V
La vida en Esparta:
educación y currículo de los espartiatas

Esparta se hallaba en una encrucijada. El año 404 a. C. nos muestra a Esparta en la cúspide de su poder, pero al mismo tiempo también en el punto culminante de la sobrecarga. Para el historiador, una cesura de tan amplia significación constituye un motivo apropiado para preguntarse por las causas y por el trasfondo del despliegue de poder, por una parte, y de la subsiguiente decadencia, por otra. De ahí que en los siguientes capítulos nos queramos centrar en la vida cotidiana social, religiosa, cultural y económica de la ciudad de Esparta. Ya los contemporáneos de otras ciudades griegas atribuían la fama y el éxito de Esparta al modo de vida y a las costumbres de su ciudadanía, los espartiatas. Y no fueron pocos los que, como el filósofo Platón, el historiador Jenofonte y el orador Isócrates, vieron incluso en la agoge, la educación de los espartiatas, no solo la base para el éxito de Esparta, sino también un modelo que podía ser de utilidad para otras ciudades.

La descripción histórica, es decir, fiel a la verdad, de esta agoge resulta difícil por dos razones: por un lado, la mayor parte de las fuentes sobre la agoge pertenecen a una época tardía en la que Esparta ya no tenía ninguna significación y mantenía solo una especie de diálogo con su glorioso pasado. En otras palabras, hay que tener en cuenta el hecho de que estas fuentes no describen la verdadera agoge, sino una imagen ideal de la misma. Por otro lado, como ya se sabe, la Esparta clásica era poco amiga de suministrar información a los extranjeros, por lo que, fuera de Esparta, apenas encontramos datos sobre la vida espartana. De ahí que los relatos de la época sean todo menos detallados y fiables, pues también ellos idealizan el orden de Esparta como condición previa para el asombroso éxito de la ciudad. De este modo, lo que surge es una imagen irreal y velada a la que el historiador moderno ha de quitarle primero el velo de la idealización y de la glorificación. Todas estas limitaciones hay que tenerlas en cuenta a la hora de ocuparnos de la vida en Esparta.

La unidad social más pequeña de la sociedad espartana era la unidad familiar, que se constituía mediante el matrimonio. A la casa pertenecían, además de los cónyuges, los hijos legítimos reconocidos por ambos padres (los muchachos solo hasta la edad de siete años), así como todas las personas que trabajaban al servicio de la casa. Las fincas que pertenecían a la casa (oikos) estaban repartidas por Laconia y Mesenia y eran cultivadas por los ilotas. De los tributos de estos vivía la familia, que por su parte pagaba unos «impuestos» que todo espartiata, independientemente de sus ingresos, debía entregar a la ciudad y a sus instituciones. Si un espartiata ya no podía aportar sus tributos a la comunidad, perdía su estatus de ciudadano. El señor de la casa no tenía un oficio en el sentido actual de la palabra: campesino no necesitaba ser, porque las tierras eran trabajadas por los ilotas, y comerciante o artesano no le estaba permitido, porque así lo había dispuesto, supuestamente, Licurgo. De modo que tenía mucho «tiempo libre», que estaba obligado a poner al servicio de sus conciudadanos y del Estado en las plazas de armas, en los banquetes de hombres o en la sala de oradores. Aun en épocas de paz no debía permanecer mucho tiempo en casa con su mujer, por lo que su esposa era la encargada de gobernar la casa y todo lo que ello llevaba consigo, como la vigilancia del personal, la administración de los tributos de los ilotas y la planificación económica en general. Una mujer espartiata podía gobernar hasta dos o más oikoi si tenía hijos de varios maridos, lo que era bien aceptado en interés de la descendencia (sobre ello volveremos más adelante).

