Había una nota de deseo sanguinario en los aullidos de la multitud. La jauría exigía muerte.
Dos hombres se enfrentaban sobre el cuadrilátero manchado de sangre. Uno, el más alto, se tambaleaba, agitando locamente los brazos para protegerse. El otro, un combatiente más bajo y rechoncho, hostigaba a su adversario y mantenía la presión, boxeando prudentemente. Su izquierda volaba una y otra vez y alcanzaba el rostro del hombre del mayor tamaño. El hombre dominado lanzó un golpe corto que se perdió. El otro esquivó y de nuevo le largo un izquierdazo. El hombre más alto bajó la guardia de manera instintiva; en el mismo momento, el más pequeño le aplastó un derechazo en la cara con una fuerza aterradora. El hombre más alto se fue a la lona.
Todos los espectadores se levantaron como un solo hombre lanzando aclamaciones; el golpe había sido muy alto, pero con una potencia increíble, como todo el mundo se percató.
—¡Harmer! ¡Harmer!
Los aullidos ascendían hacia las brillantes luces del ring.
Sin embargo, el hombre de la lona se levantaba lentamente, con una mesura en los movimientos que traicionaba un cerebro abotargado. Estuvo en pie en el mismo momento en que el árbitro abría la boca para decir:
—¡Nueve!
Harmer llegó impetuosamente dispuesto a rematar la faena. Le hizo una finta a su adversario con un buen corto de izquierda y soltó la derecha... en el mismo instante, su dañado y tambaleante adversario lanzó la izquierda salvajemente y más o menos al azar. No había ninguna precisión en aquel golpe —no era más que un gesto fútil—, pero no obstante aterrizó de lleno en la mandíbula de Harmer, y el hombre rechoncho cayó como si le hubieran golpeado con un martillo de fragua.
El silencio se hizo en la sala, como si hubieran corrido de repente una cortina. Los espectadores se quedaron con la boca abierta, inmovilizados, mientras el árbitro contaba con voz monocorde. Luego, cuando levantó el brazo del ganador, empezaron a aullar; aclamaciones para el vencedor y abucheos para el vencido empezaron a rivalizar en volumen. Pero el hombre tumbado no les oía. Seguía tendido, con la cara contra el suelo, inconsciente, en el mismo lugar en que cayó.
Algunas horas más tarde, Steve Harmer estaba sentado en su habitación, con el mentón apoyado en el puño, meditabundo. Su derrota no le preocupaba en mayor medida; sus cuatro últimos combates habían terminado de la misma manera. Pero la moral resultante de aquellos enfrentamientos se iba abriendo camino por su mente, y tomó una decisión. En cierto sentido, era una decisión difícil de tomar... parecía cruelmente irónico que se viera obligado a abandonar el boxeo de un modo tan ignominioso cuando sus comienzos fueron tan prometedores.
Casi cinco años antes, Steve Harmer, entonces marinero en un navío mercante, fue descubierto por un mánager perspicaz. El representante descubrió en Harmer las cualidades de un futuro campeón y, durante algún tiempo, el marinero pareció dar muestras de que sería así. Aunque no fuera tan corpulento como un peso pesado, era notablemente fornido sin ser excesivamente musculoso. ¡Y sabía pegar! Tenía una buena izquierda, pero su derecha era como un martillo pilón. Su mánager le hizo trabajar noche y día para que aquella derecha tuviera todavía más fuerza y precisión. Harmer golpeó incansablemente sacos de arena de cien kilos de peso, y machacó los punching-balls para ser todavía más rápido. Sus directos y cortos de derecha derribaron a más de un buen boxeador, pero fueron sus ganchos de derecha los que le reportaron la mayoría de sus victorias por K. O. Los especialistas reconocían que su gancho de derecha era la perfección misma.
Durante meses, Harmer avanzó por el camino de la victoria, barriendo a todos sus adversarios. Pegadores o boxeadores hábiles, todos sucumbían ante aquel gancho de derecha demoledor que confundía su guardia, deslizándose ya fuera por encima o por debajo de la misma, o atravesándola irresistiblemente.
Harmer había disputado diecinueve combates y había conseguido diecinueve victorias por nocaut técnico cuando se produjo lo inesperado. Su mandíbula se convirtió en algo tan frágil como el cristal. Nadie sabe cómo ocurren realmente esas cosas. Lo más normal es que un hombre con la mandíbula frágil nazca así. Pero a veces les ocurre a algunos boxeadores que, sin ninguna razón conocida, se encuentran con una mandíbula de cristal quizá a causa de los muchos golpes recibidos.
