Historia íntima
Todos observaron al detective francés.
—Sí, es verdad —dijo Lemoine.
Hubo una pausa durante el necesario reajuste general de ideas.
—¿Sabe qué pienso, superintendente Battle?
—¿Qué piensa, mistress Revel?
—Que ha llegado el momento de que nos ilustre.
—No la entiendo, señora.
—Al contrario, superintendente, entiende a las mil maravillas. Mister Lomax le ha martirizado con sus peticiones de discreción pero será mejor que sea franco con nosotros, porque así no andaremos a ciegas, no descubriremos torpemente sus secretos y no haremos ningún daño. ¿Está de acuerdo conmigo, monsieur Lemoine?
—Del todo, madame.
—Ya avisé a mister Lomax de la inutilidad de la diplomacia —dijo Battle—. Estas cosas acaban por saberse. Mister Eversleigh es secretario de mister Lomax, y no hay objeción a que lo conozca. Mister Cade tiene igual derecho a ella, ya que se ha visto complicado contra su voluntad. Pero…
—Pero las mujeres somos indiscretas —estalló Virginia—. George no se cansa de repetirlo.
Lemoine había estudiado a la joven. Se encaró con el superintendente.
—¿Madame se llama Revel?
—Es mi apellido —dijo Virginia.
—¿Su esposo fue diplomático? ¿Estuvo con él en Herzoslovaquia poco antes del regicidio?
—Sí.
Lemoine se volvió hacia el superintendente.
—Madame puede oír la historia. Le importa indirectamente. Además —agregó con travesura—, su discreción es famosa en los círculos diplomáticos.
—Gracias por su elogio —rio Virginia—. Me alegro de que no se me expulse de esta habitación.
—¿Bebemos algo? —propuso Anthony—. ¿Dónde tendremos la conferencia? ¿Aquí?
—Si les parece… —contestó Battle— preferiría no abandonar esta sala hasta mañana. Dentro de poco sabrán el porqué.
—En tal caso iré en busca de refrescos —dijo Anthony.
Bill le acompañó. Regresaron con una bandeja llena de vasos, sifones y otros elementos.
Los reunidos se instalaron cómodamente alrededor de la larga mesa.
—Por supuesto, cuanto se hable aquí es estrictamente confidencial —empezó Battle—, aunque he esperado que se supiera, a pesar de las protestas de mister Lomax… Este asunto se inició hace siete años, en el momento en que se efectuaba, sobre todo en el Oriente Próximo, lo que los políticos llaman una «reconstrucción». Inglaterra estaba interesada en ello y también el conde Stylpitch, quien movía las piezas. Los estados balcánicos mandaban a nuestra patria personas de la realeza. No entraré en detalles. Algo desapareció entonces de modo tan increíble, que sólo nos cupo admitir dos cosas: que el ladrón era un personaje de la realeza o que la hazaña fue obra de un profesional muy destacado. Monsieur Lemoine les contará cómo sucedió.
El francés, inclinándose, continuó el relato.
—En Inglaterra no es muy célebre nuestro notorio y fantástico rey Víctor. No se sabe su verdadero nombre; es hombre de singular valor y audacia, que habla cinco idiomas y no tiene par en el arte del disfraz. Aunque su padre fue inglés o irlandés, ha actuado preferentemente en París. En esta ciudad, ocho años atrás, cometió una audaz serie de robos bajo el nombre de capitán O’Neill.
Virginia articuló una exclamación. Lemoine la miró un instante.
—La agitación de madame será comprensible dentro de unos minutos. Los de la Sûreté sospechábamos que el capitán O’Neill no era otro que el rey Víctor, mas no teníamos pruebas de ello. Por la misma época y en la misma ciudad, una joven e inteligente actriz, Angele Mory, trabajaba en el Follies Bergéres. Imaginábamos que intervenía en las operaciones del rey Víctor, también sin pruebas.
»París se disponía entonces a recibir al joven monarca Nicolás IV de Herzoslovaquia. Nos dieron instrucciones sobre cómo debíamos proteger a Su Majestad. En especial nos recomendaron vigilar las actividades de una organización revolucionaria llamada los Camaradas de la Mano Roja. Es cosa comprobada que dichos Camaradas ofrecieron a la Mory una gruesa suma para que los ayudase en sus proyectos. Debía enamorar al soberano y conducirle al lugar que ellos designaran. Angele aceptó el dinero y prometió cumplir su parte.
