El francés
Virginia y Anthony anduvieron un rato en silencio hacia el lago. Fue ella quien lo rompió lanzando una carcajada.
—¡Es gracioso! Tengo que referirle un montón de cosas y no sé cómo empezar. Ante todo —dijo bajando la voz—, ¿qué hizo con el cadáver? ¿No se le eriza el pelo? Jamás soñé que me metería en un crimen.
—Será una sensación nueva para usted —repuso Anthony.
—¿Para usted no?
—Nunca hice desaparecer un cadáver, claro está.
—Explíquemelo.
Anthony expuso sucintamente sus actividades nocturnas. Virginia le escuchó interesada.
—Es usted muy listo —aprobó cuando él hubo terminado—. Recogeré el baúl en Paddington al volver. El único obstáculo es que quizá le interroguen sobre qué hizo en la tarde de ayer.
—No corro ese peligro. No habrán encontrado el cadáver hasta la madrugada o bien andada la mañana. Los periódicos no lo publican. Y contradiciendo a las novelas de detectives, los médicos no pueden precisar a qué hora falleció una persona. El momento exacto de la muerte será bastante vago. Más me gustaría tener una coartada para la noche pasada.
—Lo sé. Lord Caterham me lo ha contado. El superintendente se ha convencido ya de su inocencia, ¿verdad?
Anthony demoró algo la respuesta.
—No parece muy listo —añadió Virginia.
—¿Qué decirle? El cráneo de Battle encierra algo más que aire y serrín. Dudo de que esté persuadido de mi inocencia. Le desconcierta mi aparente falta de motivo.
—¿Aparente? —exclamó Virginia—. ¿Qué razones tendría usted para matar a un desconocido conde extranjero?
Anthony la contempló un momento.
—¿Vivió cierto tiempo en Herzoslovaquia?
—Sí, dos años, con mi marido. Perteneció a la embajada inglesa.
—Poco antes del regicidio en tal caso. ¿Conoció al príncipe Miguel Obolovitch?
—Claro. Era una especie de duende minúsculo. Me sugirió que me casara con él.
—¿Y qué se proponía hacer con su esposo?
—Una repetición del episodio bíblico de David y Urías.
—¿Qué respondió a la tentadora oferta?
—Desgraciadamente tuve que ser diplomática, de lo contrario el príncipe se hubiera ofendido. No obstante, su desengaño fue rudo. ¿A qué se debe su interés por Miguel?
—Mi torpe curiosidad no carece de fundamento. ¿Vio al difunto?
—No, porque, como en las novelas, se retiró a sus aposentos a poco de llegar.
—¿Y el cadáver?
Virginia meneó la cabeza sin dejar de mirarle.
—¿Podría lograr que se lo enseñaran?
—Tal vez mediante la influencia de personas importantes, como lord Caterham. ¿Por qué? ¿Es una orden?
—No, no —se asustó Anthony—. ¿Tan dictatorial soy? He aquí lo que sucede: el conde Stanislaus no era sino el príncipe Miguel de Herzoslovaquia.
Los ojos de Virginia se dilataron.
—¡Oh! —Su faz se distendió en una cautivadora sonrisa oblicua—. ¿Miguel se refugió en sus habitaciones para evitar un encuentro conmigo?
—Eso o algo análogo —admitió Anthony—. Que usted haya estado en Herzoslovaquia, quizá sea la causa de que procuraran estorbar su venida a Chimneys. Es el único de los presentes que conocía a Miguel.
—¿La víctima era un impostor? —preguntó Virginia con sequedad.
—No sería descabellada esa posibilidad. Aclararemos la cuestión si logra que lord Caterham le enseñe el cadáver.
—Le mataron a las once y cuarenta y cinco —caviló Virginia—. La hora que mencionaba el trozo de papel. El asunto es misterioso por los cuatro costados.
—¡Ah! He recordado algo. ¿Cuál es su ventana? ¿La segunda del extremo, sobre la cámara del consejo?
—No, mi dormitorio se halla en el ala isabelina, en el lado opuesto. ¿Por qué?
—Anoche al retirarme, después del disparo, se encendió una luz en esa habitación.
—¡Qué extraño! Bundle nos dirá quién la ocupa. Tal vez oyeron la detonación.
—Pero no investigaron. Battle ha asegurado que nadie oyó el disparo. Es mi único indicio, deleznable a decir verdad, pero lo explotaré.
—Sí, sí; es singular.
Habían llegado a la casilla de los botes y estuvieron charlando recostados en su pared.
—Le relataré la historia completa —prometió Anthony— bogando en el lago, a salvo de la intromisión de Scotland Yard, eruditos estadounidenses y doncellas curiosas.
