Con la lucha defensiva de las ciudades griegas contra el imperio universal persa (500-479 a. C.) comienza una nueva era para Grecia en general y para Esparta en particular. Porque en las Guerras Médicas (contra los persas o medos), Esparta adquirió la fama legendaria de ser invencible en batalla campal, así como la honra de luchar por la libertad de todos los griegos. Solo algo más tarde, cuando se perfiló el conflicto con la altiva y pujante Atenas, esta gloria se convirtió en el principal capital de una Esparta sobrecargada que poco a poco iba mostrando signos de desgaste. Estamos hablando del siglo V a. C., la época de florecimiento de la cultura y de la filosofía griega clásica y, sin embargo, hemos de constatar que Esparta no participó de este desarrollo cultural ni de sus logros. Todo el esplendor irradiaba de Atenas. Ya fuera la tragedia o la comedia, las artes plásticas o la arquitectura, la historiografía o la filosofía, la política o la economía: el nuevo centro de Grecia parecía congregarse en Atenas, ante cuyo dinamismo, creatividad, conciencia de sí misma, agresividad y alegría de vivir empalidecía el antiguo centro de Esparta.
Pero sigamos nuestro desarrollo cronológico. Todavía nos encontramos en la época del rey Cleómenes, cuando amenazó a Grecia una potencia que dominaba desde hacía medio siglo el mundo oriental y la parte griega del Asia Menor y del Egeo: los persas. A mediados del siglo VI, su rey Ciro había creado el Imperio Persa sobre el suelo del Imperio Medo, Ciro y sus sucesores, Cambises y Darío, de la dinastía de los Aqueménidas, dominaban un territorio que abarcaba desde el Asia Menor al oeste y Egipto al sur hasta Bactria y el Indo al este. La ideología del poder persa, que conocemos por las inscripciones persas y que aspiraba a dominar todo el mundo, reclamaba todavía más. De ahí que el Gran Rey persa Darío se trazara nuevos objetivos de conquista. Estos se hallaban al norte y al oeste de su imperio. Así llegó la amenaza a Grecia, que, como dijimos, era contemplada por Esparta como área de influencia propia. El enfrentamiento entre ambas partes era, pues, solo cuestión de tiempo.
El motivo de este enfrentamiento —de gran importancia para la historia universal, como pronto se vería— entre el Imperio Persa y los griegos capitaneados por Esparta (500-479 a. C.) no fue, sin embargo, una intromisión persa en la metrópoli griega, sino una revuelta de las ciudades griegas jonias de Asia Menor, bajo el mando de Mileto, contra el poder persa. La causa de esta «rebelión jonia» (500-494 a. C.) estribaba en que los griegos que vivían bajo soberanía persa se sentían política y económicamente oprimidos. Al principio, los rebeldes, en su búsqueda de aliados, se dirigieron a Esparta y a su rey Cleómenes como prostates, jefe de Grecia. Pero este rechazó toda prestación de ayuda, argumentando que el Imperio Persa era demasiado poderoso y estaba demasiado lejos, y que Esparta no podía permitirse enviar allí por un tiempo prolongado un ejército de ciudadanos que tanta falta le hacía en el Peloponeso. Así pues, la rebelión —como no podía ser de otro modo— fue sofocada por los persas en el año 494. Salvo Eretria, en la isla de Eubea, y Atenas, nadie había ayudado a los jonios. Cuatro años después, los persas invadieron por primera vez Grecia continental con un ejército de unos 20 000 hombres y destruyeron Eretria como castigo por haber ayudado a los jonios. Luego amenazaron a Atenas desde la llanura de Maratón y rompieron cualquier respeto de áreas de influencia. Las fuerzas de Esparta estaban ocupadas por aquel entonces en sofocar una sublevación de los ilotas, por lo que el contingente de ayuda de 2000 hoplitas llegó tarde a Atenas. Este retraso no se justificó alegando motivos de autodefensa, sino diciendo que la partida de las tropas se había demorado por causas religiosas. De todas maneras, Atenas venció en Maratón, en el 490 a. C. bajo el mando del estratega Milcíades, sin la ayuda de Esparta, pese a ser muy inferior a los persas en efectivos militares. Esta derrota supuso para los persas un duro revés que no estaban dispuestos a tolerar. Al cabo de nueve años, el nuevo rey persa Jerjes, avanzando en paralelo por tierra y por mar con un enorme contingente de tropas, cruzó el Helesponto hacia Tracia, Macedonia, Tesalia, Beocia y hasta el Ática: la conquista de Grecia era inminente. Ahora todo dependía de que