Sobre la vida privada de una familia espartiata no se sabe casi nada. Esto no es de extrañar, ya que una de las características del mito de Esparta era que nadie vivía «privadamente», sino solo para el Estado. Así pues, una vida familiar «normal» prácticamente no existía, pues aparte de la ausencia permanente de los esposos, también la educación corría a cargo del Estado. Los recién nacidos eran examinados por una comisión de ancianos en lo relativo a sus aptitudes físicas y, en caso de que la resolución fuera positiva, eran acogidos por la comunidad de espartiatas y agraciados con un lote de tierra. Por el contrario, los niños débiles y calificados como no aptos para la vida eran enviados a un lugar inaccesible del Taigeto. Los chicos y las chicas pasaban sus primeros años de vida en casa de sus padres, donde debían ser iniciados en los rudimentos de la vida espartana. El objetivo de esta educación no era que los niños espartanos llegaran a ser ciudadanos del Estado críticos y emancipados, ni tampoco que adquirieran una cultura general que los preparara para ejercer un oficio. La educación, al menos la de los muchachos, se centraba más bien en el fortalecimiento físico y en la resistencia y capacidad para soportar el frío, el calor, el hambre, la sed, los golpes y los dolores. La filosofía educativa espartana exigía de los niños pequeños una obediencia incondicional; solo así, se creía, podía adquirirse la futura capacidad de dominio. Este modelo de educación estaba exclusivamente orientado hacia el Estado y solo fomentaba las virtudes provechosas para el Estado. En los siete primeros años, la labor educativa y la preparación de los niños pequeños para sus futuros cometidos corría a cargo de los padres y de unas niñeras especialmente cualificadas que eran famosas en toda Grecia por sus métodos educativos.

Tras estos primeros siete años, los caminos de los niños y las niñas se separaban, pero no porque a los chicos se les diera una educación más esmerada que a las chicas, sino porque hombres y mujeres tenían que desempeñar funciones diferentes en el Estado espartano, y la educación de chicos y chicas debía preparar para esta división de tareas. Así pues, mientras las niñas recibían una formación esmerada bajo la vigilancia de la madre, los chicos eran educados en «entidades» públicas. Unas y otros eran preparados de este modo para su «oficio»: las chicas para su futuro papel de gobernantas de la oikos, y los chicos para la guerra.

Dejemos por el momento la casa y sigamos primero el rastro del muchacho, acompañándolo desde su infancia, su pubertad y su juventud hasta la vejez y la muerte. De la educación de las chicas y de la vida de las mujeres nos ocuparemos en el siguiente capítulo.

La educación estatal de los muchachos, que más tarde fue llamada agoge, comenzaba a la edad de ocho años. Al igual que los hombres y los soldados, también los chicos eran divididos en «tropas», es decir, en clases que, bajo la dirección de un supervisor joven (eiren), comían, dormían y recibían la formación elemental en comunidad. Esta formación elemental, que consistía, por ejemplo, en correr descalzos o en torneos, debía servir para fortalecer los cuerpos e inculcar la obediencia y el ascetismo. También se aprendía a leer y escribir, pero la educación intelectual estaba relegada a un segundo plano, tras la física. En cualquier caso, los chicos eran aleccionados desde muy temprano en «instrucción cívica», con el objeto de que se familiarizaran con las virtudes de un buen espartano. Figuraba entre estas virtudes el modo de expresión «lacónico»; los muchachos debían aprender a dar respuestas breves y concisas. Algunos castigos especiales, como un mordisco en el dedo pulgar del delincuente, dado por el supervisor, servían para disuadir de la vana charlatanería. La educación estaba dirigida por un funcionario del Estado, el legislador de muchachos (paidonomos), que era apoyado por jóvenes portadores de látigos (mastigophoroi). Discusiones acerca del sentido o el sinsentido del castigo corporal, como las que nos encontramos en Atenas, no nos han llegado de Esparta.

Una vez que el muchacho superaba esta educación elemental, a la edad de 14 años ingresaba en una clase superior. Aquí ejercitaba sistemáticamente los atributos y las virtudes que se requerían para llevar una vida de soldado: endurecimiento a base de dormir sobre cañas, no llevar más de un abrigo, pruebas de resistencia y técnicas de combate en numerosos torneos y competiciones. El principal cometido de estas competiciones era estimular la ambición entre los jóvenes y crear un espíritu competitivo. Tenían lugar en un marco religioso, pues en general la formación de los muchachos estaba estrechamente vinculada al culto a los héroes y a los dioses. Cuando luego los espartiatas, con una profunda convicción religiosa, se sentían ciudadanos de una ciudad elegida, esta religiosidad tenía sus raíces en su infancia y juventud. Algunos de estos juegos le pueden resultar extraños al observador de hoy día. Así, es muy conocido que a los chicos les estaba permitido robar comida; solo eran castigados si habían sido tan tontos o tan poco precavidos como para que los pillaran robando. Sin duda se trataba de juegos que suponían un buen entrenamiento para el oficio de soldado, pero al mismo tiempo también expresaban un estrecho vínculo con el culto a los dioses. Estos juegos de robos tenían lugar en honor a Artemisa, la diosa de la caza. Juegos similares nos han llegado también de otras regiones de Grecia, como por ejemplo de Samos. Los muchachos que triunfaban en estas competiciones eran venerados por la ciudad con una inscripción en uno de los santuarios.

