Primera noche en Londres
Los proyectos mejor meditados a menudo tienen un punto flaco. George Lomax, en su sabiduría, sólo cometió un error, y así hubo un eslabón falso en sus preparativos; éste fue Bill.
Mister Eversleigh era intachable. Jugaba bien al golf y mejor al cricket; distinguíase por sus elegantes maneras y buen carácter; pero debía su cargo en el Ministerio más a sus amistades que a su cerebro. Desempeñaba honradamente sus labores, consistentes en obedecer a George, y no tenía responsabilidad ni iniciativa. Su trabajo se reducía a acudir inmediatamente cuando su superior le llamaba, recibir a las personas enojosas, efectuar encargos y hacerse útil en una porción de menesteres secundarios. Lo ejecutaba todo con puntualidad. En ausencia de George, se acomodaba en el sillón más confortable, estiraba ante sí las piernas y leía revistas deportivas; es decir, seguía una tradición consagrada por los siglos.
Acostumbrado a descansar en el joven, George le envió a las oficinas navieras a averiguar cuándo arribaría el Granarth Castle. Como muchos ingleses bien educados, Bill poseía una voz agradable y apenas inteligible. Un profesor de fonética le hubiese rectificado la pronunciación de la palabra «Granarth». Sonó a cualquier cosa y el empleado entendió Cranfrae. El Cranfrae Castle era esperado el jueves siguiente, y así lo comunicó. Bill dio las gracias y salió. George Lomax aceptó la información y de acuerdo con ella hizo sus planes. Ignorando todo lo concerniente a la línea Castle, dio por sentado que James McGrath llegaría en la fecha indicada.
Así, pues, le hubiese sorprendido saber, en el momento en que aferraba la solapa del marqués de Caterham en la escalinata del club, que el Granarth Castle había entrado la tarde anterior en el puerto de Southampton.
A las dos de aquella tarde, Anthony Cade, bajo el nombre de James McGrath, se apeó en la estación de Waterloo, tomó un taxi y ordenó al conductor, tras leve vacilación, que le llevase al hotel Blitz.
—No renunciaré a las comodidades —se dijo Anthony, mirando interesado por las ventanillas del vehículo.
Habían transcurrido exactamente catorce años desde que estuviera en Londres por última vez.
Después de reservar una habitación en el hotel, fue a pasear unos minutos a lo largo del Embankment. Le alegraba hallarse de nuevo en aquella ciudad. Había cambiado, naturalmente. Poco más allá del puente de Blackfriars hubo antaño un pequeño restaurante que había frecuentado con otros muchachos serios. En aquella época fue socialista y hasta había usado corbata roja. ¡Oh, juventud, divino tesoro!
Volvió sus pasos hacia el Blitz. Un hombre tropezó con él en la calzada, tirándole casi al suelo. Recobraron ambos el equilibrio y el hombre se excusó mientras le examinaba detenidamente. Era bajo, macizo, y al parecer pertenecía a la clase trabajadora.
Anthony entró en el hotel preguntándose a qué obedecería ese examen. A nada, seguramente. Su rostro moreno, destacando entre los pálidos londinenses, habría provocado curiosidad. Una vez en su habitación, obedeció al repentino impulso de contemplarse en el espejo. ¿Le reconocería uno de sus contados amigos de los viejos días si le encontrara cara a cara? Meneó despacio la cabeza.
A su partida de Londres, a los dieciocho años, era rubio, gordezuelo, un muchacho de falaz expresión seráfica. ¿Quién le reconocería en el actual hombre delgado y curtido, de aire inquisitivo?
Sonó el teléfono en la mesita de noche.
—¿Diga?
Le respondió la voz del empleado del vestíbulo.
—¿El señor James McGrath?
—Al habla.
—Un caballero solicita verle.
Anthony se asombró.
—¿Verme? ¿A mí?
—Sí, señor; un extranjero.
—¿Cómo se llama?
Hubo un silencio.
—Le envío inmediatamente su tarjeta.
Anthony esperó. Dos minutos después llamaron a la puerta y un botones le ofreció una tarjeta en una bandejita.
Anthony la tomó. Llevaba grabado el siguiente nombre:
BARÓN LOLOPRETJZYL
Comprendió el silencio del empleado.
Consideró la cartulina unos segundos antes de llegar a una decisión.
—Indíquele que suba.
—Muy bien, señor.
El barón de Lolopretjzyl resultó ser un hombre gigantesco, calvo y de copiosa barba negra, peinada en abanico.
Juntó los talones con un chasquido y se inclinó.
—Mister MacGrath —dijo.
Anthony procuró imitar sus movimientos.
—Barón… —respondió y adelantó una silla—. Siéntese, por favor. Creo no haber tenido el placer de conocerle.
