Una dama encantadora
George regresó a Whitehall. Percibió un roce precipitado al penetrar en la suntuosa serie de despachos en que administraba los asuntos de Estado. Mister Bill Eversleigh archivaba cartas, pero la amplia butaca, puesta al pie de la ventana, conservaba aún el calor de un cuerpo humano.
Bill era un muchacho muy agradable. Su edad aparente frisaba en los veinticinco años; era alto, de movimientos desmañados. Tenía facciones de atractiva fealdad, una magnifica dentadura y honrados ojos castaños.
—¿Ha enviado Richardson su informe?
—No, señor. ¿Insisto?
—No importa. ¿Han telefoneado?
—Miss Oscar tomó los recados. Mister Isaacstein desearía que usted comiera con él mañana en el Savoy.
—Ordene a miss Oscar que consulte mi agenda. Si estoy libre, puede aceptar la invitación.
—Bien, señor.
—Y de paso, Eversleigh, telefonee a mistress Revel, calle Pont, 48. Encontrará el número en la guía telefónica.
Bill abrió el listín, recorrió con el índice una columna de la M, cerró el volumen y cogió el teléfono. Con él en la mano, se detuvo como si recordase algo.
—Señor, ahora recuerdo que la línea de mistress Revel está estropeada. No he obtenido comunicación en varios días.
—¡Qué contrariedad! —farfulló Lomax, tabaleando indeciso en el escritorio.
—Puedo ir a su casa, si es importante. Estará en ella a esta hora de la mañana.
George Lomax caviló durante algún tiempo. Bill aguardó de puntillas, presto a correr si la decisión era afirmativa.
—Será lo mejor —declaró al fin el prohombre—. Vaya en taxi. Pregunte a mistress Revel si podrá recibirme a las cuatro de la tarde. Quiero consultarle algo importante.
—Muy bien, señor.
Bill cogió su sombrero y salió.
Diez minutos más tarde un taxi le dejaba ante el número 48 de la calle Pont. Pulsó el timbre y ejecutó un tableteo salvaje en el aldabón. Un criado abrió la puerta. Bill lo saludó como si le conociera íntimamente.
—Buenos días, Chilvers. ¿Está la señora?
—Creo que se dispone a salir.
—¿Eres tú, Bill? —preguntó una voz desde la escalera—. He reconocido tus fuertes aldabonazos. Sube.
Bill levantó los ojos hacia la risueña faz asomada, que tenía la virtud de seducirle, y no sólo a él, llevándole a un estado de completa incoherencia verbal. Salvó los peldaños de dos en dos y estrujó la mano que la joven le tendía.
—Hola, Virginia.
—Hola, Bill.
La seducción es una virtud singular. Centenares de mujeres, algunas más bellas que mistress Revel, podrían haberle saludado con la misma frase y en el mismo tono sin producirle ningún efecto. Aquellas dos palabras, en boca de Virginia, embriagaron a Bill.
Virginia Revel tenía veintisiete años. Era alta, de una esbeltez exquisita y tan bien proporcionada, que un poema dirigido a ella hubiera quedado sobradamente justificado. Su pelo broncíneo poseía el matiz verdoso del oro; su barbilla indicaba decisión, su nariz era perfecta, sus ojos oblicuos permitían atisbar, a través de los párpados entornados, un azul intenso y su indescriptible boca se curvaba en las comisuras en la forma denominada «señal de Venus». Era el suyo un rostro muy expresivo; de su persona irradiaba tal vitalidad, que llamaba la atención. Habría sido imposible ignorar a Virginia Revel.
Condujo a su visitante a una salita malva pálido, verde y amarillo, como azafranes descubiertos en un claro y verdeante prado.
—¿No te echará de menos el Ministerio? Creía que no podrían prescindir de ti.
—Me envía el besugo.
Así llamaba el irreverente Bill a su jefe.
—Otra cosa, Virginia. Recuerda que tu teléfono está estropeado.
—No es verdad.
—Ya lo sé; le mentí.
—¿Por qué? Explícame esa estratagema de Asuntos Exteriores.
Bill le reprochó con la mirada.
—¡Qué tonta soy! ¡Y qué amable eres tú!
—Chilvers me comunicó que ibas a salir.
—Sí, voy a la calle Sloane, donde venden unas fajas estupendas.
—¿Fajas?
—Sí, algo que nos aprieta en las caderas. Lo oculta la falda.
—Me avergüenzo de ti, Virginia. No debes describir esas intimidades a los amigos; no es delicado.
—Pero, Bill, todos tenemos caderas, aunque las mujeres sufrimos para disimularlas. Esa faja es de goma, llega a la rodilla y es imposible andar con ella.
—¡Espantoso! ¿Para qué la quieres?
—Porque nos gusta sufrir por nuestra figura. Dejemos eso. Dame el recado de George.
—Le interesa saber si estarás en casa a las cuatro de esta tarde.
—No estaré. Voy a Ranelagh. ¿A qué se debe tanta formalidad? ¿Se me va a declarar?
—No me extrañaría.
—En tal caso, comunícale que prefiero los hombres que se declaran impulsivamente.
—¿Como yo?
—En ti no es impulso, es una costumbre.
—Virginia, ¿cuándo…?
—No, no, no, Bill; antes de comer, no. Intenta pensar en mí como una madre que se interesa por cuanto te concierne.
—¡Te amo tanto, Virginia!
—Lo sé, Bill; lo sé. Me gusta que me amen. ¿Verdad que es horrible? Me entusiasmaría que todos los hombres atractivos del mundo se enamorasen de mí.
—La mayoría lo estarán, supongo —dijo, sombrío, Bill.
—Espero que George no sea de ellos. En el fondo, resulta imposible, porque su carrera le absorbe totalmente. ¿Qué más dijo?
—Que era importante.
—Me intrigas. Lo que George considera importante cabe en un puño. Sacrificaré Ranelagh, donde puedo ir cualquier día. Avisa a George que le aguardaré muy modosa a las cuatro de la tarde.
Bill consultó su reloj.
—No merece la pena volver antes del almuerzo. Comamos juntos, Virginia.
—Estoy citada no sé con quién.
—¡Qué más da! Puesta a renunciar…
—Sería encantador —sonrió Virginia.
—Eres incomparable. Te gusto, ¿verdad? ¿Te gusto más que otros?
—Te adoro, Bill. Si tuviera que casarme con alguien, si, como en las novelas, un mandarín me dijera: «Cásate o te torturaremos», te elegiría sin vacilación. Diría: «Busquen a mi pequeño Bill».
—Pues…
—Pero no me obligan a casarme y me satisface la viudedad.
—Yo no te molestaría; podrías ser libre, frecuentar el trato con tus amigos… No me notarías en casa.
—No lo entiendes, Bill. Pertenezco a las que se casan por entusiasmo. Bill gimió.
—Un día me pegaré un tiro —murmuró lúgubremente.
—Te equivocas. Convidarás a cenar a una linda muchacha… como la otra noche.
Mister Eversleigh se sonrojó.
—Si te refieres a Dorotea Kirkpatrick, la actriz de Anzuelos y Ojos, pues…, ¡maldición!, es una buena chica, muy recta. La cena no ocultaba mal fin.
—Claro que no, querido. Me alegro que te diviertas; pero no finjas hacerlo con el corazón destrozado.
Mister Eversleigh recobró su dignidad.
—No lo entiendes, Virginia —afirmó severo—. Los hombres…
—Son polígamos, lo sé. A veces temo inclinarme yo también a la poliandria. Si de veras me amas, llévame a almorzar sin más dilaciones.