«¡Una izquierda como un cañonazo y una derecha fulgurante! ¡Una mandíbula de granito y un cuerpo de acero templado! ¡La ferocidad de un tigre y el corazón de combatiente más grande que haya latido en un pecho con las costillas de hierro! Así era Mike Brennon, aspirante al título de la categoría de los pesos pesados».
Mucho antes de que los periodistas deportivos descubrieran la existencia de Brennon, yo me encontraba en la «tienda de atletismo» de un circo que alzó sus carpas a las afueras de una pequeña ciudad de Nevada, sonriendo y admirando las bufonadas del presentador, que ofrecía con toda facilidad cincuenta dólares a cualquier hombre que resistiera cuatro asaltos frente a Young Firpo, el Asesino de California, ¡campeón de California y de Insulindia! Young Firpo, un muchacho recio y peludo, con los músculos sobresalientes de un levantador de pesas y cuyo verdadero nombre sería algo así como Leary, estaba a su lado, con una expresión aburrida y despectiva dibujada en sus gruesas facciones. Todo aquello era rutina para él.
—Vamos, amigos —gritaba el presentador—, ¿no hay ningún joven entre los presentes capaz de arriesgar su vida en el cuadrilátero? ¡Naturalmente, la dirección declina toda responsabilidad si tan valiente joven se deja matar o desgraciar! Pero si alguien de los presentes se arriesga a correr semejantes peligros...
Vi a un individuo de rostro patibulario levantarse de su asiento —uno de los habituales «comparsas» en connivencia con los feriantes, claro—, pero en aquel momento la multitud empezó a bramar:
—¡Brennon! ¡Brennon! ¡Vamos, Mike!
Finalmente, un joven se levantó y, con una tímida sonrisa, saltó por encima de las cuerdas. El «comparsa» dudó... Young Firpo manifestó un vago interés, y por el modo en que el presentador escrutó al recién llegado y a juzgar por el rugido de la multitud comprendí que era alguien «regular»... un muchacho de la región, por decirlo llanamente.
—¡Tú eres un boxeador profesional! —afirmó el presentador.
—He librado algunos combates aquí y allí —respondió Brennon—. Pero usted dijo «cualquier hombre».
—Sí, naturalmente —dijo el presentador, fijándose en la diferencia de tamaño de los dos boxeadores.
Mientras proseguía la habitual letanía de discusiones, me pregunté hasta dónde estarían dispuestos a llegar los feriantes para salvar su dinero si aquel muchacho acababa siendo demasiado bueno para su hombre. El cuadrilátero se encontraba en el centro de la tienda; los vestuarios un poco más allá. Había una cortina de tela en el lado opuesto al que ocupaban los espectadores, de modo que podían arrastrar hasta allí al contrincante local, donde un compinche armado con una cachiporra podría ocuparse de él.
Brennon, tras un corto trayecto hasta el vestuario, volvió y subió al ring. La concurrencia le brindó una delirante ovación. Era un muchacho con una constitución magnífica, un metro ochenta y tres de altura, una cintura breve y miembros estilizados, con unos hombros notablemente anchos y unos brazos poderosos. Con la tez mate, ojos grises y estrechos, y una cabellera negra que le caía sobre una frente ancha y baja, su rostro era el de un auténtico combatiente —ancho en los pómulos—, con los labios delgados y una mandíbula sólida. Sus largos músculos parecían deslizarse mientras avanzaba con la facilidad de un enorme tigre, Por comparación, Young Firpo parecía indolente y simiesco.
Anunciaron sus pesos respectivos: noventa para Brennon, noventa y dos para Young Firpo. La multitud silbó: cualquiera podía ver que el boxeador del circo pesaba por lo menos cien kilos.
La batalla fue breve, violenta y sensacional, y terminó en medio de un verdadero tumulto. Cuando sonó la campana, Brennon se lanzó desde su rincón, con la guardia abierta, como si aquello fuera una riña de bar. Young Firpo le recibió con un malintencionado croché de izquierda al mentón, deteniéndole en seco. Brennon se tambaleó; el boxeador de circo le lanzó la derecha a la mandíbula... un golpe terrible que, por extraño que resulte, no pareció inquietar a Brennon tanto como el primero. Sacudió la cabeza y se lanzó de nuevo al ataque, pero, mientras lo hacía, su adversario le largó su criminal izquierda y le alcanzó en la mandíbula una vez más. Brennon cayó como una masa inerte, de tripa. Los presentes enloquecieron desesperados. El presentador, que también era el árbitro, empezó a contar a toda prisa. Young Firpo se quedó junto al boxeador derribado.
A la cuenta de «cinco» Brennon no se había movido. A la de «siete», se agitó y empezó a efectuar movimientos desordenados. A la de «ocho», se apoyó en las rodillas con gran esfuerzo y sus ojos enrojecidos, atónitos, se fijaron en su vencedor. En el acto, empezaron a arder con el furor de un asesino. Mientras el presentador abría la boca para contar «diez», Brennon se levantó titubeante, como una marejada de ferocidad inusitada que dejó estupefactos a los espectadores.
También Young Firpo parecía anonadado. Su rostro palideció y emprendió una retirada precipitada. Pero Brennon se arrojó sobre él como un tigre enloquecido por el olor de la sangre, y antes de que el boxeador del circo pudiera levantar los puños, la izquierda de Brennon describió un amplio arco de círculo y se aplastó bajo su corazón, luego un derechazo impetuoso encontró su mentón, haciéndole caer y golpear la lona con tanta fuerza que hizo oscilar el cuadrilátero.
El aterrado presentador empezó a contar maquinalmente, pero Brennon, moviéndose como un hombre en trance, le empujó a un lado y, agachándose, arrancó el guante de la fláccida mano izquierda de Young Firpo. Retirando algo que llevaba entre los dedos, se lo mostró a la multitud. Era un pesado objeto de metal parecido a unos nudillos de cobre, conocido en el lenguaje del cuadrilátero con el nombre de «puño americano». Lancé una exclamación de sorpresa. ¡No era sorprendente que Young Firpo se quedara desconcertado cuando su víctima se levantó! Aquel guante forrado de acero, que se había estrellado por dos veces en la mandíbula de Brennon, ¡debería haberle roto los huesos! ¡Sin embargo, pudo levantarse en menos de diez segundos y abatir a su adversario con sólo dos golpes!
A continuación se produjo la revuelta general. El presentador intentó arrebatarle a Brennon el puño americano, y uno de los segundos de Young Firpo atravesó el cuadrilátero y golpeó al vencedor. Los espectadores, presintiendo que se cometía una injusticia con su favorito, invadieron el ring con la intención de destrozarlo todo. Mientras yo me abría camino hasta la salida más próxima, vi a uno de los habitantes de la ciudad, loco de rabia, blandir una silla para aplastarla sobre Young Firpo, que todavía estaba en la lona. Brennon se adelantó y recibió el golpe dirigido a su adversario en el hombro, cayendo de rodillas bajo la fuerza del impacto. En un momento, yo estaba fuera, y mientas me alejaba riendo, escuché el griterío de la trifulca y la llegada de la policía.
Algún tiempo después vi a Brennon boxear de nuevo en un pequeño club de la Costa Oeste. Su adversario era un boxeador de segunda, un tal Mulcahy. Durante el combate, sentí cómo crecía mi interés por Brennon. Tenía una energía increíble, una pegada aterradora que yo había visto raramente, y era evidente que su único defecto era un falta total de técnica. Mulcahy, aunque sólido y coriáceo, era un paquete; sin embargo, dominó claramente a Brennon durante casi dos asaltos, y le pegó con todo lo que tenía. A decir verdad, sus golpes más ajustados ni siquiera hacían pestañear al muchacho de la negra cabellera. Luego, cuando todavía quedaban menos de treinta segundos para terminar el segundo asalto, uno de los amplios golpes con giro de Brennon alcanzó a su adversario, con lo que terminó el combate.
Yo pensé: ese muchacho tiene madera de campeón; de acuerdo, lucha como un estibador, pero no debo darle mayor importancia. Muchos boxeadores se han abierto camino mejor o peor y nunca han aprendido nada, y todo porque tenían un mánager ignorante o negligente.
Fui a ver a Brennon a su vestuario.
—Me llamo Steve Amber. He presenciado dos de tus combates.
—¿He oído hablar de usted? —respondió—. ¿Qué es lo que quiere?
Sin tener en cuenta su tono huraño, le pregunté:
—¿Quién te entrena?
—Nadie.
—¿Qué te parecería que me ocupara de ti?
—Usted o cualquier otro, me da exactamente igual —respondió secamente—. Pero éste ha sido mi último combate. Cuelgo los guantes. Estoy harto de aplastar merluzos en salas de poca monta.
—Trabajemos juntos. Puedes contar con que te conseguiré combates más importantes.
—No se canse. He probado ya dos veces. Una vez contra Marinero Slade; otra contra Johnny Varella. Fracasé. No, no empiece a discutir. No quiero hablar con usted... ni con usted ni con nadie. Estoy reventado. Me voy a dormir.
—Como quieras —repliqué—. Yo nunca atosigo a un boxeador... pero aquí está mi tarjeta. Si cambias de opinión, ven a verme.
Pasaron las semanas, y se convirtieron en meses. Pero Mike Brennon no era un hombre del que uno se pudiera olvidar fácilmente. Cuando soñaba, como sueñan todos los aficionados al boxeo y los entrenadores de los boxeadores, en un supercombatiente, la cara de Mike Brennon se me aparecía enseguida... una figura sombría, amenazadora, expresando la rabia abisal de combatir de los seres primitivos.
Luego, un buen día, Brennon apareció ante mí... no en un ensueño, sino en la realidad. Entró en el despacho de mi campo de entrenamiento, con el sombrero abollado en la mano y una sonrisa impaciente en su rostro moreno... un hombre muy diferente del adolescente triste y brutal con el que hablé la última vez que le vi.
—Señor Amber —declaró sin darle más vueltas—, si quiere contar conmigo, me gustaría que fuera usted mi mánager.
—Perfecto —le respondí.
Brennon parecía nervioso.
—¿Puede conseguirme un combate ahora mismo? —preguntó—. Necesito dinero.
—Eh, no tan deprisa —dije—. Si tienes algunas deudas, puedo adelantarte algo de dinero...
Esbozó un gesto irritado.
—No se trata de eso... ¿Puede conseguirme un combate para esta misma semana?
—¿Estás en forma? ¿Cuándo fue tu último combate?
—No he boxeado desde el día que vino a verme; ¡pero me he mantenido en forma, créame!
Me llevé a Brennon hasta el cuadrilátero al aire libre donde Spike Ganlon, un hábil peso medio, se entrenaba, y le pedí que hiciera con él algunos asaltos rápidos. Brennon luchaba con ganas, y me sorprendió verle construir su combate con una técnica bastante depurada ante el astuto Ganlon. De acuerdo, se veía dominado y sobrepasado, pero era lo que se podía esperar, pues Ganlon era un personaje eminente en el mundo pugilístico. Por el contrario, no me gustaba el modo en que Mike largaba sus golpes. No tenían la pegada de otros tiempos, y era más lento de lo que recordaba. Sin embargo, le hice entrenar con la bolsa y no tardó en recuperar su antigua forma, arrancando casi el saco de los anclajes, y me pregunté por qué no había puesto tanta fuerza contra Ganlon.
