Capítulo XIV

Política y finanzas

Sólo aquel pestañeo delató al impasible superintendente Battle. Era difícil saber si le había sorprendido la amistad entre Virginia y Anthony. Él, Caterham y mister Fish observaron a la pareja que se dirigía al jardín.

—Un joven muy simpático —comentó el marqués.

—Ha sido una suerte que mistress Revel encontrara a un viejo amigo —murmuró el estadounidense—. ¿Hace mucho que se conocen?

—Sí, al parecer —respondió Caterham—. Nunca me habló de ese muchacho. Oiga, Battle, mister Lomax ha estado preguntando por usted. Le encontrará en la sala Azul.

—Gracias, milord. En seguida me reúno con él.

Battle, que dominaba ya la geografía del edificio, llegó a la sala sin tropiezos.

—¡Gracias a Dios que le veo! —dijo Lomax.

Se paseaba impaciente de un lado a otro de la alfombra. Había alguien más en la estancia, un hombretón sentado en una butaca arrimada al hogar. Vestía un impecable traje de caza, que, no obstante, no le caía bien. En su grueso rostro amarillento lucían unos negros ojos impenetrables como los de una cobra. Su nariz abultada descubría una curva generosa y su fuerte mandíbula revelaba energía, voluntad y dureza.

—Cierre la puerta, Battle —ordenó Lomax, irritado—. Este caballero es mister Herman Isaacstein.

El superintendente inclinó respetuoso la cabeza.

Conocía al dedillo la biografía de Isaacstein y, si el gran financiero callaba, en tanto que Lomax parloteaba frente a ellos, sabía cuál de los dos mandaba.

—Ahora podremos hablar con libertad —exclamó George—. No quise decir mucho en presencia de Melrose y de lord Caterham. Comprenderá por qué. Debemos evitar que se divulguen ciertas cosas.

—Siempre se saben —afirmó Battle.

Una sonrisa apuntó durante una fracción de segundo en el rostro amarillento del financiero.

—¿Qué opina de ese muchacho, de ese Anthony Cade? —indagó George—. ¿Le considera inocente?

Battle encogió los hombros.

—Comprobaremos la verdad de lo que cuenta. Por lo menos, su explicación justifica su presencia aquí, anoche. Telegrafiaré a África del Sur y pediré informes de sus antecedentes.

—¿Le exime entonces de toda responsabilidad?

—Despacio, señor —pidió Battle, alzando una de sus grandes manos cuadradas—. No he dicho eso.

—¿Cuál es su concepto del crimen, superintendente Battle? —inquirió Isaacstein, hablando por primera vez.

Tenía una voz profunda y sonora, que conmovía a las masas. Había sido un buen instrumento a su servicio en su juventud, en los días de las peliagudas discusiones de los consejos de administración.

—Es pronto para tenerlo, señor. Aún estoy preguntándome lo más fundamental.

—¿Qué es?

—¡Oh, lo de siempre! ¿Cuál fue el motivo? ¿Quién se beneficia de la muerte del príncipe Miguel? No progresaremos hasta que encontremos la respuesta.

—El partido revolucionario de Herzoslovaquia… —empezó George.

El superintendente le interrumpió con menos respeto del acostumbrado.

—No fueron los Camaradas de la Mano Roja, si es que piensa en ellos.

—¿Y el papel con la mano pintada?

—Lo pusieron a fin de desorientarme o, mejor, para que culpásemos a esa organización.

George se sintió picado en su amor propio.

—Battle, no entiendo su seguridad.

—¡Por favor, mister Lomax! Estamos al corriente y no hemos perdido de vista a esos camaradas desde que el príncipe Miguel desembarcó en Inglaterra. Es una tarea rutinaria en nuestra profesión. Les impedimos que llegasen a menos de un kilómetro de distancia de Su Alteza.

—Coincido con el superintendente —declaró Isaacstein—. Hay que investigar en otro sentido.

Battle se reanimó con su apoyo.

—No sabemos quiénes son los que salen ganando con su muerte; en cambio, y eso es algo, sabemos quién pierde con ella.

—¿Indica a…? —dijo Isaacstein.

Sus negrísimos ojos se hincaron en Battle, quien tornó a pensar en una cobra…

—Usted y mister Lomax, sin recordar al grupo leal de Herzoslovaquia. Perdone la expresión, señor, pero está usted frito.