Harmer daba la impresión de ser capaz de encajar los golpes más terribles del mundo, pero una cadena es tan sólida como el más débil de sus eslabones, y su eslabón más débil era aquel mentón de porcelana.
Hizo lo mejor que pudo para protegerse; al principio, intentó machacar a sus adversarios en el primer asalto, procurando enviarlos a la lona antes de que tuvieran tiempo de alcanzarle. Pero aquello no siempre funcionaba. Empezó a estudiar el arte de la defensa y se convirtió en un estilista muy completo.
Pero los forofos del boxeo no se interesan mucho por un boxeador que se pasa la mayor parte del tiempo protegiéndose el mentón, sobre todo cuando se acuerdan de que aquel mismo boxeador fue un pegador coriáceo que luchaba encarnizadamente, sin sentir nunca piedad por sus adversarios ni pedir piedad para sí mismo. Por eso la cotización del marinero bajó considerablemente y poco a poco se fue hundiendo en la categoría de las viejas glorias y de las esperanzas perdidas.
Siempre resultaba peligroso gracias a su puño homicida y, de vez en cuando, conseguía la victoria por nocaut. Pero cualquier golpe que le alcanzara en el mentón significaba que la noche había terminado para él y que a su adversario le bastaba con mantenerle a distancia y vigilar su puño derecho esperando la ocasión de golpearle. No era un genio del cuadrilátero, y con sus modos de estilista habría podido aguantar sano y salvo asalto tras asalto; pero antes o después su adversario colocaría un golpe y, si era en el mentón, estaba perdido.
En resumen, su historia es la siguiente: un hombre duro, bastante hábil, con un golpe terrible del que pocos boxeadores podían presumir, pero con un mentón de cristal que, si se lo tocaban, le noqueaba irremisiblemente.
El público siempre está dispuesto a buscar la cobardía de un boxeador, pero no había cobardía alguna en Steve Harmer. Era más valiente que casi todos sus adversarios, pero el valor no podía remontar sus limitaciones. En los meses pasados, le habían dejado K. O. en tres ocasiones y, aunque ganó algunos combates, sus cuatro últimas peleas se saldaron con K. O. sin apelación.
Steve llegó a la conclusión de que siete K. O. eran más que suficientes para cualquier hombre sensato, y aquella noche, sentado en su habitación, decidió colgar los guantes.
Había ahorrado algo de dinero, y decidió volver a su ciudad natal, en la Costa Oeste, y montar un pequeño negocio. Allí tenía muchos amigos, y una razón de más para volver: una joven de cabellos negros y carácter alegre por la que sintió algo más que amistad antes de dejar su lugar de nacimiento y convertirse en marino.
Así fue como Steve volvió a su ciudad natal, una ciudad de cierta importancia, y lo primero que observó al bajarse del tren fue en el inmenso cartel que anunciaba un próximo encuentro entre Batallador Rourke y Johnny Varelli, «El Orgullo de la Costa Oeste». Harmer sintió una punzada de celos mientras contemplaba sus rostros en el cartel. Los periodistas deportivos les predecían un brillante porvenir, como hicieron con él algunos años antes.
Steve suspiró, deseando tener la resistencia de Rourke o la rapidez y habilidad de Varelli, pero siguió su camino, meditando en su suerte con cierta amargura.
Sin embargo, aquella morosidad desapareció cuando se encontró ante la joven con la que había soñado tantas veces. Se llamaba Gloria Murken y trabajaba en la oficina a la que acudió a buscarla. Si alguien le había sustituido en el corazón de Gloria era algo que no podía saber, pero ambos no tardaron en recuperar la camaradería de otros tiempos.
Entre otros temas, acabaron por hablar de boxeo, y Gloria hizo alusión al próximo encuentro Rourke-Varelli.
—Johnny va a ganar, ¿no es cierto, Steve? Todo el mundo en la Costa Oeste ha apostado fuerte por él.
Steve se echó a reír. Un individuo conocido bajo el nombre de Solly «La Rata» le había hecho algunas confidencias, con muy poco tacto, pero un hombre se niega a divulgar secretos profesionales, ni siquiera a la elegida de su corazón.
—Me extrañaría —respondió—. Por regla general, nadie puede saber cómo terminará un combate.
