Una visita
Anthony subió nuevamente a la terraza con la convicción absoluta de que el centro del lago sería el único lugar idóneo para una conversación privada. El resonante tañido del batintín partió del edificio. Tredwell salió majestuosamente por una puerta lateral.
—La comida está servida, milord.
—¡Ah, el almuerzo! —exclamó el marqués, y pareció resucitar.
Aparecieron dos chiquillas. Eran unas mujercitas emprendedoras de doce y diez años, y aunque sus nombres, según declaración de Bundle, era Dulcie y Daisy, pronto se advirtió que se las conocía vulgarmente con los de Guggle y Winkle. Ejecutaron una danza bélica, que amenizaron con sus alaridos, hasta que Bundle intervino.
—¿Dónde está mademoiselle? —preguntó.
—¡Tiene la migraine, migraine, migraine! —cantó Winkle.
—¡Hurra! —aulló Guggle.
Lord Caterham había conseguido introducir a casi todos sus huéspedes en la casa. Tocó el brazo de Anthony.
—Venga ahora a mi gabinete —susurró—. Le ofreceré algo especial. Anduvo por el vestíbulo más como un ratero que como el anfitrión y llegó a su guarida. De un armario sacó varias botellas.
—Hablar con los extranjeros me da sed —explicó en son de justificación—. Ignoro por qué será.
Sonó un golpecito en la puerta. Virginia se asomó a la habitación.
—¿Hay un combinado para mí? —se informó.
—¡Claro, entre! —contestó, hospitalario, el marqués.
Los cinco minutos siguientes se invirtieron en el paladeo de sabrosas materias líquidas.
—Lo necesitaba —suspiró Caterham, devolviendo la copa a la mesa—. Repito que los extranjeros me secan la garganta. ¡Cómo me fatigan! Lo achaco a su perfecta cortesía. Vamos a comer algo.
Abrió la marcha hacia el comedor. Virginia rezagóse con Anthony.
—He cumplido con mi obligación —cuchicheó—. Lord Caterham me ha enseñado el cadáver.
—¿Y qué? —exclamó Anthony ávidamente.
Una de sus teorías iba a ser confirmada o destruida. Virginia meneó la cabeza.
—No acertó. Es el príncipe Miguel.
—¡Oh! —masculló desilusionado Anthony, y agregó en voz alta—: Y la institutriz tiene migraine.
—No veo qué relación…
—Quisiera conocerla, porque ocupa el segundo cuarto del extremo, el mismo en que se encendió la luz anoche.
—Es interesante.
—Pero inofensivo probablemente. De todos modos, veré a mademoiselle antes de que acabe el día.
La comida fue una dura prueba. Ni siquiera la alegre imparcialidad de Bundle pudo reconciliar a tan heterogéneos elementos. El barón y Andrassy, correctos, formales y regios, parecían asistir a un banquete dado en un mausoleo. Lord Caterham aletargado y deprimido. Bill Eversleigh devoraba con los ojos a Virginia. George, consciente de la precaria situación en que el azar le había puesto, conversaba inteligentemente con el barón e Isaacstein. Guggle y Winkle, indisciplinadas por la novedad de tener un asesinato a domicilio, necesitaban de continuo que se les llamara la atención; mister Hiram Fish masticaba lentamente y pronunciaba secas frases en su peculiar jerga… El superintendente Battle se había esfumado, sin que nadie supiera qué había sido de él.
—¡Loado sea Dios! Ya se acabó —murmuró Bundle a Anthony al levantarse de la mesa—. George conducirá esta tarde el contingente internacional a su residencia para discutir secretos de Estado.
—Eso despejará la atmósfera —convino Anthony.
—El estadounidense no me preocupa —continuó Bundle—. Puede hablar con mi padre de ediciones príncipe en cualquier rincón. Mister Fish —agregó, cuando éste se acercó a ellos—, le he preparado una tarde llena de paz.
El estadounidense se inclinó.
—Mister Fish ya disfrutó de la calma esta mañana —dijo Anthony.
El estadounidense le lanzó una aguda mirada.
—¡Ah! ¿Descubrió mi retiro? Hay momentos en que un hombre modesto piensa tan sólo en apartarse del bullicio y de la pompa mundanos.
Bundle dejó a los dos nombres. Fish bajó la voz.
—Este asesinato se rodea de misterio, ¿verdad?
—En cantidad considerable —respondió Anthony.