—Lord Caterham me ha suministrado informes, aunque no los suficientes —dijo Virginia—. Empecemos: ¿quién es usted? ¿Anthony Cade o Jimmy McGrath?
Por segunda vez en aquella mañana, Anthony narró la historia de las seis últimas semanas de su vida, con la diferencia de que la versión ofrecida a Virginia no sufrió recortes. Concluyó con el sorprendente reconocimiento de «mister Holmes».
—Mistress Revel, no le he dado las gracias por arriesgar la salvación de su alma inmortal afirmando que soy un viejo amigo suyo.
—Lo es usted —chilló Virginia—. ¿Imagina que le cargara con un muerto y a nuestro encuentro siguiente pretendiera que no nos conocemos ni de vista? ¡No!
Calló un instante.
—¿Sabe qué presiento? —agregó—. Que estas Memorias ocultan un nuevo misterio.
—Estamos de acuerdo. Me gustaría que me dijera algo.
—¿Qué?
—¿Por qué se asombró cuando pronuncié el nombre de Jimmy en la calle Pont? ¿Lo había oído antes?
—Sí, apreciado Sherlock Holmes. Mi primo George Lomax me visitó el otro día, sugiriéndome un montón de necedades. Quería que yo, en mi estancia en esta casa, embrujase a McGrath y le arrebatase, no sé cómo, las Memorias. Desde luego, no fueron tales sus frases. Habló de la lealtad de la mujer inglesa y todo eso; pero vino a ser lo mismo. El ingenio del pobre George no da más de sí. Trató de embotar mi curiosidad a fuerza de mentiras que no hubieran engañado a un niño.
—El proyecto ha tenido éxito —dijo Anthony—. Aquí tiene a su James McGrath y aquí está usted embrujándome totalmente.
—Pero ¡ay!, sin Memorias. Me toca el turno de preguntar. ¿Cómo supo que yo no era la autora de las cartas? No discutió cuando lo negué.
—Porque poseo una buena dosis de psicología práctica —sonrió Anthony.
—De otro modo, su fe en mi honestidad moral es tal… que…
—No, no —interrumpió Anthony, negando con la cabeza—. No sé nada de su moral. Pudo escribir a un amante; mas nunca consentiría que la extorsionasen. La Virginia Revel de las cartas se moría de miedo; usted habría luchado.
—Me pregunto dónde estará esa infeliz. Me produce la sensación de tener una hermana gemela.
Anthony encendió un cigarrillo.
—¿Sabe que una de las cartas fue escrita en Chimneys? —indagó.
—¿Qué? —se sobresaltó Virginia—. ¿Cuándo?
—No lleva fecha. Es raro, ¿verdad?
—Soy la única Virginia Revel que ha estado en Chimneys. Bundle o lord Caterham hubieran comentado la coincidencia.
—En efecto. Mistress Revel, empiezo a dudar de la existencia de su tocaya.
—Es muy esquiva —dijo Virginia.
—Demasiado. Y ello me impele a creer que el autor de las cartas se sirvió deliberadamente de su nombre.
—Ahí está. Nos queda mucho por descubrir.
—¿Quién mató a Miguel? ¿Los Camaradas de la Mano Roja?
—Tal vez, un crimen sin pies ni cabeza sería propio de ellos.
—Resumamos, porque se acercan Bundle y su padre —acució Virginia—. Ante todo averigüemos si el muerto es el verdadero Miguel.
Anthony remó hacia la orilla. Segundos después saltaban a tierra frente al marqués y su hija.
—La comida se retrasa —anunció deprimido lord Caterham—. Battle habrá ultrajado ya al cocinero.
—Bundle, he aquí un amigo mío —presentó Virginia—. Sé buena con él.
Lady Eileen examinó un rato a Anthony y luego se volvió hacia Virginia como si el joven no estuviera presente.
—¿Cómo descubres hombres tan guapos? Te envidio.
—Te lo regalo —respondió Virginia generosamente—. Sólo me interesa lord Caterham.
Cogió sonriendo el brazo del halagado marqués y se marchó con él.
—¿Habla usted? —preguntó Bundle—. ¿O es un varón fuerte y silencioso?
—¿Hablar? —exclamó Anthony—. Soy un loro, murmuro, bramo como un torrente, y a veces hago una serie de preguntas.
—¿Por ejemplo?
—¿Quién ocupa la segunda habitación de la izquierda a partir del extremo?
Anthony señaló el lugar mencionado.
—Su extraordinaria pregunta me interesa. Veamos… Es el cuarto de mademoiselle Brun, la institutriz francesa, domadora de mis dos hermanas, Dulcie y Daisy. Mi madre murió cansada de tener sólo hijas.
