Un encuentro
—¡Caballero Joe!
—¡Que me cuelguen si no es Jimmy McGrath!
Las siete mujeres alicaídas y los tres varones aburridos, clientes de Viajes Castle, sintieron un súbito despertar de su interés. Mister Cade, su admirado mister Cade, alto, esbelto, moreno, risueño, cuyas elegantes maneras tanto habían contribuido a resolver disputas y a mantenerlos en un aceptable estado de buen humor, había encontrado a un amigo harto peculiar, a decir verdad. De estatura semejante a la de su guía, más robusto y mucho menos apuesto, parecía arrancado de las páginas de una novela de aventuras. Sería, probablemente, el dueño de una taberna; pero despertaba su atención. A fin de cuentas, se viaja con la esperanza de ver cosas que los libros mencionan. Hasta aquel instante se habían fastidiado en Bulawayo, abrasados por el calor intolerable, agobiados por las incomodidades del hotel y, carentes de propósito definido, charlaban, en espera de trasladarse en coche a Matoppos. Por suerte, mister Cade había sugerido que comprasen postales de las que había verdadera plétora.
Anthony Cade y su amigo se distanciaron unos metros.
—¿Qué diablos haces con esa turba femenina? —preguntó McGrath—. ¿Vas a fundar un harén?
—¿Con estos ejemplares? ¿Te has fijado en ellas? —replicó Anthony.
—Sí. Pensé que te habías vuelto miope.
—Mi vista sigue siendo excelente. Muchacho, soy el agente local de Viajes Castle.
—¿Cómo llegaste a aceptar ese empleo?
—Me forzó a ello una lamentable penuria económica. Reconozco que no es adecuado a mi temperamento.
Jimmy sonrió.
—Te revientan las ocupaciones estables, ¿verdad?
Anthony no respondió directamente al comentario.
—Espero que, como siempre, surja algo más emocionante.
Jimmy ocultó su risa.
—Bien lo sé. Anthony Cade se verá, tarde o temprano, en un lío. Naciste con un instinto especial para el jaleo… y con más vidas que un gato. ¿Cuándo podemos charlar?
—Tengo que conducir mi gallinero a la tumba de Rhodes —suspiró Anthony.
—¡Estupendo! —aprobó Jimmy—. Los baches los molerán y regresarán pidiendo la cama a gritos; así nos será posible tomar unas copas y comentar las últimas noticias.
—Convenido. Hasta luego, chico.
Anthony se reunió con su rebaño. Miss Taylor, la más joven y retozona de las ovejas, le abordó al punto.
—¿Un amigo suyo, mister Cade?
—En efecto; un buen amigo de mi inocente juventud.
—Parece interesante.
—Opinión que le comunicaré con gusto.
—¡Qué ocurrencia! No sea tan pícaro, mister Cade. Pero ¿cómo le llamó?
—¿Caballero Joe?
—Sí. ¿Es su verdadero nombre?
—Me defrauda, señorita. Creí que jamás olvidaría mi hermoso nombre de Anthony.
—¡Oh!… ¡Por favor! —exclamó la turista, e hizo un mohín delicioso.
Anthony dominaba ya a la perfección las triquiñuelas del oficio. Entraba en sus deberes, aparte de la organización de los viajes y excursiones, aplacar a ancianos de supersensible dignidad, proporcionar a matronas numerosas ocasiones de adquirir postales y galantear a toda clase de mujeres menores de cuarenta años. Le facilitaba esta última tarea la decidida propensión de las damas a traducir en tiernas indirectas sus más inocentes comentarios.
Miss Taylor volvió a la carga.
—¿Por qué le llamó Joe, en tal caso?
—Porque no es mi nombre.
—¿Y por qué caballero?
—Porque no lo soy.
—No diga eso, mister Cade —se indignó la joven—. Precisamente anoche papá alabó sus modales.
—Su papá es muy amable, señorita.
—Y todos coincidimos en que es usted un caballero.
