Capítulo IX

Anthony escamotea un cadáver

Anthony sonrió para sí, contento del inopinado sesgo de los acontecimientos. Junto al muerto recobró gravedad.

—Aún está caliente —profirió—. Le mataron hace menos de media hora.

—¿Poco antes de que yo entrase?

—Sí.

Anthony se mantuvo erguido, frunciendo las cejas. Después formuló una pregunta, cuyo alcance ella no apreció de pronto.

—¿Ha estado la doncella en esta habitación?

—No.

—¿Sabe que usted estuvo en ella?

—Sí… Le hablé desde la puerta.

—¿Después de descubrir el cadáver?

—Sí.

—¿Y no se lo dijo?

—¿Hubiera sido preferible? Temí que se asustara, que tuviera un ataque de nervios… Es muy impresionable. Además, quise reflexionar unos momentos.

Anthony afirmó sin hablar.

—No lo aprueba, ¿verdad?

—Fue una torpeza, mistress Revel. Si usted y la doncella lo hubieran encontrado juntas, inmediatamente después de su regreso, el asunto presentaría otro cariz. Se declararía que este individuo recibió un disparo antes de su llegada.

—Y tal como están las cosas podrán decir que lo mataron después…

Anthony confirmó su primera impresión, cuando le había hablado en los escalones. No sólo era bella, sino valerosa e inteligente.

Virginia, interesada por el problema, no notó que el joven la había llamado por su nombre.

—Me extraña que Elise no oyera la detonación —musitó.

Anthony señaló la ventana por la que se había oído el estampido de un tubo de escape.

—Ahí tiene la contestación. Londres no es muy apropiada para fijarse en disparos.

Virginia, estremeciéndose, miró el cadáver.

—Parece italiano —comentó.

—Lo es. De profesión, camarero; y chantajista de afición. Su nombre era Giuseppe.

—¡Dios mío! —exclamó Virginia—. ¿Es usted Sherlock Holmes?

—No —respondió Anthony, como si lo sintiera—. Estoy haciendo trampas; en seguida se lo aclararé. Este hombre le enseñó unas cartas y le pidió dinero. ¿Se lo dio?

—Sí.

—¿Cuánto?

—Cuarenta libras.

—¡Lástima! —dijo Anthony, aunque sin sorpresa—. Observemos el telegrama.

Virginia lo recogió de la mesa y se lo entregó. Las facciones del joven se pusieron rígidas.

—¿Qué pasa?

Anthony indicó la población de origen.

—Barnes —dijo—. Y usted estuvo en Ranelagh esta tarde. ¿Qué impediría que usted lo hubiese mandado? ¿Qué le parece?

Virginia estaba fascinada como el pájaro en derredor del cual se estrechan poco a poco las redes. Anthony destacaba las cosas que ella había advertido de manera inconsciente.

El joven se envolvió la mano en el pañuelo para coger la pistola.

—Los criminales tenemos que ser cuidadosos —se excusó— a causa de las huellas dactilares.

De pronto cambiaron su porte y el tono de su voz. Sus palabras fueron duras, secas.

—Mistress Revel, ¿reconoce esta pistola?

—No.

—¿Está convencida de ello?

—Sí.

—¿Posee un arma de fuego?

—No.

—¿Tuvo alguna en su vida?

—No, nunca.

—¿Está segura?

—Del todo.

Se miraron. Virginia estaba asombrada de su tono. Anthony se apaciguó.

—¡Qué raro! ¿Cómo explica esto?

Le alargó la pistola, pequeña, elegante, casi un juguete, pero buena para disparar. Grabado en ella estaba el nombre de Virginia.

—¡Oh! ¡Es inverosímil! —chilló Virginia.

Anthony se sintió impresionado por la sinceridad de su sorpresa.

—Siéntese —rogó—. Hay más de lo que las apariencias presagiaban. Empecemos, ¿cuál es nuestra hipótesis? Se nos ofrecen únicamente dos. Primera, la de que exista en realidad la Virginia de las cartas, que le siguió, le mató, abandonó la pistola, robó las cartas y emprendió el vuelo. Todo ello es muy probable, ¿verdad?