—Me gustaría tanto saberlo —murmuró la joven, retorciéndose los delicados dedos llena de nerviosismo—. ¡Oh, cómo me gustaría saberlo!
El interés de la joven sorprendió a Harmer. Sintió que había alguna razón profunda en la emoción que la muchacha mostraba involuntariamente.
—Muy bien, si necesitas saberlo de verdad, te lo diré —dijo—. No se lo repitas a nadie, porque piensan hacer de Rourke el siguiente campeón. A los espectadores les gustan los pegadores, y los apostadores del Este ven en este combate la ocasión de hacer un montón de dinero. Entre nosotros, Varelli podría ganar a los puntos y dejar en ridículo a Rourke, pero este combate está amañado hace tiempo y Rourke será el vencedor, puedes creerme.
La joven se quedó mortalmente pálida y se derrumbó sobre su silla.
—¡Gloria! —exclamó el boxeador precipitándose hacia ella y frotándole las manos, temiendo que se hubiera desvanecido—. ¡Gloria! ¿Qué te pasa?
—¡Mi hermano! —susurró la joven con la voz muy débil— Está empleado en un banco, ya lo sabes. ¡Ha sacado diez mil dólares de la caja y ha apostado todo ese dinero por Varelli!
—¡Maldita sea! —Harmer se quedó sin saber qué hacer durante un momento—. ¿Cómo sabes eso, Gloria?
—Me di cuenta de que estaba preocupado y le hice mil preguntas hasta que me reconoció la verdad. Oh, ¿qué vamos a hacer? Si gana, podrá devolver el dinero antes de que se den cuenta de su desaparición, pero si pierde, ¡irá a la cárcel!
—Veamos. —Harmer se sentó, apoyó el mentón en el puño y reflexionó, más para sí mismo que para la joven que le observaba llena de ansiedad—. No dispongo de una suma parecida porque, si fuera así, te la daría. Si Varelli no se presenta para el combate, los hombres de Rourke exigirán que sea declarado vencedor... combate ganado por incomparecencia. O exigirán que busquen a un sustituto y también trucarán el combate. De hecho, ni siquiera sería necesario... ningún boxeador de la Coste Oeste puede aguantar frente a Rourke, salvo Varelli. Los tipos de las apuestas están en el asunto, y se quedarán con todo el dinero de tu hermano si les resulta posible. Ha apostado porque Rourke será derrotado. Pierde su dinero si Varelli no se presenta o si el que le sustituye pierde la pelea. En consecuencia, Rourke debe tener como adversario a un hombre que sea capaz de batirle...
Los ojos de Harmer se redujeron a dos rendijas en las que empezó a arder una llama. Una sonrisa sardónica apareció fugitivamente en su rostro, y luego se levantó de repente.
—Vas a escribirme una carta que te voy a dictar.
La joven pareció sorprendida, pero se dirigió a la máquina de escribir.
—No, no; con la pluma. Quiero que esta carta vaya escrita por la mano de una mujer.
* * *
La noche del gran combate había llegado. La sala estaba llena a rebosar y se cerró la entrada de espectadores... ¡apasionados del boxeo, locos de rabia!
Varelli y su mánager, rodeados por el habitual enjambre de segundos y parásitos, entraron por la puerta lateral y se dirigieron hacia los vestuarios. Mientras avanzaban por el pasillo, un adolescente se acercó a Varelli y le pasó una nota, lejos de la vista de su entrenador.
El joven se eclipsó casi en el acto y Varelli desdobló la hoja de papel y leyó:
«Debo verle unos instantes antes de que suba al cuadrilátero. Venga a buscarme al vestuario vacío al fondo del pasillo... solo...».
Una pretenciosa sonrisa apareció en el rostro moreno de Varelli. Aquella nota había sido escrita por una mujer, no tenía la menor duda: una vez más, una admiradora desconocida sucumbía a su encanto viril. Sin decir nada, dobló de nuevo la nota y se la metió en el bolsillo, avanzando dándose aires hacia su vestuario acompañado de su corte.
No le mencionó el asunto a su mánager, el cual tenía cierta tendencia a mostrarse desconfiado en lo relativo a las mujeres. Atravesó el vestuario, abrió la puerta que daba a la habitación contigua y la cruzó. Aquel gesto fue tan natural que, aunque todas las miradas estaban fijas en él, nadie pensó en acompañarle. Todo el mundo se imaginó que habría algo en aquella habitación que el boxeador necesitaba y que volvería en un instante.
