Mis segundos me arrastraron a mi rincón y me senté lo mejor que pude en el taburete. Mientras me limpiaban la sangre de las heridas y me daban a oler el frasco de sales, Flathead Richard, el merluzo más grande que nadie haya visto en un cuadrilátero —era capaz de dejar tuerto a un boxeador sonado abanicándole con una servilleta, o darle un vaso de amoníaco en lugar de uno de agua—, me sopló al oído:
—Steve, se me había olvidado por completo que te tenía que contar una cosa.
—¿Eh! —dije, porque, con la tunda que estaba recibiendo y los aullidos de los espectadores que eran cada vez más histéricos con cada segundo que pasaba, apenas me acordaba de mi nombre, y comprendía todavía menos lo que Flathead intentaba decirme.
—Justo antes del combate —dijo aquel animal, intentando meterme un limón en la oreja y no en la boca—, un muchacho trajo un mensaje para ti, diciendo que quería verte... una tal señorita Melicent Lynch.
—¡Mil tormentas! —exclamé, levantándome de un salto—. ¡Maldito asno desorejado, has elegido el mejor momento para contármelo! ¿Te dijo dónde estaba?
—En el hotel Elite —respondió, cerrándome casi un ojo con el pañuelo con sus loables intenciones de abanicarme.
Proferí un largo y sonoro juramento.
—Es mi riquísima tía abuela, el único miembro de mi familia que haya tenido dinero alguna vez. No la gusta que la hagan esperar. Debo ir...
—¡Eh! —aullaron mis ayudantes al verme, con la cabeza en otra parte, levantarme y hacer ademán de descender del ring—. ¡No puedes irte así como así!
Los espectadores, al contemplar mi irreflexiva acción, empezaron a gritarme injuriosamente, interesados por saber si tenía miedo de «Un Asalto» McGarley o si estaba tan tocado que ni siquiera sabía dónde me encontraba. Aquello no arregló las cosas... para «Un Asalto». El hecho de saber que mi riquísima pariente deseaba verme hizo más por aclararme las ideas que cualquier otra cosa posible, y las finas bromas de la multitud, así como el pensamiento de que tía Melicent fuese a largar velas antes de que yo llegase al hotel, me transformaron en un loco furioso de tendencias homicidas. Fijé en «Un Asalto», sentado en el rincón opuesto al mío, mi ojo todavía útil —el otro llevaba cerrado un buen rato— con una mirada siniestra que hizo que mi adversario dejara de reír en el acto, ¡incluso habría jurado que se le pusieron de punta los pelos de la cabeza!
Para mí era solamente un obstáculo en el camino del progreso que debía hacer desaparecer lo antes posible. Con aquella idea en mente, en cuanto sonó el gong me lancé a través del ring y estuve encima de él antes de que tuviera tiempo de salir de su rincón. De hecho, me arrojé sobre su izquierda, pero aquello no me detuvo... su brazo se dobló y mantuve la presión antes de que pudiera soltarse. Inmediatamente, le largué un directo de izquierda bajo el corazón y podría apostar algo a que su abuelo debió sentir el impacto; se le puso la cara de color verde manzana e intentó agarrarse a mí, pero su única recompensa fue un magnífico gancho de derecha que hice salir justo desde la cadera.
Ni siquiera esperé a que contaran hasta diez, cogí el albornoz cuando pasé corriendo cerca de mis atónitos ayudantes, y subí a la carrera por el pasillo central en dirección a los vestuarios, sin tener en cuenta los gritos de sorpresa que lanzaba la sorprendida multitud.
Tras haber batido todos los récords de velocidad en vestirme, me lanzaba hacia la salida cuando fui retenido por un periodista de ojos azorados que berreaba:
—¡Eh! ¿Qué mosca te ha picado en el último asalto? Para ser un tipo que ha recibido todos los golpes imaginables, excepto los de los pies planos del árbitro, durante cuatro asaltos, bien que te has recuperado para terminar el combate!
—Por setenta y cinco mil dólares cualquier merluzo haría lo que fuera —mascullé enigmáticamente.
Le aparté y me alejé calle abajo, seguido por mi bulldog blanco, Mike.
Detuve un taxi y le dije dónde me tenía que llevar. Mi tía abuela Melicent es un personaje muy extraño. Tiene setenta años, pero apenas diríais que tiene cincuenta. En algunas zonas de Irlanda la gente vive mucho tiempo, y uno de mis tíos murió con más de cien años. Mi tía Melicent nunca se ha casado ni mantenía relaciones con el resto de la familia. Nunca le perdonó a la rama que yo pertenecía que se marchara a América; en cuanto a los demás, nunca les perdonó que se quedaran en Irlanda. De todos mis parientes cercanos —los Costigan, los Lynch y los O'Sullivan— ella fue la única que hizo fortuna. Cuando era joven, se fue a Australia como institutriz, donde fue capaz de ahorrar algo de dinero que invirtió en una mina de oro que cuando la compró parecía sin valor. Luego, efectivamente, encontraron oro, un nuevo filón, y tía Melicent se hizo rica de la noche a la mañana. Se lanzó al mundo de los negocios, comprando y vendiendo acciones, negociando con grandes extensiones de terreno, desbrozando e irrigando regiones desérticas... ¡No me habléis de vuestros famosos hombres de negocios, fijaos más bien en las increíbles proezas de tía Melicent!
Era capaz de sacarle ventaja a cualquier hombre de negocios, ¡y de derrotarle sin paliativos en cualquier cuadrilátero! Bien, como ya he dicho, nunca se preocupó de los miembros de su familia, pero me quería por alguna razón desconocida para mí, pero yo tenía un primo hermano... un merluzo enorme al que yo no aguantaba... Clement Fitzmalley, más inglés que irlandés y que vivía en Londres.
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