Una mujer en apuros
—Perfectamente —dijo Anthony, depositando el vaso vacío en la mesa—. ¿En qué barco zarpabas?
—En el Granarth Castle.
—Navegaré como James McGrath, ya que el pasaje irá a tu nombre. Hace mucho tiempo que los pasaportes no nos preocupan.
—No hay riesgo. Tú y yo no nos parecemos, pero la descripción que da de nosotros vendrá a ser la misma: estatura, un metro ochenta; pelo oscuro; ojos azules; nariz corriente; barbilla corriente…
—No tan corriente. Viajes Castle me eligió entre una nube de aspirantes sobre todo por mi agradable presencia y distinguidas maneras. Jimmy sonrió.
—Las noté esta mañana.
—¡Vete al infierno!
Anthony paseó a lo largo de la habitación, frunciendo el entrecejo. Al cabo de unos minutos dijo:
—Stylpitch murió en París. En tal caso, ¿por qué enviarían el manuscrito de esta ciudad a Londres pasando por África?
Jimmy hizo un gesto de ignorancia.
—No lo sé.
—¿Por qué no emplearían la vía más lógica?
—Hubiera sido lo más sensato.
—Pero la etiqueta veda a los monarcas y altos funcionarios gubernamentales a efectuar las cosas del modo más sencillo y directo —continuó Anthony—. Así nacieron, por ejemplo, los correos reales. En la Edad Media se entregaba a un individuo un sello que le servía de «ábrete, sésamo». Bastaba su simple mención para abrirle todas las puertas, aunque comúnmente quien lo exhibía lo había robado. Me sorprende constantemente que algún sujeto despierto no se las ingeniara para copiar el anillo, labrar una docena y venderlos a cien ducados cada uno. En aquella época no tenían iniciativa.
Jimmy bostezó.
—Puesto que mis comentarios sobre la Edad Media no te divierten, volvamos al conde Stylpitch. De Francia a Inglaterra, a través de África, me parece un procedimiento exagerado, incluso dentro de los cánones diplomáticos. Si nuestro personaje pretendió asegurarse de que recibirías las mil libras, bien pudo legártelas en su testamento. A Dios gracias, ni tú ni yo somos lo suficiente orgullosos para hacer ascos al dinero, venga como venga. Por lo tanto, Stylpitch debía de estar loco.
—Podemos sospecharlo, ¿verdad?
Anthony prosiguió sus paseos.
—¿Lo has leído? —preguntó de pronto.
—¿Qué?
—El manuscrito.
—¡Cielos, no! ¿Con qué fin? ¿Para qué voy a atascar mi cerebro con esa pacotilla?
Anthony sonrió.
—Ha sido una pregunta; eso es todo. A veces las indiscreciones de unas Memorias originan escándalos. Gentes que durante toda su vida enmudecieron como ostras hallan un malicioso placer en el escándalo que causarán sus revelaciones después de su muerte. ¿Qué clase de hombre era el conde? Tú le conociste, hablaste con él, y eres buen psicólogo. ¿Te pareció maligno y vengativo?
Jimmy meneó la cabeza.
—¿Qué puedo decirte? La noche de marras estaba borracho; al día siguiente era un anciano distinguido y elegante, que me aduló hasta que no supe a dónde mirar.
—¿Dijo algo interesante durante su embriaguez?
Jimmy arrugó la frente, proyectando su memoria al pasado.
—Farfulló que sabía dónde se hallaba el Koh-i-noor —respondió titubeando.
—Como todo el mundo: en la Torre de Londres, tras gruesos vidrios y barrotes de hierro, vigilado por un grupo de caballeros de indumentaria pintoresca.
—Eso es.
—¿Agregó algo más? ¿Sabía, por ejemplo, en qué ciudad se encuentra la Colección Wallace?
Jimmy negó.
—¡Hum! —gruño Anthony.
Encendió un tercer cigarrillo y tornó a recorrer la estancia.
—¿Lees los periódicos, pagano? —inquirió de improviso.
—De tarde en tarde. Generalmente, no me interesan las noticias que publican.
—Yo, alabado sea Dios, soy más civilizado. La prensa ha mencionado últimamente a Herzoslovaquia, insinuando la posibilidad de que sea restaurada la monarquía.
—Nicolás IV no tuvo descendencia —indicó Jimmy—. Pero la dinastía Obolovitch no se habrá extinguido. Es más, probablemente tendría manadas de primos en primero, segundo y tercer grado.