En comparación con las instituciones pedagógicas de otras ciudades griegas, el modelo de educación espartano se diferenciaba, ante todo, en que estaba orientado a las necesidades del Estado y en que tenía lugar dentro de un marco sacrorreligioso. Combinaba elementos de aspecto arcaico (como, por ejemplo, la «competición de robo») con otros de aire moderno (por ejemplo, el deber de escolarización), y lo hacía de un modo —como lo demuestra su éxito— armonioso.

A los 18 años los chicos ya habían pasado lo peor, si bien hasta los 30 seguían siendo una comunidad de hombres acuartelados. Esto no lo alteraba ni siquiera la boda o la fundación de una familia. Durante esos años, los jóvenes tenían que poner en práctica los conocimientos adquiridos; a partir de ahora tenían que acreditarse como jefes de una tropa (eiren) o en la caza de ilotas (krypteia). Hasta los 30 no adquirían el derecho de plena ciudadanía.

De modo que el joven espartiata pasaba toda su juventud con otros de su misma edad y bajo la vigilancia de hombres mayores: un caldo de cultivo para la pederastia, que muchos observadores atribuían también al propio Licurgo. Según ellos, la pederastia tenía por objetivo hacer que el «enamorado» se responsabilizara del desarrollo del muchacho amado. Seguramente esta tradición está basada en que los espartanos mayores, comparables a tutores o a padrinos, tenían que asumir la responsabilidad de un solo muchacho cada uno, porque los padres habían quedado relegados a un segundo término en la educación. La insistencia en la formación física y en la «buena figura» sin duda contribuyó también a la pederastia. En vista de su propagación en el sistema educativo espartano, los autores posteriores dedujeron que se trataba de una instrucción de Licurgo. También se sabe que las chicas jóvenes mantenían relaciones especialmente estrechas con sus «profesoras».

A los treinta años los jóvenes dejaban de vivir y dormir con los de su misma edad y adquirían la plena ciudadanía con todos los derechos políticos. Sin embargo, tampoco a partir de ahora tenían una vida privada en el sentido genuino de la palabra. El servicio en el campo de batalla, las actividades y los cargos públicos, así como los banquetes de hombres ocupaban mucho tiempo en la vida del espartiata adulto. Ya entonces se hablaba de derechos y deberes políticos, por lo que nos ocuparemos en primer lugar de los banquetes de hombres, famosos desde la Antigüedad.

Las sociedades gastronómicas de hombres no eran por sí mismas nada extraordinario en Grecia. Las conocemos por las epopeyas de Homero y también en muchas ciudades de Creta. Pero en Esparta tenían una nota peculiar. A estas comidas de hombres se les han dado muchos nombres, pero el más corriente era syssitia, sociedades gastronómicas de hombres. La pertenencia a las sisitias era una de las condiciones fundamentales para obtener el derecho de ciudadanía espartano; pero solo se podía ser socio de ellas si se había pasado por la educación estatal y se disponía de suficientes bienes como para pagar las elevadas cuotas de las sociedades. Se ignora de dónde procede esta institución y qué finalidad tenía en origen; tal vez provenga de la época de las migraciones y tuviera como fin alimentar a los combatientes, o quizá sirviera para tomar alimento con la bendición y bajo la protección de un dios determinado. Sea como fuere, en la Esparta de la época arcaica y clásica, la participación en las sisitias era una obligación absoluta. Y a partir del siglo V a. C., se reforzó aún más esta obligación, a la que estaban sometidos incluso los reyes. De ahí podemos deducir que los crecientes requisitos que debía cumplir el Estado espartano, descritos en el capítulo anterior, abarcaban también a toda la sociedad.

