Hablé por primera vez con Slade Costigan en el vestuario, a donde yo había ido tras su victoria por K. O. sobre Batallador Monaghan en el segundo asalto. Aquel muchacho era una muestra de humanidad bastante impresionante, de más de un metro ochenta de altura, cintura delgada, piernas largas y nerviosas, hombros especialmente anchos y unos brazos robustos. La piel bronceada, ojos estrechos de un color gris frío, y una espesa melena de cabellos negros que le caían sobre una frente ancha, le hacían tener el rostro de un combatiente —ancho en los pómulos, con los labios delgados y una mandíbula sólida. Por el momento, aquel rostro se encontraba en un lamentable estado, con un ojo medio cerrado, los labios destrozados y las mejillas marcadas por numerosas rasguñaduras, el resultado de los últimos y desesperados esfuerzos de Batallador Monaghan.
Tomé asiento y le miré fijamente.
—Me llamo Steve Palmer; sin duda, habrás oído hablar de mí. Vayamos al grano. Pareces inteligente.
Pareció ligeramente sorprendido, pero sonrió.
—Con tu inteligencia y ese cuerpo —dije lentamente— deberías boxear en las mejores salas de este país... no en salas de segunda como ésta. He seguido tu carrera. Te he visto enfrentarte a luchadores de segunda fila en clubes menores, arrojándote sobre ellos, con la guardia totalmente abierta, con los dos puños por delante y golpeando con todas tus fuerzas. Bueno, lo que quiero decirte es por tu propio interés. Como boxeador, eres decepcionante. Eh, no te enfades. Te he observado en tus combates, y eres el pegador más duro y terrible que he visto, pero no empleas tu inteligencia. Lanzas los ganchos bajos desde la lona, con la guardia totalmente abierta, olvidas por completo el juego de piernas y caes en la trampa cada vez que tus adversarios esbozan una finta. Luchas casi como un hombre en trance. Lo único que te permite abatir a tus adversarios es que eres un fenómeno... ¡un hombre de hierro con una mandíbula de granito! Pero no puedes aguantar indefinidamente. Acabarás por ceder y derrumbarte bajo esa lluvia constante de golpes. Y te encontrarás en el asilo haciendo recortables para los niños. ¡Totalmente sonado por los golpes! Lo mismo que le pasó a Joe Grim.
—Sé todo eso —respondió con tono aburrido—. Pero, ¿a ti qué te importa?
—Escucha, Slade —dije con la mayor benevolencia posible—. No perdería mi tiempo contigo si pertenecieras a la categoría común de los hombres de hierro... un pegador estúpido, tan estúpido como incapaz de aprender. Pero tú estas dotado con una gran inteligencia, y probablemente seas más instruido que yo. Ignoro lo que hizo que subieras al cuadrilátero, ni por qué no has aprendido los rudimentos del boxeo, pero tienes todo lo que hace falta para convertirte en un campeón. Hasta el presente, te has abierto camino sin entrenador. No digo que pueda hacer de ti un fenómeno del ring, no. Pero sí digo esto: si unes tu destino al mío, si haces cuanto esté en tu mano para aprender y llevar a la práctica lo que te enseñe, haré de ti un campeón.
Costigan se encogió de hombros.
—Entendido —respondió como indiferente—. Que sea como dices. Hasta ahora nadie me ha noqueado... pero empiezo a sentir los efectos de los golpes continuos.
* * *
Y así es como me convertí en entrenador de Iron Slade Costigan. Simpaticé con el muchacho desde el principio, y empecé a trabajar seriamente con él para hacer de él tanto un buen pegador como todo un estilista. Sólo con él en el campo de entrenamiento, le hice estudiar las tácticas de Dempsey, McGovern, Ketchel y Tom Sharkey... hombres desprovistos de verdadera técnica que se adaptaban a su propia manera de combatir. Y Costigan aprendía con una facilidad que me dejaba sorprendido.
Finalmente, busqué un buen sparring-partner y mi elección recayó en Johnny Hilan, un astuto peso medio. Les hice librar a los dos hombres un combate de entrenamiento, y le prohibí a Costigan que golpeara.
Me quedé atónito. Para mi enorme estupor, vi a mi pupilo —un pegador y todo un hombre de hierro— deslizarse ágilmente y revolotear alrededor de Johnny durante cuatro rápidos asaltos, pillándole con el pie cambiado, dominándole, imponiendo su ritmo, inmovilizándole cuando se trababan y demostrando una deslumbrante defensa que era la prueba de un verdadero genio.
—Slade —dije entusiasmado—, ¡yo estaba equivocado, y no sabes cuánto! Intentaba convertirte en un pegador hábil. ¡Haré de ti el mayor estilista que se haya visto sobre el cuadrilátero! Eres un tipo extraño, Slade. Todavía no había oído hablar de un pegador con tantas posibilidades ocultas. Sin embargo, en el cuadrilátero eras un verdadero patán... ¡esto me sobrepasa!
Slade sacudió la cabeza, desamparado, y noté en él una cierta inquietud que demostraba que no terminaba de compartir mi entusiasmo.
—Siempre boxeo de manera inteligente en un campo de entrenamiento —declaró—, pero en el instante en que subo al cuadrilátero, tengo la impresión de convertirme en... un paquete.
Y lanzó una carcajada sarcástica.
