Como consecuencia de la victoria sobre Atenas en el 404 a. C., afluyeron a Esparta, como ya indicamos, riquezas considerables en forma de botín, pagos personales y tributos. Además de eso, los espartiatas se vieron confrontados en sus nuevos dominios con corrientes intelectuales que para ellos eran nuevas y que empezaron a reblandecer la vida espartana, hasta entonces tan sobria y temerosa de los dioses. Los dirigentes espartanos no vacilaban en cometer perjurio y estafa para conseguir ventajas políticas, e incluso se dieron casos de soborno. A ello se añadía que muchos espartiatas tuvieron que asumir tareas de mando en el extranjero para poder dominar directamente las ciudades recién conquistadas. A su regreso a la patria, resultaba difícil integrar de nuevo a estos hombres en la falange de los «iguales». Un ejemplo destacado del curso de esta evolución fue el general en jefe Lisandro, que en los años de la Guerra del Peloponeso había participado decisivamente en la victoria sobre Atenas y había organizado el dominio espartano en Tracia y en el Egeo. Luego se mostró poco partidario de atenerse a las reglas de la actuación política de la metrópoli. Como prefería que le dispensaran honores divinos en sus dominios de la isla de Samos, pensó en olvidar el tradicional —y legitimado por los dioses— orden espartano para que a los hombres como él se les reservara el lugar que merecían, y así lo expresó públicamente. Tales reflexiones llegaron a oídos de los éforos y provocaron enfrentamientos políticos muy conflictivos, cuyo objetivo era hallar el buen camino para el futuro. Junto al partido «imperialista» formado en torno a Lisandro, se creó en torno al rey Pausanias un contra movimiento conservador y fiel a la constitución, que temía por la amenaza del orden interno de Esparta. Por último, desde finales del siglo VI a. C. se llegó a un consenso general en el sentido de que el compromiso espartano debía limitarse a la metrópoli, pues de lo contrario cabía temer una extralimitación de las fuerzas… Y precisamente esos temores se hicieron realidad después de 404 a. C. Pero los espartanos no podían decidir ellos solos acerca de cómo afrontar el futuro. La victoria sobre Atenas había estado asociada a diferentes expectativas políticas por parte de los aliados, por parte de los persas, que habían puesto el dinero, por parte de las ciudades griegas neutrales y también por parte de las antiguos aliados atenienses. Al fin y al cabo, Esparta había ido a la guerra con el lema de «libertad y autonomía para todas las ciudades griegas», había prometido terminar con el imperialismo ateniense de una vez por todas, y había garantizado la seguridad para todos; además, había anunciado una política de paz y de bienestar, pero a la vez les había asegurado a los tesoreros persas no querer inmiscuirse en su dominio sobre los griegos del Asia Menor. Esparta no pudo satisfacer todas estas elevadas, y contradictorias, expectativas y esperanzas; de ahí que la discusión sobre cómo abordarlas incrementara las tensiones también en el interior.
A todo esto, a los espartanos no les faltaba voluntad para asegurar su nuevo puesto en Grecia. De ello dan testimonio las acciones emprendidas contra Élide, al noroeste del Peloponeso, y contra el Imperio persa —que se hallaba en una fase de debilidad—, bajo el mando de Agesilao (399-360 a. C.), quien quiso liberar a los griegos del Asia Menor del yugo del dominio persa. Este rey espartano fue un personaje trágico, militarmente muy capacitado, dotado además de habilidad política; no fue sin embargo capaz de detener la caída de su ciudad. Resulta ocioso preguntarse si con unas simples reformas de adaptación en Esparta hubiera podido evitarse la derrota de Leuctra; Agesilao no era un hombre con ideas para las modificaciones necesarias. Aunque como hijo legítimo de su ciudad estaba muy familiarizado con el limitado potencial de Esparta, asimismo había aprendido e interiorizado que el potencial bélico espartano no solían incrementarlo las reformas políticas y sociales, sino los buenos generales. En Esparta, ser un buen general significaba lograr muchos éxitos con pocos espartiatas y utilizando a los aliados. Sin duda, Agesilao respondía a este ideal del buen general. Dotado de solo 30 espartiatas, unos 200 neodamodas, es decir, ilotas puestos en libertad, 6000 aliados y un programa «nacional» de liberación de los griegos del Asia Menor, puso en serios apuros al Imperio persa en el 396-395 a. C., y también logró victorias militares tras ser llamado de vuelta a Grecia. Pero más importante que sus victorias fue —y ahí estriba la tragedia de Agesilao— que estas carecían de valor, no aportaban nada, pues no señalaban ningún camino por el cual Esparta pudiera salir de su intrincada situación interna y externa.