Pero, una vez en la otra sala, Varelli echó el cerrojo, atravesó la habitación y se alejó rápidamente por el pasillo que separaba los vestuarios. No deseaba que su entrenador le siguiera y perturbaba una «conversación» que sería más que interesante. Estaba perfectamente sereno. Cierto que los escrúpulos no frenaban a la banda de Rourke, pero no había nada que temer por aquel lado, pues todo había quedado «entendido» con el pegador del Este y los suyos.
Se preguntó quién sería aquella desconocida admiradora al tiempo que abría la puerta del vestuario vacío. Lo más normal es que fuera una joven que se había encaprichado con él, o alguna devoradora de diamantes que pretendía que la invitara a cenar. Entró en la habitación. No había nadie.
Varelli abrió los ojos de par en par, sorprendido, y luego empezó a darse la vuelta. En el mismo instante, el mundo explotó y se sumió en las tinieblas, y «El Orgullo de la Costa Oeste» cayó al suelo sin conocimiento.
Marinero Harmer contempló con aspecto meditabundo al hombre desvanecido. Aquello había resultado más fácil de hacer de lo que había previsto. Todo ocurrió a las mil maravillas. Varelli cayó en la trampa —la nota escrita por una «admiradora»— y acudió a la cita. Harmer permaneció oculto tras la puerta cuando el italiano la abrió. Acto seguido, avanzó sin hacer ruido y le colocó su gancho de derecha, alcanzando a Varelli en el mentón. ¡Su gancho de derecha! Incluso un hombre mucho más duro que Varelli se hubiera doblegado ante él.
Registró rápidamente al italiano y encontró la nota en su bolsillo, luego amordazó y ató concienzudamente al inconsciente boxeador. Una vez hecho, salió al pasillo, cerró la puerta con llave a sus espaldas y se dirigió con paso solemne hacia el vestuario de Varelli, donde reinaba un desorden indescriptible.
El combate preliminar ya había terminado. Fue un combate rápido, muy disputado, que entusiasmó al público, que esperaba impaciente la gran pelea. Los espectadores de primera fila gritaban y el resto de la sala aullaba. El enfrentamiento se retrasaba por alguna razón, y los espectadores empezaban a enfadarse. Finalmente, la campana repicó exigiendo silencio, y el presentador avanzó hacia las cuerdas y levantó el brazo. Se hizo el silencio en la sala.
—... así que vuestro conciudadano, Marinero Harmer, ha aceptado reemplazarle —terminó, antes de que el público atónito tuviera tiempo de comprender lo que les decía.
Se armó un verdadero pandemónium.
«¿Qué es todo esto?», «¡El tongo clásico!», «¡Lo vamos a destrozar todo!», «¡Queremos a Varelli!», «¡Dadnos a Varelli!».
La campana repicó débilmente por encima di tumulto y el presentador, un tipo duro de pelar, un hombre de la vieja escuela, aulló a su vez, con el rostro congestionado:
—¡Basta ya! He dicho que Varelli ha desaparecido y que ni su mánager ni nadie sabe dónde está. Ocurre que Steve Harmer está de paso en la ciudad y se ha presentado justo después de la huida de Varelli. ¡Ha aceptado enfrentarse a Rourke hace un momento!
»Amigos, sé que estáis decepcionados, pero vais a presenciar un buen combate. Harmer nació y creció en esta ciudad, y todos le conocéis.
—Sí, le conozco —se burló un espectador—. ¡El campeón de zambullida de la Costa Oeste!
Una inmensa carcajada retumbó en la sala, seguida de un concierto de silbidos y abucheos estridentes. Los abucheos llegaron hasta el vestuario donde Harmer estaba sentado mientras uno de los segundos de Varelli le vendaba los puños, y fueron como una espada que le atravesara el corazón. Como dice el refrán, nadie es profeta en su tierra. Harmer emitió una risa amarga y se encogió de hombros. Las burlas habían sido su paga en los últimos tiempos. Fuera como fuese, sus conciudadanos iban a verle boxear, les gustara o no. Pensó que habían seguido su carrera con atención... que habían estado orgullosos de sus victorias. Pero cuando empezó a perder combates, las cosas cambiaron. Se burlaban de él. Suspiró y se levantó.
Sin embargo, no hubo ni aplausos ni pullas cuando los dos boxeadores subieron al cuadrilátero. La mayor parte de los espectadores estaban sentados, impasibles y con cara de mal humor, estimando que les habían timado. Conocían el palmarés de los dos hombres y pensaban en cómo se las apañaría su conciudadano para aguantar las cargas de Rourke, cuya especialidad era noquear a su adversario.
