—Quítate esos guantes para niñas y ponte los de siete onzas —le ordené—. ¡Soy el famoso Mono Costigan, mánager siete no campeones! Quiero ver lo que tienes en las tripas... si es que tienes algo.
Se sacó sus guantes ligeros —guantes para pegarle a un punching-ball— y se puso los reglamentarios de boxeo, mostrando en la tarea muy poco entusiasmo. Sin embargo, tuve la impresión de ver un destello de interés en sus ojos tristes.
Avanzamos uno hacia el otro y adoptó una posición que ya estaba pasada de moda cuando John L. Sullivan lloriqueaba en la cuna. Le hice una finta al cuerpo y me irritó largándome un torpe zurdazo que me rebotó en el mentón. Le lancé un golpe corto a la nariz y una expresión lúgubre apareció en su rostro y le empezaron a correr las lágrimas por las mejillas.
¡Aquello me pilló completamente desprevenido! Bajé los puños y...
—Tendría que haberte avisado —me dijo Joe Harper, masajeándome la nuca—. ¡Ese merluzo es una verdadera fuente! En cuanto cruza los guantes, se pone a llorar.
—Bueno, de acuerdo —dije aturdido—. ¿Y qué fue aquel temblor de tierra?
—Bajaste la guardia cuando empezó a llorar —me explicó Joe pacientemente— y te pegó con un directo en el mentón y otros dos del mismo calibre mientras caías.
Me levanté algo envarado y contemplé al «llorón», cuyo aspecto era más melancólico que nunca.
—Es más fuerte que yo —declaró—. Siempre lloro cuando boxeo, particularmente si alguien me pega en la nariz. El hecho mismo de golpear a uno de mis semejantes —y todavía más si el golpeado soy yo— me pone triste y melancólico.
—Entonces, ¿por qué boxeas? —quise saber, atónito.
—Me gusta —replicó sin más.
—Es imposible explicarlo o comprenderlo —intervino Joe, indignado—. Sólo ha librado cuatro combates, dos que perdió por decisión arbitral, un combate nulo y uno que ganó porque su adversario se noqueó solo golpeándose contra uno de los postes del cuadrilátero. ¡La lona siempre quedó inundada de lágrimas hasta los tobillos incluso antes de acabar el combate!
Pese a todo, yo estaba impresionado. El público siempre paga con gusto para ver fenómenos, ¡y tenía ante mí a uno que haría que Joe Grim pareciera un tipo hogareño!
No dije ni palabra, pero contraté a aquel pájaro tan raro.
—No es porque tenga la menor importancia, pero, ¿cuál es tu nombre...? —pregunté.
—Willow —dijo—. Ambrose Willow.[1]
Yo ya había cavilado que aquel tipo no tendría ninguna oportunidad en su pueblo natal, donde todo el mundo le conocía; me le llevé a Nueva York. Allí empecé a hacerle trabajar en mi modesto campo de entrenamiento. Debo admitir que los comienzos no fueron muy halagüeños. Era un boxeador más zoquete que muchos de los que había visto. Era habilidoso para bloquear golpes y en los clinchs, pero parecía que era cuestión de pura suerte, y se ponía en posiciones muy extrañas para lograr sus objetivos. Cuando agachaba la cabeza, raramente evitaba el golpe, pero dejaba que éste se le deslizara por su cabezota de diamante; su juego de piernas habría hecho llorar a un cojo. Se desplazaba con una pesadez de elefante, arrastrando los pies, y lo más normal es que se enredase en ellos cayendo al suelo cuan largo era.
Tenía un buen directo de izquierda gracias a sus largos brazos, pero la pegada del puño izquierdo no valía un pimiento. Le hice trabajar y trabajar y, finalmente, cuando adquirió un swing de derecha con cierto empuje, el único problema consistía en cómo colocar un golpe que se veía llegar desde un kilómetro de distancia.
Le llevé a que le vieran algunos especialistas, pero ninguno fue capaz de explicar claramente el por qué de las lágrimas. En su jerga médica, declararon —cosa que comprendí mal que bien— que sus canales lacrimales eran anormales y que un ligero impacto bastaba para ponerlos en funcionamiento. Del mismo modo que un hombre normal empieza a llorar cuando recibe un violento puñetazo, aquel pajarraco lloraba abundantemente con el menor impacto... ¡o con que esperase recibir uno! Les hice ver que aquello no explicaba su lúgubre aspecto, y me contestaron que, por el contrario, aquello lo explicaba todo: el hecho de llorar hace que la gente sea triste, de modo que lo más natural era que cuando Willow lloraba se entristeciera. En lugar de llorar porque estuviera melancólico, estaba melancólico porque lloraba. ¡Espero que ustedes lo comprendan, porque yo renuncié a hacerlo hace mucho tiempo!
En todo caso, guardé en secreto sus inclinaciones tan poco frecuentes como demenciales y le enfrenté a un buen boxeador de segunda llamado Leary.
