Aventura a medianoche
La indagatoria judicial se celebró a la mañana siguiente. Fue muy distinta de las que cuentan las novelas. La supresión de los detalles más interesantes contentó aun al mismo Lomax. El superintendente Battle y el fiscal, ayudados del jefe de policía, habían reducido los procedimientos a un mínimo de hastío.
Anthony se marchó sin ostentación inmediatamente después del juicio.
Su partida fue el único punto luminoso del día para Bill Eversleigh. George Lomax, en su miedo obsesionante de que se divulgara algo oneroso para su Ministerio, hubiera apurado la paciencia de un santo. Había tenido a miss Oscar y a Bill en estado de alarma. La primera había efectuado lo útil y lo interesante; el segundo había trotado de acá para allá como portador de recados, descifrando telegramas y escuchando las aburridas y estereotipadas frases de su antipático jefe.
Así, pues, el joven, completamente derrengado, se acostó temprano el sábado por la noche. El tiránico comportamiento de George había obstaculizado que cambiase un par de palabras con Virginia, y por ello sentíase injuriado y resentido. Su único consuelo era la desaparición del sujeto de las colonias, que hasta entonces monopolizara el trato de Virginia. Y, desde luego, si George Lomax se empeñaba en hacer el asno… Bill se durmió disgustado. El sueño le alivió. Virginia figuraba en él.
Fue un sueño heroico, en que surgían llamas y en que él tenía el papel de salvador. Bajaba, en brazos, a Virginia, que se había desmayado, del último piso y la ponía en la hierba. Luego iba en busca de unos bocadillos. Los bocadillos eran esenciales. George los poseía, pero, en vez de entregárselos a Bill, empezaba a dictar telegramas. Estaban ya en la sacristía de una iglesia y Virginia llegaría de un momento a otro a casarse con él. ¡Horror! Bill vestía pijama. Debía ir a su casa a cambiarse. Se abalanzó al coche. El vehículo no andaba. ¡El depósito de gasolina estaba vacío! Y Virginia apareció en un enorme autocar y se apeó del brazo del barón calvo, fresca, pimpante, elegante en su traje gris. Fue hasta él y le sacudió juguetona de los hombros. «Bill», decía. «¡Oh, Bill!». Y le sacudió con más fuerza. «Bill… ¡Despierta! ¡Despierta, por favor!».
Bill se despertó. Se hallaba en su alcoba de Chimneys. Mas el sueño se adhería a él, porque Virginia se inclinaba sobre la cama y repetía las mismas frases.
—Despierta, Bill. ¡Oh, despierta!
—¡Hola! —exclamó Bill, sentándose—. ¿Qué sucede?
—¡Gracias a Dios! —dijo Virginia—. Duermes como un tronco; me cansé de sacudirte. ¿Estás despierto?
—Creo que sí —respondió dudoso Bill.
—¡Duermes como un tronco! Todavía tiemblo a causa del esfuerzo.
—No eres justa —dijo Bill indignado—. Virginia, es impropio de ti… Una joven viuda no debe invadir las habitaciones de los solteros.
—No seas idiota. Ocurren cosas.
—¿De qué clase?
—Cosas muy raras… en la cámara del consejo. Oí un portazo y bajé a investigar, y vi entonces una luz en ella. Avancé sin ruido hasta la puerta y fisgué por una rendija. Si mi visión fue reducida, no por eso fue menos extraordinaria, tanto que sentí apremio de ver más… pero necesitaba antes la compañía de un hombre guapo, fuerte y grande. Y por eso vine a llamarte. He tardado siglos en despertarte.
—¿Y qué vamos a hacer? —preguntó Bill—. ¿Acometer a los ladrones?
Virginia arrugó la frente.
—Temo que no sean ladrones, Bill. La situación es rarísima… No perdamos más tiempo. Levántate.
Bill renunció al tibio lecho.
—Espera. Me pondré las botas claveteadas. Mi estatura y mi fuerza no me ciegan hasta el punto de combatir descalzo con criminales endurecidos.
—Me gusta tu pijama —comentó Virginia—. Es policromo sin vulgaridad.
—Puesto que de ello hablamos —repuso Bill poniéndose la segunda bota—, admiro profundamente el bonito verde de lo que llevas puesto. ¿Qué es? ¿Un camisón?
—Es un salto de cama. Me alegro de tu inocencia.
