XII
El mito de Esparta

El mito de Esparta va inseparablemente unido a la historia de la ciudad de Esparta. El vocablo griego mythos significa originariamente «palabra»; luego pasó a significar también «relato»; Platón utilizaba este concepto cuando no quería explicar un estado de cosas o una idea de manera racional o «lógica», sino mediante la narración de una historia fabulosa, de una leyenda comprensible para todos. En ese sentido, Esparta era y es un mito, una leyenda o una idea. Muchos se han valido de ella en todos los tiempos para expresar sus propias ideas y convicciones: políticos, filósofos, pedagogos, historiadores… Sobre las instituciones, las costumbres y los ideales espartanos se ha discutido y se discute hasta la saciedad; los capítulos anteriores han demostrado que la Esparta de la Antigüedad constituye una reserva casi inagotable de material de discusión sobre problemas políticos y sociales. A excepción de Roma, ninguna ciudad de la Antigüedad ha suscitado tanto interés para la posteridad; ninguna ha sido más admirada ni más denostada que Esparta.

Las explicaciones de Platón y de Aristóteles desde el punto de vista de la teoría del Estado, así como los edificantes, instructivos e idealizadores escritos de Plutarco sobre las principales personalidades espartanas abonaron el terreno sobre el que se erigió el mito de Esparta. Estos autores admiraban o criticaban la historia y el sistema político y social de Esparta y los describían como algo especial, incluso único, dentro del mundo griego. Del contenido de los capítulos anteriores se puede deducir con facilidad qué temas de esta historia eran los que más podían despertar el interés y la fantasía de los contemporáneos y de la posteridad. Citemos solo algunos ejemplos destacados: la constitución de Licurgo tenía elementos democráticos, monárquicos y oligárquicos que sin duda estaban proporcionadamente combinados, pues durante mucho tiempo Esparta permaneció estable y libre de conflictos sociales y políticos, posibilitando además grandes éxitos en materia de política exterior. Una fascinación similar suscitaba la educación espartana que, bajo la supervisión estatal, estaba exclusivamente orientada a ese Estado y que alcanzó una fama casi proverbial. La educación parecía inculcar en los espartanos un amor especial hacia su estado, amor que halló su expresión más palpable en la heroica lucha de los que combatieron en las Termópilas bajo las órdenes del rey Leónidas en el 480 a. C. Otros pilares sobre los que se asienta el mito de Esparta son el aferramiento de los espartiatas a sus ideas religiosas —sin la influencia de ningún espíritu de la época—; la voluntad, interpretada como amor a la libertad, de independencia política y económica, y la lucha, resultante de esta voluntad, contra bárbaros y tiranos; la idea de igualdad entre todos los ciudadanos de pleno derecho, la limitación de la economía a únicamente lo necesario, el rechazo del dinero, la posición social de las mujeres, el respeto hacia los ancianos, la implantación de la esclavitud estatal, el papel destacado del deporte y de la belleza física, así como la concisión del lenguaje lacónico… Si insertamos cada uno de estos distintivos del orden espartano en su respectivo contexto histórico, surgirá una imagen real —única en el mundo griego— de la historia y del orden de Esparta. Si, por el contrario, aislamos cada elemento de este orden espartano de su contexto histórico y lo «utilizamos» para fines que no estén al servicio de la investigación histórica de Esparta, entonces dichos elementos —independientemente de si se glorifican o se rechazan— son interpretados, modificados y se vuelven cada vez menos «reales», hasta acabar convirtiéndose en un mito.

