Segunda aventura
La primera persona que Anthony vio al apearse del tren, a la tarde siguiente, fue el superintendente Battle.
—He regresado como pactamos —dijo sonriendo—. ¿Vino a asegurarse de ello?
Battle agitó la cabeza.
—No me preocupó eso, mister Cade. Es que voy a Londres.
—Es usted muy confiado.
—¿Lo cree así?
—No me parece muy astuto, lo del agua mansa y todo lo demás. ¿Conque va a Londres?
—Sí, mister Cade.
—Me pregunto por qué.
El superintendente no contestó.
—¡Qué charlatán! —rio Anthony—. Es lo que más me atrae en usted. Los ojos de Battle chispearon fugazmente.
—¿Qué resultó de su misión, mister Cade?
—Me he equivocado por segunda vez. Irritante, ¿verdad?
—¿Cuál fue su propósito?
—Sospechaba de la institutriz francesa: a) porque, como en las novelas, era la de aspecto más inocente; b) porque se encendió la luz de su habitación la noche de la tragedia.
—Pocos fueron sus motivos.
—Tiene usted razón. Descubrí también que hacía poco tiempo que servía en la casa. Además, encontré a un francés extraño husmeando en el parque. Está enterado de su existencia, ¿verdad?
—¿Se refiere al individuo que se aloja en la posada, el llamado Chelles, viajante de una sedería?
—Al mismo. ¿Qué piensa Scotland Yard de él?
—Sus actos han sido sospechosos —concedió Battle, impasible.
—Yo diría que muy sospechosos. Sumé, por tanto, el elemento de la institutriz francesa y el elemento del extraño francés, y se me ocurrió que tal vez estuviesen confabulados, y fui a visitar a la dama a quien mademoiselle Brun había servido los diez últimos años. Fue infundada mi esperanza de que jamás hubiese oído hablar de mademoiselle Brun. Mademoiselle es genuina.
Battle afirmó.
—Al conocerla tuve la desagradable impresión de equivocarme —añadió Anthony—. Me convenció de que era institutriz desde la cuna. Battle volvió a afirmar.
—No obstante, mister Cade, no hay que fiarse de ello. Las mujeres, en especial, hacen milagros con el maquillaje. Conocí a una bonita muchacha que se tiñó el pelo, bronceó su rostro, enrojeció sus labios y, lo que es más eficaz, cambió su indumentaria. No la reconocieron nueve de diez personas que la habían tratado anteriormente. Los hombres no tienen tantas facilidades. La forma de las cejas y una dentadura postiza alteran su semblante… pero las orejas, mister Cade, las orejas tienen mucho carácter.
—No mire tan fijamente a las mías, que me pone nervioso —suplicó Anthony.
—Las barbas postizas y los tintes y cremas son sólo buenos para los libros —continuó el superintendente—. Pocos hombres pueden escapar a una identificación cuidadosa. Sólo hay uno con verdadero genio para los disfraces. El rey Víctor… ¿Qué sabe de él, mister Cade?
Su tono, que había cambiado repentinamente, detuvo las palabras que Anthony se disponía a pronunciar.
—¿El rey Víctor? —repitió pensativo—. El nombre me parece conocido.
—Es el ladrón de joyas más famoso del mundo. Su padre fue irlandés, su madre francesa. Domina, al menos, cinco lenguas. Hasta hace unos pocos meses cumplió condena.
—¿Sí? ¿Dónde se le supone en la actualidad?
—Me gustaría saberlo, mister Cade.
—La trama se complica —dijo Anthony con leve ironía—. ¿Y si viniera aquí? No le atraerían las Memorias políticas, sino las joyas.
—¿Quién sabe? Quizá se mueva entre nosotros.
—¿Disfrazado de segundo lacayo? ¡Espléndido! Usted identificará sus orejas y se cubrirá de gloria.
—Le gusta bromear, ¿verdad, mister Cade? ¿Qué opina de lo de Staines?
—¿Qué ha sucedido en Staines?
