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Bien, mientras el árbitro nos daba las recomendaciones para el combate —y como de costumbre nadie le escuchaba—, examiné a mi adversario. Era un poco más bajo que yo y unos cinco kilos más ligero, pero con un animal como él aquello no significaba gran cosa. Era un tipo duro de pelar como había visto pocos... uno de esos rubios de pelambrera espesa y muy mal aspecto. Por regla general, son los boxeadores de pelo negro, como yo, los más reconocidos por su robustez, pero cuando uno se encuentra con un rubio que sabe encajar todos los golpes, es un adversario temible. Otra cosa: algunos tipos saben golpear pero no saben boxear; otros saben boxear, pero no saben golpear. Kid Allison tenía un famoso juego de piernas y una pegada homicida. ¡Sostengo que es escandaloso que haya boxeadores así!
Me dedicó una malsana sonrisa cuando nos vimos las caras. Mientras el árbitro nos soltaba el rollo, observé que Allison estiraba las corvas y levantaba los puños, pero no le presté mayor atención... ¿quién iba a hacerlo? Luego, ¡bam!, sin la menor advertencia aquella inmunda rata de cloaca me lanzó un directo al plexo solar. Maldita sea, ¿se dan cuenta? Yo estaba allí sin esperarlo, con los puños bajos y los músculos del vientre relajados. Mil tormentas, caí a la lona como si me hubieran golpeado con un martillo de forja, me retorcí y me contorsioné como una serpiente aplastada.
La tripulación del Sea Girl lanzó sanguinarios aullidos y la multitud empezó a gritar con estupor, pero Kid Allison le preguntó al árbitro con imperturbable sangre fría:
—Un golpe al cuerpo como ése no es irregular, ¿verdad?
El árbitro murmuró algo, bastante desconcertado, incluso confundido. En aquel momento Bill O'Brien recuperó el entendimiento y bramó:
—¡Golpe bajo! ¡Golpe bajo! ¡Es trampa!
—¡Caramba! —se burló Kid—. Simplemente le he dado una palmada en el estómago a este merluzo tan suavemente como he podido y se ha caído. Si un hombre no es capaz de encajar una caricia semejante, su lugar no está encima de un ring. De todos modos, no puede ser un golpe desleal... ¡pues el combate todavía no había empezado!
—¡Entonces, tampoco éste será un golpe desleal! —aulló Bill lanzándose sobre él con los ojos inyectados en sangre.
Red Darts se interpuso y frenó a Bill, y Bill estuvo a punto de arrancarle la cabeza con un gancho de derecha. Con total imparcialidad, unos tipos les separaron y el árbitro declaró:
—De hecho, el golpe ha sido infame, pero técnicamente no era un golpe desleal. El combate no había empezado, así que ignoro lo que puedo hacer al respecto. ¡Que tu hombre vuelva al rincón o quedará descalificado!
—Vale —jadeé, incorporándome con esfuerzo sobre las rodillas e intentando recuperar el aliento—. ¡Lo que quiero es que esto empiece ya para poder ocuparme de este canalla!
—Arrastradle al rincón —se burló el Kid—. Este buey todavía no está en su terreno... tiene tanta costumbre de andar picoteando que se ha ido a la lona por puro instinto... ¡antes de que le pegara!
Sus cuidadores y amigos entre la multitud encontraron aquella observación extremadamente divertida. Bill, con el rostro pálido y temblando de rabia, rugió:
—¡Lo he oído, maldito! ¡Hombres que valían más que tú cometieron el error de subestimar a Steve! ¡Estoy dispuesto a apostarme cincuenta dólares contigo a que estarás K. O. antes del décimo asalto!
Allison esgrimió una risa helada y aceptó; luego, volvió a su rincón con pasos largos mientras mis segundos me ayudaban a llegar al mío. Debieron levantarme para sentarme en el taburete, y cuando el gong resonó, tuvieron otra vez que ayudarme a levantarme y me empujaron hacia el centro del cuadrilátero. Lo reconozco, fue uno de los golpes más terrible que he encajado en toda mi vida, ¡y eso que me los han dado bien fuertes a lo largo de mi carrera!
