Cuelga los guantes maltratados; Lavigne está muerto.
Firme y erguido entró en la oscuridad.
La corona se ha marchitado y la multitud se fue,
el cuadrilátero está desnudo y solitario... pero escucha:
el fantasmal rugido de muchos seguidores fantasmales
flota a través de los años polvorientos olvidados tiempo atrás.
Las luces brillaban ardientes por encima del cuadrilátero escarlata
donde reinó como un verdadero rey.
El clamor de la multitud rugía por debajo de su brillo
y murmuraban en la oscuridad: «¡Lavigne! ¡Lavigne!».
Roja salpicaba la sangre y restallaban los fieros golpes.
Los hombres se pasmaban en la lona y se levantaban tambaleantes.
Las coronas brillaban en todo su esplendor, ganase o perdiese,
y los huesos se hicieron añicos como trineos que chocan.
Veloz como un leopardo, fuerte y orgullosamente delgado,
los campeones conocieron el valor de Lavigne.
El gigante enano Joe Walcott le vio acercarse,
y roto, ensangrentado, se tambaleó ante su perdición.
Handler y Everhardt y el duro Burge
vieron aparecer en última instancia su rugiente rostro
desde las nieblas sangrientas que les impedían ver
antes de hundirse en la noche sin luz.
Hombres fuertes y audaces caían vencidos a sus pies.
Fue poderoso en el triunfo y en la derrota.
Ahora se desvanecen los ecos de los vítores de la primera fila
y todo se pierde en la noche de los años muertos y en el polvo.
Fría rompe el alba, el Oriente es de un color rojo y espantoso.
Cuelga los guantes rotos; Lavigne está muerto.[2]