Martes por la noche en Chimneys
El marqués, Virginia y Bundle, la noche del martes, treinta horas después de la sensacional desaparición de Anthony, charlaban en la biblioteca.
Bundle repitió por séptima vez las palabras que el joven pronunciara en Hyde Park Corner.
—«Volveré por mis propios medios» —citó pensativa Virginia—. No esperaba tardar tanto. Y sus cosas están en su dormitorio.
—¿Te dijo dónde iba?
—No, no me lo dijo —respondió Bundle.
El silencio siguiente persistió hasta que lord Caterham comentó:
—Un hotel ofrece, sin duda, algunas ventajas sobre una casa particular.
—¿Por qué?
—Porque en las habitaciones hay un aviso que dice, más o menos: «Los clientes han de comunicar su partida antes del mediodía». Virginia sonrió.
—Tal vez sea anticuado e irrazonable —prosiguió el marqués—. La moda actual impone entrar y salir de los hogares lo mismo que si fuesen hoteles… ¡Independencia completa, manutención gratuita!
—¡Qué gruñón! —regañó Bundle—. Nos tienes a Virginia y a mí. ¿Qué más pides?
—Nada más, nada más —aseguró Caterham atropelladamente—. No me quejo más que en términos amplios. Le intranquiliza a uno. Reconozco que hemos disfrutado de veinticuatro horas ideales. Paz, paz perfecta, sin robos, ni asesinatos, ni detectives, ni estadounidenses. Sólo lamento que el temor de perderla no me haya permitido gozar de ella. No he hecho más que repetirme: «Éste o aquél comparecerán dentro de un minuto». Y el pensamiento me ha aguado el placer.
—Tu preocupación ha sido vana —objetó Bundle—. Nos han dejado solos, nos han descuidado de modo insultante. También es rara la marcha de Fish. ¿Te comunicó su destino?
—No me dijo ni media palabra. Le vi ayer, por última vez, en la rosaleda, consumiendo uno de sus apestosos cigarros. Después se fundió en el paisaje.
—Le habrán secuestrado —supuso, esperanzada, Bundle.
—Dentro de un par de días, Scotland Yard pescará su cadáver en el lago —gimió su padre—. Me está bien empleado. Un hombre de mi edad debería hallarse en el extranjero, renunciando a mediar en los maquiavélicos proyectos de George Lomax y…
Le interrumpió Tredwell.
—¿Qué quiere? —se enfadó Caterham.
—Milord, el detective francés desea que le reciba.
—¿Qué dije? —estalló el marqués—. Tanta dicha tenía que ser efímera. Verán cómo ha descubierto el cuerpo de Fish doblado en una pecera.
El mayordomo le orientó respetuosamente hacia lo real.
—¿Le anuncio que le recibe, milord?
—Sí, sí. Tráigale.
Tredwell se fue. Regresó casi inmediatamente.
—Monsieur Lemoine —dijo.
El francés entró a buen paso. Su modo de andar, más que su semblante, reveló su excitación.
—Buenas noches, Lemoine —saludó el marqués—. Beba lo que quiera.
—No, gracias —el francés inclinó el cuerpo ante las damas—. He progresado al fin. Creo obligación mía notificarle los descubrimientos, los graves descubrimientos que he efectuado en el transcurso de las últimas veinticuatro horas.
—Olí que sucedía algo —dijo Caterham.
—Milord, ayer tarde un huésped suyo se fue de esta mansión. Desde un principio sospeché de él. He ahí un hombre que, dos meses atrás, se hallaba en África. ¿Y antes? ¿Dónde estuvo?
Virginia emitió una exclamación apagada. El detective pareció titubear al oírla. Pero continuó:
—¿Dónde estuvo antes? Nadie lo sabe. Se parece mucho al hombre que persigo; es alegre, audaz, inquieto, dispuesto a cualquier cosa. Envié cable tras cable sin obtener informes de él. Hace diez años estaba en Canadá, pero desde entonces… silencio. Mis sospechas se reforzaron. Un día recogí un trozo de papel del sitio en que había estado. Llevaba las señas de una casa de Dover. Más tarde, como por descuido, lo dejé caer. Por el rabillo del ojo vi que Boris, el herzoslovaco, se lo entregaba. Siempre imaginé que Boris era emisario de los Camaradas de la Mano Roja, que, en el caso presente, trabajaban con el rey Víctor. ¿Qué haría Boris si reconociera a su jefe en mister Anthony Cade? Lo que hizo, claro está. ¿Por qué había de ponerse al servicio de un desconocido?
»Pero casi me desarmó que Anthony Cade me preguntase si se me había caído el mismo trocito de papel. Casi, digo; no del todo. Porque el acto podía implicar o que era inocente o que era muy astuto. Negué, claro, que fuese mío. Entretanto, pedí noticias que hasta hoy no me han llegado. La casa de Dover, desierta, estuvo ocupada hasta ayer por un grupo de extranjeros. Era el cuartel del rey Víctor. Observen lo ocurrido. Ayer por la tarde mister Cade se fue de aquí sin explicaciones. Debió de comprender, desde que se le cayó el papel, que el juego había terminado. Llega a Dover y la banda se dispersa. Ignoro cuál será su próximo acto. Lo único que queda bien sentado es que mister Anthony Cade no volverá a Chimneys; pero el rey Víctor no renunciaría así como así a apoderarse del diamante y… ¡y entonces le capturaré!
Virginia fue hasta la chimenea, desde donde habló con voz fría y vibrante como el acero:
—Ha pasado por alto un hecho, mister Lemoine. Mister Cade no fue el único huésped que desapareció ayer en circunstancias anormales.
—¿Es que…?
—Sus deducciones pueden aplicarse igualmente a otra persona. ¿Qué le parece mister Fish?