Mientras avanzaba tambaleándome, sentía las piernas como si fueran de algodón, y me dolía atrozmente el estómago. Pero también estaba loco de rabia. Tenía la idea de arriesgar el todo por el todo y acabar con aquello en el primer asalto. Puedo pegar bien fuerte, aunque esté casi noqueado o enloquecido de furia por un severo castigo, ¡eso no importa! Puse todo cuanto tenía en un golpe con la derecha que lancé cuando nos acercábamos, pero el Kid era muy astuto. Se lo esperaba y, cuando balanceé el puño derecho, lo esquivó con agilidad y replicó con un feroz gancho de izquierda dirigido a mi oreja. Otro zurdazo y luego un derechazo me hicieron caer de rodillas. Saltó antes de que el árbitro pudiera empezar a contar y me ayudó a ponerme en pie. Aquel gesto provocó una oleada de aplausos en la multitud, gritos de alegría entre sus ayudantes y alaridos de rabia por parte de los míos, que sabían muy bien que yo lo hacía para evitar que la cuenta llegara hasta nueve... el tiempo —¡tan necesario e indispensable!— para recuperarme. Sin embargo, me percaté de su maniobra y me agarré a él inmovilizándole torpemente, pero con tanta fuerza que no consiguió soltarse para volver a pegarme. Gruñendo algo amistoso a mi oído, me golpeó suavemente en la base de la nuca, lo que provocó que el árbitro le lanzara una amonestación mientras nos separaba.
Aparentemente, yo no conseguía recuperarme del golpe dado a traición. Intenté rehacerme y lanzarme a la lid, como hacía habitualmente, atacando con fuerza sabiendo que era inútil que un pegador como yo se mantuviera a la defensiva, pero, sencillamente, no lo conseguía. Tenía la impresión de haber sido roto en dos, exactamente por la cintura. El Kid se puso en marcha para dejarme K. O. en aquel mismo asalto. Mantenía la presión y golpeaba con fuerza, intentando que abandonara la posición doblada que tenía y que me estirara, para poder golpearme de nuevo en el dolorido estómago. Pero mantuve mi posición obstinadamente y le dejé que me machacara las orejas y las sienes tanto como quisiera. No se privó; ¡incluso lo hacía con entusiasmo! De vez en cuando me lanzaba un directo, para variar los placeres. En poco tiempo estaba yo sangrando abundantemente por la nariz y la boca. Pero mantenía los brazos doblados alrededor de la cabeza, protegiéndome la mandíbula, y no consiguió alcanzarme de nuevo en el plexo solar. De vez en cuando, replicaba, y le lanzaba puñetazos que habrían enviado a Kid a la lona... si le hubieran alcanzado. Pero era muy astuto y anticipaba mis golpes. Sin embargo, en un momento dado, le hice tambalearse con un violento directo de izquierda en el mentón, y eso que no pude apoyar lo suficientemente el golpe.
Irritado, se agarró a mí, me obligó a estirarme parcialmente y proyectó mi cabeza hacia atrás con un vivo directo de derecha cuando nos separábamos. Se lanzó acto seguido sobre mí, como un gato salvaje, y me paseó por el ring, obligándome a retroceder bajo un verdadero torbellino de ganchos de derecha y de izquierda para acabar arrojándome de nuevo sobre la lona en uno de los rincones neutrales. Me quedé allí tumbado y vi que miraba hacia la primera fila de asientos del ring, fija la vista en los rostros del Viejo, de Penrhyn el segundo, y de Red O'Donnell el ayudante. Todos mostraban su excitación de diferentes maneras: Penrhyn estaba blanco como un sudario, O'Donnell apretaba y aflojaba los puños, y el Viejo lanzaba una buena ristra de juramentos capaces de ofender a un hotentote. En el mismo momento, el árbitro dijo:
—¡Nueve!
Y me levanté. Lancé la derecha con toda la furia de la desesperación, pero el Kid la bloqueó con una mueca en los labios y me soltó un derechazo en la mandíbula. Reboté en las cuerdas, me di la vuelta y me lancé sobre una derecha y una izquierda que me arrojaron de nuevo a la lona. El Kid me echó un vistazo y luego se dio media vuelta y se encaminó a su rincón.