—Así parece —concedió Virginia a despecho suyo.

—Como segunda y postrera hipótesis tenemos algo mucho más interesante, o sea, que el asesino de Giuseppe quiso incriminarla, y que éste fue acaso su principal objetivo. Pudieron matarle en cualquier lugar; no obstante, se molestaron lo indecible para llevarlo a cabo en esta casa… y los culpables la conocen, saben que posee una finca en Datchet, cuáles son de ordinario sus instrucciones y, en fin, que estuvo esta tarde en Ranelagh. La pregunta es descabellada, pero… ¿tiene enemigos, mistress Revel?

—No… al menos de ese género.

—¿Qué haremos ahora? —continuó Anthony—. Una de dos: a) o telefoneamos lo sucedido a la policía, confiando en su posición y en su vida, intachable hasta este instante; o b) me encargo de hacer desaparecer el cadáver. Mi temperamento me inclina a lo segundo. Siempre ambicioné comprobar si podría ocultar un crimen, y sólo me contuvo mi escrúpulo congénito a derramar sangre. En conjunto, la primera posición es la más sensata, aunque con algunas variantes: supresión de la pistola, del reconocimiento del chantaje, etcétera.

Anthony repasó velozmente los bolsillos del muerto.

—Le han desvalijado —anunció—. No le queda nada encima. Las cartas han desaparecido… ¿Qué es esto? Un agujero en el forro… Hay algo prendido en él, un papel roto durante el registro.

Acercó el fragmento a la luz. Virginia se puso a su lado.

—Siento que falte el resto —murmuró Anthony—. «Chimneys, 11.45, jueves.»… Parece una cita.

—¡Chimneys! ¡Es extraordinario! —exclamó en alta voz Virginia.

—¿Por qué? ¿Demasiado encopetado para ese truhán?

—Esta noche voy a Chimneys… Por lo menos, pensaba hacerlo. Anthony se encaró con ella.

—Repítalo.

—Pensaba ir a Chimneys —obedeció Virginia.

—¡Hum! Ya, ya… Es una idea… Imagine que alguien trata de impedirlo.

—Mi primo George Lomax, por ejemplo —sonrió Virginia—. Pero no es sospechoso.

Anthony se hundió en sus pensamientos.

—Llame a la policía y despídase de Chimneys por hoy y quizá por mañana. A mí me gustaría visitar esa finca, todo ello desconcertaría a nuestros desconocidos entrometidos. Mistress Revel, ¿confía en mí?

—Sí. ¿Elige, pues, el segundo plan?

—Decididamente. ¿Podría alejar a su doncella de la casa?

—Sin dificultad.

Virginia salió al vestíbulo y gritó:

—¡Elise! ¡Elise!

—¿Madame?

Un rápido coloquio, el abrirse y cerrarse de una puerta, llegaron a los oídos de Anthony. Virginia entró en el gabinete.

—Se fue. Le mandé a comprar una esencia especial, afirmando que la tienda permanece abierta hasta las ocho. No es cierto, naturalmente. Tomará el tren siguiente al mío sin volver aquí.

—La felicito —dijo Anthony—. Ahora cuidaremos de que el cadáver desaparezca… mediante un sistema anticuado, lo confieso. ¿Hay un baúl en este edificio?

—Claro. Vamos al sótano y escoja a sus anchas.

Los baúles abundaban en el sótano. Anthony eligió uno sólido y del tamaño apropiado.

—Yo me encargo de esto —dijo—. Prepárese a irse mientras tanto.

Virginia obedeció. Mudó su equipo de tenis por un vestido de tarde, castaño claro, y se puso un lindo sombrero anaranjado. Encontró a Anthony en el vestíbulo, junto al baúl.

—Le explicaría mi biografía, si no lo estorbaran ocupaciones más urgentes —dijo el joven—. Escuche lo que debe hacer. Vaya a la estación de Paddington en taxi, con el equipaje, sin olvidar el baúl. Déjelo en la consigna. Yo estaré en el andén. Deje caer el resguardo al pasar a mi altura. Yo lo recogeré y fingiré devolvérselo. Váyase a Chimneys y olvídese.

