Capítulo VIII

Un hombre muerto

Aquella misma tarde, Virginia Revel había jugado al tenis en Ranelagh. De vuelta a la calle Pont, descansando en su largo y lujoso automóvil, sonreía ensayando al detalle su papel para la próxima entrevista. El chantajista tal vez no reapareciese, pero estaba convencida de lo contrario: ¡Había sido una presa tan fácil! En aquella ocasión le reservaba una sorpresa.

El coche se detuvo al fin y Virginia se volvió a hablar al chófer.

—Olvidé preguntarle cómo está su mujer, Walton.

—Ha mejorado, señora. El médico prometió pasar a las seis y media. ¿Me necesitará a esa hora?

Virginia lo pensó.

—Me marcho este fin de semana. Tomaré el tren de las seis cuarenta en Paddington. No, no lo necesitaré; me bastará un taxi. Prefiero que vea al doctor. Lleve a su esposa al campo, si el médico lo permite. Yo corro con los gastos.

Evitando el agradecimiento del hombre con una impaciente inclinación de cabeza, Virginia subió la escalera y buscó la llave en el bolso sin acordarse de que no la llevaba. Apretó el timbre.

No le abrieron inmediatamente. Mientras aguardaba, subió los peldaños un joven pobremente vestido, portador de un montón de folletos. Alargó uno a Virginia, que exhibía el título: «¿Para qué serví a mi patria?». En la mano izquierda tenía un cepillo de colectas.

—Me sería imposible adquirir dos de esos horribles poemas en un día —dijo Virginia—. Compré uno esta mañana, palabra de honor.

El joven echó la cabeza atrás y se rio. Virginia acompañó sus carcajadas examinándole, interesada. Era un ejemplar de «sin trabajo» más agradable que la mayoría. Le gustó su rostro moreno y su duro y esbelto cuerpo. Deseó poder emplearle.

En aquel instante se abrió la puerta. El asombro de ver que lo hacía Elise, su doncella, borró de su mente el problema de los desocupados.

—¿Dónde está Chilvers? —preguntó en el vestíbulo.

—Se fue con los demás, señora.

—¿Los demás? ¿Adonde?

—A la casa de Datchet, señora… como ordenaba su telegrama.

—¿Mi telegrama? —repitió Virginia, perpleja.

—El que envió madame. ¿No se acuerda? Lo recibimos hace una hora.

—Yo no lo puse. ¿Qué decía?

—Creo que está lá-bas… en la mesa.

Elise corrió al sitio indicado y mostró victoriosa un papel.

Voilá, madame!

El telegrama, destinado a Chilvers, decía lo siguiente: «Trasládense todos a Datchet inmediatamente y preparen necesario fin de semana. Tomen tren 5.49».

El aviso no era en sí extraordinario ni el primero que los criados recibían, porque Virginia improvisaba a menudo fiestas en su casita del río. Chilvers no había visto nada anormal en él y había cumplido las órdenes con entera fidelidad.

—Me quedé, sabiendo que madame desearía que hiciese el equipaje.

—¡Es una broma pesada! —gritó Virginia y tiró irritada el papel—. Elise, usted sabe perfectamente, porque se lo dije esta mañana, que voy a Chimneys.

—Creí que madame había cambiado de opinión. A veces lo hace. Virginia aceptó la exactitud de la acusación. Le preocupaba el motivo de la extraordinaria estratagema. Elise le suministró una teoría.

Mon Dieu! —chilló, juntando las manos—. ¿Y si fueran malhechores, ladrones?… Mandan un telegrama falso para que los domestiques se vayan y después le roban.

—Podría ser —murmuró, dudosa, Virginia.

—Sí, sí, madame. ¡Eso es! La prensa publica a diario noticias semejantes. Madame avisará inmediatamente, ¡inmediatamente!, a la policía antes de que nos degüellen a todos.

—No pierda la cabeza, Elise. No nos degollarán a las seis de la tarde.

—¡Se lo imploro, madame! Permítame que telefonee a la policía.

—¿Para qué? No sea tonta, Elise, y prepare mi equipaje, si no lo ha hecho. Ponga el vestido de noche de Cailleaux, el blanco de crepé marocain y… sí, el de terciopelo negro. El terciopelo negro es muy político, ¿verdad?

—Madame está arrebatadora con el raso eau du Nile —insinuó Elise, dominada por su instinto profesional.

—No, dejemos ése. Dése prisa, nos queda muy poco tiempo. Telegrafiaré a Chilvers y pediré al agente de ronda que vigile la casa. No me mire de ese modo, Elise. Si ya se asusta antes de que ocurra algo, ¿qué pasaría si un hombre saliera de un rincón y le clavara un puñal?

La doncella chilló y se lanzó a la escalera, mirando aterrada en todas las direcciones.

Virginia hizo una mueca y fue al gabinete donde estaba el teléfono. El consejo de Elise de que telefoneara a la policía era muy plausible y se proponía seguirlo sin más dilación.

Se paralizó al coger el aparato. Un hombre estaba quedamente sentado en un sillón. La sorpresa del telegrama le había hecho olvidar al visitante esperado. Éste se había dormido.

Anduvo de puntillas hasta la butaca, sonriendo maliciosamente. Y su sonrisa se esfumó.

El hombre no dormía… ¡Estaba muerto!

Supo en seguida, por intuición, antes de descubrir la pequeña y brillante pistola en el suelo, o el agujerito chamuscado, rodeado de una mancha oscura en la americana, o la horrible distensión de la mandíbula, que el chantajista había sido víctima de un asesinato.

Permaneció inmóvil con los brazos colgando. El silencio le transmitió los pasos de Elise en la escalera.

—¡Madame, madame!

—¿Qué sucede?