—¡Eh, vuelve aquí, maldito presumido! —aullé sacudiendo la cabeza para aclararme las ideas—. Esto todavía no ha terminado... ¡todavía falta mucho!
—¡Oh, déjalo! —dijo, volviéndose, como aburrido—. ¡Estás totalmente vencido; ni siquiera puedes levantarte!
—¿En serio? —repliqué, poniéndome en pie de un salto.
Me arrojé sobre él y le asesté un poderoso puñetazo en el hueco del estómago. Aquel inesperado retorno enloqueció a la multitud, pero me dejó sin fuerzas en un momento en el que el Kid, furioso por mi obstinación, contraatacó con un gancho de derecha a la mandíbula y luego empezó a golpearme con todo lo que tenía para derribarme de una vez por todas. Le alcancé una sola vez en el resto del asalto... un directo de izquierda en plena jeta. Mientras tanto, Allison me golpeó con muy malas intenciones machacándome la cabeza con ganchos de izquierda y directos de derecha. No tardó el ring en empezar a dar vueltas a mi alrededor, completamente rojo, convertido mi rostro en una máscara ensangrentada. Pero seguí aguantando y mantuve una posición doblada. Repentinamente, el Kid, furioso por no poder alcanzarme de nuevo en el estómago, me asestó un terrible derechazo detrás de la oreja, y de nuevo caí sobre la lona como si fuera una mancha de tinta.
Me di cuenta vagamente de que mis segundos me arrastraban a mi rincón, y no paraba de resbalarme del taburete en el que me sentaron. Aquello provocó un ataque de hilaridad entre los ayudantes de Allison, y los espectadores empezaron a gritar:
—¡Detengan esta matanza!
—Detener... ¡narices! —escuché que bramaba Bill—. ¡Esas gallinas mojadas nunca han visto combatir a un marinero! Si dejamos que detengan este combate en el primer asalto, Steve masacrará a toda la tripulación del Sea Girl. ¡Ni hablar! ¡Aguanta, Steve, huele estas sales!
Obedecí y me sentí mucho mejor. De hecho, empezaba a recuperarme del cuerpo a cuerpo, mi única preocupación hasta aquel momento. Eché un vistazo a Kid, sentado en su rincón; fruncía el ceño, como contrariado. Y retumbó el gong.
Un instante más tarde, nos aferrábamos uno al otro.
—Escucha —me sopló al oído—, no te he tumbado en el primer asalto porque quería que la multitud no perdiera el dinero pagado por ver el combate. ¡Pero ahora te voy a apagar como si fueras una vela! ¡Lleva la cuenta!
—¡Ya está bien! —gruñí—. ¡No eres el primero que se agota pegándome! ¡Sólo eres un bailarín de claqué, un flojo de mierda!
Picado en el alma por aquellas palabras, me apartó violentamente y me golpeó en la mandíbula con ambos puños. Repliqué con un gancho al estómago que le hizo gruñir, pero fallé con la derecha y me lanzó un zurdazo a la oreja e intentó colocarme la derecha en el corazón. Me alcanzó varias veces en el cuerpo en aquel asalto, pero su atención se concentraba principalmente en mi cabeza, porque yo seguía manteniendo una posición doblada. Bien, será inútil que siga contándoles los primeros asaltos. Además, si les digo la verdad, no tengo de ellos recuerdos muy precisos. El Kid intentaba derribarme, y me aplicó un correctivo en toda regla. Al acabar el segundo asalto yo estaba en la lona, y lo mismo pasó en el tercero. Al acabar el cuarto, me aferraba con desesperación a las cuerdas, mientras que el Kid me machacaba alegremente con ambas manos.
En el intermedio, Bill me echó sobre la cabeza un cubo de agua fría y dijo:
—¿Cómo te sientes, Steve?
—¡Cojonudo! —respondí, y era verdad.
Me había recuperado por completo. Naturalmente, los oídos me tintineaban un poco a causa de los golpes que me diera el Kid, tenía el rostro magullado y lleno de heridas, uno de los ojos lo tenía casi cerrado, pero termino la mayor parte de mis combates envuelto en la niebla. Así que, cuando salté de mi rincón listo para el quinto asalto, me sentía sorprendentemente fresco y dispuesto, y los espectadores rugieron de placer.