»Pero era más astuta y más ambiciosa de lo que creían sus patronos. Logró cautivar al rey, que, locamente enamorado de ella, la cubrió de joyas. Entonces concibió la idea de transformarse, no en amante del monarca, sino en reina. Todo el mundo sabe que sus sueños se realizaron. Apareció en Herzoslovaquia como la condesa Varaga Popoleffsky, pariente colateral de los Romanoff, y a su tiempo se convirtió en la reina Varaga. No estaba mal para una oscura actriz parisiense. Desempeñó su papel con dignidad; pero su triunfo no duró mucho tiempo. Los Camaradas de la Mano Roja, irritados de su traición, atentaron dos veces contra su vida. Por fin manipularon tan bien la opinión pública, que se declaró una revolución en la que perecieron el rey y su consorte. Se recobraron sus cuerpos, horriblemente mutilados, apenas reconocibles, testimonio de la cólera del pueblo contra su soberana, extranjera y de moral execrable.
»Antes, sin embargo, y ello parece seguro, la reina Varaga no había roto sus relaciones con el rey Víctor, y es muy posible que el atrevido plan se debiera a éste. Se sabe que se comunicaba con él, mediante un código secreto, desde la corte herzoslovaca; para mayor seguridad las cartas se redactaron en inglés y se firmaron con el nombre de una dama de la embajada británica. Si se hubiera llevado a cabo una investigación y la dama en cuestión hubiera negado su firma, nadie la habría creído, porque el contenido de las epístolas era el de una mujer enamorada. Se empleó su nombre, mistress Revel.
—Ya lo sé —afirmó Virginia, mudando de color—. Me había extrañado el origen de esas cartas.
—¡Qué vergüenza! —rugió Bill.
—Las remitía a las señas del capitán O’Neill en París y su fin primordial se explicó más tarde por un curioso hecho. Asesinados los reyes, muchas joyas de la corona, de las que la chusma se había apoderado, aparecieron en París, y se descubrió que en nueve de cada diez casos las piedras no eran sino imitaciones… y había gemas famosísimas entre las joyas de Herzoslovaquia. Así, pues, aun siendo reina, la Mory no había renunciado a sus muchas y pretéritas actividades.
»Ya hemos llegado al punto neurálgico. Nicolás IV y la reina Varaga vinieron a Inglaterra y disfrutaron de las hospitalidad del difunto marqués de Caterham, ministro de Asuntos Exteriores. No había que prescindir de Herzoslovaquia, a pesar de su exiguo territorio, y Varaga fue bien recibida. Por consiguiente, llegó como soberana y como experta ladrona. Indudablemente, el… sustituto, tan magistral que engañó a todos, sólo pudo ser obra del rey Víctor y la audacia y el ingenio del proyecto le señalan también como autor.
—¿Qué ocurrió? —preguntó Virginia.
—No se habló de ello en público hasta hoy —intervino Battle—. Nos desvivimos por silenciarlo… cosa no tan fácil como parece. Pero algunos de nuestros métodos les asombrarían. Les aseguro que la reina de Herzoslovaquia no se llevó la joya de Inglaterra. Su Majestad la escondió en un lugar que no hemos descubierto todavía. No me extrañaría que estuviera en esta habitación.
—¿Al cabo de tantos años? ¡Imposible! —gritó, incrédulo, Anthony.
—Ignora usted las circunstancias, monsieur —repuso el francés—. Quince días después se declaraba la revolución y los monarcas eran asesinados. El capitán O’Neill fue arrestado en París y sentenciado a una breve condena. Esperábamos encontrar el paquete de las cartas en esta mansión, pero fueron robadas por un intermediario herzoslovaco. El hombre apareció en Herzoslovaquia poco antes de la algarada y desapareció después.
—Sin duda fue a otras tierras, probablemente a África —reflexionó Anthony—. Y no se separó del paquete, que era una mina de oro para él. Son curiosos los caprichos del destino. Debieron de llamarle Pedro Dutch o algo por el estilo.
Sonrió al notar la inexpresiva mirada del superintendente.
—No soy clarividente, Battle. Ya se lo contaré.
