Llega el superintendente Battle
Lord Caterham, temiendo las consultas de George, dedicó toda la mañana al recorrido de su enorme finca. Sólo la llamada del hambre le condujo a la mansión, reflexionando que a aquellas alturas lo peor ya habría pasado.
Una puerta lateral le permitió entrar de puntillas en el edificio y deslizarse a su estudio. Se alegró de que nadie hubiera advertido su llegada, pero se equivocaba. Nada ocurría sin que Tredwell lo viera.
—Excúseme, milord…
—¿Qué pasa?
—Mister Lomax desearía verle en la biblioteca en cuanto usted regresara.
Tredwell insinuaba mediante esta juiciosa frase que lord Caterham no había regresado si así lo prefería.
El marqués se levantó, resignado.
—Tarde o temprano lo habré de soportar. ¿En la biblioteca, dice?
—Sí, milord.
Caterham recorrió los amplios espacios de su mansión ancestral hasta la biblioteca. Estaba cerrada con llave. Sacudió la puerta. El rostro suspicaz de George Lomax se mostró en una rendija. Su semblante cambió al reconocer a su anfitrión.
—Entre, Caterham. Nos preocupaba su larga ausencia.
El marqués esquivó una respuesta directa, mascullando cuatro palabras sobre sus deberes de propietario. Había otros dos hombres en la habitación. Uno era el coronel Melrose, jefe de policía de la comarca; otro, un vigoroso individuo de mediana edad, cuyo rasgo más notable era su inexpresividad.
—El superintendente Battle llegó hace media hora —dijo George—. Se ha entrevistado con el inspector Badgworthy y el doctor Cartwright. Ahora desea interrogarnos.
Se sentaron una vez Caterham saludó al coronel y al superintendente.
—Battle, será inútil aclarar que nos enfrentamos con un caso que reclama extrema discreción —dijo George.
El superintendente asintió con tanta indiferencia, que complació al marqués.
—No tema, mister Lomax. Pero no oculte ningún hecho. El caballero asesinado se llamaba conde Stanislaus o con tal nombre le conocía la servidumbre, ¿verdad? ¿Era su verdadero nombre?
—No —contestó receloso Lomax.
—¿Quién era?
—El príncipe Miguel de Herzoslovaquia.
La sola reacción, instintiva, de Battle fue abrir un poco más los ojos.
—¿Y cuál fue el objeto de su visita? ¿Distraerse?
—Había otro, Battle. ¿Cuento con su discreción?
—Sí, sí, mister Lomax.
—¿Y con la suya, coronel Melrose?
—Naturalmente.
—El príncipe Miguel vino con el estricto propósito de conocer a mister Herman Isaacstein. Había de discutir un préstamo bajo determinadas condiciones.
—¿Cuáles?
—No lo sé exactamente, puesto que faltaba ultimarlas. En términos generales, y dando por sentada su ascensión al trono, el príncipe se comprometería a otorgar concesiones petrolíferas a las compañías en que mister Isaacstein tiene intereses. El gobierno británico apoyaría las pretensiones del príncipe Miguel en vista de su franca simpatía por los ingleses.
—Eso basta —dijo el superintendente—. El príncipe Miguel quería dinero, mister Isaacstein el petróleo y nuestro gobierno servía de padrino. Otra pregunta. ¿Quién más codiciaba las concesiones?
—Un grupo de financieros norteamericanos había efectuado ciertos avances.
—Y fueron defraudados, ¿verdad?
George no picó el anzuelo.
—El príncipe Miguel simpatizaba con los ingleses —repitió.
Battle no insistió.
—Lord Caterham, corríjame si estoy equivocado. Ayer conoció al príncipe en Londres y vinieron juntos aquí. Le acompañaba un ayuda de cámara herzoslovaco llamado Boris Anchoukoff. El capitán Andrassy, su caballerizo, se quedó en la ciudad. El príncipe se retiró inmediatamente a sus habitaciones, pretextando cansancio, y le sirvieron la cena en ellas. De modo que no conoció en ningún momento a sus otros huéspedes.
—Exacto.