Los dos boxeadores formaban un extraño contraste. Harmer tenía un tono de piel bronceado, cabellos y cejas negras, ojos grises y brillantes. Sus facciones eran oscuras y amenazadoras cuando combatía.
Rourke, por su parte, era rubio; raramente se tiene la ocasión de ver a un rubio tan fuerte, pero siempre hay excepciones. Parecía coriáceo, basto, como un hombre de las cavernas. Sus cabellos encrespados, muy claros y casi incoloros, le caían sobre la frente, baja, añadiendo cierta brutalidad a su feroz aspecto; sus facciones casi carecían de expresión.
Los dos eran fuertes y robustos, con miembros gruesos y músculos como nudos de acero. Los dos eran bajos... para ser pesos pesados: un metro setenta y ocho para Harmer, que pesada ochenta y cinco kilos; un mero setenta y siete para Rourke, que pesaba ochenta y ocho kilos.
Mientras avanzaban uno hacia el otro, los habituales del cuadrilátero se fijaron en lo mucho que Rourke se parecía al célebre Sharkey, el marinero boxeador del pasado, haciendo comentarios sobre la poca altura de los dos hombres. Si alguien se imagina que los boxeadores de hoy son más altos que los de ayer, una rápida ojeada a sus respectivas medidas se lo demostrará.
Si Rourke se parecía a Sharkey por su conformación, también se le parecía por el estilo, pues desde el primer golpe de campana se lanzó a la carga, agitando salvajemente ambos brazos.
Su cuerpo era capaz de asimilar los golpes sin problema. Ningún hombre le había dejado nunca K. O., y era un pegador terrible, con uno u otro puño. No era un asesino que abatiese a sus adversarios con un único golpe... los trabajaba el cuerpo, esencialmente, y los machacaba mediante una serie de ataques feroces a las costillas y el corazón. Aquellos golpes poderosos eran terribles, y nadie podía resistir mucho tiempo aquel implacable martilleo.
Harmer no era más rápido que su adversario, pero era más hábil, y tenía una envergadura superior, aunque eso apenas cuenta contra un boxeador que busca el cuerpo a cuerpo. Deseaba ardientemente atacar y explicarse claramente con aquel impetuoso pegador. Quería correr riesgos... encajar un golpe y devolverlo. Se sentía capaz de enviar a Rourke a la lona con su gancho de derecha... o quizá no. Se las veía con una tarea enorme... debía mantener a distancia al hombre del Este, esquivar sus golpes y, al mismo tiempo, acumular suficientes puntos para ganar el combate. Le alegraba que el enfrentamiento fuera sólo a diez asaltos. Quizá conseguiría mantener a raya a Rourke hasta el límite... lo que no habría sido el caso en una pelea a quince o veinte asaltos.
Rourke atacó. Harmer se batió en retirada. Se puso en una posición medio plegada, con la guardia alta. Su brazo derecho se encogía debajo de su barbilla, el hombro izquierdo levantado. El puño izquierdo, con el brazo casi totalmente extendido, encontró el rostro de Rourke, rechazando su ataque, manteniéndole con el pie cambiado. La derecha del Marinero se quedaría junto a su frágil mandíbula hasta que supiera dónde colocarla.
Rourke no conocía más que una única finta. Cuando su mánager le descubrió en una fundición del Este, comprendió en el momento que su pupilo encajaría toneladas de golpes gracias a su modo de combatir, con la guardia totalmente abierta. Con una paciencia digna de elogios, le enseñó a Rourke el arte de librarse de un ataque con un golpe de derecha. Era la única defensa que conocía el pegador. Su mandíbula era difícil de alcanzar con un golpe de derecha.
Paseó a Harmer por todo el cuadrilátero, despreciando su habitual trabajo al cuerpo para enviar salvajes golpes laterales a la mandíbula de su enemigo. Conocía el punto débil del Marinero y deseaba acabar con él lo antes posible. Pero Harmer se mantenía a distancia, saltando esquivando, bloqueando. En muchas ocasiones los puños de Rourke se deslizaban por debajo de su codo derecho o sobre el hombro izquierdo que le protegía el mentón. Bajó la guardia para que Rourke se olvidara de su barbilla.
