El rey Víctor
—Sospeché de ella al principio —explicó Anthony—, porque se encendió la luz de su dormitorio la noche del crimen. Después, tras de informarme en Bretaña, creí que era una auténtica institutriz. Fui tonto. La condesa de Breteuil, que había empleado a mademoiselle Brun, alabó sus servicios, de suerte que no se me ocurrió que la verdadera Brun pudiera ser secuestrada camino de Chimneys y reemplazada por otra mujer. Cambié mis sospechas hacia mister Fish. Hasta que me siguió a Dover, y tuvimos una charla, no empecé a ver claro. Entonces, enterado de que era un detective de la agencia Pinkerton a la búsqueda del rey Víctor, mis recelos volvieron al punto de partida.
»Me preocupaba de manera sobresaliente que mistress Revel hubiera reconocido a la mujer. Pero recordé que ello había sido después de que hube mencionado que era la dama de compañía de la condesa de Breteuil, y que sólo había dicho que su rostro le resultaba familiar. El superintendente Battle les dirá que existió una conjura deliberada para obstaculizar la venida de mistress Revel a Chimneys. En ella intervino, nada menos, un cadáver. Y aunque este asesinato fue obra de los Camaradas de la Mano Roja, en castigo de una supuesta traición de la víctima, la puesta en escena y la ausencia del símbolo de tal organización, apuntaban a una inteligencia superior, encargada de la dirección de las operaciones. Fue evidente, desde los comienzos, que el problema se relacionaba con Herzoslovaquia. Mistress Revel era la única de nosotros que había vivido en aquel país. Mi idea de que alguien ocupaba el lugar del príncipe Miguel se hundió por lo errónea. Cuando vislumbré la posibilidad de que la institutriz fuese una impostora, y agregué a ello el hecho de que su cara le era familiar a mistress Revel, la verdad iluminó mi mente. Era evidente la importancia de que no la reconociesen, y mistress Revel era la única que podía llevarlo a cabo.
—Pero ¿quién era? —preguntó el marqués.
—¿Alguien a quien mistress Revel había tratado en Herzoslovaquia?
—El barón podrá contestarnos —dijo Anthony.
—¿Yo? —exclamó el barón, contemplando el cuerpo exánime.
—Fíjese bien. Prescinda del maquillaje —aconsejó Anthony—. Acuérdese de que fue excelente actriz.
—¡Dios mío! ¡No! ¡Imposible! —gimió el barón.
—¿Qué es imposible? —inquirió George—. ¿Quién es esta señora? ¿La reconoce, barón?
—No, no, no es posible —repitió el barón sin hacerle caso—. La mataron. Mataron a los dos en la escalera del palacio. ¡La enterramos!
—Mutilada e irreconocible —le recordó Anthony—. Les engañó. Debió de huir a América y pasar varios años oculta por culpa de su terror a los Camaradas de la Mano Roja, que habían dirigido la revolución y que le tenían inquina. El rey Víctor recobró la libertad. Juntos proyectaron recobrar el diamante. Lo buscaba ella la noche en que el príncipe Miguel la descubrió y la reconoció. Ordinariamente, y puesto que los príncipes no suelen reparar en la servidumbre, no corría peligro. Y podría retirarse con una conveniente migraine, como el día en que vino el barón.
»Empero, encontróse cara a cara con el príncipe Miguel cuando menos lo esperaba. Se veía amenazada por la desgracia y la infamia. Y disparó contra él. Fue ella quien guardó el revólver en la maleta de mister Isaacstein para borrar su pista y quien devolvió las cartas.
Lemoine dio un paso adelante.
—¿Vino a buscar la joya aquella noche? —dijo—. ¿No iría al encuentro de su cómplice, el rey Víctor? ¿Qué contesta?
—¡Qué persistente es usted, mi querido Lemoine! —se quejó Anthony—. ¿No le basta saber que me reservo un triunfo?
George, de mentalidad obtusa, intervino.
—Mi perplejidad se acrecienta. ¿Quién era su dama, barón? Usted la ha reconocido.
El barón se irguió.
—Se equivoca, mister Lomax. Jamás a esta señora vi. Una desconocida para mí es.
—Pero… —balbuceó George.
El barón le condujo a un rincón y murmuró algo. Anthony observó risueño en el semblante de George todos los síntomas de una apoplejía incipiente, y oyó su voz sonora tartamudeando:
—Claro… Claro… naturalmente… sería inútil… situación complicada, discreción suma.
—¡Ah! —gritó Lemoine, dando un manotazo a una mesa—. ¿Qué me importa el asesinato del príncipe Miguel? Yo busco al rey Víctor. Anthony hizo un gesto de piedad.
—Lo siento, Lemoine, en vista de su capacidad… Va a perder la última baza por mi culpa.
Apretó el timbre y apareció a los pocos instantes el mayordomo.
—Un caballero llegó conmigo esta noche, Tredwell.
—Sí, señor; un extranjero.
—Suplíquele, por favor, que se reúna con nosotros.
—Muy bien, señor. Tredwell se retiró.
—¿Qué es mi triunfo? El misterioso monsieur X —anunció Anthony.
—¿Quién es? ¿Lo adivinan?
—En vista de sus insinuaciones de esta mañana y de su actitud de esta noche —respondió Isaacstein—, no creo que quepa duda. Ha localizado al príncipe Nicolás de Herzoslovaquia.
—¿Opina lo mismo, barón?
—Sí. A menos que un impostor sea. Y creerlo no puedo. Conmigo sus tratos siempre honrados fueron.
—Gracias, barón. No olvidaré su gentileza. ¿Están todos de acuerdo?
Sus ojos recorrieron el círculo de rostros expectantes. Sólo el de Lemoine se desviaba hacia la mesa. Anthony oyó pasos en el vestíbulo.
—Pero ¡ninguno de ustedes acierta! —exclamó con una extraña sonrisa.
Se dirigió rápidamente hacia la puerta y la abrió de par en par.
Ante ella había un hombre… Un hombre de barbita negra, gafas y atildada apariencia, descompuesta únicamente por las vendas que rodeaban su cráneo.
—Permítanme que les presente a monsieur Lemoine, de la Sûreté de París.
Hubo una carrera y un baque, y después los acentos nasales de la voz de mister Hiram P. Fish sonaron tranquilamente en la ventana.
—No, hijo mío, por aquí no. He estado estacionado aquí toda la noche con el objeto particular de estorbar su fuga. Le apunta mi excelente automática. Vine a cazarle y lo he logrado… Pero es usted un chico muy notable.