—Imaginé que lo había leído en los periódicos del sábado o en los de hoy. Descubrieron en la carretera a un nombre muerto de un tiro.
—Algo leí. No parece un suicidio.
—No, falta el arma. Y nadie ha reconocido el cadáver.
—¿A qué se debe su interés? —sonrió Anthony—. ¿Se relaciona esa muerte con el asesinato del príncipe Miguel?
Sus ojos y sus manos eran firmes. ¿El superintendente Battle le estudiaba de modo peculiar? ¿O lo imaginaba?
—Hay una epidemia de asesinatos —dijo el policía—. No me arriesgaría a afirmar que estuviesen relacionados.
Se dirigió al borde del andén, en el que se detenía el tren de Londres. Anthony respiró libremente.
Cruzó el parque absorto en sus pensamientos. Eligió a propósito la misma dirección que le había llevado a la casa la funesta noche del jueves y estrujó su cerebro, alzando el rostro, para asegurarse de cuál era la ventana en que había visto la luz. ¿Sería exactamente la segunda del extremo?
Entonces hizo un descubrimiento. La esquina de la casa tenía un ángulo en el que se abría un ventanal. Desde aquel punto se la podía contar como la primera, y la primera que se habría construido sobre la cámara del consejo como la segunda; mas, dando unos pasos a la derecha, la porción sobre dicha sala parecía ser el final del edificio. La primera ventana no se veía, y las otras dos, de la cámara del consejo, se enumerarían como las dos primeras desde el extremo. ¿En qué sitio estuvo parado al encenderse la luz? Ése es un punto interesante.
La cuestión era ardua. Un metro más para acá o para allá implicaba una gran diferencia. Una cuestión resultaba clara. Quizá se hubiese engañado al aseverar que la luz brilló en la segunda habitación desde el fondo. Bien pudo ser la tercera.
¿Quién la ocupaba? Anthony se propuso informarse cuanto antes. La suerte le favoreció. Tredwell arreglaba la bandeja del té en el vestíbulo. Era la única persona visible en él.
—Buenas tardes, Tredwell —saludó Anthony—. Quería preguntarle algo. ¿Quién ocupa la tercera alcoba, a partir del fondo del ala occidental, encima de la cámara del consejo?
El mayordomo reflexionó un segundo.
—El caballero estadounidense.
—¿Sí? Gracias.
—De nada, señor.
Tredwell se preparó a partir; pero el deseo de ser el primero en dar noticias humaniza incluso a los mayordomos más austeros.
—Señor, ¿le han informado de lo que ocurrió anoche?
—No. ¿Qué fue?
—Un intento de robo.
—¿De veras? ¿Se llevaron algo?
—No, señor. Los ladrones desmontaron las armaduras de la cámara del consejo, cuando fueron sorprendidos y obligados a huir. Se escaparon desgraciadamente.
—¿De nuevo esa estancia? —se sorprendió Anthony—. ¿Cómo penetraron en ella?
—Se supone, señor, que forzando el balcón.
Tredwell, halagado de la impresión que había producido siguió andando. Cerca de la puerta se detuvo solemnemente.
—Perdone, señor. No le oí entrar.
Isaacstein, víctima del pisotón, agitó amistosamente una mano.
—No importa, buen hombre.
El mayordomo se retiró altanero. Isaacstein se acomodó en una butaca.
—¿Ya de vuelta, Cade? ¿Le han explicado las aventuras de anoche?
—Sí. Es un fin de semana muy movido.
—Lo de ayer fue, sin duda, una hazaña de malhechores locales. Cometieron torpezas de aficionados.
—¿Coleccionarán armaduras? ¡Extraño botín!
—En efecto —dijo Isaacstein, y agregó—: La situación es muy molesta.
Su tono era amenazador.
—No le entiendo —exclamó Anthony.
—¿Por qué nos retienen? La indagatoria se celebró ayer. El cadáver del príncipe será conducido a Londres, donde se informará que murió de un ataque cardíaco. Pero nos prohíben irnos. Mister Lomax no sabe más que yo y me remite siempre al superintendente.