Cada una de estas sociedades gastronómicas constaba de un mínimo de 15 socios, que tenían que ser una combinación armoniosa de jóvenes y mayores. En interés de esta armonía se aceptaban nuevos miembros, si bien con la aprobación de todos los comensales. Los distintos grupos se reunían a diario para comer en lugares fijados de antemano. Los muchachos también podían tomar parte ocasionalmente de tales comidas, con el fin de irse acostumbrando desde jóvenes al futuro entorno; lo mismo cabe decir de los mothakes y de algunos extranjeros especiales. La cuota de participación en las sisitias constaba de tributos en especie, como harina de cebada, vino, queso e higos, más una cantidad de dinero para los aditamentos de los platos. Esta cuota era la misma para todos, fueran pobres o ricos, y solía ser tan elevada que muchos espartiatas no podían permitírsela y eran reducidos a «inferiores» (hypomeiones), con lo que perdían el derecho de ciudadanía.

El menú de una syssition era, por regla general, más bien pobre. En él encontramos maza (pan de cebada), la famosa en toda Grecia sopa negra (sopa de sangre con carne de cerdo) y un postre a base de queso, higos o caza. A estos «entrantes» se les añadía con frecuencia algún que otro guiso más suculento. Todo ello se acompañaba con vino en grandes cantidades, como lo ilustran numerosas anécdotas contadas por espartanos sobrios.

A estas tertulias no se iba solo a comer. Una vez más, los comensales cultivaban la competición. Quien hubiera prestado especiales servicios al Estado recibía raciones de honor y un asiento de honor, como los que, por ejemplo, les correspondían a los reyes. Junto al principio de la igualdad social regía en las sisitias, como en todos los demás ámbitos del Estado espartano, el principio de la superioridad y la subordinación, del mandato y la obediencia, del respeto y el desprecio; en una palabra: de la desigualdad. Durante toda su vida, los jóvenes y los hombres de Esparta competían por asientos de honor y por raciones de honor, por resultar vencedores en las competiciones, por ser elegidos eirenes y por ascender de rango en las sisitias. Este ascenso había que conseguirlo a base de competir con los otros aspirantes y debía ser ratificado por los del propio rango. El procedimiento, habitual en otras ciudades como Atenas, de elegir las funciones y los cargos, no existía en Esparta.

Las sisitias pueden ser justamente calificadas como el fundamento del Estado espartano. En ellas se predeliberaban cuestiones políticas, de ellas salían importantes personalidades para la guerra, en ellas se cultivaba una vida social que redundaba en el sentimiento de solidaridad, en ellas desaparecían idealmente las diferencias sociales, y en ellas los espartanos aprendían a conocerse a sí mismos y a competir unos con otros amistosamente en beneficio del Estado.

Para que los espartiatas pudieran responder a las duras exigencias de su Estado en cualquier situación de la vida, se dictaron unas reglamentaciones legales que iban más allá de los banquetes y las prácticas deportivo-militares y que, desde una óptica moderna, se inmiscuían ampliamente en la esfera privada. Así, por ejemplo, se exigía, bajo amenaza de castigo, que cada espartiata contrajera matrimonio; había incentivos por tener muchos hijos, limitaciones en la libre disposición de los bienes, prohibición de viajar (para evitar que penetraran en Esparta influencias extranjeras perniciosas), prohibiciones laborales, prohibición de acuñar monedas de oro o de plata, y restricciones en el lujo. Estas regulaciones, desde el punto de vista del Estado, tenían mucho sentido, pues habían sido dictadas en la firme convicción de que la vida «espartana» era una condición previa indispensable para que Esparta pudiera convertirse en potencia hegemónica de Grecia. De ahí que esa vida tuviera que ser necesariamente objeto de supervisión y de legislación. Esta necesidad de asegurar el orden tradicional mediante leyes normativas era tanto mayor cuanto más amenazadas estaban la sobriedad y la disciplina de la vida espartana. La mayor amenaza la supuso la victoria de Esparta sobre Atenas en el año 404 a. C. Todos los factores desintegradores que casi forzosamente acarrea la expansión del poder, tuvieron entonces ocasión de desplegarse. La permanente ausencia de muchos espartiatas de su ciudad natal, la necesidad de enviar a ciudadanos como funcionarios administrativos a las ciudades jonias, la afluencia de bienes materiales y espirituales desde las comarcas recién conquistadas… Todo eso repercutió negativamente, como sucedería en la Roma del siglo II a. C., en la cohesión y en el consenso de los espartiatas. Las leyes, pese a ser promulgadas en gran número, a duras penas podían contener esta evolución.