No solo los griegos ensalzaron la constitución de Esparta como un mito. Como en tantos otros terrenos, les siguieron también en este los romanos. Políticos como Catón o Cicerón comparaban la constitución de la República romana clásica (287-31 a. C.) con el afamado modelo de Esparta. Como aristócratas convencidos, alegaban que la sociedad lacedemonia había sido gobernada por «los mejores», los espartiatas. Aquí ya se perciben las múltiples posibilidades de interpretación del modelo de constitución espartano. Tanto republicanos como monárquicos, demócratas, socialistas o nacionalsocialistas se han valido sin escrúpulos del modelo de Esparta. Quien recomendaba, como los ilustrados franceses del siglo XVIII, la división de poderes en el Estado, podía argumentar con Esparta exactamente igual que aquellos historiadores y políticos que, desde los años 20 del siglo XX, propagaron el Estado totalitario. Mientras que aquellos aludían sobre todo al control de los reyes por los éforos o a la división de tareas entre las instituciones, estos destacaban la omnipotencia del Estado por encima de la vida de cada espartiata. Pero también el joven movimiento socialdemócrata y marxista de comienzos del siglo XX se complacía aludiendo a Esparta, y aplicaba sus experiencias personales, en un entorno de orientación capitalista, a los reyes espartanos Agis y Cleómenes: estos aparecían como teóricos del socialismo cuyas ideas (licúrgicas) habían topado con la tenaz resistencia del capital; su maestra habría sido la filosofía socialista de la stoa. Esta interpretación del orden licúrgico como orden socialista es la evolución más consecuente de una teoría que contemplaba la idea de la igualdad económica como la principal característica del orden espartano. Y esta teoría no es nueva; ya en el siglo XVIII, Jean Jacques Rousseau, en su búsqueda de una constitución que armonizara de la mejor manera posible la libertad del hombre con el irrenunciable poder del Estado, formuló lo siguiente: «El Estado es, con respecto a sus miembros, dueño de sus bienes en virtud del contrato social. Los propietarios solo son depositarios del bien público. El soberano puede apoderarse legítimamente de los bienes de todos, tal y como ocurría en Esparta». Naturalmente, al decir estas palabras, Rousseau estaba pensando en el reparto de la tierra de Licurgo.

Lo contrario de igualdad es desigualdad, y también en este terreno se dejó acaparar Esparta. Ya la filosofía griega, y especialmente Aristóteles, intentó demostrar de un modo «científico» que los griegos eran mejores personas que los bárbaros y que, por lo tanto, estaban autorizados para dominar sobre esos bárbaros. En los siglos XIX y XX, esta confusa teoría fue retomada y adaptada a las propias necesidades «modernas». El orden espartano aportaba la «prueba». Los «investigadores de las razas» opinaban que precisamente ahí se podía demostrar, como una realidad indiscutible, la superioridad de una raza «nórdica» (¡pero hacía 200 años que se había discutido acaloradamente sobre el parentesco de los espartanos con los judíos, parentesco del que por primera vez nos pone en conocimiento el libro 1.o de los Macabeos!). En relación con Licurgo aparecen conceptos como «sin taras hereditarias», «estratificación de razas» o «Estado de raza». En el examen de aptitud de los niños espartanos tras su nacimiento por un gremio de ancianos, los ideólogos nacionalsocialistas —y el propio Hitler— quisieron ver la voluntad incondicional de los espartanos por mantenerse racialmente puros. Según ellos, solo así había sido posible que 6000 espartiatas pudieran haber dominado a más de 350 000 ilotas, lo que debía servir de ejemplo para el presente. Y cuando la tiranía nacionalsocialista tuvo un fracaso militar en la batalla de Stalingrado, en 1943, causado por los que ellos consideraban los ilotas modernos, los demagogos evocaron de nuevo el mito de Esparta y quisieron comparar Stalingrado con la situación de las Termópilas: «Cuando llegues a Alemania, cuenta que nos has visto luchar en Stalingrado tal y como lo manda la ley, la ley de la seguridad de nuestro pueblo»; con estas palabras, una versión del famoso epigrama de las Termópilas, creía Hermann Göring poder alentar a los soldados.

Estos ejemplos sirven para ilustrar la glorificación de Esparta. Pero pueden también ser tomados como ejemplos del rechazo de Esparta por parte de filósofos, políticos e historiadores. El conjunto del orden espartano estaba orientado hacia la conservación y el provecho del Estado. Quien no contemple el Estado como objetivo de la humanidad, sino solo «como una condición bajo la cual se puede cumplir el objetivo de la humanidad», ese rechazará la legislación espartana en su conjunto por no cumplir el «objetivo de la humanidad». Esta ingeniosa crítica a Esparta, influida por la filosofía histórica de Kant, procede de Friedrich Schiller. Cuando el interés del Estado lo determina todo, el individuo es forzosamente relegado a un segundo plano; quien juzgue desde esta perspectiva, no podrá sancionar la constitución espartana.

La evolución del mito de Esparta en el transcurso de los últimos dos milenios y medio no puede ser descrita en unas pocas páginas; y, de todos modos, a la investigación moderna aún le queda mucho trabajo por delante. Pero se puede decir que el orden espartano, guiado por un objetivo final, colmado de éxitos, sólido y, al mismo tiempo, misterioso, único y de apariencia casi sobrenatural, se ha convertido en una leyenda, de tal modo que la realidad apenas se vislumbra a través de la niebla de lo legendario. Ojalá este libro haya contribuido a desenmascarar el cosmos de Esparta.