Luchando a lo largo de las cuerdas, Rourke tocó de costado, con la izquierda, la parte superior de la cabeza de Harmer mientras éste se agachaba. En aquel mismo momento, Harmer soltó la derecha por primera vez. Su puño derecho hendió el aire, silbando, apoyado en todo el peso del hombro de Harmer, y describió un arco cerrado. Pero Rourke se apartó, bloqueando el golpe con el hombro y soltó un mordaz zurdazo que alcanzó a Harmer por debajo del corazón. El Marinero replicó con un gancho de izquierda a la cabeza, y luego se cubrió cuando Rourke lanzó a la vez sus dos puños. Se golpearon con energía al salir de un trabado cuando sonó la campana.
Entre los asaltos, mientras los segundos de Steve, elegidos a toda prisa y al azar entre los habituales del club, le masajeaban los músculos y le daban consejos que no escuchaba, el Marinero recorrió al público con la vista. Encontró pocas miradas amistosas; vio algunas caras familiares, pero parecían irritadas y furiosas. Habían venido a ver un combate y estaban presenciando un número de danza. Steve reflexionó cínicamente en que si el combate «amañado» hubiera tenido lugar como estaba previsto, se habrían ido contentos, seguros de haber presenciado la batalla del siglo. ¡Libraba un combate regular y los aficionados al boxeo se enfadaban con él!
Al comenzar el segundo asalto, Rourke volvió a su estilo habitual, cargando sobre su adversario y atacándole el cuerpo. Harmer lanzó un suspiro de alivio. Se sentía capaz de encajar todo lo que el hombre del Este pudiera lanzarle en un cuerpo a cuerpo, y durante todo el tiempo en que Rourke le machacase el cuerpo, dejaría en paz su mentón. Pero subestimó el oficio del luchador y su pegada.
Harmer se libró, inclinándose y desplazándose sin parar para quitarles a los golpes de su enemigo la mayor parte de su impacto, contraatacando de vez en cuando con algún zurdazo a la cara. Luego, bruscamente, Rourke le largó un terrible gancho al mentón con la derecha, tan inesperado como letal. El Marinero, desprevenido, consiguió por los pelos echar la cabeza hacia atrás. Lo consiguió justo, y el borde del guante le abrió la mejilla y pasó silbando junto a sus ojos. Steve envió un rápido golpe con la izquierda al cuerpo y se trabó con su adversario.
Mientras se separaban, Rourke falló un zurdazo, pero le colocó la derecha en el cuerpo en dos ocasiones. De nuevo su derecha encontró el cuerpo de Harmer, y de nuevo Steve le abrió los labios con un directo de izquierda que hizo correr un hilo de sangre que pareció enloquecer a Rourke. Este saltó, lanzando un zurdazo poderoso hacia el rostro de Harmer. Steve se adelantó, se desplazó hacia la izquierda; el guante de Rourke pasó por encima de su hombro derecho, y él le largó un derechazo al corazón. Rourke titubeó como si estuviera borracho... y acto seguido, mientras los espectadores se levantaban aullando, sé lanzó de nuevo a la carga, propulsando a Harmer hacia las cuerdas con un diluvio de ganchos de derecha e izquierda dirigidos al cuerpo. La campana repicó.
Sentado en su rincón, Steve empezó a meditar. Había descubierto que sus golpes podían quebrantar incluso al famoso hombre de granito. ¡Si se atreviera a arriesgarse, a probar suerte! ¡Si su mentón no fuera un traidor que le abandonara al primer golpe! Steve suspiró y, al ver el rostro que había buscado en la primera fila de espectadores, agachó cabeza. Era el joven Murken, el hermano de Gloria. Su rostro estaba pálido como un sudario, con los ojos entornados y la mirada perdida.
En el tercer asalto, Batallador Rourke atacó con un puñetazo con la derecha al corazón que hizo que Harmer se tambaleara, y le obligó a batirse en retirada precipitadamente. Había recibido demasiados golpes, y empezaba a sentir sus efectos. Rourke mantuvo la presión. /Bam, bam, bam! Sus guantes volaban en incesante movimiento, como arietes. Cabeza gacha, hombros arqueados, el cuerpo encogido formando un bloque compacto de destrucción, Rourke atacaba salvajemente. Una serie de ganchos de izquierda al rostro y al cuerpo no consiguieron detenerle y cuando, desesperado, Harmer le lanzó la derecha, Rourke se apartó vivamente, recibiendo el golpe en la parte lateral de su grueso cráneo, restándole al golpe la mayor parte de su potencia. Cambió de táctica casi en el acto y empezó a largar golpes secos y rápidos dirigidos a la mandíbula inalcanzable de Harmer. Aparentemente, su plan era obligar a Steve a emplear el puño derecho para luego golpearle en el mentón que dejaría desprotegido.