—¡Battle! —se horrorizó George.

—Siga, superintendente —ordenó Isaacstein—. Esa expresión describe muy bien la situación. Es usted inteligente.

—Necesita usted un rey, que sustituya al que ha perdido… así —continuó Battle, chascando los dedos—. El tiempo apremia y la cuestión no es fácil. No me interesan sus proyectos, un esbozo de ellos me basta, pero supongo que el negocio es grande…

Isaacstein afirmó lentamente:

—Enorme.

—De ello nace mi segunda pregunta. ¿Quién es el heredero del trono herzoslovaco?

Isaacstein miró a Lomax, que contestó a duras penas y tras mucha vacilación:

—Será… me parece que… seguramente el príncipe Nicolás.

—¡Ah! —exclamó Battle—. ¿Y qué es el príncipe?

—Primo de Miguel.

—¿Y qué sabe de él? Esencialmente, ¿dónde está ahora?

—Sabemos muy poca cosa. De muchacho tuvo ideas peculiares, frecuentó a los republicanos y a los socialistas y se portó de un modo indigno de su prosapia. Le expulsaron de Oxford por una diablura. Se rumoreó, sólo se rumoreó, que murió dos años más tarde en el Congo. Reapareció, hará de ello pocos meses, al iniciarse la reacción de los monárquicos.

—¿Sí? ¿Dónde?

—En Estados Unidos.

—¿En Estados Unidos? —Battle se volvió al financiero, pronunciando una sola palabra—: ¿Petróleo?

Isaacstein afirmó.

Manifestó que, si los herzoslovacos elegían un monarca, le preferían al príncipe Miguel, puesto que simpatizaba con las ideas políticas modernas; y subrayó sus aventuras democráticas del pasado y sus preferencias republicanas. Estaba dispuesto a compensar el auxilio financiero mediante concesiones territoriales hechas a un grupo de capitalistas estadounidenses.

Battle se olvidó de su impasibilidad hasta emitir incluso un silbido prolongado.

—¿Conque así estamos? —exclamó—. Al mismo tiempo los leales apadrinaron al príncipe Miguel y usted se prometió la victoria. ¿Y qué sucede?

—No creerá que… —empezó George.

—Mister Isaacstein ha ponderado la magnitud del asunto —atajó Battle—. Y lo creo, puesto que él lo afirma.

—Nunca faltan medios oscuros para obtener la victoria —dijo suavemente Isaacstein—. Wall Street triunfa por ahora; pero no estoy vencido. Descubra al asesino del príncipe Miguel, superintendente Battle, y hará un servicio a su patria.

—Me parece altamente sospechosa la ausencia del capitán Andrassy —intercaló George—. ¿Por qué no vino ayer con el príncipe?

—La razón, de lo que me he informado, es sencillísima —respondió Battle—. Permaneció en Londres, por orden del príncipe Miguel, para concretar una cita con una dama. El barón pensó que era imprudente dedicarse en este momento a materias tan frívolas. Su Alteza siguió adelante a escondidas. Fue, según mis noticias, un… joven disipado, un tanto loco.

—Es verdad —afirmó George—. Sí, lo es.

—No olvidemos otro punto —insinuó, titubeando, Battle—. Se dice que el rey Víctor está en Inglaterra.

Lomax arrugó la frente en su esfuerzo de recordar al supuesto monarca.

—¿El rey Víctor?

—Es un famoso malhechor francés, señor. La policía parisiense nos ha avisado.

—Ahora lo recuerdo —dijo George—. El ladrón de joyas, ¿verdad? El mismo que…

Calló en seco. Isaacstein, que había contemplado abstraído la chimenea, levantó los ojos un poco tarde para sorprender la mirada de advertencia del superintendente. Pero, siendo un hombre perceptivo, notó algo en el ambiente.

—¿Me necesita aún, Lomax? —preguntó.

—No, gracias, amigo mío.

—¿Trastornaría sus planes mi regreso a Londres, superintendente?

—Sí, señor —repuso Battle en tono franco—. Si se va usted, los demás invitados pretenderán imitarle. Sería una catástrofe.

—Naturalmente.

El gran financiero salió de la habitación, cerrando la puerta a su espalda.

—Espléndido sujeto, ese Isaacstein —murmuró George lúgubremente.

—Tiene una personalidad muy poderosa —dijo Battle.

George reanudó sus paseos.