Los días siguientes los dedicamos a un trabajo penoso y a un entrenamiento intensivo. Brennon escuchaba con atención lo que Ganlon y yo mismo le decíamos, pero el resultado estaba lejos de ser satisfactorio. Era inteligente, pero parecía incapaz de poner en práctica las cosas que tan fácilmente había aprendido en teoría.
Pero al principio yo no esperaba un milagro por su parte. Le hice trabajar pacientemente durante varias semanas, y contraté a un peso pesado con buena técnica para que le sirviera de sparring-partner. La primera vez que boxearon de verdad me quedé sorprendido... y decepcionado. Mike arrastraba los pies y movía los brazos torpemente, lanzando golpes inútiles y sin la menor fuerza. Un jab directo a la nariz le hizo bastante daño y abandonó la técnica y volvió a su antiguo estilo, lanzando los dos puños hacia adelante y golpeando al azar. Pero aquellos golpes eran del estilo «mazazo» y resultaban mucho más rápidos. No tardé en pedirle que parara.
—He cometido un error —le dije—. Intentaba hacer de ti un fenómeno del boxeo. Y eres un pegador nato, aunque aparentemente no tienes las disposiciones de un pegador nato. Tengo la impresión de que tu experiencia en el cuadrilátero te ha enseñado algo.
»Bien, en todo caso, voy a hacer de ti un verdadero pegador, como Dempsey, Sullivan y McGovern. Sé lo que se te pasa por la cabeza; posees instinto de pegador. Eres capaz de boxear honestamente con un amigo cuando sólo lo haces para divertirte, pero cuando subes al ring, o cuando te hacen daño, te olvidas de todo, menos de tu manera natural de luchar. No es un reproche. Dempsey era un famoso boxeador cuando se entrenaba, pero nunca fue un estilista. Lanzaba sus golpes exactamente igual que tú, hasta que De Forest le enseñó a colocarlos.
»Sin embargo, Mike, te voy a hablar muy francamente. Dempsey, incluso cuando empezaba, mostraba más disposición para el boxeo que tú. Vamos, te lo digo por tu bien. Dempsey, Ketcher y McGovern, incluso cuando empezaron a boxear, tenían un juego de piernas instintivo y se desplazaban constantemente alrededor de sus adversarios. Esquivaban, contraatacaban y pegaban con precisión. Tú te lanzas a lo loco, con la guardia abierta y hasta un ciego podría esquivar tus puñetazos. Eres rápido, excepcionalmente rápido, pero no sabes sacarle partido. Bueno, ahora que sé que meterás la pata, voy a cambiar de táctica.
Durante algún tiempo, todo pasó como si mis sueños se estuvieran haciendo realidad... parecía que Mike era un nuevo Dempsey. Pese a sus demandas reiteradas de que le buscasen un combate, le mantuve inactivo durante tres meses... con ello quiero decir que no libró ningún combate profesional. Durante horas, y todos los días, le hice trabajar y lanzar crochés en el punching-bag para que se olvidara de los desordenados swings y ganara precisión en sus golpes. Nunca aprendería a apoyar un directo, pero nunca fue mi intención que fuera tan peligroso como Dempsey gracias a sus crochés. Me esforcé para enseñarle la táctica del viejo maestro —presionar y buscar el cuerpo a cuerpo, protegido por una muralla de guantes y codos—, así como las nociones fundamentales del juego de piernas y las fintas. No era fácil.
—Mike es un tipo algo raro —me dijo Ganlon—. Tiene el corazón y el cuerpo de un combatiente, pero no posee la inteligencia innata de los mismos. Comprende, pero es incapaz de poner en práctica lo que le enseñas. Debe trabajar horas y horas para aprender el truco más sencillo... y luego probablemente lo olvidará. Si fuera idiota, lo comprendería. Pero es inteligente en otras muchas cosas.
—Puede que haya luchado mucho tiempo en los clubes de segunda... y que haya pillado hábitos difíciles de olvidar.
—Es posible. Pero la cosa llega más lejos. Hay algo en él que parece no funcionar bien.
—¿Qué quieres decir? —pregunté con inquietud.
—No lo sé. Pero es algo que afecta a su coordinación y que le impide a su mente trabajar en consonancia con sus músculos. Cuando intenta boxear, en el sentido técnico, se ve obligado a detenerse y pensar, y en el cuadrilátero no tienes tiempo para pensar. Ves llegar un golpe, y durante esa fracción de segundo tienes que saber lo que puedes y lo que no puedes hacer para esquivar o bloquear y contraatacar. No es que estudies esas cosas, es que las sabes, estarás de acuerdo conmigo. Es decir, si eres un boxeador rápido. Si eres un pegador con la guardia abierta, no piensas en nada. Te contentas con encajar el golpe, escupir los dientes y seguir moliendo a golpes a tu adversario.
—Todos los pegadores son iguales —repliqué—. ¡Tampoco es que queramos que Mike sea un estilista!
Ganlon sacudió la cabeza.
—Lo sé. Pero Mike es diferente. No tiene disposiciones para ese juego. Incluso los trucos más simples le resultan complicados. En dos palabras, tiene que aprender a cubrirse o quedará completamente sonado y será un idiota dentro de unos pocos años. A todos los grandes pegadores les pasa más o menos lo mismo. Algunos adoptan una posición doblada, con los puños junto al cuerpo, como Dempsey, otros se protegen el cráneo con los brazos y se las apañan, como Nelson o Paolino. Los que lucharon con la guardia abierta totalmente no duraron mucho, especialmente los pesos pesados. Los manicomios y los recortables es lo que les suele quedar a todos ellos. Es evidente que un cráneo humano no puede resistir indefinidamente todos esos golpes.
—Deberías haber sido matasanos, Spike. Mike no es perfecto, pero es inteligente. Aprenderá.
—Otra cosa, sí... pero el boxeo... quizá.
Poco tiempo después de esta conversación con Spike, Brennon vino a verme.
—Steve —dijo—, me es imprescindible un combate. Necesito dinero... lo necesito de verdad.
—Mike —le dije—, eso no es cosa mía, pero no comprendo por qué insistes tanto. No tienes gastos. Me dijiste que no tenías deudas y no aceptaste lo que te ofrecí como anticipo...
—¿Y a ti qué te importa? —dijo, pálido.
—Nada —me apresuré a confirmar—. Pero como soy tu entrenador, me preocupo por tus necesidades financieras. Es lo normal. Perdóname.
—No, soy yo quien tiene que excusarse, Steve —respondió bruscamente, cambiando de actitud—. Tenía que imaginarme que no querías meter la nariz en mis asuntos privados. Pero al menos necesito...
Me anunció una cifra que me sorprendió.
—Y sólo hay un modo de conseguir tanto dinero —dije—. Lo comprendo, pero no creo que estés en disposición de enfrentarte a un luchador de primera. Pero como es una cuestión de dinero... Mono Barofa está en la Costa, para aumentar su palmarés de victorias por K. O. Busca combates fáciles. El director del Club Atlético Hopi es amigo mío. Puedo conseguir un combate con él por la suma que necesitas. Sabes que será una derrota humillante y que en este momento podría comprometer toda tu carrera. No me digas luego que no te advertí. Pero estás en una forma excelente, y si luchas como te hemos enseñado, creo que podrías derribarlo.
—Lo derribaré —dijo Mike agachando la cabeza con aspecto feroz.
Esperaba que fuera más sincero en su convencimiento que yo. De hecho, yo pensaba que no estaba listo para enfrentarse a un boxeador de primera, y mi intención era la de hacerle «labrarse» progresivamente. Pero tenía una exigencia tan imperiosa cuando hablaba de aquel dinero que necesitaba que aquello puso punto final a mis decisiones. En muchas cosas, Brennon era un hombre que ejercía una terrible atracción magnética. Como Sullivan, dominaba a todos los que le rodeaban... entrenadores, cuidadores, y organizadores de combates. Se mostraba irracional sólo cuando se trataba del dinero, y aquella rareza en su naturaleza equivalía a una verdadera obsesión.
En gran parte gracias a mis relaciones, Brennon, un boxeador totalmente desconocido, se vio enfrentado a Barota para un combate a diez asaltos; el italiano era favorito tres contra uno y apenas hubo quienes aceptaran las apuestas. Mis últimas recomendaciones para Mike fueron:
—¡No te olvides! Usa la posición doblada y la guardia que Ganlon te enseñó. ¡Si no te proteges, te hará papilla!
Las luces de la sala, salvo las que iluminaban el cuadrilátero, se apagaron. Los espectadores se callaron... ese silencio opresivo y momentáneo que marca el principio de un combate. Los dos hombres saltaron desde sus respectivos rincones y...
—¡Oh, maldita sea! —exclamó Ganlon a mi lado—. ¡Se ha olvidado de todo, todo lo hace al revés!
Mike había adoptado su viejo y torpe estilo. Bajo los proyectores, con el adversario ante él y el clamor ensordecedor de la multitud, parecía una fiera que ha caído en la trampa, desconcertado y atontado. Barota atacó... Mike esquivó agachando la cabeza hacia el lado equivocado, y recibió el golpe en el ojo. Aquella rápida izquierda era difícil de esquivar por cualquier boxeador, pero Mike se había echado encima del golpe. ¡Y aquello no había terminado!
Ganlon bramaba a mi oído.
—¡Tras todos estos meses de trabajo, no se acuerda de nada! Lo mejor sería que tiraras la esponja ahora mismo. ¡Oh, mira eso! —exclamó cuando Mike intentó lanzar un gancho por su cuenta—. Ni siquiera es capaz de largarle un croché correctamente. Todo el mundo lo ha entendido. ¡El resultado ya se sabía de antemano!
* * *
Barota se tomaba su tiempo. A pesar del hecho de que su adversario parecía no contar con nada, salvo con un aspecto amenazador, nadie podía mirar el rostro de Mike Brennon y no tenerlo en cuenta. Pero un asalto de golpes torpes e ineficaces puñetazos adormecieron las sospechas de Barota. Se mantenía dando vueltas con ligereza alrededor del desorientado pegador, haciendo llover sobre él rápidos jabs de derecha. Ganlon casi lloraba de rabia, como si la incapacidad de su alumno lloviera sobre él.
—¡Le he enseñado todo lo que sé y ese macaroni le está dejando en ridículo!
Faltando treinta segundos para que acabara el primer asalto, Barota lanzó bruscamente uno de sus famosos ataques. Mike abandonó todo esfuerzo por emplear la táctica y empezó a lanzar swings, tan impetuosa como inútilmente. Barota se abrió pasó entre los brazos que se agitaban frenéticamente, sin ser alcanzado, e inundó de golpes la cabeza y el cuerpo de Brennon. La campana puso fin al diluvio.
El rostro de Mike estaba algo machacado, pero estaba tan fresco como si no hubiera encajado todos aquellos golpes un instante antes. Interrumpió el apasionado monólogo de Ganlon con la siguiente observación:
—Ese tipo no sabe pegar.
—¡No sabe pegar! —A Ganlon casi se le cayó la esponja—. ¡Maldita sea, si tiene una lista de victorias por K. O. tan larga como una línea de metro! A golpes, te ha llevado de paseo por el cuadrilátero, ¿o no?
—Es posible, pero no he sentido nada —replicó Mike justo antes de que repicara la campana.
Barota llegó a toda marcha con la intención de llevar el combate a un final repentino. Lanzó un ataque rápido, hirió a Mike en los labios con un directo seco y luego empezó a machacarle el cuerpo con una serie de zurdazos que en otros combates debilitaron a buen número de sus anteriores adversarios antes del K. O. fatal. La multitud estaba delirante mientras maltrataba a Mike y lo llevaba de un lado a otro del ring, pero bruscamente sentí los dedos de Spike clavándoseme en el brazo.