El orden militar espartano se caracterizaba esencialmente por la desproporción entre el escaso número de soldados y la enorme explotación a que dichos soldados estaban sometidos. De ahí que la base de la organización militar la constituyeran el entrenamiento, el trabajo, la disciplina, severos castigos contra los «temblones», es decir, los desertores y los cobardes, y la sumisión del ejército a la tutela de los dioses. Los espartiatas por sí solos no habrían podido cubrir la demanda de soldados y jinetes de armamento pesado y ligero bien preparados. A principios del siglo V todavía había 8000 hoplitas espartiatas capacitados para llevar armas, pero su número descendió a comienzos del siglo IV a. C. a 2000 o 3000. Así pues, se requería la ayuda de periecos, ilotas puestos en libertad (neodamodas), ciudades aliadas y, finalmente, desde el siglo IV, incluso de mercenarios. La creciente demanda de soldados y el consiguiente desequilibrio entre espartiatas y hoplitas extranjeros fueron regulados por diferentes reformas militares. El control del ejército, sin embargo, no lo soltaron los espartiatas de las manos en ningún momento.

La estructura de mando del ejército espartano era estrictamente jerárquica y efectiva. A la cabeza, por regla general, estaba uno de los dos reyes, a cuyas órdenes se hallaban seis polemarcos (literalmente, «jefes en la guerra») y los jefes de las distintas unidades. «Casi todo el ejército de los lacedemonios consta de superiores sobre superiores», decía Tucídides al describir respetuosamente la estructura jerárquica del orden militar espartano. En él destacaba especialmente la posición de los 300 «jinetes» (hippeis, koroi), que eran elegidos del grupo de los que tenían entre 20 y 30 años, y que en el campo de batalla formaban la guardia del rey.

Pero los hoplitas espartanos no solo eran famosos por su formación y su disciplina, sino también por su forma de luchar, sobre todo por su observación del ritmo en la lucha. Porque no abrían el combate corriendo sin orden ni concierto, sino desfilando al compás del sonido de las flautas. De ahí que los flautistas gozaran de una gran consideración en Esparta. Para estas marchas, los espartanos encargaban canciones a los mejores compositores, entre los que figuraba el afamado poeta Tirteo. La importancia de la música para los asuntos militares llevó al filósofo Platón a asignar a la música en general un papel destacado en todo estado.

Los vínculos religiosos de la milicia espartana se manifiestan en que, antes de cualquier campaña, se consultaba a los dioses y se ofrecían sacrificios en el campo de batalla. Estas ceremonias eran más que meros rituales; tenían por objetivo crear al inicio del combate un estado de ánimo positivo entre los soldados, de modo que estos estuvieran dispuestos a luchar. Pues cuando los sacrificios y las consultas a los dioses daban buenos resultados, los soldados luchaban con valentía y con la certeza de que los dioses apoyaban la causa espartana. En caso de presagios desfavorables, por el contrario, se negaban a combatir por temor al enojo de los dioses. Esto ocurría con cierta frecuencia, de manera que, al lado de la imagen del insigne hoplita espartano, también halló difusión la del espartano miedoso.

A los 60 años, el espartiata abandonaba su oficio de soldado activo, pero seguía conservando una importante función como asesor y vigilante experimentado de los jóvenes. El respeto que infundían los ancianos era grande y se manifestaba también en la vida pública; por ejemplo, se les cedía el paso en la calle y se les guardaba un sitio en los festejos, incluidas las sisitias. Quien en el transcurso de su vida hubiera hecho méritos especiales por Esparta, era elegido para ingresar en la gerusia, el Consejo de Ancianos, y en este gremio ejercía una influencia política decisiva hasta el fin de sus días. En ese caso figuraba entre los «bellos y buenos», calificativo que en la lengua griega es equivalente a «nobleza». A juicio del famoso poeta Píndaro (en torno al 500 a. C.), el «consejo» de los ancianos era, junto con la «fuerza de la lanza» de los hombres y el «baile» de las mujeres, el tercer pilar del orden espartano.