Dos acontecimientos muestran toda la dimensión de esta crisis, que pertenece a la etapa inicial del reinado de Agesilao: la Guerra de Corinto (395-386 a. C.) y la conspiración de Cinadón (398 a. C.). Cinadón no era espartiata, pero quería ser equiparado en la ciudad a un ciudadano de pleno derecho. Por eso intentó llevar a cabo una conspiración con los grupos que tenían menos derechos en el estado espartano, es decir, con los ilotas, los neodamodas, los hypomeiones y los periecos. Su plan fue descubierto por los éforos antes de que lo pusiera en práctica. Y eso que Cinadón había calculado sus posibilidades de éxito de un modo realista, yendo todos los días a la plaza del mercado de Esparta para ver cuántos descontentos había frente a los pocos espartiatas de pleno derecho.
De un modo similar debieron de calcular los tebanos, solo que ellos, en lugar de personas, contaron las ciudades que estaban descontentas con Esparta. De ahí que enseguida lograran formar una coalición a la que, además de la propia Tebas, pertenecían Corinto, Atenas y Argos. La guerra declarada ahora contra Esparta se llama, conforme al escenario principal de la misma, la Guerra de Corinto. Su objetivo era eliminar la preponderancia de Esparta en Grecia. Su desarrollo fue variable, y al final no hubo un vencedor claro, pero su resultado limitó considerablemente la posición de poder que había adquirido Esparta con la victoria sobre Atenas en el año 404. Pues, por una parte, Esparta, tras una sensible derrota por mar en el 394 contra la flota persa capitaneada por el almirante ateniense Conón, en Cnido, al noroeste de Rodas, volvió a perder su soberanía marítima anteriormente lograda en el Egeo; por otra parte, el acuerdo de paz firmado por iniciativa del Gran Rey persa en el 386 a. C. (que por eso ha pasado a la historia como «la Paz del Rey»), puso en evidencia en la conciencia de todos que Esparta, en términos generales, y no solo por mar, no era capaz de ejercer por sí misma el dominio sobre Grecia.
En el fondo, esta Paz del Rey fue un descalabro para Esparta. Había sido firmada con la cooperación del rey persa, que en cierto modo había ejercido de árbitro en los conflictos entre las ciudades griegas, obteniendo de Esparta a cambio el dominio —asegurado mediante tratado— sobre las ciudades griegas del Asia Menor. A la vista de este tratado, Esparta se vio obligada a confesar que sin la ayuda persa no podía ser una potencia hegemónica. La reputación que se había ganado en las Guerras Médicas y en la Guerra del Peloponeso, en calidad de potencia protectora de las ciudades griegas oprimidas, ya estaba perdida. En ese mismo momento, para salvar de su fama lo que ya era insalvable, Esparta anunció la autonomía para todas las ciudades griegas, haciendo ella misma las veces de supervisora de este punto del tratado. Paz común y autonomía: tales eran las eufónicas consignas de la Paz del Rey, con la que Esparta intentó asegurar su posición en Grecia. Este intento de crear una especie de Imperio espartano, al menos como socio menor del rey persa, fracasó. Es cierto que Esparta reformó entre el 383 y 377 a. C. dos veces la Liga del Peloponeso para poder hacer llamamientos a filas de forma más efectiva (véase capítulo 9), y que en nombre de la cláusula de autonomía de la Paz del Rey ejerció celosamente de policía en Grecia. Pero apenas acababa de apagar un incendio en alguna parte, enseguida se declaraba otro en otro lugar. Todas las potencias, como Atenas o Tebas, se fortalecieron de nuevo; y nuevas potencias, como Jasón de Feras en Tesalia, hicieron su aparición en la escena griega. Todas ellas intentaban ampliar su influencia política a costa de Esparta. En el año 377 a. C., Atenas fundó incluso una II Liga Marítima Ática, cuya Carta estaba expresamente orientada contra Esparta y que, por esta razón, atrajo a muchos. En esta difícil situación, Esparta apostó de nuevo en el 371 a. C., como ya lo hiciera en el 386, por una Paz del Rey. Se declaró dispuesta a eliminar los signos externos del indeseado dominio espartano en las ciudades griegas, es decir, los harmostes y los soldados. Pero como los tebanos, que entre tanto soñaban con alcanzar una posición de gran potencia, habían exigido a sus aliados de Beocia firmar un tratado (con lo cual no reconocían su autonomía), se declaró la guerra entre Tebas y Esparta, desempeñando esta de nuevo el papel de ejecutora de los pactos. La Asamblea Popular encargó al rey Cleómbroto que asumiera el mando de la guerra; con él partieron 700 espartiatas. Treinta kilómetros al sur de Tebas, en Leuctra, Beocia, se entabló la lucha con el contingente de tropas tebano capitaneado por el general en jefe Epaminondas. La derrota de los espartanos fue completa y terrible: de los 700 espartiatas, 400 quedaron en el campo de batalla. Muchas fueron las consecuencias de esta guerra. La derrota significaba la despedida para siempre de Esparta de su papel de gran potencia en Grecia, despedida que acarrearía dolorosas consecuencias para ambas partes, tanto para Esparta como para Grecia. La consecuencia inmediata de la batalla de Leuctra fue que se perdió para siempre el mito de la imbatibilidad, que sucumbieron los ilotas y los periecos, que la Liga del Peloponeso se encontró a las puertas de la disolución, que los mesenios se separaron del estado lacedemonio y, finalmente, que la propia Laconia fue invadida por tropas enemigas. Treinta años antes, tras la gloriosa victoria sobre Atenas, ni siquiera el enemigo más malvado se hubiera atrevido a vaticinar esta derrota; el nombre de Leuctra indica, sin embargo, el final de una época de hegemonía espartana en Grecia.