—Mademoiselle Brun —repitió Anthony pensativo—. ¿Cuánto hace que está en la casa?
—Dos meses. Se incorporó a nosotros en Escocia.
—¡Ah! Huelo a gato encerrado.
—¡Quisiera el cielo que yo oliese la comida! —suspiró Bundle.
—¿Pido al superintendente que almuerce con nosotros, mister Cade? Usted, un hombre de mundo, conocerá la etiqueta en tales casos. Es la primera vez que ha habido un asesinato en casa. Emocionante, ¿verdad? Siento que se probara su inocencia esta mañana. Deseo ver un asesino para cerciorarme de si son alegres y seductores como pretenden los periódicos dominicales. ¡Dios mío! ¿Qué es eso que veo?
«Eso» era un taxi. De sus dos ocupantes, uno exhibía una calva perfecta y una copiosa barba; el otro, más bajo y más joven, tenía un magnífico bigote negro. Anthony, reconociendo al primero, sospechó que a él se debía, más que al vehículo, la exclamación de asombro de Bundle.
—O mucho me equivoco, o es mi viejo amigo el barón Lollipop.
—¿Barón… qué?
—Lo llamo Lollipop por comodidad. La pronunciación de su apellido endurece las arterias.
—Yo casi destrocé el teléfono esta mañana —dijo Bundle—. ¿Conque el barón? Preveo que me lo largarán esta tarde… y he soportado a Isaacstein hasta ahora. ¡Que le aguante George! ¡Al infierno con la política! Perdóneme, mister Cade; tengo que socorrer a mi viejo y desventurado progenitor.
La joven se precipitó hacia la casa.
Anthony la contempló meditabundo, con un cigarrillo encendido entre los dedos, hasta que percibió un roce cerca de él. Estaba a dos pasos de la caseta de los botes, de cuya esquina semejaba proceder el ruido. Se le ocurrió que alguien intentaba sofocar un estornudo.
—¿Quién andará por ahí? —se dijo—. Lo mejor será verlo.
Uniendo la acción al pensamiento, se libró del cigarrillo y corrió, ágil y silenciosamente, alrededor del referido edificio.
Sorprendió a un hombre que se levantaba del suelo, en el que había estado arrodillado. Era alto, llevaba un gabán claro, gafas y una corta barba puntiaguda. El conjunto resultaba afectado. Tendría de treinta a cuarenta años; su apariencia era respetable.
—¿Qué hace usted aquí? —inquirió Anthony.
El hombre no era huésped de lord Caterham.
—Le pido perdón —dijo el extraño, con un inconfundible acento extranjero y una sonrisa que pretendía ser agradable—. Me he extraviado al regresar a la posada. ¿Tendría monsieur la bondad de orientarme?
—Con mucho gusto. Pero no es necesario que vaya a nado.
—¿Cómo? —exclamó el extranjero desconcertado.
—Dije que no es necesario nadar —repitió Anthony, mirando al lago.
—A alguna distancia de aquí hay un camino para los transeúntes; esta parte del parque está reservada para el dueño de la finca.
—Lo siento de veras. Me perdí. Le agradecería que me indicara la dirección exacta.
Anthony se abstuvo de decir que agazaparse detrás de una caseta era una forma harto extravagante de pedir orientación. Tomó suavemente el brazo del extranjero.
—Vaya por ahí alrededor del lago, y encontrará un sendero recto; vuelva después a la izquierda y llegará al pueblo. Se hospeda en él, ¿verdad?
—Sí, monsieur, desde esta mañana. Muchas gracias por sus indicaciones.
—De nada. Espero que no se haya resfriado.
—¿Cómo? —se extrañó el desconocido.
—Arrodillándose en el suelo húmedo —explicó Anthony—. Me pareció oír que estornudaba.
—Es muy posible —confesó el extranjero.
—Claro. No contenga sus estornudos. Un médico eminente aseguró que es terriblemente peligroso, no recuerdo por qué… Quizá porque ocasiona inhibiciones, quizá porque aumenta la presión arterial. Buenos días.
—Buenos días, y gracias de nuevo.
—Segundo sospechoso en la posada —murmuró Anthony para sí, observando al desconocido—. Me desconcierta. Parece un viajante de comercio francés y no un miembro de la Mano Roja. ¿Representará un tercer partido del tumultuoso reino de Herzoslovaquia? La institutriz francesa tiene la segunda ventana desde el exterior y un francés repta en esos terrenos, espiando las conversaciones particulares. Apuesto mi sombrero a que dará que hablar.
