descubrimiento de un desconocido, prisionero de los secuaces del malhechor, y su relato subsiguiente, nos lo revelaron todo. La historia se repetía. El verdadero policía había sido secuestrado y el falso, en este caso el rey Víctor, ocupaba su lugar. Battle pensó siempre con reparos en su colega y pidió a París sus huellas dactilares y otros medios de identificación.
—¡Ah! —exclamó el barón—. Las huellas y las medidas antropométricas de que el rufián habló.
—Fue un estupendo rasgo de inteligencia —dijo Anthony—. Lo admiré tanto, que quise forzarle la mano. Mi conducta embrollaba al falso Lemoine. Mi información sobre las hileras y la joya le impulsaron a avisar a su cómplice y, al mismo tiempo, a mantenernos en la cámara del consejo. El billete fue dirigido a la Brun. Tredwell lo entregó inmediatamente. La acusación de Lemoine de que yo era el rey Víctor fue un medio para distraer e impedir que alguien se marchase de la sala. En cuanto quedase aclarada mi personalidad y acudiéramos a la biblioteca en busca de la joya, creyó que ésta ya habría desaparecido.
George carraspeó.
—Debo aclarar, mister Cade, que considero sus actos altamente reprensibles. Uno de nuestros bienes patrios pudo desaparecer para siempre si su proyecto llega a fracasar. Fue una temeridad, una temeridad.
—¿Todavía no lo ha descubierto, mister Lomax? —preguntó Fish, arrastrando las sílabas—. El histórico diamante jamás estuvo detrás de los libros de la biblioteca.
—¿Jamás?
—Sí.
—El acertijo, o el emblema, del conde Stylpitch significaba ahora, igual que en su época, una rosa —expuso Anthony—. La tarde del lunes, en que lo resolví, fui a la rosaleda. Mister Fish había tenido la misma idea. Si se dan, de espaldas al reloj de sol, siete pasos adelante, ocho a la izquierda, y tres a la derecha, se llega a un rosal cuyas rosas se denominan Richmond. A nadie se le ocurrió cavar en el jardín durante los registros. Les animo a que lo hagan mañana por la mañana.
—Por consiguiente, los libros de la biblioteca…
—Fue una invención mía para picar a la dama. Mister Fish, apostado en la terraza, silbó cuando psicológicamente había llegado el momento. Él y yo implantamos la ley marcial en la casa de Dover para que los Camaradas no avisasen al falso Lemoine.
—Bueno, bueno —rio el marqués—. El problema se ha resuelto de modo satisfactorio.
—Menos una cosa —objetó mister Isaacstein.
—¿Cuál?
El gran financiero miró directamente a Anthony.
—¿Para qué me trajo aquí? ¿Para que presenciase un intrigante drama?
—No, mister Isaacstein —repuso Anthony—. Su tiempo es oro. Su primera visita a esta casa, ¿a qué se debió?
—Al propósito de negociar un empréstito.
—¿Con quién?
—Con el príncipe Miguel de Herzoslovaquia.
—Exactamente. El príncipe Miguel ha muerto. ¿Ofrecería el mismo empréstito, en idénticas condiciones, a su primo Nicolás?
—Pero falleció en el Congo.
—Si falleció, yo le maté. ¡Oh, no, no soy un asesino! Quiero decir: fui yo quien propagó la noticia de su muerte. Le prometí un príncipe, Isaacstein. ¿Le sirvo yo?
—¿Usted?
—En efecto, yo soy su hombre, Nicolai Sergius Alexander Ferdinand Obolovitch. El nombre resultaba demasiado largo para el género de vida que me proponía llevar, por lo que me marché al Congo transformado sencillamente en Anthony Cade.
El pequeño capitán Andrassy se levantó de un salto.
—¡Increíble! ¡Imposible! —bufó—. Retire sus palabras, caballero.
—Le ofreceré toda clase de pruebas —contestó Anthony—. Podré convencer al barón.
El barón alzó la mano.
—Sus pruebas examinaré, sí. Pero no las necesito. Su palabra basta. Además, a su madre inglesa mucho se parece. Siempre pensé: «Este joven en regia cuna nacido ha».
—Le prometo, barón, no olvidar su confianza cuando llegue el día de la recompensa —dijo Anthony.
Se volvió hacia el superintendente, cuyo semblante no había perdido la impasibilidad.
—Mi postura ha sido muy precaria. ¿Quién poseía en esta casa más motivos que yo para que Miguel Obolovitch muriese? Yo era su heredero al trono. Le he tenido gran miedo a Battle, sospechaba de mí y sólo le contenía la falta de móvil.
—Nunca le creí culpable, señor —aseveró el superintendente—. En estas materias me guío por corazonadas. Pero noté que temía algo, y eso me extrañaba. Desde luego, enterado de quién era, me hubiese rendido a la evidencia y le habría arrestado.
—Me alegro de haber podido ocultarle un secreto. Me sonsacó todos los demás. Es usted un magnífico policía, Battle. En el futuro respetaré a Scotland Yard pensando en usted.
—¡Extraordinarios descubrimientos! ¡Sorprendentes noticias! —exclamó George—. Yo… apenas lo creo. Barón, ¿está seguro de…?
—Mi querido mister Lomax —dijo Anthony con una nota dura en la voz—. No es mi propósito pedir a su Ministerio que apoye mis aspiraciones sin ofrecer las pruebas documentales más concluyentes. Lo aplazaremos por ahora. Barón, usted, mister Isaacstein y yo negociaremos el empréstito.
El barón se puso en pie y entrechocó los talones.
—Alteza, el instante más dichoso de mi existencia será el día en que ocupe el trono de Herzoslovaquia —dijo solemnemente.
—¡Ah, barón! —profirió Anthony, cogiéndole del brazo—. Lo olvidaba. Hay que tomar en consideración algo más. Estoy casado.
El barón, palideciendo, retrocedió unos pasos.
—Algún contratiempo tenía que haber —tronó—. ¡Señor del Cielo! ¡Está casado con una negra africana!
—¡Hombre! No he llegado a tanto —rio Anthony—. Mi mujer es blanca de pies a cabeza.
—¡Uf!… Un enlace morganático respetable aceptarse puede.
—Es algo más. Será una reina tan digna como yo rey. No, no mueva la cabeza. Tiene el linaje necesario. Es hija de un par inglés cuya alcurnia se remonta al tiempo del Conquistador. Actualmente está de moda que los monárquicos se casen con personas de la aristocracia… Y ella posee cierto conocimiento de Herzoslovaquia.
—¡Dios mío! —gritó George, desquiciado de su habitual prudencia—. ¿Es…? ¡Oh, no! ¿Es Virginia Revel?
—Sí, es Virginia —respondió Anthony.
—Mi estimado muchacho… —chilló lord Caterham—. Perdón, quise decir Alteza. Le felicito de todo corazón. Es una criatura deliciosa, incomparable.
—Gracias, lord Caterham. Es lo que usted dice y mucho más.
Mister Isaacstein contemplaba a Anthony con curiosidad.
—Excúseme Su Alteza… Pero ¿cuándo se casaron?
—Esta misma mañana.