Un zurdazo feroz a la sien envió a Harmer a las cuerdas y, volviendo a la carga, se lanzó de lleno sobre un derechazo que se aplastó en su mandíbula y provocó una oleada de vértigo. El golpe estaba situado demasiado alto, pero sus debilitados nervios estaban muy sensibilizados y padecían el menor golpe. Se trabó frenéticamente con su adversario, intentando librarse de la debilidad que amenazaba con tragárselo. Rourke le apartó violentamente y lo envió a la lona con un derechazo al cuerpo. Harmer se quedó encogido, esperando la cuenta hasta el nueve, pero la campana repicó, anunciando el final del asalto.
Harmer estaba sentado, mirando en un silencio huraño, mientras sus cuidadores le daban un pequeño masaje. Estaba perdiendo casi tan deprisa como puede hacerlo un ser humano. Aunque aguantara hasta el final, Rourke vencería el combate con los puntos que ya llevaba acumulados. Y sabía que no sería capaz de resistir hasta el límite. Se dijo que estaba perdido, que todo había terminado. Los golpes de Rourke no le parecieron tan terribles cuando los recibía, pero su efecto acumulado empezaba a dejarse notar. Tenía las costillas doloridas y machacadas, y sabía que era mucho más lento. Al descubrirse, se había quedado demasiado tiempo expuesto a los golpes en el cuerpo, pero si no lo hubiera hecho, Rourke le habría alcanzado el mentón. Parecía que no había esperanza. Si consiguiera colocarle un gancho de derecha.
En el cuarto asalto, Rourke llegó como una tórrida oleada de salvajismo. Izquierda, derecha, paseó a Harmer por el cuadrilátero, empujándole hasta un rincón neutral. Sus golpes se deslizaban por encima de los brazos y los hombros de Steve. Repentinamente, modificó su ataque y hundió su puño izquierdo casi hasta la muñeca en el cuerpo del Marinero. Harmer sintió que se ahogaba, sus rodillas cedieron, y luego se incorporó y largó un terrible izquierdazo a la cabeza de Rourke. Pero éste ya había descubierto que aquel golpe con la izquierda no era peligroso. Lo apartó y lanzó su derecha, aplastándola bajo el corazón de Harmer. Steve hizo una mueca de dolor —ya había recibido aquel mismo golpe bastantes veces— y bajó la guardia involuntariamente. Y la larga izquierda de Rourke se abrió paso y alcanzó el mentón de Steve.
Harmer cayó como un peso muerto. Los espectadores empezaron a ponerse abrigos y sombreros. El árbitro contaba con voz monótona:
—Cinco... seis... siete...
Harmer se incorporó lentamente. Aquel golpe no le había alcanzado de pleno. De hecho, sólo le había rozado. Sin embargo, sirvió para hacer aparecer ondas negras en su mente.
A la cuenta de «ocho» estaba de pie, plegado, a la defensiva. Los espectadores dudaron, pero se volvieron a sentar. Rourke hostigó a Harmer, buscando huecos. Atacó súbitamente, con una finta de izquierda, lanzándole al Marinero un impetuoso gancho corto con la derecha que Harmer pudo bloquear sólo en parte. La izquierda de Rourke —destinada a acabar con su adversario— salió volando y justo en el mismo momento Harmer, con la furia de la desesperación, lanzó un gancho de derecha. Su brazo describió una cura envenenada en el aire y el golpe alcanzó el hombro de su adversario, que se había incorporado a toda prisa con una fuerza que parecía hacer temblar el cuadrilátero.
Los espectadores lanzaron una exclamación; el brazo izquierdo de Rourke cayó a lo largo de su cuerpo, abotargado por aquel golpe aterrador. Harmer encogió el brazo y lanzó un nuevo gancho de derecha, pero esta vez Rourke lo esquivó y se trabó a su adversario. El árbitro separó a los dos hombres. Rourke, que había recuperado en buena parte el uso del brazo, se lanzó sobre Harmer y le largó un jab de izquierda al que prolongó con un cruzado de derecha al mentón. De nuevo, Harmer dio con sus huesos en la lona.