—¿No habrá por tanto dificultad en encontrar un rey?
—Ni por asomo. No me asombra que se hayan cansado de las instituciones republicanas. Un pueblo como ése, ardiente y viril, tiene que sentirse degradado al elegir presidentes, después de liquidar monarcas. Y este comentario me trae a la memoria algo más de lo que dijo Stylpitch. Aseguró que los matones pertenecían al grupo del rey Víctor.
—¿Qué? —profirió Anthony, girando sobre sus talones.
Una sonrisa dilató el rostro de su amigo.
—Estás muy nervioso, caballero Joe.
—No seas majadero, Jimmy. Acabas de decir algo importante.
Fue a la ventana y miró al exterior.
—Veamos, ¿quién es Víctor? ¿Otro soberano balcánico? —indagó Jimmy.
—No, no es esa clase de monarca.
—¿Qué es entonces?
Hubo una pausa.
—Un malhechor, Jimmy —repuso finalmente Anthony—, el más famoso ladrón de joyas del mundo, personaje fantástico e impávido al que nada asusta. El rey Víctor… En París le aplicaron el apodo… en París, centro principal de su banda. Y en la misma ciudad le capturaron y le condenaron a siete años de cárcel por un delito menor. No consiguieron probar nada más contra él. Ya habrá cumplido su condena o estará a punto de cumplirla.
—¿Se debería al conde su captura y la banda quiso vengarse?
—No lo creo probable. El rey Víctor, según mis informes, no robó las joyas reales de Herzoslovaquia. Pero la situación inflama mi imaginación: la muerte de Stylpitch, las Memorias, los rumores, vagos pero interesantes, y se cuenta que se ha descubierto petróleo en aquella zona. Presiento, Jimmy, que el mundo va a interesarse mucho por Herzoslovaquia.
—¿Todo el mundo o una parte de él?
—Los financieros de la City.
—¿Adonde quieres llegar?
—Quiero complicar un trabajo fácil.
—¿Pretendes que habrá obstáculos en la entrega de un simple manuscrito a una editorial?
—No, no lo creo —respondió Anthony—. ¿Te gustaría saber qué haré con mis doscientas cincuenta libras si llegan a mi poder?
—¿Irte a América del Sur?
—No, a Herzoslovaquia. Tal vez apoye a los republicanos y me encumbre como presidente.
—¿Por qué no te presentas como un Obolovitch y te conviertes en soberano?
—Jimmy, los reyes son hereditarios y los presidentes ostentan el cargo cuatro años o poco más. Me divertiría gobernar Herzoslovaquia durante este plazo.
—Tengo entendido que sus monarcas vivieron ordinariamente menos tiempo —comentó Jimmy.
—¿Me animas a que te estafe las mil libras? No las necesitarás cuando regreses cargado de pepitas de oro. Las invertiré en la compra de acciones petrolíferas herzoslovacas. Tu idea me va entusiasmando a medida que reflexiono. No habría pensado en presentarme en Herzoslovaquia, de no mencionarlo tú. Estaré un día en Londres, contando el botín, y partiré en el expreso de los Balcanes.
—Tendrás que demorarte más. No he mencionado aún un encargo que quiero que hagas.
Anthony tomó asiento, mirándole con severidad.
—¡Hum! Barrunté que me ocultabas algo. ¿Qué maquinas?
—Nada… Nada más que ayudar a una mujer.
—Jimmy, renuncio a intervenir en tus amores.
—Como no puedo estar enamorado de una mujer a la que no he visto, será preferible que te narre la historia.
—Y ya que he de sufrir otra de tus interminables y enrevesadas historias, será preferible que tome un trago.
Después de satisfacer la demanda, el anfitrión inició el relato.
—Estando en Uganda, salvé la vida a un latino…
—Jimmy, te recomiendo que escribas un libro titulado Las vidas que salvé. No es la primera vez que hablas de ello esta noche.
—En realidad, mi intervención en el presente caso no fue espectacular. Me limité a sacar al sujeto del río; no sabía nadar.
—Antes de que prosigas, dime: ¿se relacionan los dos asuntos?
—En absoluto. Sin embargo, recuerdo ahora que el individuo era herzoslovaco. Le llamaban Pedro Dutch.
Anthony aprobó con indiferencia.