—Me abruman…
—Hablo en serio.
—«Los buenos corazones valen más que rancios blasones» —declamó Anthony, sin que viniera a cuento, deseando huir.
—Bellísimo poema ése. ¿Sabe muchas poesías?
—Puedo recitar únicamente «El muchacho irguióse en el ígneo puente, del que todos habían escapado». También soy capaz de representarlo. «El muchacho irguióse en el ígneo puente»… ¡Uf, uf, uf! (Son las llamas)… «Del que todos habían escapado», momento en que corro alocado, como un perro despavorido.
Miss Taylor rio hasta saltársele las lágrimas.
—¡Qué gracioso! ¿Han oído a mister Cade?
—Pensemos ahora en el té de la mañana —propuso rápidamente Anthony—. Vengan por aquí. Hay un bar excelente en la próxima calle.
—¿Esa consumición queda incluida en la tarifa? —inquirió la gruesa voz de mistress Caldicott.
—El té de la mañana se considera como un gasto extra —informó Anthony en su tono más profesional.
—¡Lástima!
—La vida está sembrada de sinsabores, ¿verdad? —insinuó alegremente Anthony.
Los ojos de mistress Caldicott brillaron como quien se dispone a sacar un conejo de la manga.
—Al sospecharlo, me preparé durante el desayuno. Llené una botella de té, que puedo calentar en un fogoncillo de alcohol. Vamos, padre.
Los Caldicott se dirigieron triunfalmente al hotel. Los hombros de la dama revelaban la complacencia que le proporcionaba su previsión.
—¡Cuánta gente extraña has creado, Dios mío! —murmuró Anthony. Condujo al resto de los turistas al café. Miss Taylor, que continuaba a su lado, reanudó el interrogatorio.
—¿Hacía mucho que no veía a su amigo?
—Más de siete años.
—¿Le conoció en África?
—Sí, pero no en esta región. Encontré a Jimmy McGrath cuando ya estaba a punto para la cazuela. En el interior hay tribus caníbales, ¿sabe? Llegamos a tiempo.
—¿Y qué sucedió?
—Se armó la marimorena, causamos algunas bajas a los salvajes y los demás tomaron las de Villadiego.
—¡Ah! ¡Qué existencia tan aventurera la suya!
—Muy apacible, se lo aseguro.
Pero miss Taylor no lo creyó.
A las diez de la noche del mismo día, Anthony Cade entraba en la pequeña habitación en que Jimmy McGrath se ejercitaba en la degustación de distintas botellas.
—Procura que la mía sea fuerte —imploró—. Lo necesito, palabra.
—Lo sospecho, muchacho; yo no aceptaría ese empleo ni a cambio de una fortuna.
—Indícame otro y lo abandono en el acto.
McGrath llenó su vaso, lo apuntó con la rapidez que proporciona una larga práctica y volvió a llenarlo. Entonces dijo lentamente:
—¿De verdad?
—¿Qué?
—¿Renunciarías a tu presente colocación por otra?
—¿A qué viene eso? ¿Insinúas que existe la posibilidad de obtenerla? Si es así, ¿por qué no te la reservas? ¿No la quieres?
—La tengo sí, pero no me hace gracia. Por ello deseo traspasártela.
—¿Te han nombrado maestro de una escuela dominical?
—¿Quién se atrevería a hacerlo?
—Nadie, desde luego, si te conoce.
—Es un trabajo magnífico y sin ninguna clase de inconvenientes.
—¿En Sudamérica, por una bendita casualidad? Le he echado el ojo a esa parte del mundo. En cualquiera de esas naciones, estoy seguro de ello, habrá pronto una linda revolución.
Jimmy sonrió.
—Te atrajeron siempre las revoluciones. Tu única preocupación es verte metido en una buena pelea.
—Los sudamericanos apreciarían mi talento, porque, Jimmy, puedo ser muy útil en una guerra civil, a cualquiera de los dos bandos; y prefiero eso a ganarme honradamente el pan cotidiano.
