Capítulo VII

Mister McGrath rechaza una invitación

¡Las cartas habían desaparecido!

Comprobado este hecho, tenía que rendirse a él. Anthony comprendió la inutilidad de perseguir a Giuseppe a lo largo de los pasillos del Blitz, pues conduciría a una publicidad indeseada y, con toda probabilidad, estéril.

Llegó asimismo a la conclusión de que Giuseppe había confundido las cartas con las Memorias. Por consiguiente, descubierto el error era muy posible que intentase de nuevo apoderarse de ellas. Y le encontraría atento.

Se le ocurrió el proyecto de poner un anuncio pidiendo discretamente la devolución de las cartas. Suponiendo que Giuseppe fuese emisario de los Camaradas de la Mano Roja o, lo que tenía más visos de verosimilitud, instrumento del partido monárquico, las misivas carecerían de interés para uno y otro bando y podría recobrarlas sin duda con un pequeño desembolso.

Anthony durmió de un tirón hasta la mañana, seguro de que el camarero no tendría la audacia de acometerle otra vez aquella noche.

Levantóse preparado a llevar a cabo su plan de campaña. Desayunó con apetito, pasó revista a los periódicos, llenos de la noticia del descubrimiento de campos petrolíferos en Herzoslovaquia, y pidió audiencia al gerente del hotel.

Era éste un francés, suave y exquisito, que le recibió en su despacho particular.

—¿Desea verme, mister… mister McGrath?

—Sí. Ayer por la tarde llegué al hotel y me sirvió la cena en mis habitaciones un camarero llamado Giuseppe.

Anthony hizo una pausa.

—Creo que tenemos a un empleado con ese nombre —dijo el gerente.

—Me chocó algo su aspecto, pero en aquellos momentos no le concedí importancia. De noche me despertó el ruido de unos pasos solapados en mi alcoba. Encendí la luz y sorprendí al tal Giuseppe registrando mi maleta.

La indiferencia del gerente se disipó.

—Lo ignoraba —exclamó—. ¿Por qué no nos informó antes para…?

—El camarero y yo luchamos unos segundos. Él iba armado con un cuchillo. Finalmente consiguió huir por la ventana.

—¿Qué hizo usted, mister McGrath?

—Examinar mi maleta.

—¿Faltaba algo?

—Nada… importante —contestó despacio Anthony.

El gerente se recostó suspirando en el respaldo del asiento.

—Me alegro. Permita que le diga, mister McGrath, que no entiendo su conducta. ¿Por qué se abstuvo de perseguir al ladrón?

—Insisto en que no había robado nada valioso. Desde luego, estamos ante un caso que, literalmente, reclama la intervención policíaca…

Calló, y el gerente murmuró sin entusiasmo:

—La policía, claro…

—Y, en el fondo, seguro de que el individuo lograría escapar, y puesto que no sufrí pérdidas de consideración, ¿para qué molestar a la autoridad?

El gerente sonrió.

—Es usted comprensivo, mister McGrath. Mi única preocupación es impedir la intromisión de la policía. Desde mi punto de vista, eso sería, y siempre lo es, desastroso. Por insignificante que sea el motivo, los periódicos explotan sin escrúpulos semejantes apuros, si se halla implicado un hotel de la importancia de éste.

—Me hago cargo —repuso Anthony—. He dicho que no he perdido nada de valor, lo cual sólo es exacto en cierto sentido. El ladrón no se beneficiará con ello, mas para mí ha sido un rudo contratiempo.

—¡Ah!

—Cartas, ¿sabe?

Una expresión de discreción superhumana, sólo posible en un francés, se dibujó en la faz del gerente.

—Lo entiendo —murmuró—. Lo entiendo perfectamente. Desde luego, a la policía no le incumbe…

—Estamos de acuerdo. Pero yo estoy decidido a recobrar las cartas. Vengo de una parte del mundo en que la gente acostumbra a hacer las cosas personalmente. Por lo tanto, no le pido sino cuanta información pueda facilitarme sobre el tal Giuseppe.

—No tengo nada que objetar —dijo el gerente tras breve reflexión—. No puedo suministrarle ahora lo que me pide, pero dentro de media hora los datos estarán a su disposición.

—Muchas gracias.

Anthony regresó media hora más tarde al despacho. El gerente había cumplido su palabra. En un papel estaban apuntados todos los datos conocidos acerca de Giuseppe Manuelli.