El Kid se agarró a mí y me inmovilizó.
—¿Cómo es que sigues en pie, maldito merluzo? —silbó—. ¡Te he dado con todo lo que tengo a mano salvo con el árbitro!
—¡No sabes pegar! —repliqué con una mueca feroz—. ¡Mi hermanita pequeña pega más fuerte que tú!
Tal observación es capaz de volver loco a un boxeador, sobre todo cuando éste tiene una pegada homicida. Durante un segundo, el Kid perdió la cabeza y empezó a mover los brazos, descubriendo la guarda. Le propiné un directo bajo el corazón que le dejó parpadeando y sus ayudantes empezaron a aullar sanguinarios consejos. Pero el Kid era un boxeador demasiado inteligente para explotar. Se calmó y volvió a un juego un poco más metódico y ofensivo.
—De acuerdo, esto me llevará más tiempo del previsto —gruñó—. Tienes tan poco cerebro que no es fácil noquearte... ¡pero acabarás este combate tumbado de espaldas!
—¡Arrghhh! —respondí amablemente golpeándole con fuerza en el estómago.
Luego estuvimos demasiado ocupados para seguir con la conversación. El Kid empezó a lanzarme directos de izquierda a la cara, que no tardó en parecer una pieza de carne mechada. Contraataqué, abandonando poco a poco la posición doblada, lo que aprovechó para atacarme también el cuerpo. Pero golpear a un hombre cuando no se lo espera no es lo mismo que hacerlo cuando todos los músculos de su cuerpo están en tensión y parecen hechos de acero. Busqué el cuerpo a cuerpo, golpeando con todas mis fuerzas y a toda velocidad, pero no siempre le alcanzaba. El Kid era todo codos; nunca retrocedía, salvo cuando se veía obligado a hacerlo sin remisión. Prefería esquivar, bloquear y apartarse.
Era muy hábil para pasar su brazo derecho alrededor del mío izquierdo cuando entrábamos en clinch, lo mismo que para lanzarme puñetazos a las costillas. Lo hacía continuamente. También sabía apañárselas para esquivar mis ataques con la derecha, golpeándome acto seguido con la izquierda en el rostro, y se las arreglaba con los ganchos de derecha evitando por velocidad el ataque de mis zurdazos. En cuanto a mí, la mayor parte del tiempo golpeaba con todo lo que tenía, en cada segundo, confiando en la suerte para alcanzarle.
En el momento en que resonaba el gong anunciando el séptimo asalto, Bill me dijo:
—Aguantas bien, pero, maldita sea, te ha sacado mucha ventaja a los puntos... debes machacarle si quieres que el combate sea nulo.
—Esto es un combate a quince asaltos, ¿no? —repliqué—. Tengo tiempo de sobra para dejarle K. O.
Cuando volvimos a acercarnos el uno al otro, el Kid me lanzó un zurdazo, luego retrocedió, murmurando algo sobre los cordones de las botas.
—Un viejo truco en el que no pienso caer —me burlé lanzándole un gancho de derecha que le rozó la mandíbula—. Quieres que me mire las botas y aprovecharte de ello para machacarme, ¿verdad?
—¡No! —protestó, bloqueando mi izquierda y, distraído, enviándome un capirotazo al ojo al tiempo que se soltaba—. No son tus cordones los que se han desatado; son los míos, y me vuelve loco.
—Bromeas —dije, bajando involuntariamente la vista hacia sus pies—. Están...
Lo que quería decir es que sus cordones no estaban desatados, pero un segundo más tarde me encontraba en la lona, sentado de culo, preguntándome con estupor cómo había llegado allí. La banda del Kid se retorcía de risa, y la mía aullaba como una manada de lobos sanguinarios. El Kid se reía como un imbécil. Vi a Penrhyn y a O'Donnell sujetando al viejo por los faldones de la chaqueta, agarrándole mientras intentaba deslizarse entre las cuerdas con una cabilla en la mano. Bill O'Brien tenía espuma en los labios y la multitud rugía como una tormenta.
Todo aquello lo vi de un vistazo, pero pude ponerme en pie a la cuenta de «¡Nueve!», bastante torpemente y casi groggy.
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