El individuo estaba sometido a regulaciones legales incluso más allá de la muerte. En este aspecto Esparta no se diferenciaba esencialmente de otras ciudades griegas. También ahí intervenía el legislador, siempre que había que fijar el lugar del entierro, delimitar las ampliaciones de las tumbas o regular el tiempo y la forma del luto (por ejemplo, lanzando gritos de dolor o arañándose las mejillas). En Esparta, sin embargo, al lado de estas delimitaciones, la veneración de los muertos por parte de los allegados debía también adaptarse a la razón de Estado. Así, por ejemplo, honores especiales como la inscripción del nombre solo les correspondían a los hombres que hubieran caído en la guerra y a las mujeres que hubieran muerto de parto. Numerosas anécdotas confirman esta tendencia a fijar el tipo y la envergadura de los funerales según los servicios prestados en vida al Estado por el fallecido. Se atribuye a Licurgo el permitir enterrar a los muertos también dentro del perímetro de la ciudad de Esparta, una excepción única en toda Grecia. Con esta regulación se ponía de manifiesto la estrecha relación de los espartiatas con su ciudad incluso más allá de la muerte. Para los espartiatas corrientes, en cambio, no existían en Esparta funerales públicos como los que solía celebrar, por ejemplo, Atenas para honrar a los caídos en la guerra. Estos entierros corrían por cuenta exclusiva de la familia, la cual a su vez, y para demostrar la igualdad espartiata incluso después de la muerte, tenía que atenerse a las delimitaciones mencionadas.

Ya hemos visto cómo vivía un espartiata desde su infancia hasta que era enterrado. Pero ¿de qué vivía? ¿Cuáles eran las bases económicas del Estado espartano? El fundamento de la vida económica de Esparta, como del resto de Grecia, era el oikos, la casa, en la que convivían el marido, la mujer, los hijos (hasta los siete años) y la servidumbre, y a la que pertenecían las tierras —campos cultivados y pastos—, el ganado y los aperos de labranza. También pertenecían a la casa, aunque no directamente, los ilotas, que trabajaban en el campo pero seguían siendo propiedad del Estado. La dirección de esta oikos, a diferencia de lo que ocurría en otras ciudades, recaía sobre el ama de casa, pues la capacidad de funcionamiento del Estado espartano dependía de una división de las tareas entre los sexos claramente definida (véase cap. 6). Mientras que al hombre, como ya hemos visto, le estaba asignado el ámbito «exterior», la guerra y la política, las mujeres tenían que ocuparse del ámbito doméstico-económico «interior». De la competencia económica de las mujeres dependía, pues, el estatus de toda la familia. Porque si la oikos no rendía lo suficiente como para poder pagar los tributos fijados para las sisitias, el señor de la casa perdía su derecho de ciudadanía plena. Ya desde el siglo V, pero sobre todo desde el IV, las fuentes registran cada vez más diferencias patrimoniales entre los espartiatas, diferencias que no acaban de encajar en la imagen ideal de una sociedad de «iguales». Se cuenta, por ejemplo, que muchos de estos «iguales» se empobrecieron y se convirtieron en «inferiores», mientras otros conseguían amasar una inmensa fortuna. Con esta evolución, Esparta se había alejado mucho de su orden primitivo. Si creemos a Plutarco, Licurgo había dividido toda Laconia en lotes de tierra del mismo tamaño (en griego, klaroi) para 30 000 periecos y 9000 espartiatas. ¿Es esta noticia una invención de época posterior para idealizar el orden social de los antepasados? Muchos historiadores, naturalmente solo modernos, así lo creen. Como prueba de ello aducen la desigualdad entre los espartiatas en la época clásica. No obstante, hay muchas posibilidades de explicar cómo, en un período de 200 años, se transformaron las relaciones de posesión. Una de estas explicaciones podría ser que el territorio de Esparta, con la anexión de la fértil Mesenia, se vio considerablemente ampliado, por lo que ya solo siguió teniendo validez la antigua regulación de los lotes de tierra del mismo tamaño en Laconia, mientras que Mesenia quedó expuesta al libre acceso de los espartiatas poderosos. Si esta explicación fuera correcta, entonces tendríamos en el territorio espartano una coexistencia de una «antigua» tierra del Estado lacónica, inalienable y siempre del mismo tamaño, y una «nueva» propiedad privada mesenia (problemas similares los encontraremos en las futuras posesiones germánicas en suelo romano). Pero, naturalmente, también caben otras explicaciones para la creciente diferenciación económica en el estrato social de los espartiatas. Así, las guerras y las catástrofes naturales, la creciente despoblación y los cambios sociales internos podrían haber dado lugar a nuevas regulaciones, a las que se sacrificó la antigua imagen ideal de la igualdad en la posesión. Conocemos una de esas regulaciones cuya autenticidad es puesta en duda por algunos investigadores modernos: hacia el 400 a. C., un tal Epitadeo habría facilitado legalmente la enajenación de tierras mediante testamentos o legados, promoviendo de este modo el proceso de concentración de tierras en manos de unos pocos. Como, además, a los espartiatas les estaba prohibido todo tipo de comercio, muchos habrían invertido su capital en tierras. Un paralelismo lo encontramos en la Roma republicana: cuando en el año 218 a. C. se dictó allí una ley que prohibía a los senadores participar en negocios comerciales de cierta envergadura, estos fueron invirtiendo cada vez más en tierras. La consecuencia fue que la tierra se concentró en manos de unos pocos, y la gran mayoría de los campesinos perdió paulatinamente sus tierras y se empobreció. Podemos sospechar que en la Esparta de los siglos V y IV a. C. ocurrió algo similar, si bien la respuesta a esta pregunta queda en el aire.