Virginia avanzó rápidamente a la entrada del gabinete. Tenía que ocultar, aunque fuera de momento, el crimen a la doncella. Presentía que sufriría un ataque de nervios, y que ella necesitaba tranquilidad y tiempo para reflexionar.

—Madame, ¿no sería preferible que pusiera la cadena en la puerta? Los malhechores pueden llegar en cualquier instante.

—Como quiera.

Virginia percibió el ruido de la cadena, la carrera de Elise hacia el piso y suspiró aliviada.

Miró sucesivamente al cadáver y al teléfono. Lo lógico sería telefonear a las autoridades.

No lo llevó a cabo. Todavía la paralizaban el horror y el choque de ideas contradictorias que desconcertaban su mente. ¡El telegrama falso! ¿Qué relación tendría con el crimen? ¿Y si Elise no se hubiera quedado en la casa? Ella misma hubiese abierto la puerta, esto es, en el supuesto de que hubiera llevado, como siempre, la llave; se hubiera encontrado sola con un asesinado, con el hombre a quien había permitido extorsionarla. Desde luego había una explicación de ello, explicación, a fin de cuentas, apenas satisfactoria. Se acordó de cuan increíble le había parecido a George. ¿Compartiría el mundo su criterio? No había escrito las cartas, mas ¿le sería posible probarlo?

Se apretó la frente entre las manos.

—Debo pensar, debo pensar…

Elise no había recibido al hombre, puesto que lo hubiese mencionado inmediatamente. Lo misterioso de la situación aumentaba al compás de sus pensamientos. Sólo le restaba una solución: telefonear a la policía.

La imagen de George detuvo su intención de coger el aparato. Necesitaba la intervención de un hombre ordinario, equilibrado, que viese los sucesos en su proporción adecuada y le mostrase el curso que debía seguir.

Pero sacudió la cabeza. George, no; se cuidaría ante todo de su propia situación, se irritaría ante el hecho de que le complicase en un crimen… ¡Imposible!

Su cara se suavizó. ¡Bill, naturalmente! Y le llamó.

La informaron de que hacía media hora que había partido para Chimneys.

—¡Oh, caramba! —exclamó Virginia.

Era tremendo estar confinada en una habitación con un cadáver, sin nadie que le aconsejase.

Entonces sonó el timbre de la casa.

Virginia se sobresaltó. Volvió a sonar. Elise no parecía oírlo.

Fue al vestíbulo y retiró la cadena y los cerrojos que la doncella había echado; después, llenándose los pulmones de aire, abrió la puerta. En el umbral apareció el joven de los folletos.

Virginia le acogió consolada.

—Entre. Tal vez pueda proporcionarle trabajo.

Le guio al comedor, ofrecióle una silla, sentóse frente a él y le miró de hito en hito.

—Perdón, pero ¿es usted…? Vamos, ¿es…?

—Eton y Oxford —respondió el joven—. ¿Es lo que le interesaba?

—O algo equivalente a ello —confesó Virginia.

—He descendido en la escala social por mi absoluta incapacidad para aficionarme a un trabajo regular. Espero que no me ofrecerá un empleo de esa clase.

Una sonrisa tembló en los labios de Virginia.

—Al contrario, es muy irregular.

—¡Bravo! —exclamó satisfecho el joven.

Virginia miró con aprobación su rostro bronceado y su esbelto cuerpo.

—Verá… Estoy en un aprieto y casi todos mis amigos son… personas de categoría. Todos tienen bastante que perder.

—Y yo nada. Prosiga. ¿Cuál es el problema?

—En la habitación contigua hay un hombre muerto —declaró, entonces. Virginia—. Ha sido asesinado. Y me encuentro perdida.

Pronunció estas frases con la ingenua sencillez de un niño. El joven creció enormemente en su estimación por su forma de aceptarlas. Fue como si oyera el mismo anuncio diez veces al día.

—Excelente —dijo, algo entusiasmado, al parecer—. Siempre soñé en convertirme en detective. ¿Vamos a ver el cadáver o me proporciona antes una explicación de los hechos?

—Será mejor lo segundo.

Virginia se recogió en sí misma para condensar los sucesos.

—Ese hombre vino ayer a esta casa por primera vez. Me vio. Tenía ciertas cartas…, cartas de amor, que llevaban mi nombre…

—Pero que usted no había escrito —terció el joven.

Virginia le miró asombrada.

—¿Cómo lo sabe?

—Lo he deducido.

—Se proponía chantajearme y yo… pues, tal vez no lo entienda… yo lo consentí.

Le miró suplicante; y él hizo un ademán tranquilizador.

—Lo entiendo. Picó su curiosidad saber qué se siente en tales casos.

—Exacto. ¡Qué listo es usted!

—Soy inteligente —afirmó el joven sin asomo de modestia—. No obstante, pocas personas comprenderían su punto de vista. El mundo está falto de imaginación.

—Estamos de acuerdo. Le ordené que volviera hoy, a las seis. Llegué de Ranelagh, y me encontré con que habían enviado a mi servidumbre un supuesto telegrama para que dejara la casa, excepto mi doncella. Después le hallé en el gabinete, muerto de un disparo.

—¿Quién le recibió?

—No lo sé. Si hubiera sido mi doncella, me lo habría comunicado.

—¿No está al corriente de lo ocurrido?

—No le he contado nada.

El joven aprobó su cautela.

—Veamos ahora el cadáver. Antes, sin embargo, le aviso que la verdad beneficia a la larga. Una mentira engendra más mentiras… y los embustes continuos son monótonos y aburridos.

—¿Me aconseja avisar a la policía?

—Quizá. Primero veamos a ese sujeto.

Virginia le precedió hasta la puerta, en la que se volvió para mirarle.

—Aún no me ha dicho cómo se llama.

—Señora, soy Anthony Cade.