—Lo que no ha explicado es cómo se relacionan con las Memorias —dijo Virginia—. Algo tiene que existir entre unas y otras.
—Madame es muy aguda —exclamó Lemoine—. En efecto, existe un eslabón entre ellas. El conde Stylpitch estuvo en Chimneys aquellos días.
—¿Y pudo saberlo?
—Parfaitement.
—Sería una catástrofe que lo mencionase en sus Memorias —indicó Battle.
—Quizás el manuscrito contenga un indicio del lugar en que fue escondida la piedra —insinuó Anthony, encendiendo un cigarrillo.
—No es posible —replicó Battle—. Nunca aceptó a la reina, la combatió con todas sus fuerzas. Ella, por tanto, no se lo confiaría.
—El conde era astuto —indicó Anthony—. Tal vez descubrió finalmente el escondrijo. ¿Qué hubiera hecho en tal caso?
—Callar —respondió Battle, tras meditar unos segundos.
—Sí, callar —dijo el francés—. La situación era delicada. Hubiera sido muy dificultoso restituir la piedra anónimamente. Y el conocimiento del escondite le hubiese proporcionado un gran poder, la única debilidad de aquel extraño anciano. No sólo habría tenido a la reina a su disposición, sino también hubiera negociado a su gusto. No hubiese sido el único secreto que dominaba, porque los coleccionaba como raras piezas de porcelana. En más de dos ocasiones se jactó públicamente de lo que podría revelar si le diese la gana. En una de ellas aseguró que se proponía hacer revelaciones sensacionales en sus Memorias. Ello justifica la ansiedad general de impedir su edición. Nuestra policía secreta trató de apoderarse de ellas, mas el conde se libró del manuscrito antes de su fallecimiento.
—No debemos presumir que supiera este secreto —opuso Battle.
—Perdonen —exclamó Anthony—. Olvidamos sus palabras.
—¿Qué?
Los detectives le contemplaron atónitos.
—Mister McGrath, al entregarme el manuscrito, me relató el episodio de su encuentro con el conde en París. Mister McGrath arriesgó su vida por salvar al anciano de una banda de matones. Estaba…, ¿cómo decirlo?, un poco «animado» y por ello dijo dos cosas harto interesantes. Una implicaba su conocimiento del paradero del Koh-i-noor, declaración que mi amigo no tomó en cuenta. También afirmó que la pandilla se componía de elementos del rey Víctor. Comentarios, que sumados, tienen su importancia.
—¡Dios mío! —gimió Battle—. Estoy de acuerdo con usted. Incluso el asesinato del príncipe Miguel toma otro cariz.
—El rey Víctor nunca mató —le recordó el francés.
—¿Y si le sorprendieron buscando la joya?
—¿Está, por tanto, en Inglaterra? —dedujo Anthony—. ¿No le siguieron cuando fue excarcelado?
Lemoine pareció apabullado.
—Lo intentamos, monsieur. Pero ese hombre es el diablo. Nos dio esquinazo inmediatamente… ¡inmediatamente! Creímos, naturalmente, que vendría a Inglaterra. Y no, se fue a…, ¿adonde diría?
—¿Adonde? —preguntó Anthony.
Jugaba con una caja de cerillas sin apartar los ojos del rostro del francés.
—A América, a los Estados Unidos.
—¿Cómo? —chilló Anthony.
—¿Y qué nombre adoptó? ¿Qué papel representó? El del príncipe Nicolás de Herzoslovaquia.
La caja de fósforos se escapó de los dedos de Anthony, cuyo pasmo igualaba el de Battle.
—¡Imposible!
—No, amigo mío. Mañana tendrá noticias de ello. Ha sido un engaño colosal. Se comentó, hace años, que el príncipe Nicolás había muerto en el Congo. El rey Víctor no desperdició la dificultad de probar su fallecimiento, y le encarnó para lograr una tremenda cantidad de dólares… a cambio de concesiones petrolíferas. La casualidad le desenmascaró y hubo de marcharse precipitadamente del país. Esta vez vino a Inglaterra. Por eso estoy aquí. Tarde o temprano vendrá a Chimneys, en el supuesto de que no lo haya hecho ya…
—¿Lo cree usted?