—¿Ese calvo es quizás un familiar de la víctima?
—En cierta manera.
—Los centroeuropeos son fantásticos —declaró mister Fish—. Me ha llegado el rumor de que el difunto era un príncipe. ¿Qué sabe usted?
—Aquí se le conocía como el conde Stanislaus —replicó evasivo Anthony.
Mister Fish pronunció entonces una exclamación bastante críptica.
—¡Oh, muchacho!
Después se hundió en un momentáneo silencio.
—Ese capitán de la policía, Battle o como se llame —observó por fin.
—¿Es un as en su profesión?
—Así lo creen en Scotland Yard.
—Tiene el cerebro almidonado —aseguró Fish, contemplando a Anthony de soslayo—. Le falta vida. ¿Por qué nos prohíbe irnos?
—Mañana debemos asistir todos a la indagatoria judicial.
—¡Ah! ¿Sólo por eso? ¿Sospechan de los huéspedes de lord Caterham?
—¡Mi querido mister Fish!
—Me han sacado de quicio; como soy extranjero… Pero claro, el asesino llegó de fuera. Abrió un balcón, ¿verdad?
—Sí —contestó Anthony, mirando al frente.
Mister Fish suspiró.
—Joven, ¿sabe cómo se vacía una mina inundada?
—¿Cómo?
—Por medio de bombas. ¡Y es un trabajo fatigoso! Nuestro fascinante anfitrión se marcha de aquel grupo. Voy en su busca.
Mister Fish se fue y Bundle volvió al lado de Anthony.
—Ese estadounidense es raro, ¿verdad?
—Sí.
—No piense en Virginia.
—No lo he hecho.
—Lo hacía. No sé cómo se las compone. No es ni su modo de hablar, ni su belleza; pero siempre los flecha. Tiene ahora otras ocupaciones. Me rogó que fuese buena con usted y lo seré… a la fuerza si es necesario.
—No lo será —aseguró Anthony—. Preferiría que hiciese gala de su bondad en un bote y en medio del lago.
—No es mala idea.
Se encaminaron al lago.
—Le preguntaré algo antes de engolfarnos en tópicos más interesantes —anunció Anthony, apartándose a remo de la orilla—. La obligación antes que la devoción.
—¿Qué dormitorio le interesa ahora? —indagó Bundle pacientemente.
—Ninguno de momento. ¿Quién les proporcionó la institutriz francesa?
—¿Le ha embrujado? Nos la facilitó una agencia, le pago doscientas libras al año y su nombre de pila es Geneviéve. ¿Qué más?
—Eliminaremos a la agencia. ¿Presentó referencias?
—Magníficas. Sirvió diez años a la condesa Fulana de Tal.
—¿Que se llama en realidad…?
—De Breteuil, Cháteau de Breteuil, Dinard.
—¿Habló con la condesa? ¿O se trataron por correspondencia?
—Lo último
—¡Hum!
—Despierta en mí una viva curiosidad —exclamó Bundle—. ¿Es amor o crimen?
—Tal vez idiotez mía. Olvidémoslo.
—«Olvidémoslo», dijo el galán, tras de enterarse de cuanto ansiaba. Mister Cade, ¿de quién sospecha? Yo elegiría a Virginia, puesto que es la persona más inocente, o a Bill.
—¿Y usted?
—Miembro de la aristocracia se confabula en secreto con los Camaradas de la Mano Roja. Sería escandaloso.
Anthony se rio. Se encontraba bien con Bundle, aunque temía sus penetrantes ojos grises.
—Debe de enorgullecerse de esto —dijo súbitamente, abarcando con un gesto todo cuanto les rodeaba.
Bundle entornó los párpados, inclinando levemente la cabeza a un lado.
—Sí; pero me he acostumbrado a ello. No permanecemos mucho aquí, porque es mortalmente aburrido. Este verano estuvimos en Cowes, Deauville y Escocia. Chimneys ha pasado cinco meses bajo las fundas. Las retiran una vez a la semana para que los turistas boqueen de asombro y escuchen las explicaciones de Tredwell. «A su derecha el retrato de la cuarta marquesa de Caterham, obra de sir Joshua Reynolds», etc., y Ed o Bert, el humorista del grupo, propina un codazo a su novia y dice: «Gladys, se gastaron sus cuatro cuartos en pintura, ¿verdad?». Y siguen viendo pinturas, arrastran los pies, bostezan y desean que llegue el instante de volver a sus casas.