—¡Bat Nelson en carne y hueso! —susurró con la voz vibrando de excitación—. Los espectadores están convencidos, como Barota, de que esos crochés de izquierda le están sentando muy mal a Mike... pero ni siquiera los siente. Le queda una oportunidad... cuando Barota suelte la derecha.
En aquel momento, Barota retrocedió, esbozó una rápida finta y lanzó la derecha. Estaba muy orgulloso de la fuerza de su puño derecho, capaz de romper huesos. Tenía toda la abertura que quería y apoyó el golpe con todas sus fuerzas. Las articulaciones protegidas por el guante de cuero, apoyadas por un brazo grueso como un poste y un hombro macizo, se aplastaron contra la mandíbula de Mike con todas sus fuerzas. El impacto se extendió por toda la sala. Una exclamación apagada se alzó desde las filas de los espectadores, las uñas se hundieron profundamente en las palmas de las manos. Mike titubeó como un hombre borracho, pero no cayó.
Barota se inmovilizó durante un instante... petrificado al darse cuenta de que no había conseguido arrojar a su adversario a la lona. Durante aquel fugitivo segundo, Mike lanzó una izquierda salvaje —y la colocaba por primera vez— muy por encima del pómulo y Barota se derrumbó. Los espectadores se levantaron gritando. Asombrado, el italiano se levantó sin que llegaran a contarle, y Mike se lanzó sobre él con la ferocidad de un tigre que huele carne fresca. Barota, ciego y sonado, no podía defenderse; sin embargo, Mike falló con ambos puños, pero luego le alcanzó con una derecha como un dragaminas que alcanzó a su adversario en plena sien, y Barota cayó... no simplemente noqueado, sino sin conocimiento.
Los espectadores lanzaron aullidos delirantes, pero Ganlon me dijo:
—Mike es un hombre de hierro, ¿no lo comprendes? Un fenómeno indestructible, como Grim y Goddard. ¡Nunca aprenderá nada, aunque entrene cien años!
Al día siguiente, tras aquella victoria que dejó estupefacto al mundo deportivo, Mike Brennon, Ganlon y yo estábamos desayunando, muy lejos de ser una alegre reunión. Ganlon leía los diarios de la mañana y no paraba de gruñir.
—Todo el país está en efervescencia —murmuraba—. Los periodistas deportivos siguen extasiados ante la «revelación» del cuadrilátero. Dicen que Barota se puso a llorar cuando recuperó el sentido en su vestuario; y afirman que Mike «embaucó» a su adversario en el primer asalto boxeando como un paquete.... ¡dicen que es el nuevo Fitzsimmons! ¡Pamplinas! Ah, aquí hay uno de la vieja escuela que sabe lo que dice.
»"Salvo error por mi parte", leyó, "este Brennon es el mismo que se comportó como un patán frente a Marinero Slade el año pasado en Los Angeles. Su victoria por K. O. sobre Barota parece un ramalazo. No obstante, es un boxeador increíblemente duro".
»Oh, oh —dijo Ganlon dejando el diario a un lado—. Eso es totalmente cierto. Mike, lamento decirte esto, pero como combatiente no vales nada. No es culpa tuya. Tienes el corazón y el cuerpo de un buen boxeador, pero no tienes más disposiciones naturales que las que tiene un oficinista, y eres incapaz de aprender. Tienes instinto para combatir, pero no el instinto de un combatiente... y esa diferencia es enorme.
»Eres un Joe Grim de los pesos pesados. Uno de ellos; y ninguno, a excepción de Jeffries, ha sido capaz de aprender nada. Te aconsejo que cuelgues los guantes... inmediatamente. Los boxeadores como tú terminan muy mal. Demasiados golpes en la cabeza. Se quedan sonados por los golpes de manera irreversible. Incapaces de decir cuántos dedos tienen. ¿Quieres acabar como ellos? Eres inteligente y podrías triunfar en otra cosa.
»Puedes elegir entre dos posibilidades. La primera, continuar librando combates en clubes de segunda categoría. Podrías ganarte la vida de esa manera y durante bastante tiempo. Segunda posibilidad, aceptas los combates que seguro te van a proponer tras esta inesperada victoria. Si te enfrentas a los boxeadores de primera, no ganarás muchos combates, admitiendo que ganes aunque sólo sea uno, pero serás una atracción como lo fue Grim. Te lo advierto, no durarás mucho. A fuerza de recibir golpes, acabarás por romperte y tendrás que irte al asilo. La tercera posibilidad, y la mejor, te embolsas el dinero que van a darte y abandonas el boxeo definitivamente. Steve y yo estaríamos encantados en prestarte el dinero para que montes un pequeño negocio.
Asentí. Mike sacudió la cabeza y extendió sus dedos de acero en la mesa, ante sí. Como de costumbre, dominaba la escena... una enorme y oscura silueta de ignoradas posibilidades.
—Tienes razón, Spike, en todo lo que has dicho. Siempre he sabido que tenía algún defecto. Nadie puede ser tan insensible a los golpes y tener un cerebro normal. Y no sólo en lo relativo al boxeo; he fracasado en todo lo que he empezado. Cuando me encuentro en el ring, me quedo atontado ante la multitud. Pero eso no es todo. No sé lo que debo hacer, y debo combatir y continuar por mucho que me cueste.
»Pero... ¡sé encajar! Es mi única esperanza. Y por eso mismo no colgaré los guantes. Puede que me cueste los reflejos. La naturaleza me ha dado una constitución excepcional. Tú mismo has reconocido que sería una buena atracción; la gente iría a ver mis combates. Bien, soy como Batallador Nelson... no soy un ser humano cuando se trata de encajar golpes. El único hombre que me tocó en serio fue Marinero Slade, y no consiguió abatirme. Nadie puede, al menos de momento. De acuerdo, tras años de combates implacables, alguien acabará por noquearme. Pero antes, tengo la intención de sacarle partido a mi resistencia. Quiero poner a mi favor el hecho de que ningún hombre sea capaz de enviarme a la lona para la cuenta. Amasaré una fortuna si lo hago bien.
—¡Bondad divina, Mike! —exclamé—. ¿Te das cuenta de lo que eso significa... las palizas, las heridas? A partir de ahora te vas a enfrentar a los grandes boxeadores... hombres que tienen muy buena técnica y una pegada terrible. No tienes la menor defensa. ¡Eres un animal, date cuenta de que te van a hacer papilla!
—¡Una mandíbula de granito y costillas de acero, ésa será mi defensa! —replicó—. Me enfrentaré a todos ellos y, a la larga, sacaré partido.
—Puede —dije—. Un hombre puede agotarse a fuerza de golpear contra un muro de granito, como vi a algunos que se enfrentaron a Tom Sharkey y a Joe Goddard, ¡pero menudos bloques de granito! Has tenido suerte con Barota. ¡Tú próximo adversario estará advertido!
—No pueden hacerme daño. Y puedo derribar a cualquiera si consigo tocarle. Vencedor o vencido, atraeré a las masas, y eso quiere decir bolsas importantes. Es lo que deseo. Según tú, ¿querría yo padecer ese purgatorio si no tuviera tanta necesidad de dinero?
—Si es por la pobreza... —empecé.
—¿Qué sabes tú de la pobreza? —exclamó en un repentino acceso de cólera—. ¿Acaso te dejaron en el torno de un orfanato unos días después de nacer? ¿Te pasaste la infancia rodeado por otros quinientos chicos cuyas necesidades se cubrían con apenas lo necesario? ¿Has vivido como un vagabundo rodando durante toda tu adolescencia, saltando de un tren de mercancías en marcha y muriéndote de hambre? ¡Yo, sí!
»Pero basta. Sólo añadiré que no ha sido solamente mi pobreza personal lo que me llevó a subir al cuadrilátero. Si puedo conseguir otro combate, aumentará mi prestigio. No espero ganar mucho. Luego, la multitud vendrá a verme, como iba a ver los combates de Joe Grim... y exactamente por la misma razón: para ver si alguien puede noquearme. Antes de que los forofos del boxeo se den cuenta de que soy un fenómeno, debo hacer algunas pruebas. Barota pedirá un combate de revancha. De momento no puedo hacerlo, porque él o cualquier otro boxeador de su nivel me dominaría y me haría parecer peor de lo que soy. Quiero que los espectadores me vean cubierto de sangre y tambaleándome... ¡pero que sigo luchando! Eso es lo que atrae a las multitudes. Búscame un asesino... un pegador que se lance a la batalla y que quiera demolerme. ¡Consigue un combate contra Jack Maloney!
—¡Será un suicidio! —exclamé—. ¡Maloney te matará! ¡No cuentes conmigo!
—¡En ese caso, maldita sea —exclamó Brennon poniéndose bruscamente en pie y golpeando la mesa con el puño—, nuestros caminos se separan aquí! Podrías ayudarme mejor que nadie... conoces tu oficio. Pero si te niegas...
—Si tu decisión ya está tomada —dije con voz seca, pero con la mente como abotargada ante su voluntad inquebrantable—, haré lo que pueda. Pero te lo advierto, cuando cuelgues los guantes, tendrás el cerebro hecho compota.
Me estrechó la mano y a punto estuvo de romperme la mía; añadió lacónicamente:
—Sabía que no me abandonarías. Y no te preocupes por mi cerebro: ¡está hecho de acero!
Se marchó y Ganlon, algo pálido, me dijo:
—Está chalado, eso seguro. El dinero, siempre el dinero. No soy un caballero, pero se viste como un estibador. ¿Qué hace con el dinero? No tiene a su anciana madre a su cargo, eso seguro. Ya le has oído, le abandonaron en el torno del orfanato.
Sacudí la cabeza. Brennon era un enigma para mí.
* * *
Hoy en día, el ascenso de «Iron» Mike Brennon forma parte de la historia del cuadrilátero y de todas las páginas de los anales del noble arte, y considero que la carrera del más grande de todos esos hombres de hierro es el capítulo más exultante, fantástico y apasionante.
¡«Iron» Mike Brennon! Recuérdenlo como era cuando sus éxitos le hicieron famoso en todo el país. Medía un metro ochenta y tres desde sus pies estrechos hasta la melena de negros cabellos alborotados; noventa y cinco kilos, todos ellos huesos y músculos de acero, Con unos ojos terribles que lanzaban miradas furiosas por debajo de sus cejas negras, unos labios delgados, manchados de sangre y con una mueca de furia expectante ante el combate... todas las veces que sueño con un supercombatiente, surge la cara de Mike Brennon, un sueño teñido de amargura. Tomen a un hombre dotado de una increíble fuerza vital y una pegada mortal; quítenle la capacidad de recordar cualquier técnica durante un combate, niéguenle de su carácter el instinto del combatiente nato, y conseguirán a Iron Mike Brennon. Un hombre que podría haber sido el mayor campeón de todos los tiempos de no haber sido por aquel defecto de su carácter.
Su primer combate tras aquella memorable conversación mientras desayunábamos le opuso a Jack Maloney... noventa y ocho kilos de furia combativa al rojo vivo, con un puño derecho que parecía la maza de un minero. El combate se disputó en San Francisco.