Contraté a los mejores sparring-partners que puede encontrar, y me puse manos a la obra. Slade se tomaba el trabajo muy en serio, naturalmente, y yo estaba encantado con ello. Por el mayor de los azares había efectuado el descubrimiento más sorprendente... un peso pesado inteligente con una pegada asesina. Si conseguía hacer de Slade un boxeador astuto, capaz de mantener la sangre fría, no conocía a ningún hombre en todo el mundo capaz de plantarle cara. Rápido, agresivo, demasiado duro como para que le inquietaran los pocos golpes que cruzaran su guardia, con la fuerza de una bala de cañón en cada puño y la velocidad del rayo en sus piernas, se alzaría por encima de la categoría normal de boxeador como un gigante entre enanos. ¡El sueño de cualquier entrenador y de los aficionados al boxeo! ¡El supercombatiente! ¡Corbett con la resistencia de Jeffries y la pegada de Dempsey!
Hice partícipe a Costigan de cuanto pensaba, pero me escuchó en silencio y su único comentario fue una risa desesperada, hueca, burlándose de sí mismo. Aquello me inquietó bastante, pero continué.
Finalmente, estimé que mi pupilo estaba dispuesto para dar los primeros pasos de la larga ruta que yo había ya trazado para los dos. En consecuencia, le enfrenté a un tal Joe Handler, un boxeador coriáceo, bastante hábil, y que sabía pegar. Su entrenador buscaba precisamente un combate «fácil», y aceptó de buen grado oponer a su muchacho con un desconocido.
Le hice ver a Costigan lo importante que era aquel combate, el primer paso del camino que le llevaría hasta el título. Le recomendé que boxeara inteligentemente, que se mantuviera a distancia de Handler hasta que viera un hueco, y que luego se lanzara sobre él propinándole los golpes que le había enseñado. Slade escuchó, pero no dijo nada.
* * *
Repicó la campana. Los espectadores se callaron en parte durante un instante de febril espera, mientras Handler se dirigía hacia el centro del cuadrilátero con los puños prudentemente levantados. Costigan se deslizó de su rincón, en posición medio plegada, desplazándose con la agilidad suave de un felino. ¡Me preguntaba si aquel era el mismo hombre que se enfrentó a Batallador Monaghan!
Handler atacó, golpeando con la izquierda, pero Costigan estaba fuera de su alcance. De nuevo golpeó, y en esta ocasión Costigan se adelantó, esquivó y le lanzó un gancho corto de izquierda al cuerpo. Handler gruñó y osciló sobre los talones. Acto seguido, Costigan saltó sobre él, lanzándole una lluvia de ganchos cortos de derecha e izquierda al cuerpo y a la cabeza.
Handler consiguió abrirse paso entre aquel diluvio de guantes y consiguió trabarse con su adversario. El árbitro separó a los dos hombres. Handler, golpeando a bulto, colocó un zurdazo apoyado. Costigan retrocedió ante un derechazo feroz. La multitud gritó y se burló de él, como siempre hace la multitud, sin pensar. Entonces, para mi horror... Costigan perdió completamente la cabeza y cargó a ciegas, moviendo los brazos, golpeando a derecha e izquierda.
Mis aullidos fueron inútiles. Paseó a Handler por el cuadrilátero, obligándole a retroceder bajo el ímpetu de su asalto, fallando casi todos los golpes o colocándoselos en las costillas. Los espectadores se levantaron y aullaron... estaban encantados, naturalmente. ¿Qué les importaba la suerte de un boxeador a quien todo aquello podía llevarle a un asilo para que pasase en él sus últimos días con el cerebro convertido en papilla por los golpes?
Handler estaba tan estupefacto ante aquella metamorfosis que fue incapaz de establecer un sistema defensivo, y justo antes de que sonara la campana Costigan le envió a la lona con un feroz golpe lateral de derecha a la cabeza.
Slade se sentó en su rincón, inclinado hacia delante, con la cabeza entre las manos, sin prestar atención a mis maldiciones y plegarias. Por segunda vez, avanzó lentamente, adoptando una posición clásica, pero antes de que sus guantes se tocaran, perdió todo control sobre sí mismo y volvió a su antigua manera de pelear. Handler estaba tan debilitado por la paliza que había recibido en el primer asalto que no fue capaz de resistir la ferocidad de Costigan. Tras fallar siete u ocho balanceados aterradores, Slade le colocó un poderoso zurdazo en la mandíbula, y Handler cayó noqueado.
Slade se sentó en el vestuario, silencioso, mirando el suelo fijamente. No le reprendí, porque sabía que estaba sufriendo. Le di una palmada en la espalda y le dije:
—Vamos, muchacho, tendrás más suerte la próxima vez. Después de todo, ha sido tu primer combate.
—No, Steve —declaró con un gesto que demostraba su desesperación—. Pasará lo mismo la próxima vez, y las demás veces. Hasta donde se remontan mis recuerdos, siempre me he comportado así. Soy un paquete y siempre lo seré. Sólo la suerte me ha permitido ganar el combate. Handler se ha visto sorprendido por mi cambio de estilo y ha abierto la guardia. Si no, me habría machacado. Oh, ya me conozco eso. Cuando empecé a boxear me pasaba lo mismo. Me acercaba en posición plegada, con el mentón pegado al pecho, desplazándome suavemente, girando alrededor de mi adversario, hasta que la multitud... —Tembló repentinamente y apretó los puños, clavándose las uñas en las palmas de las manos—. ¡La multitud! ¡Cuando aúllan me vuelvo completamente loco! «¡Pelea, miedica!». «¡Levántate y dale en las tripas, cobarde!». La fuerza de esos miles de voluntades cae sobre mí con la violencia de una marejada tangible. He consultado a los psicólogos. Me dijeron que era el hipnotismo de las masas. Soy como un hombre en trance, tú mismo lo dijiste. Una parte de mi cerebro se adormece y todo lo que queda es la necesidad salvaje y bestial de demoler a mi adversario. La multitud destruye mi voluntad y me hipnotiza.