—Creo que estuvo en la casa la noche de la muerte del príncipe y ayer…
—Otro intento, ¿eh? —masculló Battle.
—Otro.
—Me extrañaba la ausencia de monsieur Lemoine —continuó Battle—. Avisaron de París que venía a colaborar conmigo…
—Tengo que excusarme —dijo el francés—. Mi llegada coincidió con la noticia del crimen. Se me ocurrió que saldría ganando si estudiaba la situación oficiosamente. Me sedujo tal posibilidad. No se me ocultó que recaerían en mí las sospechas, pero me sería útil, puesto que no alarmaría a las personas que deseaba observar. He tenido dos días muy interesantes.
—Pero ¿qué ocurrió anoche? —preguntó Bill.
—¿Le cansó el ejercicio? —sonrió Lemoine.
—¿Conque fue usted?
—Sí. Resumiré los sucesos. Convencido de que el secreto tenía su clave en esta sala, ya que en ella habían asesinado al príncipe, me aposté en la terraza. Noté al fin que alguien andaba en la habitación, traicionado por el resplandor de la linterna. El balcón cedió bajo mi mano. El hombre podía haber entrado antes o durante mi vigilancia, puesto que la cortina estaba corrida y me impidió verlo. Me introduje en la estancia. Paso a paso llegué a un punto en que podía asistir, sin ser observado, a sus manejos. No le distinguí claramente. Me daba la espalda y la luz recortaba su silueta. Su conducta me llenó de sorpresa. Desmontó una tras otra esas dos armaduras y examinó sus piezas. Convencido de que no escondían lo que buscaba, golpeó suavemente la pared, debajo del cuadro. Entonces se produjo la interrupción. Usted irrumpió.
—Nuestra buena voluntad fue lamentable —confesó Virginia.
—En cierto sentido, madame. El hombre apagó la linterna y yo, que no deseaba revelar mi identidad, corrí al balcón. En la oscuridad choqué con los otros dos y caí de bruces. Me rehice y escapé a la terraza. Mister Eversleigh me siguió, tomándome por un adversario.
—Fui yo quien le persiguió —explicó Virginia—. Bill iba en segundo lugar en la carrera.
—El intruso tuvo la habilidad de detenerse y huir por otra puerta. ¿Cómo no tropezó con los demás? —preguntó Bill.
—No fue difícil —respondió Lemoine—. Fingió ser un miembro anticipado del grupo de socorro.
—¿Cree que ese Arsenio Lupin habita en la casa? —inquirió Bill, cuyos ojos relampagueaban de placer—. ¿Lo cree de veras?
—¿Por qué no? Podría pasar muy bien por un criado. Por ejemplo, Boris Anchoukoff, el fiel ayuda de cámara del difunto príncipe.
—Vamos, vamos, señor Lemoine —sonrió Anthony.
—Es un tipo muy raro —convino Bill.
El francés le devolvió la sonrisa.
—Le ha tomado como criado suyo, ¿verdad, mister Cade? —dijo el superintendente.
—Battle, me descubro ante usted. Nada se le escapa. En realidad, él me ha adoptado por señor.
—¿Por qué, mister Cade?
—¡Quién sabe! El gusto puede ser dudoso, pero tal vez le atraiga mi cara. O quizá crea que maté a su amo y pretende desquitarse.
Anthony fue a correr las cortinas de los balcones.
—Amanece —anunció, bostezando—. Se acabaron las emociones.
—Me voy —dijo Lemoine, poniéndose en pie—. Nos veremos más tarde.
Después de haber hecho una graciosa inclinación ante Virginia, se fue por el balcón.
—A la cama —suspiró Virginia—. La velada no ha carecido de interés. Bill, ve a acostarte como un niño bueno.
Anthony contemplaba aún la figura de Lemoine.
—Se le considera el mejor detective de Francia —dijo Battle a sus espaldas.
—No me extraña.
—Tiene razón mistress Revel. Se acabaron las emociones por esta noche —añadió Battle—. Oiga, ¿recuerda que comenté el hallazgo de un hombre, muerto de un disparo, cerca de Staines?
—Sí. ¿Por qué me lo pregunta?
—Le han identificado, nada más. Se llamaba Giuseppe Manuelli y fue camarero en el Blitz de Londres. Es curioso, ¿verdad?