—Battle maquina algo —repuso Anthony—. Debe ser imprescindible para ello que no nos vayamos.
—Pero usted, y perdone el comentario, mister Cade, pudo irse.
—Con una pierna atada, porque me vigilaron constantemente. No me cabe duda de ello. No hubiera podido hacer desaparecer el revólver.
—¡Ah, el revólver! ¿No lo han encontrado aún?
—No.
—Lo arrojarían al lago.
—Es muy posible.
—¿Dónde está el superintendente? No le he visto esta tarde.
—Se ha ido a Londres. Le encontré en la estación.
—¿Cuándo volverá?
—Creo que mañana temprano.
Virginia apareció con lord Caterham y mister Fish. Obsequió con una sonrisa a Anthony.
—Hele aquí, mister Cade. ¿Le han informado de nuestras aventuras nocturnas?
—Sufrimos intensas emociones, mister Cade —terció Fish—. Confundí a mistress Revel con un bandido.
—Huyó sin estorbo —murmuró Virginia tristemente.
—Sirva el té, por favor —pidió Caterham a la joven—. ¿Dónde se habrá metido Bundle?
Virginia hizo los honores y se sentó luego al lado de Anthony.
—Vaya a la caseta de los botes, después del té —dijo en un aparte—. Bill y yo tenemos mucho que contarle.
E intervino en la conversación general.
La reunión en la caseta tuvo lugar una hora después.
Virginia y Bill se consumían por narrar los hechos. El único sitio prudente para una charla confidencial era el centro del lago, así que fueron a él. Relataron a Anthony las experiencias de la noche anterior. Bill estaba huraño. Deseaba que Virginia no se obstinara en que el «colonial» interviniese.
—¿Qué deducen? —preguntó Anthony, cuando hubo acabado el relato.
—Que buscaba algo —respondió Virginia como un relámpago—. La idea de que se trataba de ladrones me parece absurda.
—Y creyeron que ese algo estaba oculto en las armaduras. ¿Por qué golpearon el entrepaño? Quizá deseaban encontrar una escalera secreta o algo semejante.
—En Chimneys hay una cámara oculta y también una escalera secreta —dijo Virginia—. Lord Caterham nos informará. Más importante es saber qué les movió al registro.
—¿Las Memorias? No, son un bulto muy grande. Tiene que ser un bulto más pequeño.
—George lo sabrá. El problema está en que lo revele. He presentido desde el principio que la policía no es más que una pantalla.
—Según usted, era un hombre solo, aunque admite la posibilidad de que hubiese otro —dijo Anthony—, porque alguien la rozó en su camino hacia el balcón.
—El rumor fue tan leve, que pudo ser imaginación mía —objetó Virginia.
—Desde luego. Si no lo fuese, la segunda persona tendría que ser un habitante de la casa. ¿No será…?
—Termine de una vez —se impacientó Virginia.
—Me choca mister Hiram Fish. Se viste completamente, a pesar de que alguien pide auxilio.
—Eso es notable. También resulta sospechoso el profundo sueño de Isaacstein. ¿Cómo pudo dormir?
—Sin olvidar a Boris —habló por fin Bill—, el criado de Miguel. Para mí que es un rufián.
—Chimneys rebosa de personas sospechosas —dijo Virginia—. Y los demás sospechan de nosotros. ¡Ojalá el superintendente no se hubiera ido a Londres! Ha sido una estupidez. Mister Cade, he vuelto a ver en dos ocasiones en el parque a ese francés estrambótico.
—¡Qué lío! —se desesperó Anthony—. He perseguido una quimera, haciendo el ridículo. En mi opinión, la cuestión entera se resume en lo siguiente: ¿Encontraron los ladrones lo que buscaban?
—Estoy convencida de que no.
—En tal caso, volverán. Saben, o pronto sabrán, que Battle se halla en Londres, y se aventurarán nuevamente.