—He oído hablar de esas cosas —dije indeciso—. Sin embargo, estoy convencido de que eso puede vencerse. Golpeas de manera innata. Podemos entrenarte hasta que boxees de manera natural, instintiva.
—Me extrañaría —replicó Costigan—. Cuando la tormenta de la multitud cae sobre mi cerebro, me acogoto... me quedo alelado; sólo parcialmente consciente de lo que hago.
Volví al campo de entrenamiento con una única idea en la cabeza: formar a Costigan hasta que boxeara instintivamente cuando luchase. Inculcarle la técnica, que asimilara perfectamente sus reflejos que los movimientos que efectuara le ayudaran a superar aquella prueba y conseguir la victoria, aunque su cerebro «se durmiera».
Los periodistas se lanzaron sobre el sensacional K. O. de Handler y pusieron a Costigan por las nubes. Le saludaron como a un nuevo Dempsey, un asesino del Oeste de pegada terrible, y celebraron su ardid riendo... le había hecho creer a Handler que era un boxeador defensivo antes de lanzarse contra él para aplastarlo. Al menos eso es lo que pensaban.
Me mostré más prudente en la elección del siguiente adversario.
Finalmente, opté por Tommy Olsen, un peso medio muy hábil, un buen boxeador pero no un asesino. Los periodistas deportivos se quedaron un poco sorprendidos por mi elección, pero la multitud que se apelotonaba en la sala se extrañó todavía más. Como en la ocasión anterior, Costigan empezó boxeando de manera inteligente, pero enseguida perdió el control de sí mismo y empezó a lanzar golpes desordenados e inútiles.
El combate, previsto para diez asaltos, llegó hasta el final. Olsen, boxeando de un modo inteligente, le infligió a Costigan un terrible castigo, pero gracias a la resistencia increíble del hombre de hierro, fue incapaz de noquearle; ni siquiera le quebrantó en serio. Al acabar la carnicería, el árbitro anunció su decisión: Costigan conseguía un combate nulo gracias a su agresividad y al hecho de que sus golpes desordenados pero terribles habían enviado a Olsen a la lona en dos ocasiones en que la cuenta llegó hasta el nueve. La multitud silbó contra aquel resultado y yo mismo pensé que era muy injusto con Olsen.
* * *
Los periodistas deportivos, una vez recuperados de su estupor, lanzaron contra nosotros su artillería pesada, preguntando con sarcasmo qué clase de hombre de hierro era aquél si era incapaz de abatir a un adversario que pesaba diez kilos menos que él.
En cuanto a mí, vi los signos de un desastre inminente.
—Slade —dije—, nuestras esperanzas de conseguir el título vuelan como humo. No estoy acostumbrado a renunciar tan deprisa, pero el público nos ha noqueado.
Slade tomó bruscamente mi mano.
—Eres un verdadero amigo, Steve, y tienes razón. Es duro abandonar de esta manera, pero mi rostro está lleno de cicatrices y tan machacado como el de un veterano; luego le llegará el turno a mi cerebro. He visto esos desechos humanos sonados por los golpes que en sus tiempos fueron hombres de hierro como ahora lo soy yo. Pero quiero un combate más, el último, y así podré ganar el dinero suficiente para montar el negocio que prefiera, Steve.
Intenté convencerle, pero acabé por ceder. Handler y su entrenador pedían a gritos la revancha y, como aquello me permitiría conseguir más dinero para mi pupilo que con cualquier otro combate, terminé por acceder, no sin tener antes serias dudas. Handler era un boxeador muy duro.
Una tarde, algunos días antes del combate, Slade vino a verme. Quería decirme algo, estaba claro, pero no terminaba de decidirse. Finalmente, ruborizándose como un colegial, me anunció:
—Steve, hay una mujer en mi vida.
—¡Oh, sí! —dije con amargura—. Si Handler baja la guardia, habrá un montón de aberturas, pero Slade sólo utiliza un golpe lateral desordenado que hasta un ciego podría esquivar. Ese muchacho vencería si se limitara a boxear con su adversario.
Para mi enorme estupor, los ojos de la joven brillaron bruscamente; se encaramó a una butaca y su voz clara y aguda atravesó el jaleo reinante como un cuchillo:
—¡Boxea, Slade, boxea!
Y se produjo un milagro ante mis ojos. Cuando Slade escuchó aquella voz, se quedó quieto donde estaba. Volvió la cabeza para ver a la que había gritado. En al acto, Handler aprovechó para lanzarle un poderoso derechazo a la mandíbula. Costigan se derrumbó como si le hubiera alcanzado un rayo, pero, mientras el árbitro contaba, se incorporó con esfuerzo y se arrodilló. Sus ojos velados por la sangre recorrieron los asientos de primera fila hasta que llegaron a la joven, donde se quedaron como clavados.
—¡Slade, oh, Slade! —La muchacha tendía los brazos hacia él y todo el amor, la súplica y la abnegación de la mujer, con un millar de siglos de antigüedad, vibraron en su voz—. ¡Boxea, Slade, boxeal
—¡Nueve! —gritó el árbitro... y Costigan estaba en pie.
La multitud rugió. Yo mismo empecé a aullar. El mánager de Handler se quedó pálido como un sudario. Handler, abalanzándose para asestar el golpe de gracia, fue recibido con un jab de izquierda fulgurante que le obligó a retroceder y le arrancó un surtidor de sangre de los labios.