—En esta mansión se han escrito algunas páginas de la historia.
—George le ha aleccionado —exclamó Bundle—. Nos destroza los oídos con frases parecidas.
Anthony se incorporó sobre el codo para estudiar la ribera.
—¿Es un nuevo desconocido sospechoso el que distingo junto a la caseta o un huésped suyo?
Bundle levantó la cabeza del almohadón encarnado.
—Es Bill —reconoció.
—Busca algo.
—Probablemente a mí —dijo Bundle sin entusiasmo.
—¿Remamos rápidamente en la dirección opuesta?
—Sería preferible… Pero no parece usted muy interesado.
—Mi vigor se duplicará a causa de ese reproche.
—Domínese —ordenó Bundle—. No me falta amor propio. Bogue hacia ese borrico. Hay que vigilarle. Virginia le habrá dado el esquinazo. Cualquier día, aunque se le antoje inconcebible, quizá me case con George, de modo que debo ejercitarme en «ser» una de nuestras famosas damas políticas, de las de ahora.
Anthony enfiló el bote hacia la orilla.
—¿Y qué será de mí? —gimió—. No quiero convertirme en tercero en discordia. ¿Son ésas sus hermanas?
—Sí. Cuidado o le echarán el lazo.
—Me gustan los niños. Tal vez les enseñe un juego tranquilo e intelectual.
—No se queje después de que no le avisé.
Dejando a Bundle en compañía del desconocido Bill, Anthony se encaminó al punto en que unos gritos agudos turbaban la paz de la tarde. Le acogió una exclamación.
—¿Sabe jugar a los pieles rojas? —preguntó Guggle severamente.
—Bastante bien. Escuchad cómo chillo cuando me arrancan la cabellera.
Anthony soltó un alarido.
—¡No está mal! —condescendió Winkle—. Ahora aúlle como un indio bravo.
Anthony lanzó un grito estremecedor. Un minuto después la partida de pieles rojas pisaba el sendero de la guerra.
Al cabo de una hora, Anthony, enjugándose la frente, se aventuró a preguntar si había mejorado la migraine de la institutriz. Se alegró de saber que la señorita estaba algo aliviada. Su simpatía le valió que le invitaran a tomar el té en la sala de las niñas.
—Y nos contarás lo del hombre que viste ahorcar —sugirió Guggle.
—¿Tienes un trozo de soga? —inquirió Winkle.
—En la maleta —respondió Anthony—. Os regalaré un recorte.
Winkle lanzó el aullido dakota de satisfacción.
—Habremos de asearnos —dijo Guggle lúgubremente—. Te esperaremos, no lo olvides.
Anthony juró que nada le impediría acudir a la cita. Las dos niñas corrieron hacia la mansión. Anthony las contempló y, mientras lo hacía, se percató de que un hombre se alejaba por el lado opuesto de un bosquecillo y atravesaba precipitadamente el parque. Era el desconocido de la barbita negra. Se preguntó si le seguiría. Mister Hiram P. Fish salió de un macizo de arbustos y se sobresaltó al verle.
—¿Le molesta el mundanal bullicio? —preguntó Anthony.
—No, gracias a Dios.
La placidez del estadounidense no era tan evidente como afirmaba. Estaba sonrojado y respiraba como si hubiera galopado a lo largo y ancho de la arboleda. Sacó su reloj.
—Es la hora de la institución británica del té —comentó, y giró hacia la casa.
Anthony fue distraído de sus reflexiones por el superintendente Battle, quien, sin el menor ruido, como si brotara de la tierra, se puso a su lado.
—¿De dónde sale? —dijo irritado.
Battle señaló el grupo de árboles que había detrás de ellos.
—Ese sitio se ha puesto ahora muy de moda —dijo Anthony.
—¿Meditaba, mister Cade?
—Sí. Intentaba sumar dos, uno, cinco y tres de suerte que el total fuese cuatro. Y no lo logré, Battle; es imposible.
—Tiene que serlo.
—Deseaba verle. Superintendente, quiero irme. ¿Me lo permite? Battle, como siempre, no traicionó ningún sentimiento. Su contestación fue pronta e indiferente.
—Depende de su destino.
—Pondré las cartas sobre la mesa, Battle. Deseo ir a Dinard, al castillo de la señora condesa de Breteuil. ¿Es factible?
—¿Cuándo, mister Cade?
—Mañana, por ejemplo, después de la indagatoria judicial. Regresaría el domingo por la tarde.