Con la ayuda de Ganlon y de algunos periodistas avisados, organicé un follón de todos los diablos. Los periódicos no hablaban más que de Mike Brennon. Hacían valer que ya llevaba más de veinte victorias por K. O., y silenciaban el hecho de que todas sus víctimas, salvo una, fueron paquetes y desconocidos. También despreciaron el hecho de que algunos boxeadores de segunda le vencieron a los puntos, y que le machacó Marinero Slade. Rechazaban con indignación las alegaciones de que su victoria por K. O. sobre Barota fue un golpe de suerte.
Aquella noche, el estadio estaba lleno a reventar. La gente había acudido en masa y se habían dejado su buen dinero. Antes de que sonara la campana, le susurré algunas recomendaciones —lo que no serviría de nada, lo sabía perfectamente—, pero Mike me interrumpió con un arrebato salvaje:
—¡Mira qué multitud! ¡El estadio está lleno! ¡Si gano este combate, eso querrá decir que se venderán todavía más entradas y que las bolsas serán más importantes!¡Debo ganar! —Sus ojos brillaban con feroz avaricia.
Dos gigantes saltaron de sus respectivos rincones cuando sonó la campana. Maloney saltó como el gran pegador que era, curvado hacia delante, con el mentón recogido sobre el pecho y protegido por el hombro, con los puños levantados. Brennon, olvidando todos mis consejos, absorto por el clamor de la multitud y sumergido por su rabia de combatir, iba como si estuviera en una pelea de bar, con la cabeza levantada, los puños apretados a la altura de las caderas, con la guardia abierta de par en par —como los hombres de hierro han combatido desde tiempos inmemoriales— y con una sola idea... lanzarse contra su adversario y masacrarlo.
Maloney dio el primer golpe, un terrible croché de izquierda que hizo saltar la sangre de Brennon y que levantó a los espectadores lanzando alaridos. Vi un cierto toque de alivio en el mánager de Maloney. ¡A fin de cuentas, aquel tipo iba a ser fácil de derribar! Como la mayor parte de los pegadores, cuando tienen frente a ellos a un hombre al que se le puede alcanzar fácilmente, Maloney enloqueció. Paseó a Brennon por el cuadrilátero, lanzándole toda clase de golpes, pegando tan fuerte y tan deprisa que Mike apenas tuvo ocasión para contraatacar. Los pocos swings que pudo lanzar silbaron inofensivos por encima de la cabeza de Maloney.
—Sus golpes son más lentos —murmuró Ganlon cuando el primer asalto estaba a punto de terminar—. ¡El viejo truco del hombre de hierro! Maloney está a punto de agotarse a fuerza de golpear.
Y era la pura verdad. Los golpes de Jack llegaban con la misma fuerza de siempre, pero más despacio. Ningún hombre podía sostener el ritmo que le imponía Mike. Brennon estaba más sólido que nunca y justo antes de que sonara la campana hizo tambalearse a Maloney con un impetuoso zurdazo al cuerpo... la primera vez que alcanzaba a su adversario.
Mike volvió a su rincón. Ganlon le limpió la sangre del rostro y sonrío ferozmente:
—Joe Goddard era un paquete si se le compara contigo. Empiezo a creer que vas a derribarle. Has encajado muchos golpes, y encajarás muchos más; ha empezado con un ritmo infernal, pero se irá debilitando con cada asalto y sólo tendrás que rematarlo.
* * *
Los espectadores lanzaron atronadoras aclamaciones cuando Maloney saltó de su rincón para el segundo asalto. Pero se había dado cuenta de algo que la multitud ignoraba. Le había dado a aquel hombre con todas sus ganas y ni siquiera había conseguido lanzarlo a la lona. Atacó como un demente y de nuevo paseó a Brennon por el cuadrilátero, bajo un diluvio de crochés de izquierda y de derecha que resonaban como las coces de una muía. Brennon, con los ojos casi cerrados, los labios aplastados, la nariz rota, no mostró ningún tipo de angustia hasta los últimos segundos del asalto. Fue entonces cuando Maloney colocó su terrible derecha, alcanzándole en la mandíbula en varias ocasiones. Las rodillas de Mike temblaron durante un momento, pero se incorporó de nuevo y abrió la mejilla de su adversario con una derecha oblicua.
Con el golpe de campana los espectadores empezaron a entender lo que pasaba. El timbre de sus aullidos cambió. Empezaron a gritar como energúmenos y a preguntarse si Maloney habría perdido su terrible pegada, o si bien Brennon era de acero macizo.
Ganlon, limpiando con la esponja las ensangrentadas facciones de Brennon y acercando a su nariz el frasco de las sales, que Mike apartó, dijo a toda prisa:
—Las piernas de Maloney temblaban cuando volvía al rincón; se volvió y se quedó atónito al verte ir hacia el tuyo tan tranquilo. ¡Él sabe que no ha perdido pegada! Sabe en cambio que eres el hombre que más se le ha resistido con la guardia totalmente abierta; sabe que has recibido una buena paliza y que ni siquiera has parpadeado. Le tienes completamente desmoralizado. ¡Ahora ve a por él y derríbalo!
Sonó la campana. Maloney se acercó con una luz de desesperanza en la mirada para recuperar su reputación de vencedor por K. O. Sus golpes eran como una lluvia de martillazos y Mike Brennon cayó bajo aquella lluvia. El árbitro empezó a contar. Maloney retrocedió tambaleándose y se apoyó en las cuerdas, con el aliento corto y ronco... estaba agotado.
—Se va a levantar —dijo Ganlon tranquilamente.
Brennon estaba medio incorporado apoyado en las rodillas, aturdido pero indemne. Vi cómo se movían sus labios y leí su movimiento: «Otros combates... más dinero».
Se puso en pie de un salto. Todo el cuerpo de Maloney se derrumbó. El hecho de que Brennon se hubiera puesto en pie desanimó a Jack mucho más que cualquier golpe. Mike, dándose cuenta del estado mental y de la fatiga física de Maloney, atacó como un tigre. Izquierda, derecha, falló las dos, apartando los débiles golpes de Maloney como si se tratara de las bofetadas de un muchacha. Finalmente, le alcanzó... con un amplio croché de izquierda a la cabeza. Maloney titubeó, y una derecha feroz se estrelló en su pómulo haciéndole caer de rodillas. A la cuenta de «nueve» se levantó a duras penas, pero otro croché de derecha, que un ciego en buena forma podría haber evitado, le hizo caer de nuevo. El árbitro dudó, pero luego levantó el puño de Mike mientras hacía señales a los segundos de Jack.
Mientras Maloney, con ayuda de sus cuidadores, volvía a su rincón, con las piernas como de algodón, me di cuenta de la ironía de la situación: el vencedor era un desecho humano, con el cuerpo machacado y cubierto de sangre, mientras que el vencido sólo tenía una brecha en la mejilla. Pensé en los combates que libraron en el pasado otros hombres de hierro: Joe Goddard, el viejo campeón, aguantó más tiempo que el gran Choynski, convertido en una parodia ensangrentada de un ser humano al final de sus terribles batallas... pero vencedor de las mismas. Pensé en Sharkey cuando abatió a Kid McCoy; en Nelson dominando a Gans; en Young Corbett... en Herrera. Y suspiré. De todos los hombres que importaban por su resistencia para permanecer en pie hasta el fin del combate, Brennon era el que luchaba de manera más desordenada, sin la menor técnica, con la guardia completamente abierta.
Mientras curaba sus heridas, cuando volvimos al vestuario, no pude dejar de decirle:
—Ya ves lo que quería decir cuando me referí a pegadores de primera. No serás capaz de levantarte cuando suene la campana hasta dentro de unos meses.
—¡Meses! —murmuró entre los labios reducidos a pulpa—. Vas a concertarme un combate contra Johnny Varella para la semana que viene.
Tras su combate con Maloney, los seguidores más fervientes del boxeo y los periodistas deportivos comprendieron lo que era —un hombre de hierro—, y su renombre se basó en aquel hecho. Se convirtió en una estrella que atraía a las multitudes como él mismo predijo... uno de los boxeadores más conocidos de su época.. Y su sed de dinero se hizo aún menos moderada que antes. Negociaba el total de las bolsas, rascaba hasta el último centavo que podía obtener y antes que dejar pasar un combate prefería bajar los precios. Por primera y única vez en mi vida yo no era más que un nombre.
De hecho, era Brennon quien se ocupaba de todo, quien aplicaba los trucos. E insistía en que debía disputar al menos un combate cada mes.
—Luchando tan a menudo, caerás tres veces antes —protestaba yo—. Si aguantas, podrás resistir varios años.
—¿Por qué esperar años si puedo recoger la misma cantidad de dinero en algunos meses?
—¡Vamos, piensa en el esfuerzo que representa para ti! —exclamé.
—Yo no importo —dijo brutalmente—. Consigúeme un combate.
Obtuve algunos fácilmente. El público se había encaprichado de Brennon y, fuera cual fuese su adversario, sus admiradores acudían en tropel para verle. Boxeó con todos... feroces pegadores, hábiles bailarines y peligrosos combatientes con las cualidades de pegadores y boxeadores. Cuando sus adversarios de primera fila no se presentaban lo bastante deprisa, iba a salas de provincias y se enfrentaba a boxeadores de segunda. Todo el dinero que ganaba, ya fuera una bolsa importante o no, le alegraba. Lo que hacía con aquel dinero es algo que ignoro. Era honesto, siempre cumplía con sus obligaciones; pero, salvo por eso, era un avaro. Vivía en los campos de entrenamiento o en los hoteles más baratos, por mucho que yo protestara; compraba ropa de ocasión y no se permitía el menor lujo.
Al principio, consiguió combates de manera regular. Era peligroso para cualquier hombre. A su excepcional resistencia había que aunar su disposición mental —una determinación salvaje, motriz—, que le hacía levantarse cada vez que iba a la lona. Aquello era algo que estaba por encima de su rabia innata por combatir, y que la enterraba, y se había convertido en aquello entre el momento en que colgó los guantes y la siguiente vez que le vi.
En su apogeo, había muchos boxeadores del peso pesado, y Brennon apareció como el hombre al que ninguno de ellos podía noquear. Aquel hecho le permitió ponerse en pie de igualdad con hombres que, a todas luces, eran superiores a él.
Tras el combate con Maloney, el público reclamó un encuentro entre mi pupilo y Yon Van Heeren, el Holandés Tenaz, que era considerado, hasta aquel momento, como el hombre más coriáceo y robusto del mundo, un boxeador que nunca había sido noqueado y cuya única pretensión a la celebridad, lo mismo que Brennon, era por su resistencia. Un periodista deportivo muy conocido, cuando aludió a aquel combate como «una trifulca entre dos animales en un bar», declaró: «Este lamentable asunto hace que el noble arte retroceda veinte años. Toda persona sensata, hombre o mujer, que asista a un combate de boxeo por primera vez en su vida y presencie esta carnicería, no se verá tentado a ver una segunda pelea. Los que no sepan nada del boxeo se harán una opinión definitiva, y deplorable, tras ver a estos dos gorilas que, carentes de toda técnica, transforman el cuadrilátero en una escena de matanza».
Antes de subir al cuadrilátero, los dos hombres le hicieron prometer al árbitro que no detendría el combate... bajo ningún pretexto. Una demanda poco habitual, pero comprensible en aquel caso.
Aquel combate fue una nueva experiencia para Mike; la mayor paliza se la llevó su adversario. Van Heeren, de un metro ochenta y seis de altura y noventa y seis kilos de peso, era un terrible pegador, pero carecía de la velocidad de movimientos y la furia de Mike. Aquellos golpes amplios y potentes que habían fallado a tantos adversarios, se aplastaban ciegamente en la cabeza del Holandés, o se hundían cruelmente en su cuerpo. Al acabar el primer asalto, su rostro era una masa ensangrentada. Al acabar el cuarto, sus facciones habían perdido toda apariencia humana; su cuerpo era una masa de carne viva.