—Le empleamos hace tres meses. Es un camarero diestro, con experiencia. Sus servicios fueron satisfactorios. Hace cinco años que está en Inglaterra.

Leyeron juntos la lista de hoteles y restaurantes en que el italiano había trabajado. Un hecho atrajo la atención de Anthony. En dos hoteles había habido robos importantes durante el empleo de Giuseppe, aunque en ningún caso se sospechó de él. Pero la coincidencia era significativa.

¿Sería Giuseppe un astuto ladrón hotelero? ¿Había sido el hurto de que fue víctima Anthony consecuencia de sus prácticas habituales? ¿Acaso mientras efectuaba un registro previo tenía las cartas en la mano, y se las guardó maquinalmente en el bolsillo para actuar sin embarazo en el momento en que Anthony encendió la luz? Así, pues, se trataría de un robo por distracción, casi involuntario.

Mas a ello se oponía su emoción de la noche al descubrir los papeles en la mesa; no dinero ni alhajas propias para incitar la codicia de un ladrón ordinario.

No, Anthony estaba convencido de que Giuseppe había sido el agente de otra u otras personas. La información que le proporcionaban quizá le hiciese enterarse de algo sobre la vida privada de Giuseppe y lograse encontrarle. Se guardó el papel en el bolsillo y se puso de pie.

—Muchas gracias. Supongo que Giuseppe no seguirá en el hotel.

El gerente sonrió.

—Su cama está intacta. Debió de irse después del encuentro con usted, porque dejó sus objetos personales en la habitación. No creo que volvamos a verle.

—Lo imagino. Muchas gracias, repito. Desde luego, no me cambiaré de hotel.

—Le deseo suerte en sus investigaciones, aunque dudo de que consiga su propósito.

—No hay que desesperar.

La primera diligencia de Anthony fue interrogar a los camareros que habían intimado con Giuseppe. Sacó poco en claro. Escribió un anuncio, según había proyectado, y lo envió a los cinco periódicos de mayor difusión. Se preparaba a visitar el restaurante en que el ladrón había estado empleado últimamente, cuando sonó el teléfono. Anthony respondió:

—¿Diga? ¿Quién es?

Le contestó una voz átona.

—¿Hablo con mister McGrath?

—Sí. ¿Y con quién hablo yo?

—Aquí la firma Balderson & Hodgkins. Un segundo, por favor. Le pondré con mister Balderson.

«¡Los editores! —pensó Anthony—. También empiezan a preocuparse, ¿eh? No tienen motivos. Falta aún una semana para el término del plazo».

Una voz cordial resonó repetidamente en su tímpano.

—¿Oiga? ¿Mister McGrath?

—El mismo.

—Soy Balderson, de Balderson & Hodgkins. ¿Qué pasa con el manuscrito, mister McGrath?

—Dice bien: ¿qué pasa?

—Un montón de cosas. Como acaba usted de llegar del África del Sur, no puede aquilatar nuestra situación. No pocos contratiempos amenazan a ese manuscrito. A veces me arrepiento de haberlo aceptado.

—¿De veras?

—Se lo aseguro. Anhelo tenerlo en mi poder cuanto antes y hacer unas copias. Si se destruye después el original, nada se habrá perdido.

—¡Dios mío! —rio Anthony.

—¿Le parece absurdo, mister McGrath? No aprecia usted la situación, eso es. Se procurará evitar que llegue a mis oficinas. Con franqueza, si trata de traerlo en persona, diez a uno a que no lo consigue.

—Lo dudo, porque alcanzo siempre la meta que me fijo.

—Sus enemigos son peligrosos. Yo no lo habría creído hace un mes. Pero hemos sido tentados, amenazados y mimados por los dos partidos, hasta el punto de que no sabemos con qué pie pisamos. Le recomiendo que no intente entregarnos aquí el manuscrito. Un empleado nuestro lo irá a buscar a su hotel.

—¿Y si le despachan durante el trayecto? —preguntó Anthony.

—Nosotros seremos los responsables y usted habrá recibido de nuestro representante un descargo escrito de nuestro puño y letra. El cheque de… de las mil libras, que se nos ordenó darle, esperará hasta el próximo miércoles como impone nuestro contrato con los albaceas… del autor, ¿comprende? Pero si lo prefiere, nuestro mensajero puede entregarle un talón nuestro por esa cantidad.