Pero la propia Grecia se había quedado, por así decirlo, sin cabeza. Tebas era demasiado débil para cumplir con la posición recién adquirida. También lo eran el resto de las grandes poléis, como Atenas o Esparta. Tebas y Esparta todavía se volvieron a enfrentar militarmente en el 362 a. C., esta vez en Mantinea, en el Peloponeso, y como para rematar el caos reinante en Grecia, la batalla terminó con un debilitamiento aún mayor de ambos bandos: Esparta fue vencida de nuevo, mientras que los victoriosos tebanos perdieron a su general Epaminondas.
Así fue como, entre los años 371 y 362 a. C., el mito de Esparta perdió su base real: Mesenia ya no pertenecía al estado de los lacedemonios, y no hace falta mucha imaginación para calcular las consecuencias de esta disgregación de más de un tercio del territorio estatal para Esparta.
Lo que sabemos de Esparta entre el 362 y 244 a. C. es bien poco. Esto no debe extrañarnos, pues normalmente una ciudad que ya no es hegemónica ni excepcional, sino que incluso es dominada por otros y además vuelve la espalda a todo el mundo, no suele despertar el interés ni la admiración de los observadores, historiadores, poetas u oradores contemporáneos. Antes bien, estos se centraron en el cambio radical que se operó en Grecia desde el 360 a. C., y del que Esparta solo participó de forma pasiva. La política de conquista de Filipo II, rey de Macedonia (359-336 a. C.), fue la manifestación palpable de ese cambio, que, sin embargo, ya se venía fraguando como muy tarde desde el 386 a. C., esto es, desde la Paz del Rey, Filipo II llenó el hueco que había dejado Esparta; casi sin solución de continuidad, tomó el relevo de la hegemonía de su antecesora. A la sombra de esta soberanía macedonia, Esparta llevó una vida muy autónoma; confiada en la grandeza del pasado, hizo incluso intentos ocasionales de enlazar con los viejos tiempos protestando contra la amenazante tutela y organizando la resistencia frente a los nuevos soberanos. Ya en el 362 a. C. después de Mantinea, Esparta se había negado a firmar el «Tratado de Paz Común», y en el 338 a. C. no ingresó en la «Liga de Corinto», fundada y dominada por Filipo; pues estos convenios de todos los griegos contemplaban Mesenia, en otra época parte integrante del estado espartano, como un estado independiente, y Esparta se negó tenazmente a reconocer Mesenia desde el punto de vista jurídico-internacional. Al cabo de siete años, los espartanos se atrevieron incluso a rebelarse contra el vencedor del Imperio persa Alejandro Magno, rebelión que a este debió de parecerle una broma.
Los intentos espartanos por recuperar su influencia en Grecia fracasaron también contra los sucesores de Alejandro Magno en Europa, Demetrio, el sitiador de ciudades (294 a. C.), y Antígono Gónata (264 a. C.). El recuerdo de la grandeza de otros tiempos era una cosa, y la situación real otra muy distinta. Desde la batalla de Mantinea, en el 362 a. C., Esparta había tomado un rumbo equivocado, y marchando al compás político de las otras ciudades, se había ido adaptando poco a poco a las transformaciones políticas de Grecia. Esparta se convirtió así en una ciudad más.
En el siglo III a. C. fue nuevamente sacudida por una crisis que en parte era doméstica, pero en parte también podía atribuirse a la evolución de toda Grecia. El número de ciudadanos de pleno derecho siguió descendiendo constantemente, mientras el abismo entre pobres y ricos se hacía cada vez más grande. En cuanto a política exterior, la «guerra de Cremónides» (llamada así por un político ateniense) terminó con un nuevo fracaso para Esparta. Una alianza compuesta por Atenas, Esparta y Ptolomeo II de Egipto había luchado contra Macedonia; en el año 264 fue vencida y el rey Areus de Esparta cayó en una guerra entablada en Corinto. Tras esta derrota, Esparta se quedó completamente exhausta. Si quería salvaguardar la independencia, era imprescindible que acometiera reformas internas. La mirada de los reformadores recayó una vez más en el pasado. Con los reyes reformistas Agis y Cleómenes, que a partir del 244 a. C. honraron de nuevo al mítico legislador Licurgo, comienza la última fase de la historia de la Esparta independiente; de ella nos ocuparemos en el capítulo siguiente.