Volvió a la mansión. Encontró en la terraza a lord Caterham, muy apabullado, y a los dos recién llegados. El marqués revivió al ver a Anthony.
—¡Ah! Permítame que le presente al barón… ¡ejem, ejem!, y al capitán Andrassy. Mister Anthony Cade.
El barón se ofuscó.
—¿Mister Cade? Creo que no…
—Tengamos unas palabras a solas, barón —suplicó Anthony—. Y todo se aclarará.
El barón se inclinó y le siguió a un rincón de la terraza.
—Caballero —comenzó Anthony—, me entrego a su discreción. He abusado del honor británico hasta el extremo de venir a este país bajo un nombre ficticio. Me conoció usted como James McGrath, y usted mismo reconocerá que el engaño fue inocente. ¿Lee usted a Shakespeare? Entonces sabrá sus comentarios sobre la escasa importancia de la nomenclatura de las rosas. Tal es mi caso. A usted le interesaba el hombre en posesión de las Memorias. Yo lo fui. Ahora sabe que ya no las tengo. Le felicito por la estratagema, barón. ¿Quién la imaginó? ¿Usted o su señor?
—De su alteza idea fue. Y nadie sino él quiso que la llevara a cabo.
—Lo efectuó con gran habilidad —aprobó Anthony—. Le tomé por un inglés.
—La educación de un caballero inglés el príncipe recibió —aclaró el barón—. Costumbre de Herzoslovaquia es.
—Dejó en mantillas a los actores profesionales —dijo Anthony—. ¿Sería indiscreto preguntar qué ha sido de las Memorias?
—¿Entre caballeros?
—Me confunde usted, barón. Jamás me llamaron caballero tan a menudo como en las últimas cuarenta y ocho horas.
—Esto le diré… Creo que las quemaron.
—Lo cree, ¿eh? ¿No está seguro?
—Su alteza en su poder las retuvo. Su propósito era leerlas y luego con el fuego destruirlas.
—¡Oh! Sin embargo, su estilo no permitía despacharlas en media hora.
—Entre el equipaje de mi buen señor descubiertas no han sido. Por consiguiente quemadas fueron.
—¡Hum!
Anthony recapacitó un instante.
—Mis preguntas obedecen, barón, a que, como ya sabrá, me he visto complicado en el asesinato. Debo borrar de mí toda sospecha.
—Indudablemente. Su honor lo exige.
—Le envidio su riqueza de expresión. Pues bien; el único medio de demostrar mi inocencia es descubrir al asesino y, para ello, necesito recopilar la mayor cantidad de datos posible. La cuestión de las Memorias importa mucho. Tal vez el móvil del crimen sea la urgencia de apoderarse de ellas. ¿Le extrañaría?
El barón titubeó.
—¿Usted las Memorias ha leído? —preguntó cautamente.
—Me basta esa respuesta —sonrió Anthony—. Barón, le aviso que me dispongo a entregar el manuscrito a los editores el próximo miércoles, día 1 de octubre.
—¡Pero si no lo tiene! —se asombró el barón.
—He dicho el miércoles. Estamos a viernes. Eso me concede cinco días para realizar mi propósito.
—¿Y si quemadas fueron?
—No lo creo. Tengo buenas razones para ello.
Doblaron en aquel momento la esquina de la terraza. Una figura enorme avanzaba hacia ellos. Anthony, que no había visto aún al gran Herman Isaacstein, le miró con crecido interés.
—Barón, ha sido una tristísima pérdida… —murmuró Isaacstein, blandiendo un largo y rollizo cigarro.
—Mister Isaacstein, mi noble amigo… —exclamó el barón—, nuestro magnífico edificio se ha venido abajo.
Anthony abandonó a los prohombres a sus lamentaciones y recorrió la terraza. De pronto le detuvo la visión de una espiral de humo que surgía del centro mismo de un seto de tejos.
—Será el apetito —reflexionó—. Me han dicho que a veces afecta a la vista.
Miró a derecha e izquierda. Lord Caterham seguía charlando con el capitán Andrassy, de espaldas a él. Anthony saltó al jardín y reptó a través de los grandes arbustos.
Comprobó la exactitud de su conjetura. El seto comprendía dos hileras de tejos, separados por un estrecho sendero. Se llegaba a él gracias a una abertura, orientada hacia la casa. Por lo tanto, no existía ningún misterio.
Anthony miró a lo largo del caminillo. Un hombre descansaba en una butaca de mimbre. Un cigarro a medio consumir humeaba en el brazo del asiento. El fumador parecía dormir.
—¡Hum! —gruñó Anthony—. Mister Hiram Fish es partidario de la sombra.