Se enfrentaban con los pies pegados, asalto tras asalto, sin que ninguno de los dos retrocediera un solo paso. Los asaltos cinco, seis y siete fueron auténticas pesadillas, durante las cuales Mike fue a la lona en tres ocasiones, y Van Heeren seis. En la sala, las mujeres de desvanecían o estaban al borde de un ataque de nervios; los espectadores le gritaban al árbitro que detuviera el combate.
En el noveno asalto, Van Heeren, una visión repulsiva e inhumana, cayó por última vez. Con cuatro costillas rotas, las facciones irremediablemente destruidas, se quedó tendido, retorciéndose, intentando levantarse mientras el árbitro contaba implacablemente, como un redoble de campana, y anunció el «¡Diez!» que marcaba el final de su carrera como combatiente.
Mike Brennon, agarrándose a las cuerdas, dominado por el vértigo y casi noqueado pero en pie, se mantenía sobre su víctima como el rey consagrado de todos los hombres de hierro. Aquel combate fue el golpe de gracia para Van Heeren, los combates de boxeo estuvieron a punto de ser prohibidos en aquel Estado, pero aquello añadió renombre a Brennon, y su compasión real por al machacado Holandés se tiñó con una feroz exultación del poderío obtenido finalmente. Más dinero... ¡más salas llenas! ¡El hombre de hierro más fuerte del mundo! En los tres años en los que boxeó siendo yo su mánager, se encontró con todos, salvo con el campeón de su categoría. Perdió casi tantos combates como venció, pero la única cosa que podía hacerle perder su popularidad entre las multitudes era un K. O. ... y aquello parecía que iba para largo... o indefinidamente. Ganaba más combates cuando se enfrentaba a coriáceos pegadores que cuando se las veía con estilistas de buen juego de piernas, pus éstos apenas corrían riesgos. Muchos de los pegadores, tras haberle machacado y hacerle papilla, se rendían y caían bajo sus asaltos desordenados pero implacables. Rompía las manos y los corazones de los hombres que intentaban ponerle K. O.
Los «bailarines de claqué», más ligeros, le dominaban, pero no le alcanzaban gravemente, y sus feroces swings eran peligrosos incluso para ellos. Barota le ganó a los puntos, y Jackie Finnegan, Frankie Grogan y Flash Sullivan, el campeón de los semipesados.
Los pegadores cometían el error de enfrentarse a él cuerpo a cuerpo y dedicarse a intercambiar golpes con mi pupilo. Soldado Handler le arrojó a lona cinco veces en cuatro asaltos, pero luego encajó un derechazo que le dejó K. O. Se le llevaron inconsciente y el mundo del boxeo lo olvidó para siempre. José González, el gran sudamericano, se agotó a fuerza de golpear a aquel tigre de acero y se derrumbó, vencido. Cañonero Sloan consiguió un combate nulo tras un enfrentamiento sangriento, pero, siempre convencido de que podía conseguir lo imposible, pidió un combate de revancha; se lanzó a un cuerpo a cuerpo insensato y no llegó al final del primer asalto. Brennon masacró a Ricardo Díaz, el Gigante Español, derribó a Serpiente Calberson cuando la resistencia de éste rompió el corazón del Fantasma Moreno. Johnny Varella y muchos otros se destrozaron la manos en su cuerpo y abandonaron. Se enfrentó a Whitey Broad y a Kid Allison en varias ocasiones —combates nulos—, noqueó a Young Hansen y libró un encarnizado combate a quince asaltos con Marinero Steve Costigan —ni vencedor ni vencido—, que siempre fue considerado un boxeador de segunda pero capaz de librar terribles batallas.
A todos esos incrédulos que se preguntan cómo Brennon pudo aguantar todos aquellos golpes, les suplicó que consideren el palmarás de los hombres de hierro del cuadrilátero. Llamaré su atención sobre Tom Sharkey, que se lanzó impetuosamente sobre los terribles golpes de Jeffries; el mismo Sharkey que pasó por encima de las cuerdas y cayó de cabeza sobre el suelo de cemento, destrozado por los golpes de Choynski, y que terminó aquel combate como vencedor.
También les señalaré a Mike Boden, que no tenía más defensa que Brennon, y que luchó hasta el límite con Choynski; y Joe Grim, que encajó todo lo que Fitzsimmons pudo lanzarle... y que fue a la lona... ¿fueron quince o dieciséis veces? Pero terminó aquel combate en pie. Nadie puede comprender a los hombres de hierro del ring. Su camino es largo, amargo y sangriento, y lo más frecuente es que la miseria y una mente turbada por los golpes sean el fin de su carrera, pero el rojo capítulo que su clan ha escrito en los anales del noble arte nunca se perderá.
Y así fue como Brennon siguió luchando, encajando todos aquellos terribles correctivos, amasando dinero, y gastando muy poco —un misterio en lo que a mí se refiere. Los periodistas deportivos descubrieron su pasión por el dinero y se cebaron con aquel hecho. Le acusaron de ser un avaro y que se negaba a ayudar a sus compañeros menos favorecidos —los vagabundos, verdaderos desechos humanos, que acuden a buscar a un boxeador en plena gloria para pedirle una limosna. Aquello no era totalmente cierto. De vez en cuando daba dinero a algunos hombres que lo necesitaban realmente, pero aquellas ocasiones eran muy raras.
Luego, empezó a ceder. Ganlon, su paladín desde el principio, fue el primero en darse cuenta. Acurrucado a mi espalda la noche en que Mike se enfrentó a Kid Allison, Spike me susurró medio mascullando:
—Míralo, es menos rápido. Es el comienzo del fin.
* * *
Aquella noche, Spike le habló a su amigo con toda franqueza.
—Mike, estás casi acabado. Pierdes los papeles. Los golpes te afectan más que antes. Estos tres años han sido terribles para ti. Tienes que parar.
—Cuando me noqueen —replicó Mike, cabezota siempre—. Hasta ahora, nunca me he quedado en la lona para la cuenta.
—Cuando un boxeador como tú oye el diez, eso quiere decir que está acabado, sonado por los golpes —dijo Ganlon—. Cuando los golpes empiezan a hacerte daño, eso quiere decir que su impacto alcanza tu cerebro y lo destruye irremediablemente. ¿Te acuerdas de aquel Van Heeren al que derribaste? Sigue por ahí diciendo que se está entrenando para un combate con Fitzsimmons, pero éste lleva muerto ya varios años.
Una sombra apareció en el severo rostro de Mike cuando Ganlon pronunció el nombre del Holandés. Los golpes que le dio le deformaron y le proporcionaron un aire bastante siniestro sin embargo, su rostro mantenía la misma expresión dominante de siempre.
—Todavía puedo librar algunos combates —respondió—. Necesito dinero...
—¡Siempre el dinero! —exclamé—. Debes tener casi medio millón de dólares. Empiezo a creer que eres un avaro, como dicen algunos...
—Steve —me interrumpió Ganlon—. Van Heeren vino ayer por aquí.
—Sí, ¿y qué?
Ganlon siguió hablando con un tono casi acusador.
—Mike le dio mil dólares.
—Hice bien —gritó Brennon en uno de sus raros e inexplicables accesos de cólera—. El tipo estaba fatal... es incapaz de trabajar... yo fui quien acabó con su carrera de boxeador... ¿por qué no ayudarle un poco? ¿A quién le importa?
—A nadie —respondí—. Pero eso demuestra que no eres un avaro. Y eso no hace más que espesar el enigma que te rodea. ¿No quieres decirme por qué, de verdad, necesitas tanto dinero?
—No serviría de nada. Tú organizas los combates... yo los libro. Nos compartimos el dinero y eso es todo.
—Vamos, Mike —dije tan benevolente como pude—. Es muy importante. Me has hecho ganar más dinero que todos los campeones a los que he entrenado, y si no me preocupara por tu suerte te diría que siguieras boxeando.
»Pero debes detenerte. Tienes el rostro machacado, pero la cirugía plástica hace milagros, ¡y todavía estás a tiempo! Un combate más y corres el riesgo que pasarte lo que te quede de vida en un asilo mental.
—Soy más duro de lo que piensas —replicó—. Estoy en forma, como siempre, y lo demostraré. Arréglame ese combate contra Marinero Slade.
—Ya te venció una vez cuando estabas en mejor forma que ahora. ¿Cómo puedes esperar...?
—En aquella época no había nada que me estimulara para ganar. Ahora, es diferente.
Asentí con la cabeza. Qué era aquel «estimulante», lo ignoraba, pero le había visto levantarse y escapar muchísimas veces de lo que parecía una derrota segura... Le había visto retorcerse, con el rostro pálido, y ponerse en pie, con las últimas fuerzas, y con los ojos ardiente con un terror repentino. ¿Terror? ¡El terror de perder un combate! Un terror que le empujaba a continuar hasta el límite, incluso cuando su cuerpo de acero titubeaba, al borde del desvanecimiento, y el viejo furor de combatir dejaba de funcionar en su cerebro abotargado por los golpes. ¿Qué era lo que le producía aquel terror? Era un misterio que no podía descifrar, pero que, de un modo u otro, tenía alguna relación con su ansia por el dinero, de eso estaba seguro.
—Vas a cerrar cuatro encuentros —me decía Brennon—. Contra Marinero Slade, Young Hansen, Jack Slatteiy y Mike Costigan.
—¡Has perdido completamente la cabeza! —exclamé con dureza—. ¡Son los cuatro combatientes más peligrosos del mundo!
—Hansen no me causará problemas. Ya le he vencido, y puedo volver a hacerlo. En cuanto a Slattery, no sé. Lucharé con él el último. Para mi primer combate prefieran enfrentarme a Slade. Luego, Costigan. Es el menos técnico de los cuatro, pero el pegador más duro. Si voy por la mala pendiente, quiero vérmelas con él antes de que sea demasiado tarde.
—¡Es un verdadero suicidio! —exclamé—. Si tienes que pelear, evita a esos asesinos y busca combates más fáciles. Aunque Slade no te noquee, te debilitará tanto que Costigan te mandará directamente al asilo. Es un criminal. ¡A él también le llaman «Iron» Mike!
—La sala se llenará —dijo despreocupado—. Slade atrae casi a tanta gente como yo; en cuanto a Costigan, los forofos del boxeo siempre se desplazan para ver el enfrentamiento entre dos hombres de hierro.
Como de costumbre, no pude decir nada a todo ello.
Ocurrió algunos días antes del encuentro Brennon-Slade. Entré en la habitación de Mike y mi mirada se posó en una carta medio terminada que tenía sobre la mesa. Sin intención de fisgonear, me fijé en que la carta iba dirigida a una chica, una tal Marjory Walshire, de una institución para jovencitas muy elegante del Estado de Nueva York.
Vi que una carta de la joven estaba junto a la otra, y aunque fuera una total falta de tacto, curioso por saber lo que una joven que pertenecía a una escuela de la alta sociedad tenía que decirle a un boxeador profesional, tomé la carta parcialmente terminada y la leí rápidamente. Un instante después la releía con muchísima atención, olvidados todos mis escrúpulos. Luego tomé la otra carta y la saqué rabiosamente del sobre.