¡Les contaré el combate! Desde el instante en que Willow subió al cuadrilátero, empezó a irradiar una tristeza sin parangón y, cuando el árbitro llamó a los dos hombres para darles las instrucciones de costumbre, miró a Leary con una mirada tan mórbida que éste volvió a su rincón bastante asombrado y como nervioso.
Al sonar la campana, ambos se dirigieron hacia el centro del cuadrilátero y la nuez de Adán de Willow empezó a bailar algo que no podía ser más que una giga. Intercambiaron algunos zurdazos al rostro y Willow empezó a llorar suavemente, en silencio.
Los espectadores abrieron unos ojos como platos, completamente anonadados, y Leary reaccionó exactamente como reaccioné yo la primera vez que contemplé aquella fuente humana. Se quedó con la boca abierta y bajó los puños. Y el «Sauce Llorón», con las lágrimas chorreando por su lúgubre y desolado rostro, ¡le largó un derechazo desde la misma lona que dejó a Leary en las nubes durante un buen cuarto de hora!
¡Qué publicidad, amigos míos! Willow se convirtió en una estrella de la noche a la mañana, y podría haber conseguido que se enfrentara a cualquiera de los boxeadores de moda del momento... salvo con el campeón, naturalmente. ¿Y por qué? ¡Porque los organizadores de combates habían hecho un buen negocio! ¡Willow era un fenómeno que llenaría cualquier sala, la gallina de los huevos de oro!
Pero yo conocía a Willow y sabía que no era un buen boxeador. Nunca sería un campeón ni nada parecido, pero nos haría ganar —a él y a mí— un buen montón de pasta si se llevaban bien sus asuntos. Atraería a las multitudes, pero su única baza para derribar a un boxeador de calidad sería su rareza lacrimal. Como los forofos del boxeo, por lo general, se preocupan muy poco de un combatiente transformado en un punching-ball, mi idea era no dejarle perder demasiados combates.
Me mostré muy prudente en la elección de su siguiente adversario, un merluzo cuyo nombre he olvidado, pero el merluzo en cuestión se sintió tan fascinado por los ojos de Willow que se olvidó de esquivar un golpe y cayó a la lona listo para la cuenta en el primer asalto.
Luego le planté como adversario a un boxeador bastante dotado llamado Rourke. El «Sauce» se deshizo en lágrimas nada más tocarse los guantes, y entre los asaltos lloriqueaba en su rincón de un modo desgarrador. Rourke le hostigó con directos de izquierda durante cuatro asaltos, largándole de vez en cuando malignos derechazos para mantenerle a raya. Willow no hacía gran cosa, limitándose a lanzar algunos jabs para luego trabarse con su adversario. En esos momentos, colocaba el mentón sobre el hombro de Rourke y dejaba que sus lágrimas resbalaran por la espalda de su adversario. Rourke se irritaba cada vez más; en el quinto asalto se rompió definitivamente y un puñetazo en el mentón acabó con él de una vez por todas.
Tras aquel combate entablé conversaciones con un organizador de la Costa Oeste que tenía toda una multitud de peleas para cualquier combatiente capaz de colmar sus aspiraciones. Vi un montón de billetes verdes amontonarse ante nosotros si conseguía entendérmelas con aquel tipo, porque la mayor parte de sus pupilos eran boxeadores todavía peores que Willow... admitiendo que tal cosa fuera posible.
El organizador me dijo que otro mánager estaba ansioso por hacer negocios con él: Tom Nelson, el entrenador de Marinero Flynn, y sugirió que nos apañáramos entre nosotros. Firmaría con el vencedor del combate.
Yo no estaba muy por la labor de enfrentar a Willow con Flynn, porque éste era, aparentemente, un boxeador que prometía y yo ya sabía que mi pupilo no. No obstante, quien no arriesga, no gana, que dice el refrán. Me fui a buscar a Nelson y vi que estaba casi tan contento como yo.
—¡Ni hablar! —lloriqueó—. ¡Tu muchacho dejaría en ridículo al mismísimo Dempsey! Ese tipo es una aberración, ¿lo pillas? ¿Cómo va a luchar un hombre cuando la nuez de su adversario se pone a bailar ante sus ojos? La lona siempre resbaladiza por las lágrimas que derrama, e inunda la espalda de su adversario cuando se pone a llorar encima de sus hombros. Sus sollozos harían que incluso una estatua perdiera la sangre fría y su rostro provocaría pesadillas a cualquier persona impresionable. No es un boxeador, es una tragedia.
—En ese caso —repliqué—, ¿por qué no le enfrentas a tu «terror»?