—En efecto —contestó el barón, mientras se sentaba, y agregó cortésmente—: Y lo lamento.
—Yo también —aseguró Anthony.
—Vamos al asunto. Represento en Londres al partido leal de Herzoslovaquia.
—Y lo representa admirablemente.
El barón hizo una reverencia.
—Usted amable en exceso es. Mister McGrath, nada le ocultaré. El momento ha llegado de la restauración de la monarquía, de luto desde el martirio de Su Graciosa Majestad el rey Nicolás IV, de bendita memoria.
—Amén —murmuró Anthony—. Perdón…, ¡bravo, bravo!
—En el trono se colocará a Su Alteza el príncipe Miguel, que tiene el apoyo del Gobierno británico.
—¡Espléndido! Le agradezco que me informe de ello.
—Todo arreglado estaba… cuando usted vino a turbar la situación.
El barón le acusó con los ojos.
—Mi querido barón… —protestó Anthony.
—Sí, sí, no desvarío. Usted posee las Memorias del difunto conde Stylpitch.
El barón le miró fijamente.
—¿Y en qué parte se relacionan dichas Memorias con el príncipe Miguel?
—Producirán escándalo.
—Como casi todas —aplacó Anthony.
—De muchos secretos tuvo conocimiento. Si se revelase la cuarta parte, Europa abismada en la guerra se vería.
—Por favor, tal vez sea exagerado pretender…
—Una opinión desfavorable a Obolovitch se divulgaría. Tan democrático es el espíritu de esta nación.
—Esa familia pudo ser algo rigurosa en sus procedimientos —dijo Anthony—, porque lo lleva en la sangre. Pero a nadie sorprende tal conducta en los Balcanes, aunque ignoro por qué.
—No entiendo, no entiendo —exclamó el barón y suspiró—. Mis labios sellados están.
—¿Qué le asusta concretamente?
—Hasta que las Memorias lea no lo sabré —explicó con sencillez el barón—. Pero tiene que haber algo. Los grandes diplomáticos siempre indiscretos fueron. Habrá problemas.
—Oiga —dijo amablemente Anthony—. No permita que le domine el pesimismo. Los editores reflexionan sobre los manuscritos, los empollan como si fueran huevos. Tardarán un año por lo menos en publicar éste.
—Un joven muy astuto o muy inocente es usted. Se ha dispuesto que las Memorias en un periódico dominical aparezcan inmediatamente.
—¡Oh! —profirió Anthony, bastante consternado—. Queda siempre el recurso de desmentir las revelaciones como calumniosos infundios.
El barón sacudió tristemente la calva.
—No, no; a tontas y a locas habla. Al grano vamos. Mil libras ha de cobrar, ¿verdad? Ya ve usted, bien informado estoy.
—Felicito al Servicio Secreto de los leales.
—Y yo mil quinientas ofrezco.
Anthony negó con la cabeza, sin cerrar la boca dilatada por el asombro.
—Lo siento, pero no es posible —respondió apesadumbrado.
—Bien. Dos mil ofrezco.
—Me tienta usted, barón; pero continúa siendo imposible.
—Su precio diga entonces.
—Temo que no entiende mi situación. Creo que usted pertenece al bando de los ángeles y que las Memorias pueden perjudicar su causa. Sin embargo, debo ultimar la misión que se me encomendó, sin escuchar las voces de sirena que suenen a mi lado. No sería decente.
El barón, que le había entendido, aprobó varias veces con el gesto.
—Es un honor de caballero inglés.
—Nosotros lo expresamos de otro modo; pero, salvada la diferencia de vocabulario, viene a ser lo mismo.
El barón se levantó.
—Mucho el honor inglés respeto —anunció—. Otro sistema probaremos. Buenos días.
Dio un talonazo, se inclinó y se fue muy erguido.
—¿Qué habrá querido decir? —reflexionó Anthony—. ¿Será una amenaza? En fin, Lollipop no me asusta. El nombre le sienta bien. En adelante le llamaré barón Lollipop.
Se paseó por la habitación indeciso sobre lo que haría. La fecha estipulada para la entrega del manuscrito se hallaba a poco más de una semana de distancia. Era el 5 de octubre. Anthony no pretendía anticiparla. Y, ciertamente, sentía una avidez febril por leer las Memorias, tarea que había retrasado a causa de un ataque de fiebre que le acometió en el barco y que le restó ánimos para descifrar la letra, garrapateada a mano hasta lo ilegible.
Y al mismo tiempo había de atender a algo igualmente urgente.