El tamaño de los «lotes de tierra de Licurgo» en la «antigua comarca» de Laconia ha sido calculado repetidamente por los investigadores modernos, sin que se haya llegado a resultados coincidentes; los cálculos oscilan entre 7 y 30 hectáreas, según la fertilidad (he aquí otro paralelismo con las yugadas de la Alta Edad Media). Cada finca debía rendir, según nos informa Plutarco, 70 fanegas de cebada por hombre y 12 fanegas por mujer (1 fanega lacónica = 73 litros), así como una cantidad correspondiente de «frutos líquidos», como el vino y las aceitunas. De este rendimiento había que pagar los tributos mensuales a las sisitias, a saber, 1 fanega de harina de cebada, 8 galones de vino (unos 35 litros), 5 minas de queso (3 kg) y 2,5 minas de higos (1,5 kg), así como una cantidad de dinero que se utilizaba para aditamentos. Estos productos tenían que ser obtenidos por los ilotas, que debían transportarlos desde todos los rincones de Laconia y Mesenia hasta Esparta, donde eran transformados. Todos estos trabajos y los transportes eran asimismo supervisados y organizados por las mujeres.

A los productos agrícolas ya mencionados, cuyo cultivo estaba prescrito por el Estado para abastecer a las sociedades gastronómicas, se añadían otros más. Porque en el menú figuraba también la sopa de sangre con carne de cerdo, carne que a su vez debía ser producida en grandes cantidades y, o bien ser importada, o traída directamente de las fincas de los espartiatas. Además de cerdos se criaban también ovejas y caballos. De todos modos, la economía espartana no era tan estática como para no reaccionar ante los cambios de gusto de los consumidores. Así, por ejemplo, a partir del siglo IV se empezó a cultivar, cada vez más, como un bocado exquisito, el trigo, que luego se transformaba para las sisitias (al maza —pan de cebada— se fue añadiendo cada vez con mayor frecuencia el pan de trigo). Tenemos pocas informaciones más acerca de la economía espartana, aunque también era famosa la elaboración textil y del cuero, que probablemente estaba en manos de los periecos.

El principio que regía la economía espartana era el de conservar la independencia. Y, en efecto, los espartanos lograron este objetivo, pues en la Antigüedad Esparta estuvo considerada como la encarnación del estado autárquico. Pero esto no significa que Esparta estuviera completamente aislada y no tuviera ningún contacto comercial con otras ciudades. Solo la difusión de la cerámica por toda la cuenca mediterránea (Etruria, Lidia, Egipto y Grecia) demuestra que Esparta, en especial en su época de bienestar material, tras la II Guerra Mesenia en la primera mitad del siglo VI a. C., tenía también contactos comerciales con el exterior. Aunque, desde luego, Esparta no fue nunca una ciudad comercial como Corinto o Atenas.