Ágil como un leopardo, Costigan se lanzó sobre él haciendo que su jab de izquierda alcanzase el rostro de Handler en varias ocasiones al tiempo que Costigan esquivaba fácilmente las réplicas salvajes y desesperadas de su adversario. ¡Era una inversión increíble de la situación! Era Handler quien estaba lanzando golpes al azar y quien agitaba los brazos inútilmente, y Costigan quien enviaba una constante lluvia de ganchos y directos a la cabeza y al cuerpo.
Era la primera vez que se producía algo parecido en un cuadrilátero. Si Handler hubiera mantenido la sangre fría podría haber vencido, pero exactamente del mismo modo que Costigan le batió en su anterior enfrentamiento cambiando de estilo —el boxeador convertido sólo en pegador—, le estaba venciendo de nuevo con aquella transformación —el pegador convertido en boxeador. Handler fallaba los golpes una y otra vez, fue a la lona y se levantó, debilitándose a ojos vista. Slade le hizo cruzar el cuadrilátero a su adversario con una serie de golpes cortos, arrinconándole en las cuerdas, donde le hundió la derecha en el estómago cuatro veces seguidas. Handler cayó de rodillas y le contaron hasta diez, doblado por la mitad y agarrándose atontado a las piernas de Costigan.
—¡Maldita sea! —exclamó un atónito periodista, a mi lado, mientras los espectadores contemplaban la escena en el silencio causado por la confusión; luego, empezaron a gritar—. ¿Qué clase de pájaro entrenas? ¿No irás a decirme que Costigan he encajado todos esos golpes adrede para engañar a Handler?
—Hay quien dice que la influencia de la multitud puede ser contrarrestada por una sola persona si se piensa en esa persona con la fuerza suficiente —respondí, sólo consciente en parte de lo que decía—. ¡Ésta es la prueba!
Señalé el rincón del cuadrilátero donde Costigan había caído en los brazos de Gloria. La joven le inundaba de lágrimas y le cubría de besos, ignorando a cuantos se encontraban a su alrededor.
—El otro día diste a entender que Costigan iba a abandonar el boxeo —insistió el periodista tirándome de la manga—. ¿Qué me dices ahora?
—He cambiado de opinión. ¡Puedes anunciar en mi nombre y en el de Costigan que estoy entrenando al próximo campeón del mundo!
* * *
Aquel combate marcó el comienzo de una nueva era para Slade Costigan. Lo que pasó exactamente no sabría decirlo, pues no soy psicólogo, pero su miedo a la multitud parecía cosa del pasado mientras Gloria estuviera al lado del cuadrilátero para animarle cuando las brumas del pasado volvieran a presentarse para amenazarle de nuevo. Como él mismo decía, tenía la impresión de que la voz de Gloria le sacaba de un sueño profundo y volvía a poner en marcha las células de su cerebro anestesiado. La multitud rugía y tronaba como siempre, pero todo lo que mi boxeador escuchaba era la adorada voz de Gloria arrastrando todo lo demás.
Siempre reservaba un asiento para la joven, justo detrás del rincón de Slade, y cuando la situación se volvía crítica, la voz de Gloria le sostenía y le animaba, haciéndole recuperar fuerza y ardor. Quizá sólo fuera su enorme amor por ella lo que hacía que instintivamente siguiera sus indicaciones en cualquier circunstancia. O quizá el temperamento de Gloria era más fuerte, o, como todas las mentes inquietas, Slade necesitaba un ancla de salvación. Lo ignoro; sólo sé que, cuando el grito de amor y de guerra de Gloria atravesaba el clamor de la multitud, aquel «¡Boxea, Slade, boxea!», Slade Costigan era invencible.
El Triángulo Imbatible que nos llamaban los periodistas deportivos y aquella carrera hacia el título que se recordaría más de cien años. Gracias a aquel «ancla de salvación», Costigan se convirtió en lo que vi en él desde el principio. Un supercombatiente al que nadie se podía resistir.
Finalmente, no quedó más que un hombre entre él y el campeón, el sudamericano Búfalo González. Y entonces, tan rápidamente como se formó el Triángulo Imbatible, se rompió.
Ocurrió dos días antes de que Costigan zarandease al «Fantasma Moreno» de Atlanta y le dejara K. O. en el séptimo asalto. Cuando yo llegaba a nuestro campo de entrenamiento, me crucé con Gloria que salía y comprendí en el acto que había tormenta en el aire. Oh, la muchacha tenía todo un carácter a pesar de su infantil dulzura, y era una verdadera tigresa cuando se enfadaba.
—¡Le detesto! —exclamó dando una patada.
—¿A quién, Gloria? —pregunté.
—¡A Slade!
—¿A Slade? ¿Por qué? —pregunté estupefacto.
—¡Es un bruto y un tirano! —gritó con lágrimas en los ojos—. ¡Únicamente porque he pasado una sola tarde con un muchacho al que él considera antipático me ha montado una escena! Mira qué moratón tengo en el brazo.
—Vamos, chiquilla —dije, intentando calmarla—. Estoy seguro de que Slade no tenía intención de hacerte daño. Recuerda lo fuerte que es.
—No tiene ningún derecho sobre mí, y mucho menos para hacerme daño —sollozó pataleando—. Todo ha terminado entre nosotros, ¡para siempre! ¡No volveré, ni aunque me lo pida de rodillas! ¡Todo ha terminado!
Bruscamente se arrojó a mi cuello, como una niña, y lloró durante un instante sobre mi pecho; luego, se apartó bruscamente, dio una nueva patada... y se marchó. Y yo vi cómo mis esperanzas se marchaban con ella. Me fui a buscar a Slade.
Le encontré sentado a la mesa, hundido, sujetándose la cabeza entre las manos.
—Slade —le dije—, eres un imbécil—. ¿Qué ha pasado entre Gloria y tú?