Acababa de leerla cuando entró Mike, acompañado por Ganlon. Sus ojos brillaron con cólera repentina, pero antes de que pudiera decir palabra, lancé mi propia ofensiva... loco de rabia, cosa rara en mí.
—¡Tres veces idiota! —bramé—. ¿Por esto has pasado por este calvario?
—¿Cómo te atreves a leer mi correspondencia privada? —dijo con voz ronca.
Me burlé.
—No quiero empezar a discutir sobre las reglas de la educación. ¡Luego puedes hacer lo que quieras, pero antes tengo que decirte algo!
»Le pagas los estudios a una joven en una escuela de arte del Este. ¡Una escuela de arte! ¡Necesitas un repaso! ¿Qué clase de chica es para hacerte padecer todas esas pruebas para que puedas pagar sus estudios? Mientras ella se lo pasa estupendamente en la escuela más cara que ha podido encontrar, tú te dejas machacar, besas la lona y empapas la resina con tu sangre...
—¡Ya basta, cállate! —rugió Brennon, lívido y tembloroso.
Se apoyó en la mesa, agarrándose al borde con tanta fuerza que las falanges se le pusieron blancas mientras luchaba para controlarse. Finalmente, habló con más calma.
—Sí, es el estimulante que me permite continuar adelante. Esa chica es la única mujer a la que he amado... lo único a lo que he podido amar.
»Escucha: ¿sabes hasta qué punto se siente solo un muchacho cuando no hay nadie en el mundo a quien pueda amar? La gente del orfanato era amable, pero allí había tantos niños... que sólo recibí los rudimentos de una buena educación. Eso es todo.
»Cuando tuve que apañármelas yo solo, la cosa fue a peor. Trabajé, vagué por los caminos, me morí de hambre. Tengo mejor educación que los demás, ¿no es eso lo que dices? Trabajé para pagarme los estudios y, en mis horas de ocio, leí todos los libros que pude mendigar, robar o pedir prestados. Muchas veces me salté una comida para poder comprarme un libro.
»Me encontré en el cuadrilátero tras haber hecho algunas exhibiciones en ferias ambulantes, y en caso contrario no habría llegado a nada. Tras vencer a Mulcahy, la noche en que viniste a verme, yo dejé el boxeo. Viajé, errante y a la aventura. Luego, en una pequeña ciudad cerca del desierto de Arizona, conocí a Marjory Walshire.
»¿La miseria? ¡Oh, ella ya sabía lo que era! Se mataba a trabajar en un café-restaurante. Una chica buena, lo mismo que yo soy bueno porque hay algo así en mi interior. Tendría que haber vivido entre gasas y sedas... y sólo conocía platos grasientos y mesas sucias en un tugurio de segunda. Yo la amaba, y ella me amaba a mí. Me habló de sus sueños y me dijo que nunca se cumplirían... una buena educación, buena ropa, amigos distinguidos... todo lo que desea una joven.
»¿Qué hacer? ¿Arrancarla de aquel restaurante... y hacerla conocer la vida ingrata de la mujer de un obrero? Entonces subí al ring. En cuanto me fue posible, hice que se inscribiera en una escuela. La envié dinero, el suficiente como para que llevara una vida tan cómoda como la de las demás alumnas del centro, y también aparté dinero para que nos pudiéramos casar —cuando ella hubiera terminado sus estudios y yo me viera obligado a abandonar el boxeo— y montar un pequeño negocio. ¡Adiós a las preocupaciones y a la pobreza!
»La pobreza es culpable de la mayor parte de los crímenes, crueldades y sufrimientos. La pobreza me impidió tener un hogar y unos padres como tienen los demás muchachos. Ya sabes lo que pasa en los barrios pobres... el padre y la madre trabajando muy duro para tener algo que comer y demasiados hijos. No pueden educarlos a todos. Mis padres me abandonaron en el torno del orfanato con una carta que decía: "Ha nacido honrado. Le queremos, pero no podemos quedárnoslo. Su nombre es Michael Brennon".
»La pobreza es tan cruel en un pueblucho como en una gran ciudad. Marjory nunca salió del pueblo en el que nació... sin cariño y marchitándose, con sus manitas delicadas rojas y callosas por el trabajo...
»Pensar en Marjory me ha permitido permanecer en pie mientras el mundo estaba ciego y rojo y los puños de mi adversario parecían martillos sobre mi cerebro que volaba hecho pedazos... su pensamiento me ayudó a levantarme cuando mi cuerpo estaba inerte y los brazos me pesaban como si fueran de plomo para poder derribar a un hombre al que ya ni siquiera veía. Y mientras ella me espere al final de ese camino largo y cruel, ¡ningún hombre del mundo podrá noquearme!
Su voz retumbaba en la habitación como el repique victorioso de un clarín; pero mis viejas dudas reaparecieron.
—Pero, si tanto te ama, —pregunté—, ¿por qué acepta que soportes todo esto por ella?
—¿Qué sabe ella de un combate de boxeo? La he hecho creer que boxear es poco menos que un número de danza consistente en intercambiar algunos golpes menores. Ha oído hablar de Corbett y de Tunney, boxeadores hábiles que pueden combatir durante veinte asaltos sin resultar gravemente heridos, y piensa que yo soy como ellos. No me ha visto desde hace cuatro años, desde que dejé la ciudad donde ella trabajaba. He encontrado pretextos para negarme a verla cada vez que me reclamaba. Cuando vea mi rostro desfigurado, será un choque terrible para ella, pero, de todos modos, nunca he sido atractivo...
—¿Quieres hacerme crer —le interrumpí— que nunca ha escuchado por la radio la retransmisión de uno de tus combates, que nunca ha leído nada en la prensa cuando los diarios están llenos de tus hazañas?
—Ella no conoce mi verdadero nombre. Cuando abandoné el boxeo asumí el nombre de Mike Flynn para evitar a los organizadores de combates de segunda para quienes boxeaba y que no dejaban de hostigarme para que volviera a trabajar para ellos. Cuando conocí a Marjory, tuve la idea de volver al cuadrilátero, pero nunca revelé mi verdadero nombre. Cuando la envío dinero, siempre es mediante cheques bancarios. Para ella sigo siendo Mike Flynn, un boxeador del que nunca oye hablar. No reconocería una fotografía mía en los periódicos.
—Pero sus cartas vienen dirigidas a Mike Brennon.
—No te has fijado bien. Están dirigidas a «Michael Flynn, al cuidado de Mike Brennon», en este campo de entrenamiento. Cree que Brennon es amigo de su Mike. Bueno, ahora ya sabes por qué sigo combatiendo, ahorrando dinero y privándome de todo. Con Van Heeren era diferente. Soy responsable de su caída. Debía ayudarle.
»Ahora, hablemos de esos cuatro combates; uno de ellos será quizá el último de mi carrera. He ganado mucho dinero, pero quiero todavía más. Deseo que a Marjory no la falte nunca de nada. Debo sacar cien mil dólares de este combate. Mi tercera bolsa más grande. Gracias a ti, y te doy las gracias por ello. He hecho más dinero que muchos campeones. Si abato a esos cuatro hombres, seguiré boxeando. Si uno de ellos me noquea, me veré obligado a colgar los guantes. Bueno, no hablemos más.
No tengo valor para contar con detalle el enfrentamiento Brennon-Slade. Incluso hoy, el hecho de pensar en la paliza que recibió Mike aquella noche me produce escalofríos. Había declinado más de lo que pensábamos. Aquellas piernas como resortes de acero que le habían sostenido a través de tantas batallas encarnizadas, habían perdido su velocidad. Sus golpes amplios y poderosos seguían cayendo con su antigua fuerza, pero no rasgaban el aire como en sus mejores momentos. Golpes que ni siquiera habría notado le hacían tambalearse. El Marinero de cuerpo rechoncho, muy excitado ante el pensamiento de un K. O., abandonó toda prudencia. De cuántas veces envió a Mike a la lona, prefiero no acordarme, pero Brennon seguía siendo «Iron» Mike. Bastantes veces le salvó la campana; en el asalto número catorce, Slade se quebró y el tigre de acero al que había machacado y reducido a una masa ensangrentada le encontró en el centro de una bruma escarlata y, golpeando al azar, le alcanzó y le dejó K. O.
Brennon se fue abajo en su rincón cuando a Slade le hubieron contado hasta diez, y se llevaron a los dos hombres en camilla, inconscientes. Aquella noche yo estuve a la cabecera de Mike mientras éste se hallaba en un estado de seminconsciencia, murmurando de modo incoherente cuando su cerebro atormentado evocaba rojas visiones. Estaba tendido, con los dos ojos cerrados, la nariz tan frecuentemente rota aplastada de un modo horrible, con heridas y rasguños en toda la cabeza y el rostro. De vez en cuando, se agitaba en su sueño cuando el dolor de las tres costillas rotas resultaba intolerable.
Por primera vez, pronunció el nombre de la joven a la que amaba, extendiendo las manos ante sí como un niño perdido en un bosque. De nuevo libró sus batallas terribles y sus puños poderosos se cerraron y se crisparon, y roncos y bestiales gruñidos escaparon de sus labios hechos papilla.
En su delirio se incorporó a duras penas en un codo; sus ojos en llamas no veían nada, y brillaban como rendijas incandescentes entre sus párpados hinchados. Y habló en voz baja como si escuchara y respondiera preguntas hechas por fantasmas:
—¡Joe Grim! ¡Batallador Nelson! ¡Mike Boden! ¡Joe Goddard! ¡Iron Mike Brennon!
Se me puso la carne de gallina. No podría hacerle comprender al lector lo extraño, lo sobrenatural... oírle recitar la lista de los hombres de hierro del pasado... aquella llamada murmurada en el silencio de la noche, saliendo de unos labios aplastados y delirantes del más feroz de todos nosotros.
Al fin, se durmió y se sumió en un sueño sin imágenes. Me levanté y fui sin hacer ruido hasta la habitación vecina. En aquel momento, entró Ganlon y sus ojos ardían con un brillo triunfal. Venía acompañado de una joven... una señorita atildada perteneciente a la alta sociedad, con ropas caras y aire distinguido, pero con un rostro que expresaba una inquietud real que ninguna «debutante» mimada y sofisticada habría dejado transparentar... o siquiera sentir.
—¿Dónde está? —preguntó, desesperada—. ¿Dónde está Mike? Debo verle.
—Ahora duerme —dije secamente; luego, cruelmente, añadí—: Ya le has hecho bastante daño. Él no quiere que le veas en su actual estado.
Se estremeció como si la hubiera pegado.
—Oh, déjeme mirarle, aunque sea desde la puerta de la habitación —me imploró retorciéndose las delicadas manos... y pensé en las muchas veces que estuvieron ensangrentadas las manos de Mike por su culpa. ¡No le iba a despertar!
Dudé, y sus ojos brillaron; era como una mujer de los primeros tiempos de la Humanidad.
—¡Intente detenerme y le mato! —gritó, y pasando rápidamente a mi lado se precipitó en la habitación de Mike.
En la entrada de la habitación, la joven se quedó paralizada. Mike murmuraba en sueños agitados y volvió la cabeza hacia la puerta, fijándose en ella pero sin verla; no se despertó. La mirada de la joven se posó en el rostro terriblemente desfigurado, y titubeó, dominada por el vértigo. Se llevó las manos a las sienes y un ronco lamento, como el gemido de un animal herido, escapó de sus labios. Luego, pálida como la muerte y con la mirada fija, se acercó al lecho y, con un sollozo desgarrador, cayó de rodillas, apretando con ella aquella cabeza de facciones destrozadas y acunándola tiernamente.