—¿Lo espera?
—Casi. Los tres constituiremos un frente. Eversleigh y yo nos esconderemos, con las debidas precauciones, en la cámara del consejo.
—¿Y yo? —interrumpió Virginia—. No consentiré que se me elimine.
—Oye, Virginia —dijo Bill—. Esto no es para mujeres…
—No seas imbécil, Bill. No te librarás de mí. Nuestro equipo vigilará esta noche.
Pasaron a discutir los pormenores del proyecto. Una vez los huéspedes se acostaran, el trío descendería por separado a la planta baja. Así lo hicieron, pertrechados de linternas.
Anthony llevaba además un revólver en el bolsillo de la chaqueta.
Como había dicho, barruntaba que habría otro intento de registro, pero no suponía que procediese del exterior de la casa. Virginia, a su juicio, no había imaginado que alguien la rozó en la oscuridad la víspera, y mientras montaba guardia detrás de un armario antiguo, miraba no al balcón, sino a la puerta. Anthony se agazapaba en la pared opuesta, al amparo de una armadura, y Bill junto al balcón.
Los minutos transcurrieron con perezosa lentitud. El reloj marcó la una, la una y media, las dos, las dos y media. Anthony, aterido y entumecido, se avergonzaba de sí mismo. Su deducción había sido errónea. No aparecían los desconocidos…
Se irguió alerta. En la terraza se percibían pasos. Silencio de nuevo, silencio interrumpido por unos arañazos en el balcón. Cesaron y las hojas se abrieron. Un hombre entró en la sala.
Se paró como si escuchara. Satisfecho del resultado de su precaución, encendió una linterna y enfocó los cuatro muros. No vio nada anormal. Los tres jóvenes retuvieron el aliento.
Se encaminó al mismo lienzo de pared que había examinado la víspera.
Bill se asustó. ¡Iba a estornudar! La carrera nocturna a lo largo del parque le había constipado. Había estornudado todo el día. Nada ni nadie impediría que entonces lo hiciera.
Empleó todos los remedios que se le ocurrieron: se pellizcó el labio superior, tragó saliva, echó la cabeza hacia atrás hasta que su nariz amenazó el techo… Como postrer recurso se atenazó las aletas de su apéndice olfativo. Fue inútil, porque estornudó.
El ruido, contenido, sofocado, ridículo, sonó como una detonación.
El desconocido se volvió. Anthony encendió la linterna y le acometió. Un segundo más tarde ambos rodaban en el suelo.
—¡Luz! —gritó Anthony.
Virginia tocó el interruptor. La araña se portó bien aquella noche. Las bombillas permitieron ver a Anthony sentado sobre el intruso y a Bill intentando ayudarle.
—Y ahora enséñanos la cara, querido muchacho —pidió Anthony. Levantó a su presa. Era el francés de la barbita.
—¡Les felicito! —aprobó alguien.
Se irguieron sorprendidos. El voluminoso cuerpo de Battle henchía el vano de la puerta.
—Le hacía en Londres, superintendente.
—Creí preciso darles esta sorpresa —sonrió Battle.
—Nos ha dejado yertos.
Anthony estudió la faz del caído. Éste se reía silenciosamente.
—¿Permiten que me levante, caballeros? Son tres contra uno.
Anthony tiró de él hasta ponerle en pie. El francés se arregló la americana, se alisó la camisa y contempló a Battle.
—¿Es usted de Scotland Yard?
—Sí.
—Le presentaré mis credenciales —anunció el desconocido con tristeza—. Debí hacerlo antes.
Tendió varios documentos al superintendente. A continuación mostró una insignia prendida en la solapa de la chaqueta.
Battle emitió una exclamación. Releyó los papeles, antes de devolverlos.
—Comprenderá que tiene usted la culpa del trato que ha recibido —dijo.
El asombro de los rostros que lo rodeaban le arrancó una sonrisa.
—He esperado bastante tiempo a este colega mío. Les presento a monsieur Lemoine, de la Sûreté de París.