—¡Hum! —gruñó Bill.
—No protestes. Me gustas mucho. Mañana por la mañana, hacia las diez, calmadas ya nuestras emociones, quizá te dé un beso.
—Los besos saben mejor si son espontáneos —insinuó Bill.
—Seamos prácticos. ¿Te pones una careta antigás y una cota de malla, o ya estás dispuesto para la lucha?
—Lo estoy.
Se embutió en un atractivo batín y empuñó un atizador.
—El arma ortodoxa —dijo.
—Vamos. No hagas ruido —suplicó Virginia.
Al pie de la amplia escalinata doble, Virginia arrugó el ceño.
—Tus botas son la antinomia del silencio, Bill.
—Los clavos serán siempre clavos. Hago lo que puedo.
—Tendrás que quitártelas.
Bill gimió.
—Llévalas en la mano. Has de descubrir lo que sucede en la cámara del consejo. Es muy misterioso, Bill, ¿desmontaría un ladrón una armadura?
—Supongo que si no puede llevársela entera…
Virginia no pareció satisfecha.
—¿Para qué robará una pila de metal herrumbroso? Chimneys está lleno de tesoros de más fácil acarreo.
—¿Cuántos hay? —preguntó Bill, asiendo firmemente el atizador.
—Ya sabes cómo son los ojos de las cerraduras… no lo aprecié bien. Sólo brillaba una linterna.
—Ya se habrá ido —dijo Bill esperanzado.
Sentóse en un escalón a quitarse las botas. Con ellas en la mano, se deslizó por el pasillo de la cámara del consejo, seguido de cerca por Virginia. Se detuvieron frente a la maciza puerta de roble. En la sala imperaba el silencio. De pronto Virginia le apretó un brazo. Una luz había centelleado fugazmente en el agujero de la cerradura.
Bill se arrodilló para mirar por el orificio. Lo que vio fue en extremo confuso. El drama representado en la estancia quedaba a la izquierda, fuera de su radio visual. Un apagado sonido metálico revelaba de cuando en cuando que el intruso o intrusos se atareaban aún con la armadura. Había dos, recordó Bill, al pie del retrato de Holbein. La linterna debía de iluminarlos. El resto de la habitación estaba a oscuras. Un bulto cruzó inesperadamente la línea de visión de Bill, irreconocible en las tinieblas. Tanto podía ser varón como mujer. Volvió a pasar frente a la cerradura y los choques de metal continuaron. Oyeron unos nudillos que percutían la madera.
Bill se sentó sobre sus talones.
—¿Qué hay? —susurró Virginia.
—Nada. No desperdiciemos más tiempo. Ni les vemos, ni imaginamos qué se proponen. Les voy a acometer. Virginia, escucha —dijo Bill, después de calzarse—, abriremos la puerta despacito. ¿Sabes dónde está el interruptor?
—Sí, junto a la entrada.
—Espero que no habrá más de dos. Quizá sea uno solo. Entraré en la habitación en cuanto pueda y, cuando yo diga «ahora», enciendes las luces, ¿entendido?
—Perfectamente.
—No grites ni te desmayes. No consentiré que te hagan daño.
—¡Héroe mío! —murmuró Virginia.
Bill, sospechando que se burlaba de él, intentó contemplarla en la oscuridad. Hubo un leve sonido que tanto pudo ser un sollozo como una carcajada. Apretó el atizador. Creía hallarse a la altura de las circunstancias.
Hizo girar lentamente el pomo. La puerta cedió hacia el interior. Virginia estaba a un palmo de él. Juntos, y en silencio, entraron en la sala.
La linterna relucía en el cuadro de Holbein, en el muro más alejado, recortando la silueta de un hombre que, subido a una silla, golpeaba suavemente los paneles. Les daba la espalda y su sombra era monstruosa.
Los clavos de las botas de Bill chirriaron en el pavimento, interrumpiendo su observación. El hombre se volvió, enfocando sobre ellos la luz de la linterna, que casi los cegó. Bill no titubeó.
—Ahora —bramó a Virginia y se abalanzó contra el individuo, mientras ella daba vueltas al interruptor.
Sólo se oyó el chasquido de éste. La gran araña no se inundó de luz. La sala se mantuvo en las tinieblas.