Que la sociedad espartana no estaba orientada al comercio económico, sino a la guerra, también lo revela el hecho de que Esparta tuviera una moneda propia tan característica como la famosa barra de hierro. Los espartanos atribuían su introducción también a Licurgo, quien supuestamente habría tenido la intención de desterrar de su estado el atesoramiento de dinero y, por consiguiente, el afán de lucro, ya que las monedas de hierro eran tan grandes y tan pesadas que su almacenamiento resultaba impracticable. Sin embargo, esta imagen ideal quedaba desvirtuada por la realidad. Al fin y al cabo, Esparta había salido vencedora de la guerra, y gracias a los botines y a la venta de los mismos, así como a los tributos, aunque también a las vías comerciales «normales», a Esparta afluían monedas extranjeras, como las monedas de oro y de plata habituales en otros lugares. De todas maneras, por los restos arqueológicos y por los documentos escritos, se sabe que desde principios del siglo III a. C. se acuñaron en Esparta algunas monedas de oro y plata. Para concluir este resumen sobre la economía espartana, ocupémonos del presupuesto nacional de los espartanos. Al contrario que su vieja rival, Atenas, a finales del siglo V a Esparta le costaba un gran esfuerzo financiar guerras. Ello se debía a la continua reducción del número de ciudadanos y a la falta de moral de los mismos para el pago de impuestos, pero también a un sistema de contribuciones poco efectivo. Como ya sabemos, todo espartiata tenía que pagar la misma cuota para las sisitias, independientemente de las diferencias patrimoniales que hubiera entre unos y otros. Esparta no poseía fuentes de ingresos eficaces como la denominada leiturgia. Con este procedimiento, que conocemos bien por Atenas, a los ciudadanos ricos de la ciudad se les asignaban importantes tareas de Estado, y de este modo se organizaban festejos o se construían barcos. A diferencia de Atenas en su Liga Marítima Ática, Esparta también tuvo que renunciar a las prestaciones de tributos de los aliados. Pero las obligaciones financieras del Estado eran altas. Hay indicios de que en Esparta, a diferencia de otras ciudades griegas, el Estado se encargaba del equipamiento y el mantenimiento de los hoplitas, lo cual consta como absolutamente seguro en el caso de que hubiera que armar a los ilotas. Con razón calificaba Aristóteles a Esparta como «una ciudad pobre de dinero con ciudadanos ávidos de dinero», formulación que expresa acertadamente la tensa relación entre las pretensiones del individuo y las del Estado espartano.

La vida en Esparta transcurría en un espacio idealmente planeado por el Estado. Chicos y chicas eran formados desde su nacimiento para el papel que habrían de desempeñar en el futuro, de tal modo que la infancia constituía un fiel reflejo de su futura vida. En ella los muchachos eran familiarizados con la guerra mediante la vida en comunidad, el duro entrenamiento físico, las pruebas de resistencia y las competiciones. Si entre las filas de los espartiatas surgían críticas a este tipo de educación, es algo que ignoramos por completo. Y, sin embargo, la vida «espartana», en sentido figurado, estaba muy amenazada. Así, las numerosas influencias y tentaciones procedentes del exterior, que solo podían ser insuficientemente contrarrestadas por las regulares expulsiones de extranjeros, surtían un efecto de alteración de la armonía social. El orden interno, por más que apuntara a la igualdad de todos los ciudadanos, era en principio contradictorio y tendía a la desigualdad. Pues a una comunidad realmente igualitaria de todos los ciudadanos se oponían diametralmente la competencia generalizada como componente esencial de la vida, los consiguientes honores a los vencedores y la deshonra y humillación de los perdedores. También era contradictorio que el derecho de ciudadanía plena estuviera vinculado al éxito económico, pero que al mismo tiempo la razón de Estado desacreditara el comercio económico. De este modo se fomentaba de una manera increíble la envidia competitiva y la acumulación de riqueza. Pese a todas estas contradicciones internas y cargas externas, el sistema funcionó por un tiempo prolongado, y como además el éxito le daba la razón, funcionó bien. Luego mostró las primeras grietas, que se hicieron visibles en épocas de guerras o de terremotos, pero que, como reconocía Aristóteles, eran en realidad inmanentes al sistema. Ya veremos cómo estas grietas, con un único golpe definitivo, la derrota de Esparta contra Tebas en Leuctra en el año 371 a. C., provocaron el derrumbamiento casi completo del edificio.