—De acuerdo, soy un imbécil —respondió, levantando la cabeza y suspirando—. Se fue a pasar la tarde con ese tipo, un haragán contra el que ya la había advertido, sólo para demostrarme que aquello no era cosa mía. Luego, cuando vinieron por aquí, perdí la cabeza y le eché. Hemos tenido nuestra primera pelea y me ha tirado a la cara el anillo de compromiso, jurando que todo ha terminado entre nosotros. Y lo pensaba de verdad. ¡Nunca volverá!
Intenté encontrar a la joven, pero en vano, pues había dejado la ciudad. Puse a dos agencias de detectives a buscarla, pero Slade me dijo:
—No servirá de nada, Steve; aunque la encuentres, se negará a volver.
Mi corazón estaba lleno de amargura. Sabía que era inútil enviar a Slade sobre el cuadrilátero si Gloria no se encontraba a su lado. Dejé a un lado mis demás preocupaciones en vanos esfuerzos por encontrarla.
Luego, un día, cuando llegué al campo de entrenamiento, me encontré con mi boxeador entrenándose en el punching-ball.
—¿Has olvidado el combate con González? —dijo respondiendo a mis preguntas—. ¿Olvidas que firmaste hace cuatro meses para un combate contra González a quince asaltos?
—No combatirás con González si no encuentro a esa muchacha.
—¡Claro que sí! El contrato está muy claro y en él aceptabas pagar diez mil dólares si no me presentaba.
—¿Qué me importa el dinero? —repliqué, amargado—. Pienso en ti.
—Y yo pienso en Gloria —murmuró, golpeando maquinalmente el punching-ball.
—Olvídala. No vale la pena. ¿Sigues pensando enfrentarte a González? Vamos, Slade, ¡nunca le han derrotado! Es un gigante, un asesino. Si boxearas ante él, tendrías una oportunidad; si te le enfrentas de cara, te masacrará. Y sabes tan bien como yo que fallarás si no cuentas con Gloria para animarte.
—Eso es verdad —masculló—. Pero me las veré con González. Al menos pondré fin a mi carrera como boxeador con una última llamarada gloriosa.
Si no quieres ser mi entrenador, es cosa tuya. De cualquier modo, me enfrentaré a él. Sin embargo, preferiría que estuvieras en mi rincón la noche del combate, Steve.
Había aprendido hacía ya mucho tiempo que cuando un boxeador está tan decidido como él, es inútil discutir. Dominado por horribles presentimientos, me ocupé de los preparativos del enfrentamiento. No necesitaba verificar el palmarás de Búfalo González. Una vez cada cien años aparecía en el mundo del boxeo alguien como él. Llegado a Nueva York menos de catorce meses antes de nuestro combate, transportando sus escasas pertenencias en una maleta de cartón y el título pomposo pero hueco de «Campeón de América del Sur», el Búfalo demostró su valor en muy poco tiempo barriendo a todos sus adversarios; tenía en su haber veinte victorias por K. O. técnico.
Sólo veía un final para aquel combate. González era casi tan duro como Slade, y pegaba tan fuerte como él. Era el mejor pegador que hubiera conocido; tenía maneras de estilista, se movía con suavidad, giraba alrededor de su adversario, hacía buenas fintas, esquivaba los golpes más precisos. Conocía pocas cosas de los aspectos más técnicos del boxeo, pero hasta aquel momento su energía y su terrible pegada le hacían invencible. En su mejor forma, boxeando de manera inteligente y animado por unas ansias decisivas por vencer, estaba convencido de que Slade podría con el Búfalo. Pero si volvía a su antigua manera de combatir —manteniéndose erguido, con la guardia completamente abierta, lanzando golpes inútiles— el combate no sería más que una carnicería.
Una vez más, el estruendoso griterío de la multitud cayó sobre nosotros, las luces del cuadrilátero brillaron cegadoras y el olor a resina de la lona y a cuero mojado llegó hasta nuestras narices. Ayudé a Costigan a deslizarse entre las cuerdas y le miré mientras se incorporaba y se quitaba el albornoz.
Era un hombre con una silueta magnífica; un metro ochenta y dos, y ochenta y seis kilos de peso, un cuerpo musculoso, con largos y delgados tendones que se movían con ondulaciones a lo largo de sus brazos gruesos y sus anchos hombros. También era un hombre atractivo, pero de algún modo feroz, como un tigre, a pesar de los daños causados por las numerosas batallas que, después de todo, eran menos importantes de lo que se podría pensar. Era un auténtico hombre de hierro; algunos golpes le habían dejado marcas permanentes y aunque su nariz se hubiera roto bastantes veces no la tenía totalmente deformada.
Mientras le contemplaba pensé que los espectadores debían encontrarle lleno de seguridad y bastante temible... pero para mí parecía patético, un gigante desconcertado y anonadado, víctima de un handicap que nunca podría vencer, un hombre que iba a trompicones por la vida y que estaba abandonado a su suerte.
Tembló como bajo el efecto de un viento helado cuando escuchó el gruñido de la multitud, y en sus ojos grises y fríos apareció la vieja mirada fija y sin expresión. Una y otra vez la multitud aullaba su nombre, un océano furioso de sonidos por encima del cual, ya lo sabía yo, se movía Slade Costigan, desposeído de su «ancla de salvación», cuya mente agobiada luchaba en su contra vanamente. Me hacía una pregunta una y otra vez... ¿Sus entrenados reflejos le permitirían vencer en aquella prueba o bien iba a ceder y a derrumbarse, como ya se había derrumbado antes?