—Le estoy agradecidísima —exclamó Virginia—. Me remuerde la conciencia. ¡Es que eso de cargar a un desconocido con un cadáver del que soy en cierta manera responsable…!

—Me divierte —aseveró Anthony—. Un amigo mío, Jimmy McGrath, podría contarle mi debilidad por esta clase de asuntos.

Los ojos de Virginia se dilataron.

—¿Cómo? ¿Jimmy McGrath?

Anthony la miró.

—Sí, ¿por qué? ¿Le conoce?

—He oído su nombre últimamente —dijo Virginia titubeando, y agregó—: Mister Cade, tengo que hablar con usted. ¿Le será posible ir a Chimneys?

—No tardará en volver a verme, mistress Revel. De momento el conspirador B sale gloriosamente por la puerta.

El programa se realizó como habían convenido. Anthony tomó un taxi y estuvo en el andén a tiempo de recoger el resguardo de la consigna; luego fue en busca de un Morris Cowley de segunda mano, que había adquirido previsoramente aquella misma mañana; regresó a la estación, recobró el baúl y lo aseguró en el portaequipaje.

Su objetivo se hallaba fuera de Londres. Condujo a través de Nothing Hill, Sheperd’s Bush, Goldhawk Road, Brentford y Hounslow, hasta que se halló en el largo trecho de carretera que media entre la última localidad y Staines. Los coches pasaban frecuentemente por él; el pavimento tenía la dureza suficiente para no revelar huellas de pies o de neumáticos. Anthony se detuvo. Ensució ante todo con barro la matrícula de su coche. Aprovechando una pausa del tránsito sacó del baúl el cadáver de Giuseppe y lo colocó en un punto en que la carretera trazaba una curva, de forma que no lo iluminasen los faros de los vehículos.

Inmediatamente se alejó. Su obra había durado minuto y medio. Volvió a Londres por el ramal de Burnham Beeches. Paró el automóvil una vez y, eligiendo un gigantesco árbol, trepó por él sin prisa. Fue una verdadera hazaña. En una rama, que ofrecía un hueco cerca del tronco, escondió un paquete de papel de embalar.

—Astuto modo de librarse del arma homicida —se dijo Anthony satisfecho—. La policía registra el suelo y draga los estanques y ríos, pero pocos ingleses serían capaces de encaramarse a este árbol.

De vuelta a la estación de Paddington, dejó el baúl en la consigna de llegada. Pensó luego en sabrosos filetes, tiernas chuletas y grandes cantidades de patatas fritas; pero una mirada al reloj le disuadió. Llenó el Morris de gasolina y se lanzó de nuevo a la carretera, hacia el norte en aquella ocasión.

A poco de las once y media frenó el coche en el camino que corría paralelo al parque de Chimneys. Saltó ágilmente el muro y avanzó hacia el edificio principal. La enorme masa gris, el venerable amasijo de Chimneys, descollaba en la oscuridad, a mayor distancia de lo que había sospechado. Emprendió un paso de carrera. Un reloj marcaba las doce menos cuarto. A la hora mencionada en el trozo de papel, Anthony estaba ya en la terraza, levantando la cabeza hacia la casa. Reinaba el silencio entre las sombras.

—Los políticos son dormilones —murmuró.

Y entonces estalló un ruido: la detonación de un arma de fuego. Anthony giró sobre sí mismo, seguro de que procedía del interior de la mansión. Aguardó sin que se alterase la calma mortal. Fue a un enorme balcón, por el que, a juicio suyo, había llegado el estampido hasta él. Lo empujó. Estaba cerrado. Aguzando el oído, probó de abrir otros balcones. El silencio persistía.

Se dijo finalmente que había soñado o que el disparo se debía a un cazador furtivo. Desanduvo intranquilo el camino.

Al mirar por última vez a la casa, encendióse una luz en el primer piso. Se apagó casi inmediatamente, sumiendo la mansión en la oscuridad de la noche.