—Hijo mío, eso no es la primera vez que lo admites; sin embargo, el trabajo no espera en ese edén tuyo, sino en Inglaterra.
—¿Sí? El héroe, tras larga ausencia, regresa a la tierra que le vio nacer. Jimmy, ¿le encarcelan a uno por deudas contraídas siete años atrás?
—Creo que no. ¿Te importa saber algo más?
—No me vendría mal. Me extraña, no obstante, que tú no lo aceptes.
—Ocurre, mi querido Anthony, que me voy muy lejos, al interior, en busca de oro.
Anthony silbó.
—No has cambiado desde que nos conocimos, Jimmy. El oro es tu debilidad, tu talón de Aquiles, la pasión de tu vida. Pocas personas habrán perseguido más quimeras que tú.
—Y verás cómo triunfo al fin.
—Cada loco con su tema. El mío son las luchas y los golpes, el tuyo el oro.
—Voy a contártelo todo. ¿Qué sabes de Herzoslovaquia?
Anthony alzó la cabeza.
—¿Qué dices? —exclamó con un curioso timbre en la voz.
—Lo que oyes. ¿Qué sabes de Herzoslovaquia?
Hubo una pausa antes de que Anthony respondiera.
—Lo corriente. Es un Estado balcánico, con ríos, cuyo nombre ignoro, y montañas, que imagino numerosas. Su capital es Ekarest, su población se dedica sobre todo al bandidaje y al deporte de matar reyes y promover algaradas. Su último monarca, Nicolás IV, fue asesinado siete años atrás. Desde entonces existe un gobierno republicano. En suma, un lugar simpático y atractivo. ¿Por qué no me avisaste que Herzoslovaquia figuraba en el asunto?
—Su protagonismo es indirecto.
Anthony miró a su amigo con más pena que ira.
—Enmiéndate, Jimmy; sigue un curso por correspondencia o algo análogo… Si llegas a contar algo por el estilo en los jugosos días de los imperios orientales, te hubieran colgado de los pies, apaleado y despellejado.
McGrath continuó la explicación, sin que le conmovieran las censuras.
—¿Has oído hablar del conde Stylpitch?
—Por fin dices algo razonable —aprobó Anthony—. Muchos de los que ignoran la existencia de Herzoslovaquia adoptarían una expresión inteligente a la mención del conde, el Gran Jefe de los Balcanes, el Mayor de los Villanos, epítetos que dependen del periódico que se lea; pero Jimmy, no te quepa duda de que se le recordará mucho después que tú y yo seamos polvo y ceniza. Stylpitch ha movido las piezas en el tablero del Próximo Oriente en cuantos acontecimientos se produjeron en los últimos veinte años. Ha sido un dictador, un patriota, un estadista… Nadie sabe exactamente qué ha sido, aunque todos están de acuerdo en que fue el rey de la intriga… ¿Qué pasa con él?
—Fue el primer ministro de Herzoslovaquia.
—No tienes sentido de la proporción. ¿Qué es Herzoslovaquia en comparación con él? Su papel fue procurarle un lugar de nacimiento y un puesto en los asuntos públicos. Yo le creía muerto.
—Falleció en París dos meses atrás. Pero han pasado años desde el suceso que voy a contarte.
—El problema es que no me lo cuentas —dijo Anthony.
Jimmy sonrió.
—En París, y de ello hace cuatro años, me paseaba una noche por un barrio solitario. Topé de pronto con media docena de matones que maltrataban a un anciano respetable y, como me molestan las diferencias numéricas, intervine moliendo a golpes a los rufianes. Jamás les habían atizado en serio, supongo, porque se disolvieron como la nieve bajo el sol.
—¡Bravo, Jimmy! —exclamó Anthony a media voz—. Me hubiese gustado presenciarlo.