Mike murmuró algo, pero seguía dormido. Finalmente, la ayudé a levantarse y la conduje dulcemente hasta la habitación vecina, cerrando la puerta a nuestras espaldas. Una vez allí, la joven se echó a llorar.
—¡No lo sabía! —exclamó sin dejar de llorar—. ¡Ignoraba que el boxeo fuera así! Me hizo prometer que nunca iría a ver un combate de boxeo, que nunca lo escucharía por la radio, y le obedecí. Cómo me iba a imaginar... Mire, aquí tengo una de sus pocas cartas en las que habla de sus combates. Las he guardado todas.
La carta era de hacía más de tres años. Leí: «Ayer por la noche dejé K. O. a Jack Maloney. Era un adversario de primera. Apenas me tocó. No quiero que te preocupes, querida, pelear en un cuadrilátero es una broma».
Me reí amargamente, recordando el estado en que Maloney dejó a Mike —el rostro destrozado y cubierto de sangre— antes de irse a la lona para la cuenta.
—He sido injusta contigo —dije—. No pensé que un hombre pudiera mantener en la total ignorancia a una joven sobre la condición real de lo que significa ser boxeador, pero has dicho la verdad. No tienes nada que reprocharte. Quizá podrías convencer a Mike para que colgara los guantes... nosotros hemos fracasado.
—Admitiendo que viva, ¿no pensará boxear de nuevo? —preguntó la joven.
Me eché a reír.
—¡Oh, no morirá, puedes estar segura! Tendrá que guardar cama durante algún tiempo, eso será todo. Ahora te indicaré un hotel...
—No, quiero quedarme junto a Mike —respondió la joven con voz vehemente—. Quisiera matarme ahora que sé por lo que ha pasado por mi culpa. Mañana mismo me lo llevaré lejos de aquí.
La dejé en el cuarto de invitados y me fui a ver a Spike.
—Supongo que eres el responsable de que haya venido la chica —le dije como un reproche—. Podrías haber esperado a que Mike se recuperase. Ha sido una terrible impresión para ella.
—Ésa era justamente mi intención —gruñó—. La escribí preguntando si sabía que Mike Flynn, el amor de su vida, era en realidad Mike Brennon, un boxeador sonado por los golpes y que pronto iba a verse recluido en un asilo mental. La proporcioné un pintoresco informe de sus combates. Envié la carta justo a tiempo para que pudiera asistir al combate, pero me dijo que perdió el tren.
»Dejemos que luche —escupió Spike—. Costigan le matará si tiene lugar el combate. Ya he visto derrumbarse a varios hombres de hierro. Estaba en el rincón de Tom Berg la noche en que José González le noqueó, y murió mientras el árbitro le contaba. A algunos hombres hay que matarlos para detenerlos. Mike Brennon es uno de ellos. Si la chica sabe hacerlo bien, pocos hombres son los que pueden resistirse a los argumentos femeninos y conseguirá que abandone.
* * *
Al día siguiente por la mañana, nuestro hombre de hierro había recobrado el conocimiento y su sobrehumana vitalidad empezaba a imponerse. Llevé a Marjory a su cabecera, y antes de que pudiera decir nada les dejé solos. Más tarde, ella vino a verme con los ojos enrojecidos por las lágrimas.
—¡He discutido, he suplicado! —gritó desesperada—. ¡Pero no ha cedido!
Los tres fuimos a la cabecera de Mike.
—Mike —le dije—, esres un imbécil. Todos esos golpes te han fastidiado el cerebro. ¡No puedes pensar en volver a subir al cuadrilátero!
—Me siento en forma... lo bastante para ganar algunas bolsas importantes —dijo haciendo muecas.
Marjory gritó como si la hubieran apuñalado.
—¡Mike..., oh, Mike! Ya tenemos mucho dinero, más del que podríamos necesitar. No has sido leal conmigo. Habría preferido vestirme con harapos y matarme a trabajar en el garito más infame antes que hacerte sufrir así.
Una sonrisa, cosa muy rara en él, iluminó el rostro de Brennon. Abrió los brazos con un gesto de sorprendente dulzura y tomó una de las delicadas manos de la joven en la suya.
—Pequeñas manos blancas —murmuró—. Dulces, como siempre debieron ser. Ah, el simple hecho de mirarte vale mil veces por todo lo que ha padecido. ¿Y qué he padecido, me pregunto? Algunas palizas. Los boxeadores de antaño las encajaban peores, créeme, y obtenían muy pocas cosas a cambio.
—Pero ahora no hay razón alguna para que sufras ese calvario... tú o yo...
Mike sacudió la cabeza con aquella extraña y anormal obstinación que era el peor defecto de su carácter.
—Mientras pueda conseguir cien mil dólares por combate, sería un estúpido si no lo hiciera. Soy más duro de lo que piensas. ¡Cien mil dólares! —La luz de otros tiempos brilló en sus ojos—. ¡El clamor de la multitud! ¡Y Mike Brennon encajando todo lo que es posible recibir y acabando el combate en pie! ¡No! ¡No! Abandonaré cuando esté en la lona y me cuenten hasta diez... ¡nunca antes!
—¡Mike! —exclamó la joven con voz estridente—. Si vuelves a subir al cuadrilátero, me iré y no me volverás a ver, ¡te lo juro por Dios!
La miró tan fijamente que la obligó a bajar los ojos. La cabeza de Marjory se inclinó sobre su pecho. Salvo por una excepción, nunca había visto a nadie que fuera capaz de resistir la mirada magnética de Mike Brennon.
—Marjory —dijo con voz fuerte y confiada—, intentas tirarte un farol para obligarme a hacer lo que tú quieres que haga. Pero tú eres mía, y siempre lo serás. No me dejarás. ¡Eres incapaz de dejarme!
La joven ocultó entre las manos su rostro cubierto de lágrimas y lloró en silencio. Mike acarició tiernamente su cabeza inclinada. Un boxeador de segunda clase, posiblemente, pero lejos del ring, Brennon tenía un cierto poder sobre todos cuantos se acercaban a él, un poder que nadie podía resistir. El modo en que redujo a la nada la amenaza de la joven a fuerza de argumentos era casi brutal.
—¡Mike! —gruñó Ganlon con una voz que sonaba ronca y brutal para ocultar sus sentimientos; durante un instante, el peso medio de severas facciones, con doscientos terribles combates a las espaldas, dominó la escena—. ¡Mike, estás completamente loco! Has conseguido todo lo que un hombre puede desear... cosas por las que la mayor parte de los hombres se parten la espalda toda la vida y nunca obtienen. Has llegado al límite. ¡No derribarías ni a un verdadero paquete!
»Costigan es coriáceo, como tú lo eras en tus mejores días. Si le creyera capaz de mandarte a la lona con uno o dos golpes bien situados, te diría, muy bien, sal y pelea. Pero no es capaz de hacerlo. Oh, sí, te noqueará, pero será tras un correctivo terrible que te destruirá para lo que te queda de vida. Ese combate te matará, o te mandará al manicomio. Y si es así, ¿de que te valdrá el dinero, o el amor de Marjory?
Mike se tomó su tiempo antes de responder y, una vez más, su extraña influencia se dejó sentir en nuestro grupo, como una nube imponente.
—Costigan está sobrestimado. Le daré una lección. ¡Todavía está muy lejos el día en que pueda encajar tantos golpes como yo, o pegar tan duro!
Spike hizo un gesto desesperado y se fue. Más tarde, nos dijo a Marjory y a mí:
—No sirve de nada discutir con él. Cree que es por el dinero, pero se equivoca. Lleva el boxeo en la sangre. Y está celoso de Mike Costigan. Los hombres de hierro son increíblemente orgullosos cuando se trata de su resistencia. ¿Recuerdas cómo combatía Van Heeren?
»Sea quien sea el vencedor, un combate a diez asaltos contra Costigan será el fin de Mike. Uno y otro son demasiado duros como para que se les noquee rápidamente. Será una batalla larga y sangrienta y eso puede que acabe con Costigan, pero seguro que acabará con Mike. Al acabar el combate, estará muerto, o definitivamente sonado por los golpes. En su mejor forma, Brennon habría terminado, a la larga, por agotar a Costigan, como hizo con Van Heeren. Pero Mike ya no es ni la sombra de sí mismo, y Costigan es joven —está en la flor de la edad—, lo que, para un hombre de hierro, quiere decir que no se le podría derribar ni con un martillo pilón.
* * *
Mike Brennon se entrenó concienzudamente, como siempre. Despedí a sus sparring-partners y le puse a golpear el punching-ball para que adquiriera reflejos y rapidez de movimientos. También le obligué a correr, todo en un vano esfuerzo de que recuperara algo de su antigua resistencia de acero en sus debilitadas piernas. Pero sabía que era inútil. No era una cuestión de ponerse en forma... su problema se encontraba en su carrera, en los miles de terribles golpes que llevaba encajados. Un boxeador dotado de una buena técnica puede estar en mala forma, perder combates y volver a su mejor nivel; pero cuando se rompe un hombre de hierro es porque ha llegado a un punto de no retorno.
En los cuatro meses que precedieron al combate Brennon-Costigan, un ambiente opresivo dominaba el campo de entrenamiento, algo que afectaba a todo el mundo menos al propio Mike. Marjory, tras días de súplicas apasionadas, se sumió en cierta apatía. Mike no se daba cuenta de lo cruel que era con la joven, y nosotros éramos incapaces de hacérselo comprender. Se burlaba de nuestros temores y decía que éramos unos estúpidos, afirmando que se sentía en plena forma. Juraba que su combate contra Slade, lejos de demostrar que se había cascado, demostraba que era más duro que nunca. ¿No había vencido a Slade, el boxeador más peligroso del momento? En cuanto a Costigan... ¡unos cuantos feroces asaltos le enviarían a la lona para siempre!
Mike era consciente de sus imperfecciones; reconocía con franqueza que cualquier boxeador de segunda, lo suficientemente inteligente como para evitar sus swings, podía ganarle a los puntos; pero creía sinceramente que era superior, en lo referente a la robustez, a cualquier hombre que hubiera existido. Creo que, en el fondo de su corazón, Mike no pensaba que nadie pudiera dejarle K. O.
Sólo exigía una cosa: Marjory no debía asistir al combate. Y la joven hizo un última tentativa para que renunciara a combatir.
—¡Es inútil que volvamos a discutirlo! —respondió Mike tranquilamente—. ¡Vamos, piénsalo, Marjory! ¡Una bolsa de cien mil dólares! ¡Es un récord que muy pocos campeones han alcanzado! ¡Cien mil dólares con Flash Sullivan... González... Slade... y ahora Costigan! ¡Miles de billetes vendidos con antelación! De cualquier modo, tengo que continuar. ¡Y estoy seguro de vencer!
Vuelvo a verlo todo como si fuera ayer: el cuadrilátero inundado con la luz blanca y cruda de los proyectores, la enorme multitud llenando la inmensa sala sumida en penumbras. Un círculo de rostros blancos, levantando los ojos desde los asientos de las primeras filas. Más lejos, una multitud de cigarrillos incandescentes demostraba la existencia de la multitud, y un fuerte murmullo que se alzaba de la aterciopelada oscuridad.
—Iron Mike Brennon, que ha dado en la báscula noventa y un kilos; y en este rincón, Iron Mike Costigan, con un peso de noventa y cuatro kilos.