En aquella ocasión daba la impresión de que se iba a quedar allí para escuchar toda la cuenta. A la de «cinco» no se había movido, tendido de espaldas, como había caído, con los brazos en cruz. A la de «siete», recuperó vagamente el conocimiento, pero, al parecer, era incapaz de moverse. Luego, de golpe, durante un instante fugaz, le pareció escuchar una voz que decía, fríamente y sin pasión:
—Si no te levantas, el chico irá a la cárcel y Gloria se morirá de vergüenza.
Hasta qué fuentes de poder, profundas y ocultas, Harmer empujó sus fuerzas... en qué cavernas desconocidas e ignoradas del cerebro y de la mente humana encontró nueva energía... ¡no lo sabría jamás! Y también sería un misterio para los espectadores que le contemplaban, inmóviles en sus asientos, fascinados, arrobados. Sin embargo, de un modo u otro, el hombre del mentón de porcelana renació como un ser nuevo y se levantó en el mismo momento en que el árbitro abría la boca para cantar «diez».
Rourke, estupefacto, avanzó y le largó un zurdazo al hombre vacilante, y luego le lanzó la derecha. En el mismo instante, Steve golpeó. Con el brazo doblado a la altura del codo, los músculos tensos y duros como el acero, el gancho de derecha surcó el aire apoyado con toda la fuerza del hombro macizo de Harmer, y detrás del hombro, todo la fuerza del cuerpo moviéndose alrededor de la cintura, y el empuje hacia delante de sus musculosas piernas. Por primera vez desde el principio del combate, el gancho de derecha de Harmer impactó de lleno.
Algo crujió como una rama de árbol que se quiebra, y Rourke se derrumbó, no sobre el vientre, sino de espaldas, cuan largo era, destrozado por la potencia de aquel golpe aterrador. No se movió en lo más mínimo mientras el árbitro contaba.
Harmer se dejó caer sobre las cuerdas y se agarró a ellas, sin fuerza y dominado por las náuseas. El dolor que irradiaba de su mano crispaba su rostro de mirada nublada. Había propinado su golpe más violento... y el último. Si Rourke se levantaba estaba perdido, porque, con las falanges rotas y despedazadas, sabía que no podría volver a golpear con aquella mano. Se agarraba a las cuerdas con la mano derecha, rota, que colgaba junto a su costado. Y un dolor insoportable le barrenaba el flanco izquierdo.
—¡... Diez!
El árbitro agitó los brazos hacia los espectadores —locos furiosos que aullaban y trepaban por sus asientos— y, acto seguido, se volvió y tomó el brazo derecho de Steve para levantarlo.
En aquel instante, Steve cayó de cara cuan largo era, sin decir palabra.
Más tarde, Harmer estaba acostado en una cama confortable y veía la vida de color de rosa. Cosa de lo más natural, pues una hermosa joven estaba a su cabecera, llena de solicitud y dispuesta a satisfacer el menor de sus deseos. La puerta se abrió y el joven Murken entró como una tromba, desbordante de agradecimiento y veneración por su héroe.
—¡Eh, Steve, en principio no era la mandíbula de acero de Rourke la que iba a romperse! ¡Y, sin embargo, tal es el caso! ¡Se la has roto por dos sitios con ese gancho final! ¡Maldita sea, que palizón! ¡Estuvo en las nubes durante cuatro horas! Y esas dos costillas que te astilló, ¿fue en el asalto...?
—No lo sé... en el último asalto, supongo. Justo antes de que me tirase a la lona con su izquierda. Sentí que algo cedía. Y tú, muchacho, ¿todo va bien?
El joven Murken se ruborizó y bajó la vista. Luego miró a Steve directamente a los ojos.
—Sí, gracias a ti. Me porté como un imbécil, Steve. ¡No soy un ladrón, ya lo sabes! Pensaba que jugaba sobre seguro... pero esto me servirá de lección. Y puedes estar seguro de que seré más precavido a partir de ahora.
—Podrías demostrarlo ahora mismo... ¡largándote! —intervino Gloria—. Steve está muy fatigado y no está en condiciones de escuchar tu incesante sarta de tonterías.
El muchacho le guiñó un ojo a Harmer, que se puso rojo como un tomate; luego, se echó a reír.
—Bueno, entendido —dijo—. Estoy de más. ¡De acuerdo, os dejaré solos, tortolitos! De hecho, tengo la impresión de que Steve ha dicho algo de un anillo de compromiso cuando deliraba, justo antes de recuperar el conocimiento. ¡Adiós... hasta uno de estos días!