—¡Bah! No fue nada —aseveró modestamente Jimmy—. Con todo, el vejete se sintió muy agradecido y, si bien llevaba una copa de más, recordó preguntar mi nombre y mis señas. Al día siguiente me visitó para darme las gracias como un gran señor. Descubrí entonces que había salvado al conde Stylpitch. Habitaba en el Bois…
Anthony afirmó:
—En efecto, Stylpitch vivió en París después del asesinato del rey Nicolás. Había rechazado la presidencia de la república, fiel a sus principios monárquicos, aunque se rumoreó que terciaba en todos los altibajos políticos de los Balcanes. El difunto conde era muy maquiavélico.
—Nicolás IV tenía gustos heterodoxos en materia de esposas, ¿verdad? —dijo de pronto Jimmy.
—Que le perdieron, ¡pobrecillo! —suspiró Anthony—. Se trató de una bailarina o actriz parisiense de baja estofa, poco adecuada hasta para un matrimonio morganático; pero él la idolatraba. Ella había decidido ser reina… y, por fantástico que parezca, lo consiguió. Cambió su nombre por el de condesa Popoffsky, según creo, con la pretensión de que por sus venas circulaba sangre de los Romanoff. Nicolás se casó con ella en la catedral de Ekarest, obligó a dos obispos reacios a bendecir la unión y la coronó con el nombre de reina Varaga; después convenció a sus ministros de lo oportuno de su enlace, olvidándose del pueblo en general. Ahora bien, los herzoslovacos son de índole aristocrática y reaccionaria, y demandan que sus soberanos sean de descendencia regia genuina. Por consiguiente, hubo murmuraciones, descontento, represiones despiadadas y una sublevación final en la que el pueblo asaltó el palacio, asesinó a los monarcas y proclamó la república. Desde entonces, y sin modificar el régimen de gobierno, en Herzoslovaquia no se aburren; han matado a un par de presidentes para conservarse en forma… Pero, como dicen los franceses, révenons á nos moutons, volvamos a nuestro asunto. Decías que el conde Stylpitch te proclamó su salvador…
—Sí. Aquello fue todo. La venida a África borró el incidente de mi memoria hasta que, hace dos semanas, recibí un paquete singular que llevaba mucho tiempo siguiendo mis pasos. Yo había leído en la prensa el fallecimiento del conde, sucedido en París. Dicho paquete contenía sus Memorias. Reminiscencias o como quieras llamarlas. Una nota adjunta me informó de que unos editores londinenses habían recibido instrucciones de entregarme un millar de libras esterlinas si yo ponía en sus manos el manuscrito antes o el mismo día 13 de octubre.
—¿Has dicho mil libras esterlinas, Jimmy?
—Sí, hijo. ¡Ojalá no sea una broma, porque ni los príncipes ni los políticos, como reza la sabiduría popular, son de fiar!… Así estamos. No me sobra tiempo, ya que el manuscrito tardó mucho en encontrarme. Es una pena. Acabo de preparar mi excursión al interior, y he puesto el corazón en ello. No se me presentará jamás una ocasión como ésta.
—Eres incurable, Jimmy. Mil libras en mano bien valen una tonelada de oro hipotético.
—Pero supón que sea un petardo… Bueno, aquí me tienes, con el pasaje pagado, camino de Ciudad de El Cabo… y tú apareces. Anthony se levantó y encendió un cigarrillo.
—Adivino lo que pretendes, Jimmy. Tú corres tras el oro y yo cobro el millar de libras esterlinas en representación tuya. ¿Cuál sería mi parte?
—¿Qué me dices de un cuarto de millar?
—¿Doscientas cincuenta libras, exentas de impuestos?
—Exacto.
—Trato hecho; y te confieso, para que tus dientes rechinen, que hubiese ido por cien. Sabes, ¡oh, James McGrath!, que la muerte no te atrapará en el lecho pensando en tu cuenta corriente.
—Entonces, trato hecho.
—Entonces convenido. Te pertenezco de pies a cabeza. ¡Brindemos por la ruina de Viajes Castle!
Los dos hombres bebieron solemnemente.