Virginia oyó a Bill desgranando una sarta de juramentos. En seguida sonaron jadeos y golpes. La linterna se apagó al estrellarse en el suelo. Virginia no supo quién vencía, ni cuántos combatientes intervenían. ¿Habría en la estancia alguien más que la persona que golpeaba la pared? Bien podía ser. Su visión del interior había sido muy breve.
La consternación la había paralizado. No osaba mediar en el zafarrancho, puesto que tal vez estorbase más que ayudase a Bill. Se apoyó en la idea de quedarse en el umbral para cortar el paso a quien pretendiera huir por la puerta. Sin embargo, y desoyendo las instrucciones del joven, chilló repetidas veces en petición de auxilio.
Hubo portazos en el piso, y el vestíbulo y la escalinata se llenaron de luz. ¡Ojalá contuviera Bill a su enemigo hasta que llegaran los refuerzos!
En aquel instante se produjo una terrible convulsión. Los luchadores debieron tropezar con una armadura, que se abatió con un estruendo ensordecedor. Una figura corrió al balcón, perseguida por los juramentos de Bill, que se desembarazaba de las partes de la armadura.
Virginia abandonó su puesto y saltó tras el fugitivo. El balcón estaba abierto y el intruso, lanzándose por él, salió a la terraza y corrió hacia la esquina. La joven, fuerte y deportiva, dobló el ángulo casi junto al desconocido.
Cayó en los brazos de una persona que salía de una puertecilla lateral: mister Hiram P. Fish.
—¡Oh, una señora! —gritó el estadounidense—. Le pido perdón, mistress Revel. La tomé por un enemigo de la justicia.
—Ha pasado por aquí —jadeó Virginia—. ¿Podremos capturarle?
Al hablar se dio cuenta de que era demasiado tarde. El hombre estaría ya en el parque, y la noche, muy oscura, carecía de luna. Regresó, pues, a la cámara del consejo, acompañada de mister Fish, que describía expertamente, y en tono aplacador, las costumbres de los ladrones en general. Parecía muy enterado del tema.
Lord Caterham, Bundle y varios criados aterrados se agolpaban en la entrada de la sala.
—¿Qué pasa? —preguntó Bundle—. ¿Tenemos ladrones? ¿Qué haces con mister Fish, Virginia? ¿Os paseáis de noche?
Virginia le explicó lo sucedido.
—¡Qué emocionante! —chilló Bundle—. ¡Un fin de semana con entremés de asesinos y ladrones! ¿Por qué no se enciende la lámpara? Las del resto de la casa funcionan perfectamente.
Pronto se aclaró el misterio. Habían quitado las bombillas y las habían colocado en fila al pie del muro. Tredwell, aún en batín, restauró la iluminación por medio de una escalera de mano.
—Si la vista no me engaña —dijo lord Caterham, con triste acento, mirando en torno suyo—, esta habitación ha sido centro de actividades violentas.
La observación fue justa. Todo lo derribable había sido derribado. El suelo estaba sembrado de sillas rotas, jarrones destrozados y fragmentos de armaduras.
—¿Cuántos eran? —indagó Bundle—. La lucha parece haber sido tremenda.
—Uno solo, creo —dijo Virginia.
Entonces lo dudó. Ciertamente, una sola persona, un hombre, se había escapado por el balcón, pero tenía la impresión de que, al perseguirle, hubo un rumor cerca de ella. En cuyo caso, un segundo intruso (si no se equivocaba) habría huido por la puerta. El rumor pudo ser imaginario…
Bill surgió del balcón. Respiraba dificultosamente.
—¡Maldito sea el bribón! —rugía iracundo—. ¡Se fugó!
—¡Ánimo, Bill! —exclamó Virginia—. Otra vez tendrás más suerte.
—¿Qué será lo mejor? —preguntó el marqués—. ¿Irnos a la cama? No localizaremos fácilmente a Badgworthy. Tredwell, encárguese de lo más oportuno.
—Muy bien, milord.
Caterham se preparó a irse.
—Ese Isaacstein duerme como un leño —comentó, envidioso—. El escándalo hubiese despertado a un muerto. —Miró a mister Fish—. Tuvo tiempo de vestirse, ¿verdad?
—Me eché encima unos cuantos trapos —respondió el estadounidense.
—Alabo su sensatez —aprobó lord Caterham—. Los pijamas no abrigan.
Bostezó. Y todos los alarmados se fueron melancólicos a reanudar su interrumpido sueño.