—¡El rey Víctor! Me perturba la noticia. Le creía en la cárcel.

—Le dejaron libre meses atrás. Los franceses se proponían pegarse a él, pero les dio esquinazo, como era de temer. Es un delincuente de colosal audacia. Ignoro los motivos que le han traído a Inglaterra.

—¿Para qué habrá venido?

—¿Acaso no lo sabe, señor? —preguntó Battle con acento significativo.

—Es que… ¿Piensa…? Veo que está enterado del suceso. Yo no pertenecía entonces al Ministerio. El difunto lord Caterham me lo narró. Fue un desastre sin igual… sin precedentes.

—El Koh-i-noor —masculló el superintendente.

—¡Silencio, Battle! —demandó George mirando en torno suyo—. No mencione nombres, por favor; es preferible no hacerlo. Llámelo K, si ha de nombrarlo.

El superintendente recobró su aplomo.

—¿Asocia al rey Víctor con este asesinato, Battle?

—No hay que despreciar la posibilidad. Busque en su memoria, señor, y verá que sólo había cuatro sitios donde un… cierto visitante real pudo esconder la joya. Chimneys era uno de ellos. El rey Víctor fue arrestado en París tres días después de la desaparición del K. Siempre esperé que nos conduciría al escondrijo.

—Chimneys fue registrado, y casi desmantelado por lo menos una docena de veces.

—Sí, pero ¿de qué sirve buscar cuando se desconoce el lugar preciso? —replicó Battle con tono enterado—. Y si el rey Víctor vino a recogerlo, ¿fue sorprendido por el príncipe Miguel y le mató de un balazo?

—Es una solución probable del misterio.

—Yo no afirmaría tanto. Sólo es posible.

—¿Por qué?

—Porque el rey Víctor jamás cometió un homicidio.

—Pero un individuo como él…, un criminal peligroso…

Battle meneó vigorosamente la cabeza.

—Los delincuentes no cambian, mister Lomax. ¿Le sorprende? Sin embargo…

—Dígalo.

—Deseo interrogar al ayuda de cámara del príncipe. Le he reservado a propósito hasta ahora. Le convocaré aquí, con su permiso.

George se lo dio. Tredwell apareció a la llamada del superintendente y se marchó provisto de las oportunas instrucciones.

No tardó en volver con un hombre alto, rubio, de pómulos acusados y azules ojos hundidos. Su impasibilidad rivalizaba con la de Battle.

—¿Es usted Boris Anchoukoff?

—Sí.

—¿Ayuda de cámara del príncipe Miguel?

—Sí.

El ayuda de cámara hablaba un inglés fluido, pero con áspero acento extranjero.

—¿Sabe que asesinaron anoche a su señor?

La única respuesta fue una especie de ladrido, que pareció brotar de la garganta de una fiera. George retrocedió alarmado hasta la ventana.

—¿Cuándo vio al príncipe por última vez?

—Su Alteza se acostó a las diez y media. Dormí, como siempre, en la antecámara. Debió de bajar por la puerta que da al pasillo, porque no le oí. Tal vez me narcotizaron. He sido desleal; dormí cuando mi amo estaba despierto. Estoy maldito.

George le observaba fascinado.

—Quería a su señor, ¿verdad? —apuntó Battle, vigilándole.

Los rasgos de Boris sufrieron una contracción dolorosa. Tragó saliva. Su voz sonó grave de emoción.

—Policía inglés, hubiera muerto por él; porque ha muerto, y yo vivo, ni dormiré ni mi alma conocerá la paz hasta que le haya vengado. Seguiré el rastro de su asesino como un perro y cuando le descubra…, ¡ah! —sus ojos relampaguearon y blandió un puñal tremendo que sacó de debajo de la chaqueta—. No acabaré inmediatamente con él, no; le cortaré la nariz, le rebanaré las orejas, le arrancaré los párpados y luego clavaré en su negro corazón esta hoja.

Envainó el puñal, dio media vuelta y se fue de la habitación. Los saltones ojos de George Lomax casi se desprendieron de las órbitas al mirar a la puerta.

—Un herzoslovaco puro —murmuró—. Un pueblo bárbaro, una raza de bandidos… eso son.

Battle abandonó su asiento.

—Si no es sincero, su habilidad de actor merece aplausos —dijo.

—¡Dios perdone al asesino del príncipe Miguel si ese sabueso humano se nos anticipa!