Brennon estaba sentado en su rincón con la cabeza baja, contrastando vivamente con la imagen nerviosa, casi felina, que daba mientras deambulaba por el vestuario. Me pregunté si seguiría viendo el rostro empapado en lágrimas de Maijoiy cuando le besó antes de que saliera del vestuario y subiera al cuadrilátero.
Cuando el árbitro llamó a los dos hombres al centro del ring para darles instrucciones, Mike, para mi enorme sorpresa, pareció apático. Avanzaba arrastrando los pies. Sin embargo, cuando se encontró ante su adversario, volvía a estar alerta, animado por una energía feroz. Iron Mike Costigan tenía la tez morena y cabellos negros y desordenados, medía un metro ochenta, pero era más achaparrado que Brennon y compensaba su falta de esbeltez con una osamenta de roble y acero.
Los dos hombres cruzaron miradas con intenso salvajismo. Los ojos de azul volcánico de Costigan; ojos de un color gris acero en el caso de Brennon. Sus rostros morenos por el sol estaban como inmovilizados en muecas inconscientes. Pero mientras estuvieron el uno frente al otro, la mirada de Brennon, con una ferocidad helada, vaciló momentáneamente ante los ojos azules y salvajes de Costigan. Me di cuenta de que era el primer hombre que le hacía bajar la vista a Mike, y pensé en Corbett cuando obligó a Costigan a bajar la mirada... en McGovern bajando los ojos bajo la mirada implacable de Young Corbett.
Luego, los dos hombres volvieron a sus respectivos rincones, y segundos y cuidadores se deslizaron entre las cuerdas. Yo le susurré a Mike que tiraría la esponja si el combate se ponía demasiado brutal, pero no me respondió. Parecía haberse sumido de nuevo en aquella extraña apatía.
¡La campana!
Costigan saltó desde su rincón, una masa compacta de furor combativo. Brennon se acercó más lentamente. A mi lado, Ganlon silbó:
—¡Vamos, Mike! ¿Pero qué le pasa? ¡Parece que está borracho!
Los dos «Iron Mike» se reunieron en el centro del cuadrilátero. Costigan estaba quizá algo intimidado por la reputación del hombre que se le enfrentaba. En todo caso, se lo pensó. Brennon avanzó hacia su adversario, pero arrastraba los pies.
Súbitamente, Costigan lanzó un ataque y largó un directo de izquierda al rostro de Brennon. Como si el golpe le hubiera arrancado del sopor, haciéndole recuperar todo su furor de tigre, Mike reaccionó y pasó a la acción. Los golpes poderosos volvieron a resonar con su antigua potencia. Un rápido croché de izquierda se aplastó bajó su corazón, resonando como un martillazo en el casco de un barco; un derechazo hendió el aire con la velocidad de una bala de cañón y le alcanzó en la mandíbula. Costigan cayó como si le hubiera alcanzado un rayo.
En el momento en que los espectadores se levantaban, se incorporó y se puso en pie titubeando. Yo tenía la vista fija en Brennon. Como si aquella brusca explosión le hubiese arrebatado todas sus fuerzas, se dejó caer contra las cuerdas con el cuerpo fláccido y la mirada como perdida. Acto seguido, dándose cuenta de que su adversario se había levantado, se recuperó y avanzó con pasos entrecortados y titubeantes.
Costigan, todavía aturdido por aquel terrible knock-down, sólo era consciente de una necesidad imperiosa —el viejo instinto del hombre de hierro—: ¡buscar el cuerpo a cuerpo y golpear hasta que alguien cayera! Se adelantó, apartando los brazos sin fuerza de Brennon, y le largó un croché de derecha al mentón. Brennon se tambaleó y cayó, lo mismo que cae un hombre borracho cuando le quitan el soporte en el que se apoya.
Inclinado sobre su cuerpo inmóvil, el árbitro contó:
—¡Ocho! ¡Nueve! ¡Diez!
Y la carrera de boxeador de Iron Mike Brennon terminó en aquel mismo instante. Un silencio atónito reinaba en la sala, y Mike Costigan, nuevo rey de todos los hombres de hierro, se apoyó en las cuerdas, sin creer en lo que veían sus ojos. ¡Iron Mike Brennon había sido noqueado!
Alrededor del cuadrilátero las máquinas de escribir de los periodistas deportivos crepitaban, anunciando la caída de un rey: «Evidentemente, la célebre mandíbula de acero de Mike Brennon ha fallado tras años de increíbles combates de extrema violencia...».
Llevamos a Mike, siempre inconsciente, hasta el vestuario. Ganlon murmuraba entre dientes, y en cuanto tuvimos a Mike tendido sobre la mesa y a un médico ocupándose de él, el peso medio se eclipsó. Marjory nos había esperado; con el rostro pálido y en silencio, se colocó junto a Mike, el amor de su vida.
Finalmente, Brennon abrió los ojos, y se levantó de un salto, con los puños levantados. A continuación se inmovilizó, osciló y se frotó los ojos. Marjory se acercó a él y, dulcemente, le obligó a tumbarse de nuevo.
—¿Qué ha pasado? ¿Quién ha ganado el combate? —preguntó, sorprendido.
—Te noquearon en el primer asalto, Mike —le dije.
Sentía que lo mejor era contestarle con toda franqueza. Me miró estupefacto y con los ojos entornados.
—¿Yo? ¿K. O.? ¡Imposible!
—Pues es la verdad, Mike. Costigan te noqueó —aseguré, esperando que reaccionara como ya había visto reaccionar a otros boxeadores tras enterarse de su primer K. O.: echarse a llorar, desvanecerse, maldecir y jurar, ¡o salir como una tromba del vestuario para irse a buscar al vencedor! Pero era Mike Brennon —y en consecuencia un enigma que nunca sería resuelto— y no hizo ninguna de aquellas cosas. Se limitó a pasarse la mano por la barbilla y soltar una cínica carcajada.
—Parece que había caído más bajo de lo que pensaba. No recuerdo el golpe que me noqueó; ¡eh, es divertido....! ¡Acabo de librar mi último combate y ni siquiera estoy herido!
—¡Y ahora vas de dejar de boxear! —exclamó Marjory—. Es lo mejor que podría pasarte. Mike, prometiste colgar los guantes si te noqueaban.
Su voz vibraba de pasión.
—Ya no atraeré a las multitudes —empezó a decir con tono lúgubre.
En aquel mismo momento, Ganlon reapareció en el vestuario, con la mirada encendida.
—¡Mike! —rugió—. ¡Steve! ¡Sois idiotas! ¿No veis que aquí hay algo sucio? Mike, ¿cuándo empezaste a sentirte adormilado?
Brennon se sobresaltó.
—Cierto. Se me había olvidado. Empecé a sentirme extraño cuando subí al cuadrilátero. Me desperté más o menos mientras nos hablaba el árbitro, y recuerdo los ojos de Costigan ardiendo enfurecidos. Luego, cuando me volví a mi rincón, me dieron vértigos, como si hubiera bebido. Después me di cuenta de que andaba hacia el centro del ring, y vi a Costigan saliendo de la bruma. Me lanzó un golpe, aquello me despertó, golpeé y le vi caer a la lona. Es lo último que recuerdo, hasta que me he despertado aquí.
Ganlon se rió amargamente.
—Naturalmente. Estabas K. O. antes de que Costigan te golpease. Una adolescente podría haberte derribado, ¡y eso es lo que hizo Costigan!
—¡Han drogado a Mike! —exclamé—. La banda de Costigan... o apostadores deshonestos...
—¡No! Mike ha sido traicionado por la última persona en la que pensarías. He hecho una pequeña investigación. Mike, justo antes de salir del vestuario te bebiste una tacita de té, ¿no es verdad? Algo no muy normal antes de un combate difícil, ¿no? Pero te bebiste el té para complacer a...
Marjory se había acurrucado en un rincón. Mike parecía turbado e intrigado.
—Vamos, Mike, fue Marjory quien preparó el té...
—¡Claro, y fue ella quien vertió una droga en tu té! ¡Todo era un apaño para que perdieras!
Nuestras miradas se volvieron hacia la joven acurrucada en el rincón... había estupor en mi mirada, cólera en la de Ganlon, y una pena inmensa en la de Mike.
—Marjory, ¿por qué lo has hecho? —preguntó Mike, atónito—. Podría haber vencido a Costigan...
—¡Oh, sí, podrías haberle vencido! —exclamó la muchacha en un repentino acceso de desafío desesperado y violento—. ¡Cuando Costigan te hubiera hecho papilla! Sí, eché droga en el té. Ha sido culpa mía que te hayan noqueado. Ahora ya no puedes volver a subir al cuadrilátero porque ya no eres una atracción. La gente ya no irá a verte boxear. He conocido increíbles tormentos desde el día en que te vi tumbado en la cama, tras el combate contra Slade... pero tú te has burlado de mí. Ahora tienes que dejarlo. Cuelga los guantes para siempre, pero con toda razón... y eso es lo que importa. Te he librado de tu insensata avaricia y de tu orgullo estúpido, ¡a pesar de ti mismo! Puedes matarme, o pegarme... ¡me da igual!
Durante un momento se quedó inmóvil, jadeante ante nosotros, con sus pequeños puños apretados. Luego, como ninguno de nosotros decía nada, la fogosidad la abandonó. Había perdido la compostura de manera visible, y se dirigió a la puerta, lenta y tristemente. El abrigo que cubría su esbelta figura se deslizó sobre sus hombros y cayó al suelo mientras ella movía torpemente el pomo, dejando a la vista un barato vestido de franela. Mike, como un hombre que saliera de un trance, se adelantó hacia ella.
—¡Marjory! ¿Dónde vas? ¿Qué pretendes hacer vestida así?
—Es el traje que llevaba el día que me conociste —respondió con voz triste—. Le he escrito a mi antiguo jefe y le he pedido que me devuelva mi antiguo trabajo en el restaurante.
Mike atravesó la habitación a toda prisa, la tomó por los hombros y la hizo girar sobre sí misma con una fuerza increíblemente brutal.
—¡Pero qué me dices! —exclamó.
Bruscamente, la joven se puso a llorar.
—¿No me detestas por haberte drogado? —sollozó—. No querrás volver a verme, ¿verdad?
La tomó entre sus brazos y la estrechó contra sí.
—Querida, no había comprendido lo mucho que te dolía todo esto, ¡te lo juro! Pensaba que eras indiferente... testaruda. No veía que estuvieras sufriendo. Pero me has abierto los ojos. ¡Oh, es como si hubiera perdido la razón! Dices la verdad... actuaba por orgullo... por vanidad... ¡Fui un estúpido! No podía darme cuenta entonces, pero ahora todo ha cambiado. Estaba destruyendo mi felicidad. Y eso es cuanto ahora me importa, querida. Tenemos toda la vida por delante, y nuestro amor, y si eso te basta como me basta a mí, serás feliz hasta el fin de tus días.
Ganlon me hizo un gesto y le seguí al pasillo. Por primera vez desde que le conocía, el rostro severo de Mike se había dulcificado. El amor sin dudas, hecho de generosidad y entrega —lo normal en todo irlandés, aunque a veces lo lleve oculto en el fondo de su alma— hacía que su mirada gris acero pareciera casi tierna.
—Estaba totalmente equivocado con respecto a Marjory —me susurró Ganlon—. La juzgué mal. Retiro todo lo que dije sobre ella. Es una chica valiente. En cuanto a Mike... vaya, es el único hombre de hierro, por lo que sé, que ha colgado los guantes en el momento oportuno... ¡aunque sea para ponerse una soga al cuello.