Luego, los gritos cambiaron, porque otra forma acababa de saltar al cuadrilátero. ¡González! Era un coloso y un gigante, con el torso más poderoso que se hubiera visto en un cuadrilátero estadounidense. Sus hombros parecían montañas de acero, sus brazos eran como nudosas ramas de roble. Un metro noventa y cuatro de altura y cada uno de sus noventa y dos kilos vibraba con una energía salvaje. Era rechoncho, pero no pesado. Se desplazaba con la ligereza de un tigre, y por debajo de sus negras y espesas cejas brillaban sus ojillos ardientes de ferocidad.
El árbitro llamó a los hombres al centro del ring para darles las correspondientes instrucciones, y Slade escuchó, con la cabeza apoyada en su poderoso pecho, como un puma disponiéndose a saltar. Luego, los dos volvieron a sus respectivos rincones, los segundos abandonaron el cuadrilátero y todas las luces, salvo que brillaban encima de la lona, se apagaron y, mientras me deslizaba entre las cuerdas, me detuve para darle a mi pupilo un último consejo:
—¡Slade, por el amor del cielo, déjame arrojar la esponja si esto se pone demasiado duro!
Su mano sujetó la mía y sentí la presa de sus dedos de acero a través del guante.
—No, Steve, deja que me vaya como he vivido. No vale la pena otra cosa. Mi mundo se ha hundido a mi alrededor, y supongo que en toda mi vida no he tenido un lugar bajo el sol. Dile a Gloria que la sigo queriendo. ¡La campana! ¡Ahora es cuando vamos a ver cuánto aguanta el mejor hombre de hierro ante el mejor pegador!
Y como un enorme tigre se lanzó desde su rincón, dejándome atónito y horrorizado, porque adivinaba por sus últimas palabras su intención de morir allí, ¡sobre el cuadrilátero! Oh, no se rían ante la idea de un hombre que muere bajo un diluvio de guantes de cuero. Eso ya ha pasado y si había algún hombre capaz de destruir a sus adversarios en el cuadrilátero y que estuviera dispuesto a hacerlo, aquel era Búfalo González. Se decía de él que había noqueado toros con su puño con un buen puñetazo de la mano derecha, así que bien podía hundir el cráneo de casi todos los hombres de este mundo. Piensen en un hombre que se enfrentase a todo un diluvio de esos golpes... ¡yendo a por ellos una y otra vez!
No, yo sabía que —a menos que por un milagro Costigan le dejara K. O. lo antes posible de un solo golpe— saldría del cuadrilátero en una camilla y que quizá nunca recuperaría el conocimiento.
Se hizo el silencio en toda la sala... un silencio de enfebrecida espera ante el enfrentamiento del tigre y el bisonte que se celebraba en el centro del cuadrilátero.
Costigan estuvo a punto de vencer por K. O. en el primer intercambio de golpes. Cargando con la violencia de una tromba, fue el primero en golpear... un formidable zurdazo en la mandíbula y un derechazo fulgurante que hicieron caer a González de rodillas en su primer viaje a la lona. Aquel golpe de derecha le alcanzó muy arriba; de otro modo, estoy convencido de ello, ni el mismo Búfalo habría podido levantarse. Pero como pasaron las cosas, se puso en pie de un salto, sin que empezaran siquiera a contar. Medio atontado pero loco de rabia, mugiendo como un toro herido, hizo tambalearse a Costigan con un terrible directo con la izquierda en la mandíbula. Esquivó la réplica de Slade y colocó la derecha... que alcanzó a su contrario con fuerza y por debajo del corazón.
—¡Maldita sea! —me gritó un periodista—. ¿Costigan se ha vuelto completamente loco o qué? ¿Qué intenta hacer, intercambiar golpes con González?
¿Cómo podía decirle que mi boxeador no sólo no seguía su instinto sino que estaba determinado a su propia destrucción? ¿Cómo iba a hablarle de los sentimientos que provocaban la desesperación de Slade... la chica que amaba, que se había ido llevándose con ella todas sus esperanzas y todas sus ambiciones? Sin embargo, yo podía comprender lo que sentía aquel muchacho enloquecido por la destrucción de sus esperanzas y agobiado por los fantasmas de todos sus fracasos. La vida ya no tenía sentido para él y quería sacrificarla gloriosamente sobre el cuadrilátero.
* * *
González pegaba y esquivaba, y los salvajes golpes que daba Slade rebotaban sobre sus poderosos hombros. El sudamericano confiaba en la fuerza de sus golpes, y estaba loco de rabia y humillación. ¡Por primera vez en su vida había sentido la lona bajo las rodillas!
Suspiré. Aquel incidente me demostraba que Slade tenía fuerza suficiente en los puños para dejar fuera de combate a González con la condición de alcanzarle muy a menudo. Pero el hombre capaz de abatir al Búfalo con uno o dos puñetazos todavía no había nacido y los golpes, fuertes pero poco frecuentes, de Slade no bastarían para quitarle el fuelle al gigante.
¡Bang! ¡Bang! Los directos de González martilleaban el cuerpo de Costigan, y sus largos ganchos en bucle de izquierda encontraban la sien de Slade en muchas ocasiones, mientras que los swings del hombre más ligero rebotaban en los brazos del sudamericano o en la parte alta de su cabeza, o le fallaban por completo.
Un gancho de derecha alcanzó a Slade a contrapié y le envió a la lona. Se levantó sin que le llegaran a contar, e intercambiaron una serie de terribles derechazos al cuerpo. Slade estaba quebrantado, pero González gruñó e interrumpió su ataque por un instante. Enseguida Slade lanzó un formidable swing que, al azar y por pura casualidad, alcanzó a González en el corazón, lo que hizo que el hombrón se doblara por la cintura sin respiración: otro derechazo como un dragaminas le levantó y le envió dando trompicones hacia las cuerdas, a las que se tuvo que agarrar aturdido.