—Porque mi pupilo es un boxeador, no un candidato al manicomio —dijo Nelson, cada vez más irritado—. Tu chico sería incapaz de derribar a nadie si no transformase a sus adversarios en desechos humanos con los nervios rotos gracias a su táctica tan cruel como poco frecuente. Tiene el cerebro más obtuso que conozco. Le he visto una sola vez y le conté un chiste para subirle la moral, ¿me entiendes? Se limitó a mirarme con su cara de estúpido. Le dejé allí plantado y, según me alejaba, le oí que se echaba a reír de repente. ¡Acababa de entender el chiste a los cinco minutos! Un cretino completo.
Sin embargo, a pesar de nuestra recíproca desconfianza, el organizador de la Costa declaró que quería contratar a uno de nuestros chicos, y sólo a uno; era cosa nuestra arreglar el asunto de un modo u otro, o bien firmaría con otro. Estimulados por aquella amenaza, nos pusimos de acuerdo y, poco después, el Sauce y Marinero Flynn subían al mismo cuadrilátero y empezó la diversión.
Nelson intentó conseguir que el árbitro le prohibiera llorar al Sauce de un modo formal. Como no obtuvo satisfacción, le dijo a Flynn que abatiese a su adversario en cuanto pudiera, antes de que las excentricidades del Sauce afectaran al sensible sistema nervioso del Marinero.
En consecuencia, Flynn saltó de su rincón nada más repicar la campana y le lanzó un ardiente izquierdazo al rostro al que siguió un golpe de dragaminas con la derecha al cuerpo. Willow contraatacó valientemente, pero Flynn estaba fuera de sí y listo para matar, y aplastó su puño izquierdo en el melancólico rostro del Sauce, que regó con sangre y lágrimas a los espectadores de la primera fila. Otro puñetazo con la izquierda acabó con el Sauce en la lona, pero se levantó sin que empezara la cuenta y consiguió que Flynn se doblara por la cintura con un buen puñetazo de izquierda.
Flynn falló un potente derechazo, pero colocó la zurda, y Willow se agarró a él, sollozando sobre los hombros del Marinero. Aquello enfureció a Flynn hasta tal punto que le largó a las costillas un par de golpes criminales, sin impulso, que hicieron que el árbitro le amonestara. Se separaron y Flynn le tiró dos derechazos al cuerpo; Willow falló una impetuosa izquierda y cayó, llevado por su propio impulso. Se levantó titubeando y Flynn le propulsó a las cuerdas, machacándole el estómago con los dos puños, La campana salvó al Sauce de un K. O. seguro.
Estaba un poco aturdido y nos dedicamos a despejarle en su rincón. Su rostro estaba manchado de sangre, y en lágrimas, y en conjunto era la criatura con el rostro más lúgubre que viera jamás. Pensé, mientras le remendaba el pómulo herido, que nunca le había visto reír, ni siquiera sonreír, y bruscamente la anécdota que me contó Tom Nelson sobre el chiste que le contó se me pasó por la cabeza. ¡Se hizo la luz en mí, recibí la inspiración!
—Escucha —le dije a toda prisa, mientras los segundos me miraban con la boca abierta como si me hubiera vuelto completamente loco—. Había una vez dos escoceses, Moisés y Abe...
En el segundo asalto, el Sauce se dirigió lentamente hacia el centro del cuadrilátero y los espectadores vieron que, por una vez, no sollozaba. Su frente estaba profundamente arrugada, como si estuviera reflexionando profundamente, y una expresión preocupada —de meditación filosófica— se leía en sus facciones.
Flynn, temiendo una trampa, se le acercó circunspecto y le lanzó un prudente zurdazo a la cara. Willow lo apartó con un gesto impaciente y replicó maquinalmente con una izquierda que no alcanzó a su adversario por casi un metro.
Se comportaba como siempre, y Flynn, en respuesta a las frenéticas exhortaciones procedentes de su rincón, le envió un golpe ligero al tiempo que se preparaba para lanzar un golpe lateral de derecha que acabara de una vez con todo aquello. Y en aquel instante la multitud se quedó estupefacta y veinte espectadores se desvanecieron... ¡porque el «Sauce Llorón» abrió la boca y se echó a reír!
¡Imagínense a la Estatua de la Libertad que de repente se pusiera a cantar y a bailar y se harán idea del efecto que produjo el repentino estallido de alegría de aquel eterno pesimista de rostro patibulario!
Flynn se quedó inmóvil, con los ojos de par en par, y el Sauce —demostrando un pelín de inteligencia a pesar de todo— hizo partir su puño derecho desde la lona. Aquel poderoso golpe ayudó a Flynn a caer, pero yo siempre he pensado que el pobre Marinero estaba ya K. O. antes de recibir el impacto. Por su parte, Nelson juró que su boxeador se desvaneció.
Y probablemente fuera el caso, pero la explicación es extremadamente simple. Le conté un chiste al Sauce entre dos asaltos y, gracias a sus entendederas especialmente obtusas, ¡sólo comprendió la gracia del chiste en aquel momento!