—Ya —dijo Battle lacónicamente.
—¿Consiente?
—No objeto en principio, a condición de que vaya a ese lugar y regrese sin entretenerse.
—Battle, no tiene usted rival. O me aprecia de modo extraordinario o es verdaderamente artero. ¿Cuál de las dos cosas es?
Battle se limitó a reír.
—Muy bien. Comprendo que tomará precauciones tales como que me sigan sus hábiles satélites. Pero deseo saber la verdad.
—Estoy desconcertado, mister Cade.
—Las Memorias… ¿por qué causan tanto alboroto? ¿Eran las únicas? ¿Qué me esconde usted?
Battle tornó a sonreír.
—Véalo así: le hago un favor porque me ha impresionado agradablemente, mister Cade. Quisiera que trabajase en mi bando. El aficionado y el profesional se entenderían bien, puesto que uno goza de intimidad y el otro de experiencia.
—Ansié siempre probar mi suerte como detective.
—¿Qué ideas le inspira este asesinato, mister Cade?
—Muchas, preguntas en su mayoría.
—Póngame un ejemplo.
—¿Quién reemplazará a Miguel en el trono? La cuestión es importante.
—¿También se le ha ocurrido eso, señor? —exclamó Battle, en tono seco—. El príncipe Nicolás Obolovitch, primo del difunto.
—¿Dónde está en este instante? —continuó Anthony y desvió la cara para encender un cigarrillo—. Lo sabe usted, Battle; no lo niegue, porque no le creeré.
—Nuestras noticias le sitúan en Estados Unidos. Por lo menos estaba en Norteamérica hasta hace poco, buscando dinero a cambio de esperanzas.
Anthony profirió una interjección de sorpresa.
—Inglaterra apoyaba a Miguel; y Estados Unidos a Nicolás. En ambos países un grupo de negociantes ambiciona concesiones petrolíferas. El partido monárquico adoptó a Miguel; y ahora debe encontrar otro paladín. Mister Isaacstein y compañía, así como George Lomax, chirrían los dientes, y Wall Street se regocija. ¿Me equivoco?
—Ronda la verdad.
—¡Hum! Casi estoy seguro de lo que había en esa arboleda.
Battle sonrió.
—La política internacional me encanta, pero tengo que irme —dijo Anthony—. Me han citado unas damiselas.
Una vez en la casa, Tredwell le dio instrucciones que le guiaron al cuarto de las niñas. Llamó, entró y le acogió una tempestad de jubilosos chillidos.
Guggle y Winkle le transportaron en triunfo hasta la institutriz.
Las convicciones de Anthony se tambalearon. Mademoiselle Brun era pequeña, cincuentona, entrecana, cetrina… ¡y un bigote medraba en su labio superior!
¿Dónde estaba la embrujada y notoria aventurera?
«Me porto como un idiota —pensó Anthony—. Es igual. A mal tiempo, buena cara».
Inició una amena charla con la institutriz, a quien envaneció la presencia de un joven tan apuesto. El té fue un éxito.
Aquella noche, en su elegante dormitorio, Anthony no se cansó de menear la cabeza. «He vuelto a meter la pata. Este asunto ha embotado mi olfato», se dijo.
Se inmovilizó de pronto.
—¿Qué hay?
La puerta se abrió poco a poco. Un hombre se paró de frente, a un metro de ella, un gigante rubio, de hercúlea constitución. Sobre sus prominentes pómulos lucían unos ojos ensoñadores y fanáticos.
—¿Quién es usted? —le disparó Anthony.
—Boris Anchoukoff.
—¿El ayuda de cámara del príncipe Miguel?
—Sí. Serví a mi amo. Ha muerto. Ahora le serviré a usted.
—Muchas gracias, pero no necesito criado.
—Es usted mi amo. Le obedeceré fielmente.
—Sí… Oiga… Ni deseo un criado, ni tengo dinero para pagarle.
Boris Anchoukoff le miró dolido.
—No pido dinero. Serví a mi amo. A usted le serviré hasta la muerte.
Se arrodilló de pronto y, apoderándose de una mano de Anthony, la aplicó a su frente. Se levantó de un salto y se fue tan inesperadamente como había llegado.
Anthony se había quedado de piedra.
—¡Qué extraño! Fiel como un perro. Son curiosos los instintos de los balcánicos —murmuró, y reanudó su paseo—. De todos modos… es un contratiempo… a estas alturas.