Cogió la guía telefónica y buscó el apellido Revel. Había seis personas de tal nombre: Edward Henry Revel, cirujano en la calle Harley; James Revel & Cía., talabarteros; Lenox Revel, en los pisos Abbotbury, Hampstead; miss Mary Revel, domiciliada en Ealing; la honorable mistress Virginia Revel, de la calle Pont, número 48; y miss Willis Revel, plaza de Cadogan, 42. Eliminados los talabarteros y miss Mary Revel, le quedaban cuatro nombres, asumiendo la hipótesis de que la dama residiera en Londres. Cerró la guía.
—Lo dejaré al azar. Tal vez ocurra algo.
La suerte de Anthony Cade estribaba principalmente en su fe en ella. Así, media hora después, hojeando las páginas de una revista, halló lo que buscaba. La duquesa de Perth había organizado una fiesta de la que se publicaba información gráfica. Al pie de la fotografía central, la de una mujer vestida de egipcia, se incluía en el epígrafe:
«La honorable mistress Virginia Revel representando a Cleopatra, de soltera Virginia Cawthorn, hija de lord Edgbaston».
Anthony contempló un buen rato la fotografía, modulando un silencioso silbido. Luego arrancó la página y la guardó en un bolsillo. Subió a su habitación, extrajo las cartas de la maleta e introdujo el retrato bajo el bramante que las sujetaba.
Un inesperado ruido hizo que se volviera rápidamente. En la puerta había un personaje que parecía escapado del reparto de una ópera bufa: u n hombre siniestro, de cabeza deprimida y brutal, cuyos labios se plegaban en una malvada sonrisa.
—¿Qué desea? —preguntó Anthony—. ¿Y cómo ha llegado hasta aquí?
—No existen obstáculos para mí —respondió el desconocido con voz gutural, extranjera, aunque hablaba inglés con soltura.
«Otro latino», pensó Anthony, y ordenó:
—Márchese.
El hombre tenía fijos los ojos en el paquete de cartas.
—No me retiraré sin llevarme lo que he venido a buscar.
—¿Y es…?
El individuo avanzó un paso.
—Las Memorias del conde Stylpitch.
—¿Cómo le voy a tomar en serio? —sonrió Anthony—. Es usted el perfecto villano. ¿Quién le envía? ¿El barón Lollipop?
—¿El barón…?
Y el hombre agregó una retahíla de palabras integradas por ásperas consonantes.
—¿Se pronuncia así? ¿Como si hiciera gárgaras ladrando? Soy incapaz de repetirlo; le continuaré llamando Lollipop. Conque le mandó él, ¿verdad?
No sólo obtuvo una vehemente negativa, sino que su visitante escupió incluso de una manera muy convincente y arrojó un papel sobre la mesa.
—Mire… ¡y tiemble, maldito inglés!
Anthony cumplió interesado la primera parte de la orden. En el papel había pintada una mano roja.
—Parece un miembro humano. Mas estoy dispuesto a conceder que es una visión cubista de una puesta de sol ártica.
—Es el símbolo de los Camaradas de la Mano Roja, a los que pertenezco.
—¡No me diga! —dijo Anthony, estudiándole con exagerada atención—. ¿Sus cofrades se le parecen? ¿Qué opina de usted la Sociedad Eugenésica?
El hombre se enfureció.
—¡Perro, más que perro! ¡Esclavo de una monarquía decadente! Déme las Memorias y no se arrepentirá. Los camaradas son clementes.
—Rasgo que les honra; pero tanto ellos como usted andan desencaminados. Tengo instrucciones de entregar el manuscrito, no a su admirable hermandad, sino a ciertos editores.
—¡Bah! ¿Sueña con llegar vivo a sus oficinas? ¡Basta de charla!… Los papeles o disparo…
El individuo blandió un revólver.
El juicio de Anthony Cade estribaba en premisas falsas y estaba acostumbrado a enfrentarse con adversarios cuya prontitud de acción aventajaba casi a la facultad de pensar. Anthony no aguardó a que el arma le amenazara. Así que el revólver brilló en el aire, se lo arrancó de la mano. El puñetazo hizo girar al hombre, que presentó la espalda a su enemigo.
La ocasión era excelente. Un certero y vigoroso puntapié de Anthony envió al conspirador al pasillo, a través de la puerta, transformado en un revoltijo de brazos y piernas.
Anthony siguió su trayectoria, pero el Camarada de la Mano Roja, cansado de que le manejasen como a un títere, se incorporó y escapó corredor abajo.
—¡Fin de los Camaradas de la Mano Roja! —murmuró, renunciando a perseguirle—. Su pintoresco aspecto no resiste la acción directa. ¿Cómo se introdujo hasta aquí? Algo resulta claro: mi misión no será tan fácil como creía. Me he indispuesto con los monárquicos y con los revolucionarios. Pronto, supongo, los nacionalistas y los independientes me mandarán una delegación. ¡Es seguro! Esta misma noche empezaré la lectura del manuscrito.