—¡Bah!
—Sí, mister Fish. ¿Fue usted o no quien informó que el rey Víctor estuvo en los Estados Unidos antes de venir a Inglaterra? Ciertamente, mister Fish trajo una carta de presentación de un personaje harto conocido, pero eso sería una bicoca para un hombre de la habilidad del rey Víctor. Desde luego, no es lo que pretende. Lord Caterham ha comentado que jamás habla cuando se trata de las ediciones príncipe que tanto le interesan. Y no es éste el único hecho misterioso en lo que le concierne. La noche del asesinato, la luz de su cuarto se encendió; la de los hechos de la cámara del consejo, le descubrí en el jardín completamente vestido… Él pudo perder el papel. Usted no vio que se le cayera a mister Cade. Éste quizás haya ido a Dover… a investigar, tal vez le hayan secuestrado… En suma, y a mi juicio, la conducta de mister Fish resulta más extraña que la de mister Cade.
—Sí, madame, desde su punto de vista —exclamó Lemoine—. No lo discuto. Hasta confieso que mister Fish no es lo que parece.
—Pues…
—Pues la situación no varía. Madame, mister Fish es agente de la agencia Pinkerton.
—¿Cómo? —gritó Caterham.
—Sí, milord. Vino tras las huellas del rey Víctor. El superintendente Battle y yo hace tiempo que lo sabemos.
Virginia se sentó poco a poco. Aquellas palabras habían demolido el edificio que había construido tan cuidadosamente.
—Nos reunimos aquí, creyendo, y los hechos parecen darnos la razón, que el rey Víctor perdería su libertad en Chimneys —añadió Lemoine.
Virginia rio de pronto.
—Aún no le han cogido.
Lemoine la contempló.
—¿Y su famoso ingenio para burlar a la justicia?
La cólera oscureció la faz de Lemoine.
—En esta ocasión será muy distinto —masculló entre dientes.
—Es un hombre muy atractivo —terció Caterham—. Pero, Virginia, ¿no era un antiguo amigo suyo?
—Por ello creo que el señor Lemoine se equivoca —dijo la joven.
Sus ojos se encontraron con los del detective.
—El tiempo dirá, señora.
—¿Afirma que él mató al príncipe Miguel? —preguntó Virginia.
—Sí.
—¡Oh, no! —replicó Virginia—. ¡No! Estoy convencida de que Anthony no asesinó a Miguel.
Lemoine la observaba.
—Tal vez acierte usted, madame. Existe la posibilidad… Boris pudo excederse y disparar el revólver. El príncipe pagó quizá con ello algún acto cruel e injusto.
—Sí, parece un criminal —convino el marqués—. Las criadas gritan, me han dicho, cuando se encuentran con él en los pasillos.
—Me voy —dijo Lemoine—. Tenía la obligación de informarle, milord.
—Muchas gracias. ¿No bebe? Como guste. Buenas noches.
—Aborrezco a ese hombre, su barbita y sus gafas —chilló Bundle al cerrarse la puerta detrás del francés—. ¡Ojalá Anthony se ría de él! Me divertiría verle bailar de furia. ¿Y tú, Virginia?
—Yo me voy a la cama. Estoy fatigada.
—Voto por ello —dijo Caterham—. Son las once y media.
Virginia atravesó el vestíbulo en el momento en que un torso hercúleo se marchaba discretamente por una puerta lateral.
—¡Superintendente! —llamó imperiosa.
Battle volvió de mala gana sobre sus pasos.
—¿Mistress Revel?
—Lemoine nos ha visitado. Dice… ¿Es verdad que mister Fish es un detective?
—Sí.
—¿Lo supo usted desde el principio?
Battle inclinó la cabeza. Virginia fue hacia la escalinata.
—Gracias.
Hasta entonces se había negado a creerlo. ¿Y en aquel instante…? Sentada a su tocador, se enfrentó con la cuestión. Todas las palabras de Anthony resurgieron, llenas de sentido, en su memoria.
—¿Cuál sería la «carrera» de que había hablado? ¿La «carrera» a la que había renunciado?
Un ruidillo la distrajo de su meditación. Su reloj de oro señalaba algo más de la una. Sus reflexiones habían durado dos horas aproximadamente.
Repitióse el ruido. Sonaba en el vidrio del balcón. Virginia lo abrió. Abajo, en el sendero, había un hombre alto, agachado para recoger más piedrecillas.
El corazón de Virginia se desbocó… A continuación reconoció la línea, ruda, maciza, vigorosa, del herzoslovaco Boris.
—¿Qué quiere? —preguntó impaciente.
—El señor me envía —respondió Boris en un murmullo, que, no obstante, ella oyó claramente.
—¿Para qué?
—Debo conducirla hasta él. Ahora le lanzo su billete.
Un papel, lastrado con una piedra, cayó a los pies de Virginia, que se había apartado de la ventana. Desdobló y leyó:
«Querida: Estoy en un apuro, pero saldré adelante. Si confía en mí, acuda a mi lado».
Virginia, inmóvil, releyó varias veces aquellas frases. Miró, como si la descubriera entonces, la lujosa alcoba. Nuevamente se asomó a la ventana.
—¿Qué debo hacer? —indagó.
—Los detectives están en la otra parte de la casa, en el exterior de la cámara del consejo. Baje usted y salga por esta puerta. La espero. Un coche nos aguarda en la carretera.
Virginia cambió su salto de cama por un vestido marrón claro de género de punto y se puso un sombrerito de piel del mismo color.
Escribió una nota destinada a Bundle y la clavó en la almohada.
Descendió y tiró de los cerrojos de la puerta lateral. Vaciló un segundo, pero con el mismo aire de reto que sus antepasados en las Cruzadas, salió al jardín.