Anthony meditó. Había pensado reservarse las Memorias hasta el cumplimiento del plazo concertado, porque quería saber a qué se debía el alboroto. Se hizo cargo, sin embargo, de la verdad incuestionable de los argumentos del editor.

—Perfectamente —suspiró—. Hágalo; mándeme a ese hombre… y el cheque. Preferiría cobrar en seguida ya que quizá me vaya de Inglaterra antes del miércoles.

—Muy bien, mister McGrath. Nuestro representante le verá a primeras horas de la mañana. La prudencia aconseja que no le enviemos directamente desde nuestras oficinas. Mister Holmes, de nuestra firma, vive en el sur de Londres. Será quien le visite con un recibo por el paquete. Coloque uno falso en la caja fuerte del hotel. Sus enemigos se enterarán de ello y así no le atacarán en su habitación esta noche.

—Haré lo que usted me dice.

Anthony colgó el teléfono muy pensativo.

Reanudó su interrumpido proyecto de obtener noticias del huidizo Giuseppe. No obstante, fracasó. El camarero había trabajado en el restaurante aludido, en el que nadie sabía lo más mínimo de su vida ni de sus amistades.

—Te cazaré, amigo —masculló Anthony—. Te echaré el guante. Es sólo cuestión de tiempo.

Su segunda noche en Londres fue muy apacible.

A las nueve del día siguiente le entregaron en su habitación la tarjeta del empleado de los editores. Mister Holmes era un hombre pequeño, rubio y tranquilo. Anthony cambió el manuscrito por un cheque de mil libras. Mister Holmes guardó el paquete en su cartera, se despidió del joven y se fue. La transacción se efectuó sin problemas.

—Tal vez le asesinen durante el camino —murmuró Anthony, al pie de la ventana—. Me gustaría saber… Me asombra que…

Metió el cheque y unas cuantas líneas escritas en un sobre y lo pegó con cuidado. Jimmy, que disponía de fondos en su encuentro con Anthony en Bulawayo, le había adelantado una gruesa suma, que seguía casi intacta.

—Un asunto listo, dediquémonos al otro —díjose Anthony—. Hasta ahora lo he estropeado, pero de los cobardes nada se ha escrito. Me disfrazaré para echar un vistazo al 48 de la calle Pont.

Hizo su equipaje, pagó la cuenta y mandó que le buscaran un taxi. Repartió propinas a diestro y siniestro, beneficiando incluso a quienes no habían contribuido a su bienestar. En el momento de partir el taxi, un botones se precipitó hacia el vehículo con una carta en la mano.

—Acaba de llegar, señor.

Anthony buscó suspirando otro chelín. El coche gruñó y saltó adelante, acompañado de un rechinamiento metálico. Anthony abrió el sobre.

Su contenido era curioso. Tuvo que leerlo cuatro veces para entender correctamente su significado. En lenguaje liso y llano (la carta había sido redactada en el extraordinario estilo peculiar de las misivas oficiales) daba por sentado que mister McGrath arribaba aquel día, jueves, de África del Sur; se refería de soslayo a las Memorias del conde Stylpitch y suplicaba a mister McGrath que se abstuviera de cualquier decisión hasta haberse entrevistado confidencialmente con mister George Lomax y otros personajes encumbrados. Iba adjunta una invitación, del todo inteligible, para que se trasladase al día siguiente, viernes, a Chimneys, donde sería huésped de lord Caterham.

Anthony paladeó, divertido, la misteriosa y alambicada epístola.

—¡Querida Inglaterra! —susurró cariñosamente—. Con dos días de retraso, como siempre… No puedo aparecer en Chimneys bajo mi fingida personalidad. ¿Habrá un hotel cerca? Mister Anthony Cade se alojará discretamente en él.

Dio una nueva dirección al conductor, que desdeñoso echó un ruidoso resoplido.

El taxi frenó delante de una de las más oscuras pensiones londinenses; pero el viaje fue pagado con regia largueza.

Después de alquilar un cuarto a su verdadero nombre, Anthony entró en una cochambrosa sala de lectura y escribió una carta en papel que llevaba estampado el nombre del hotel Blitz.

En ella explicaba que había llegado el martes anterior, que había cedido el manuscrito a Balderson & Hodgkins y que declinaba, muy a su pesar, la invitación de lord Caterham, debido a que se iba inmediatamente de Inglaterra. Firmó James McGrath.

—Y ahora, manos a la obra —dijo Anthony, pegando un sello—. James McGrath se retira y entra Anthony Cade.