En aquel momento, Costigan habría podido vencer el combate. El sudamericano trastabillaba ante él, desamparado, con los puños bajos. Sin embargo, Costigan falló sus golpes, uno tras otro; González, recuperándose con la rapidez habitual en él, se libró con un bandazo y envió a Costigan a la lona con un largo derechazo. La campana repicó y levantamos a Slade y le ayudamos a llegar al rincón.
—¡Maldición! —dijo excitado el cuidador de Slade—. ¡Lucha con la guardia totalmente abierta! ¡Has estado a punto de derribarle en el primer asalto! Esquiva sus golpes y estará listo. ¿Por qué no boxeas un poco con él?
—¡Cállate! —rugí—. El muchacho no sabe de lo que le hablas.
Slade estaba sentado pegado a las cuerdas mientras sus cuidadores le atendían. Pudo levantarse cuando sonó la campana pues su cuerpo y sus nervios respondían con el vigor de siempre, pero en sus ojos seguía brillando aquella mirada vacía que producía en él el clamor de la multitud.
González llegó más prudentemente... hizo una finta... detuvo el ataque de Slade con un directo de izquierda al rostro. El hombre más ligero osciló sobre los talones y el sudamericano, con los músculos anudándose hasta formar un bloque macizo de destrucción, se abalanzó y hundió el puño derecho hasta la muñeca en el cuerpo de Costigan. Ni siquiera un hombre de hierro podía resistir semejante golpe. Costigan se fue al suelo, como alcanzado por un rayo.
—¡Uno! ¡Dos! ¡Tres! ¡Cuatro!
Costigan intentaba en vano levantarse; la sangre que le corría por las facciones horriblemente heridas manchaba la lona de rojo. La multitud aullaba y contaba al mismo tiempo que el árbitro. Estiré la mano hacia la esponja. Luego, repentinamente, junto al codo, se elevó un grito que hizo que interrumpiera mi gesto.
—¡Boxea, Slade! ¡Oh, boxea!
¡Gloria! Me volví vivamente. Estaba a mi lado, con el pequeño sombrerito redondo bien plantado sobre su rubia cabeza. Con una mano se agarraba a una de las cuerdas; la otra estaba extendida en una muda súplica hacia el boxeador caído y cubierto de sangre que se incorporaba lentamente en el centro del cuadrilátero.
—¡Siete!
En cuanto escuchó la voz de Gloria, Costigan volvió la cabeza hacia su rincón. Sus ojos brillaron, y sacudió la cabeza violentamente como si intentara aclararse las ideas. Se pasó un guante por los ojos para limpiarse la sangre, y cuando vio el rostro bañado en lágrimas de la joven, una luz resplandeciente apareció en su mirada. La mirada vacía desapareció; en su lugar se distinguí una expresión llena de seguridad y confianza. Un sollozo de alivio y agradecimiento se escapó de mis labios.
—¡Nueve!
Costigan se levantó con un movimiento inseguro. Sus piernas temblaban, demostrando que el terrible castigo recibido había dejado huellas. González se acercó circunspecto, esperando la carga habitual, salvaje y desordenada. Pero Costigan, con un movimiento de felino, bajó la cabeza, se deslizó entre los grandes brazos del Búfalo y se trabó con él, inmovilizando al sudamericano de tal suerte que éste no podía hacer nada a pesar de su fuerza superior.
La multitud aullaba; González maldecía. El árbitro les separó, pero antes de que González pudiera golpear, Slade se trabó de nuevo. Los espectadores manifestaban su sanguinaria desaprobación mediante rugidos, pero Costigan no les prestaba atención. Cada momento del lance era precioso, porque cada segundo que pasaba nuevas energía y fuerza corrían por sus venas.
Ganó tiempo aferrándose a su adversario e inmovilizándolo hasta que el árbitro se cansó de separar a los dos hombres. La multitud deliraba, y González estaba loco de furia. El sudamericano se encontraba totalmente desamparado. Frente a él no tenía a un pegador, sino a un boxeador, y aquella transformación inesperada era superior a él, lo mismo que fue más de lo que Joe Handler pudo soportar. Además, el Búfalo desconocía todas las sutilezas del boxeo. Cuando el arbitro les separaba, Slade desequilibraba a González largándole sus rápidos directos, y luego se trababa de nuevo con él. ¡La campana! Y supe que, salvo que ocurriese algo inesperado, González había perdido su oportunidad de vencer en aquel combate.
En aquella ocasión Slade no necesitó que le ayudasen a volver al rincón.
—Slade, Slade —sollozoba la joven—. ¡Soy una idiota y una egoísta! Tenía que volver a tu lado, Slade. ¿Todavía me amas?
Una sonrisa echó hacia atrás los labios malheridos de Slade.
—Gloria, bien sabes que te amaré toda mi vida.
—No podía seguir lejos de ti. —Lloraba y reía al mismo tiempo, mientras los espectadores contemplaban la escena llenos de estupor—. ¡Tenía que volver!
—¡Que los segundos salgan del cuadrilátero!
Suavemente arrastré a la joven que quería quedarse junto a Slade y la ayudé a pasar bajo las cuerdas. Volviéndome hacia Costigan le dije rápidamente:
—¿Cómo te sientes, muchacho?
—En plena forma, Steve —respondió con una media sonrisa—. Mira bien, porque va a presenciar una demostración de lo que es el boxeo. ¡Ahora podría abatir a una docena de adversarios como González!