—El nombre es lo de menos; pero los herzoslovacos no son latinos —comentó—. Explícame tu obra de misericordia.
—Pedro Dutch, por todo agradecimiento, se me pegó como una lapa. Seis meses después, cuando le mataron las fiebres, yo estuve, ¿cómo no?, a su lado. En el instante de pasar a mejor vida, me hizo unas señas y jadeó excitado, en una extraña jerga, algo sobre un secreto… una mina de oro, me pareció que decía. Luego me puso en la mano un paquete envuelto en hule que siempre había llevado pegado a su piel. En aquel momento no le concedí atención. No lo abrí hasta una semana más tarde y, entonces, te lo juro, se enardeció mi curiosidad. ¡Mal hice! Debí comprender que Pedro Dutch era incapaz de distinguir una mina de oro de una escupidera, mas supuse que la suerte…
—Y se aceleraron los latidos de tu corazón al pensar en las pepitas —interrumpió Anthony.
—Recibí un disgusto mayúsculo. ¡Bonita mina! Lo fue sin duda para aquel cerdo… ¿Sabes qué ocultaba el hule? Cartas de una mujer, cartas de una inglesa, a la que aquella rata había explotado… ¡Y tuvo el descaro de legarme su inmundicia…!
—Comprendo tu ira, Jimmy. No obstante, piensa que el herzoslovaco quiso beneficiarte. Le habías salvado la vida y te nombró heredero universal de su única fuente de ingresos, pero ignorando tus miras idealistas.
—¿Qué debía hacer? Mi primer impulso fue quemar el fajo de correspondencia… Luego cavilé que la desdichada no sabría que había sido destruida y que, por consiguiente, viviría con el alma en un hilo, atemorizada por la posibilidad de que aquel maldito reapareciera.
—Tienes más imaginación de la que te concedía, Jimmy —observó Anthony, encendiendo un cigarrillo—. La situación es, en efecto, más complicada de lo que aparenta. ¿Por qué no se las remites por correo?
—Porque, como todas las mujeres, no había puesto ni fecha ni dirección en la mayoría de las cartas. Sólo una contenía algo que, hasta cierto punto, puede considerarse como señas, un nombre: Chimneys.
Anthony soltó de golpe la cerilla que le chamuscaba los dedos y profirió:
—¿Chimneys? Es extraordinario…
—¿Por qué? ¿Te dice algo?
—Mi querido amigo, se trata de una de las mansiones más importantes de Inglaterra, centro de esparcimiento de soberanos y mentidero de diplomáticos.
—He ahí por qué me alegro de que me sustituyas. Dominas todas esas cosas —declaró con sencillez Jimmy—. Un pelagatos como yo, nacido en los bosques canadienses, incurriría en toda suerte de errores; tú, en cambio, educado en Eton y Harrow…
—Únicamente en uno de ellos —atajó modestamente Anthony.
—Lo llevarás a buen término. Me pareció arriesgado mandárselas, porque deduje que su marido estaba celoso… ¿En qué lío la metería, si él la abría por error? ¿Y si había muerto? Las cartas tenían bastante tiempo. Por tanto, lo único factible era que alguien las llevase a Inglaterra y se las entregara en persona.
Anthony arrojó el cigarrillo y palmoteo con afecto la espalda de su amigo.
—Eres un caballero andante, Jimmy; los bosques del Canadá se enorgullecerán de ti. No conseguiré ponerme a tu altura.
—¿Aceptas las comisión?
—Claro.
McGrath sacó de la cómoda un fajo de cartas, que depositó en la mesa.
—Aquí están. Léelas.
—¿Lo crees oportuno? Preferiría abstenerme.
—Por lo que cuentas de Chimneys, ella debió estar de paso en la casa. La lectura quizá nos proporcione una pista sobre su domicilio.
—Tienes razón.
Repasaron las cartas sin encontrar lo que esperaban. Anthony las agrupó muy pensativo.
—¡Pobrecilla! —exclamó—. Tenía un miedo cerval.
Jimmy hizo un gesto afirmativo y preguntó ansioso:
—¿Crees que te será posible encontrarla?
—No me iré de Inglaterra antes de conseguirlo. ¿Tanto te interesa esa desconocida, muchacho?
Jimmy recorrió meditabundo la firma con el índice.
—Es un nombre muy lindo —se excusó—. Virginia Revel.