Una ojeada a su reloj le indicó que se aproximaban las nueve y optó por cenar en la habitación. No esperaba más sorpresas, pero le convenía mantenerse alerta, impidiendo que registrasen su maleta mientras comía en el restaurante. Pidió el menú, eligió un par de platos y una botella de Burdeos. El camarero se fue con el encargo.
Mientras llegaba la cena, sacó el manuscrito y lo depositó en la mesa, al lado de las cartas.
Tras previa llamada en la puerta, reapareció el camarero con una mesita portátil y los cubiertos. Anthony había retrocedido a la chimenea, cuyo espejo, al que miraba distraídamente, le reveló un hecho curioso.
El camarero contemplaba el paquete del manuscrito como si sus ojos se hubieran prendido de él. De vez en cuando miraba de soslayo a Anthony. Haciéndolo se movió alrededor de la mesa; le temblaban las manos y se humedecía los labios con la lengua. Anthony le examinó interesado. Era alto, esbelto, como la mayoría de los camareros, de rostro bien afeitado y expresivo. Sería italiano o francés, se dijo el joven.
Anthony giró en el instante crítico, sobresaltando al camarero, que simuló atarearse con las vinagreras.
—¿Cómo se llama usted? —preguntó súbitamente Anthony.
—Giuseppe, monsieur.
—Italiano, ¿verdad?
—Sí, monsieur.
Anthony le dirigió la palabra en su idioma materno y el camarero respondió con harta soltura. En tanto que cenaba, atendido por Giuseppe, reflexionó:
¿Se había equivocado? ¿El interés de Giuseppe por el paquete obedecía a una inocente curiosidad? Tal vez; no obstante, el recuerdo de la intensa emoción del nombre lo desmentía. Anthony se sintió interesado.
—¡Maldición! —se dijo—. ¿Piensa todo el mundo en el dichoso manuscrito? No debo permitir que me domine la fantasía.
Acabada la cena y levantada la mesa, se dedicó a la lectura de las Memorias, que progresó lentamente a causa de la enrevesada letra del difunto conde. Los bostezos de Anthony se sucedieron con delatora generosidad. Al final del cuarto capítulo se dio por vencido.
Hasta entonces las Memorias eran un dechado de aburrimiento, sin el menor vislumbre de escándalo moral o político.
Reunió las cartas, las envolvió con el papel manuscrito y las encerró en su maleta. Después echó la llave a la puerta, en la que también por cautela apoyó una silla. En la silla colocó una jarra de la mesita de noche llena de agua.
Después de repasar, no sin cierto orgullo, tales disposiciones, se acostó y acometió de nuevo las Memorias de Stylpitch; mas le pesaban los párpados tanto, que guardó las cuartillas debajo de la almohada, apagó la luz y se durmió inmediatamente.
Cuatro horas más tarde se despertó de improviso. ¿Qué le había desvelado? Quizás un ruido, quizás el agudo instinto que se desarrolla en los hombres de existencia azarosa.
Trató, inmóvil, de concretar sus impresiones. Percibió un roce sigiloso y notó entonces una negrura más densa que la reinante entre él y la ventana, en el suelo, junto a la maleta.
Se levantó de un salto, encendiendo al mismo tiempo la luz. Una persona se incorporó del suelo desde el lugar en que estuviera arrodillada.
Era Giuseppe, el camarero. Un cuchillo, largo y delgado, brilló en su diestra. Se abalanzó sobre Anthony, cuyos sentidos se hallaban ya en total sobre aviso. Estaba inerme. Giuseppe semejaba un maestro en el empleo del arma blanca.
Esquivó la acometida. Los dos hombres se revolcaron en el suelo. La fuerza de Anthony se concentró en retorcer el brazo que tenía el cuchillo. La mano libre del camarero se cerró en su garganta, asfixiándole lentamente. Sin embargo, continuó inmovilizando el brazo.
El cuchillo resonó en el pavimento. El italiano retorció el cuerpo de pronto y se zafó de los brazos de su enemigo. Anthony se lanzó hacia la puerta con el propósito de interceptarle la retirada. Demasiado tarde descubrió que la silla y la jarra de agua estaban en su sitio.
Giuseppe había penetrado por la ventana y hacia ella se dirigía. La errónea acción de Anthony en dirección a la puerta le permitió saltar al alféizar, desde el que se arrojó al balcón contiguo y a continuación a una tercera ventana.
Un intento de persecución habría sido estéril, el ladrón había estudiado bien la escapada.
Anthony, advirtiéndolo, regresó al lecho y buscó las Memorias debajo de la almohada. Se felicitó de no haberlas guardado en la maleta. Fue hacia ésta con el objeto de sacar las cartas.
Masculló un juramento.
¡Las cartas habían desaparecido!