* * *
¡La campana! Costigan se dirigió hacia González, no tambaleándose impetuosa y estúpidamente, con la guardia totalmente abierta, como un pegador, sino atacando con ligereza e inteligencia, como un boxeador agresivo.
Pero González era un combatiente feroz y encarnizado. Al ver que la victoria se le escapaba bajo los jabs de un adversario transformado, se lanzó a la carga para matar o ser matado. Su primera carga pareció una borrasca llegada del infierno, y Slade, a pesar de toda su recuperada habilidad, no consiguió esquivarla por completo. Fue proyectado hacia atrás, cruzando el cuadrilátero, arrastrado por un torbellino de golpes como cañonazos que habrían destruido a cualquier boxeador que no fuera él.
Con las costillas machacadas y doloridas por los golpes, con una profunda herida en el pómulo, Costigan sintió las cuerdas en la espalda y renunció a boxear, pero sólo de momento. Cuando le vi lanzar una serie de golpes a toda potencia creí que de nuevo había perdido la chaveta, y Gloria creyó lo mismo que yo.
Pero Slade sabía lo que hacía. Un tigre humano le había acorralado contra las cuerdas, donde toda su habilidad era inútil, y debía rechazarle lo mejor que pudiera, y librarse o dirigirse a una derrota rápida. Se lanzó a una acción terrible, jugándose el todo por el todo en su resistencia y su pegada. Pero no golpeaba al azar, como hiciera antes. Con el mentón metido en el pecho, encorvado hacia delante y a la defensiva, enviaba ganchos cortos y terribles y poderosos directos. Encajó una buena cantidad de golpes, pero también dio otros tantos. El rostro de González se había transformado en una máscara ensangrentada, y su aliento era cada vez más corto.
¡Bang! ¡Bang! En aquel cuerpo a cuerpo, golpes a cual más poderoso eran propinados con una cadencia infernal, hasta que González tuvo que retroceder bajo el impacto de un derechazo como un mazazo en la mandíbula, y Slade saltó, alejándose de las cuerdas. Sin embargo, González volvió a la carga tambaleándose y le largó un terrible puñetazo con la derecha que atravesó el aire con un silbido. Aquella respuesta fue tan repentina e inesperada como el ataque de una cobra
Costigan agachó la cabeza, pero no fue lo bastante rápido. Recibió el golpe en plena sien, y cayó de bruces, como si la fuerza del golpe le fuera a hacer traspasar las planchas del cuadrilátero. El árbitro se fue sobre él de un salto y empezó a contar mientras González daba bandazos hacia un rincón neutral, casi en tan mal estado como el hombre al que acababa de tirar a la lona.
Gloria se puso a llorar, pero yo no tenía la menor duda. Sabía que Slade se pondría en pie de un modo u otro antes de que la cuenta llegara a diez. Y tal fue el caso.
González se le acercó con pasos cortos, con las piernas tensas. Sólo su coraje de bestia feroz le permitía seguir de pie, pero todavía era peligroso. Se arrojó contra su adversario como un gigante pesado y torpe, con el puño describiendo arcos de manera desordenada, con los ojos parcialmente cerrados brillando de furor. No conseguía entender que aquel hombre siguiera plantándose ante él levantándose después de haber recibido golpes capaces de acabar con cualquier ser humano normal. Aquel combate parecía más una prueba de resistencia. Y los dos hombres estaban padeciendo un horrible castigo.
Los dos estaban agotados, cerca del desvanecimiento. Sin embargo, Costigan encontró en lo más profundo de su ser la fuerza necesaria para continuar. El Búfalo falló un directo con la derecha e intentó trabarse a su adversario por primera vez en todo el combate. Costigan le rechazó con una serie de ganchos con ambos puños a la cabeza. También por primera vez González fue alcanzado sin que éste replicara. En un último esfuerzo de moribundo, volvió a trompicones al ataque y, con un rastro de su antigua ferocidad, propulsó a Slade a través del cuadrilátero propinándole un derechazo al cuerpo que afectó duramente al hombre de hierro.
Slade le largó un gancho corto de izquierda al mentón y un terrible derechazo bajo el corazón, y las rodillas del gigante moreno se doblaron. El Búfalo lanzó un golpe —la sombra de un golpe, a decir verdad— y un restallante derechazo que contenía toda la menguante fuerza de Slade encontró su mentón y le hizo caer de rodillas, desde donde cayó a la lona, de espaldas.
Costigan se dirigió con esfuerzo hacia el rincón más lejano. Mientras el árbitro contaba, el Búfalo se puso boca abajo, se levantó lo mejor que pudo y se quedó allí plantado, con las piernas temblorosas y muy separadas, con la cabeza de rasgos pesados inclinada sobre su poderoso pecho, incapaz de levantar los puños. Estaba K. O., pero seguía en pie, sostenido siempre por aquel instinto combativo de bestia feroz que le caracterizaba.
Costigan avanzó lentamente desde el rincón y se acercó al sudamericano. Un simple empujón habría bastado para hacer caer al hombre vencido, pero Slade detestaba tener que dar aquel último golpe. El árbitro dudó y luego le hizo un gesto a González para que volviera a su rincón. El sudamericano no vio el gesto: mientras el árbitro levantaba el puño derecho de Slade, González cayó hacia delante y se derrumbó cuan largo era sobre el cuadrilátero, de donde, ya sin conocimiento, no se movió más.
Costigan se derrumbó al llegar a su rincón, incapaz de descender del cuadrilátero, y Gloria se echó en sus brazos. Lloraba, reía y le abrazaba.
—¡Oh, Slade, no había comprendido lo mucho que me necesitabas! ¡Slade, nunca te dejaré!