—Esta mañana, a eso de las ocho menos cuarto, una criada descubrió el cadáver. El doctor Cartwright practicó un reconocimiento a la víctima, dictaminando que había muerto a consecuencia de un disparo de arma corta. El reloj del difunto, roto durante la caída, indica que el crimen se perpetró a las doce menos cuarto. ¿A qué hora se acostaron anoche?
—Temprano. La reunión distaba de ser un éxito. Alrededor de las diez y media.
—Gracias. Milord, descríbame a sus invitados.
—Pero ¿el asesino no vino de fuera?
Battle sonrió.
—¡Tal vez…! Sin embargo, la rutina me impone la obligación de informarme sobre los ocupantes de la casa.
—Aparte del príncipe, su criado y mister Isaacstein, de quienes ya hemos hablado, está mister Eversleigh…
—Que trabaja en mi departamento —terció George condescendiente.
—¿Y enterado, pues, de los motivos de la presencia del príncipe?
—Creo que no —repuso George pomposamente—. Habrá sospechado que algo se trama. No suelo revelarle mis móviles.
—Ya, ya. Continúe, milord.
—¡Ejem…! También estaba mister Hiram Fish.
—¿Quién es?
—Un estadounidense. Vino con una carta de presentación de mister Lucius Gott. ¿Sabe quién es…?
El superintendente sonrió. ¿Quién no conocía a Lucius C. Gott, el archimillonario?
—Le interesan mis ediciones príncipe; si no pueden compararse con la colección de mister Gott, hay algunos importantes. Mister Fish es un entusiasta de los libros. Puesto que mister Lomax me pidió que invitara a otras personas, a fin de que la reunión tuviera naturalidad, rogué a mister Fish que aceptara mi hospitalidad. Con esto he mencionado a todos los varones. La única dama ajena a la casa es mistress Revel, que supongo que vendría con su doncella. Además de mi hija mayor, están las pequeñas, sus niñeras, la institutriz y los sirvientes.
Caterham tomó aliento.
—Gracias —dijo Battle—. La situación justifica mi curiosidad.
—¿Se duda de que el asesino penetró por el balcón? —inquirió George.
Battle no respondió en seguida.
—Tenemos las huellas de entrada y salida —contestó al fin—. A las once cuarenta minutos, un coche se detuvo en la carretera, junto al muro del parque. A las doce, también en coche, un joven llegó al hostal del pueblo y pidió un cuarto. Dejó los zapatos en el pasillo para que les sacasen brillo. Estaban húmedos y llenos de barro, como si hubiese estado andando un buen rato a través de los prados de la casa.
George se inclinó hacia el superintendente.
—¿Podría confrontar ese calzado con las huellas?
—Ya lo hemos hecho.
—¿Y qué?
—Corresponden.
—¡Asunto concluido! —exclamó George—. Hemos encontrado al asesino. ¿Cómo se llama ese joven?
—Anthony Cade.
—Hay que arrestarle en seguida; debemos perseguirle.
—No será necesario —aseveró Battle.
—¿Por qué?
—Porque está cerca de aquí.
—¿Cómo?
—Es curioso, ¿verdad?
El coronel miró interesado al superintendente.
—¿Qué nos oculta, Battle?
—He dicho que era curioso. Ese joven, en vez de huir, lo que sería lógico a todas luces, no sólo se queda, sino que colaborará para que identifiquemos al autor de las huellas.
—¿Qué piensa usted?
—No sé qué pensar, y eso es muy desagradable.
—¿Cree que…? —empezó el coronel.
Le interrumpió un golpecito en la puerta.
George fue a abrir. Tredwell, disfrazando la humillación de tener que llamar, anunció desde el umbral:
—Perdón, milord. Un caballero pide que se le reciba por algo urgente, relacionado con la tragedia de esta mañana.
—¿Cómo se llama? —intervino Battle.
—Su nombre es Anthony Cade, señor. Aseguró que no diría más.
Los cuatro hombres se inmovilizaron. Súbitamente lord Caterham se echó a reír.
—Por fin me divierto. Hágale entrar, Tredwell. ¡Pronto!