Esparta asumiera la responsabilidad como potencia protectora de los griegos, y Esparta no eludió esa responsabilidad. Ya un año antes, y ante la noticia de los grandes preparativos de los persas para la guerra, Esparta había convocado una asamblea de la Liga del Peloponeso, a la que también pertenecía Atenas, en Corinto, excelente punto de encuentro a las puertas del Peloponeso. El resultado de esta asamblea fue una «sinmaquia», una alianza militar contra los persas. Naturalmente, el mando de la guerra lo llevaría Esparta. Pero en favor de la flexibilidad de la dirección espartana habla la entrega del mando de la guerra naval al ateniense Temístocles, aunque manteniendo para Esparta el mando supremo nominal. Aunque no fue decisiva para la guerra, sí lo fue para la creación de una leyenda la derrota y la muerte heroica de 300 espartiatas en el paso de las Termópilas, situado en el centro de Grecia, bajo el mando del rey Leónidas. La firmeza inquebrantable de aquellos guerreros contra la enorme superioridad persa, que, a pesar de la traición y de hallarse en un callejón sin salida, no abandonaron sus puestos, sentó las bases para la fama de Esparta en las generaciones venideras. Por la causa de Grecia, Esparta se había sacrificado al máximo, revelándose así para el futuro como moral y políticamente digna de asumir la hegemonía de Grecia.
La victoria sobre los persas, sin embargo, la trajeron otras dos batallas: en el 480 a. C., la batalla naval en la isla de Salamina, ante la costa del Ática, que supuso la victoria definitiva sobre la flota persa; y un año después, en el 479 a. C., la batalla terrestre en Platea, situada en la frontera entre Beocia y el Ática, en la que los griegos, bajo el mando del regente espartano Pausanias, exterminaron al ejército de tierra persa. Al logro de este éxito contribuyeron en igual medida las dos ciudades, Atenas y Esparta, aunque los que tuvieron que cargar con todo el peso del ataque persa fueron los atenienses. Los persas habían invadido el Ática, arrasándola y saqueándola; las mujeres, los niños y los ancianos habían tenido que ser evacuados a las islas vecinas, mientras los hombres ocupaban los cerca de 200 trirremes fabricados desde el 487 a. C. Estos trirremes constituyeron la base del éxito de Salamina, al que además había contribuido un general ateniense, Temístocles. No es, pues, extraño que, tras el éxito, Atenas adquiriera conciencia de ser la auténtica vencedora —tanto militar como moralmente— en el enfrentamiento contra los persas. Y esta apreciación no solo la compartían todos los atenienses: también los jonios criticaron a Esparta y su estrategia contra los persas, que había consistido en hacer del Peloponeso, fácil de poner a salvo, el punto de partida de la defensa, dejando a cambio la Grecia restante a merced de los persas. Esta crítica hizo daño y menoscabó un poco la fama de Esparta, que sin embargo fue ensalzada como conductor supremo de la guerra, vencedora en Platea y como la ciudad que tenía los mejores hoplitas, a lo que se añadía la extraordinaria posición alcanzada gracias al heroico valor demostrado por los combatientes en las Termópilas.
La querella en torno a la cuestión de a quién le correspondía la fama suprema en la derrota de los persas, si a Atenas o a Esparta, es solo un síntoma de un conflicto mucho más profundo entre ambas ciudades. Y lo que sí se puede decir es que en el 479-478 a. C., tras la batalla de Platea, quedaban sentadas las bases para la siguiente gran guerra, que esta vez sería entre los que habían sido aliados de las Guerras Médicas. Aunque con la retirada de los persas de Grecia estaba salvada la metrópoli, el Egeo y la costa del Asia Menor aún no se habían liberado. Con arreglo a la doctrina Cleómenes de la limitación de los intereses espartanos a la metrópoli, los peloponesios, con la batalla de Platea, consideraban terminada la guerra, mientras que los griegos jonios esperaban que esta continuara. En una conferencia celebrada en Samos en el 479 a. C., por presiones de Atenas y en contra del deseo expreso de los espartanos, fueron admitidos también los griegos insulares y los jonios en la alianza antipersa. Para no perder su papel hegemónico, Esparta puso al mal tiempo buena cara y siguió actuando como jefe de esta alianza helena ampliada. Pero los griegos del Asia Menor y los insulares se fiaban más de la potencia naval de Atenas, ya que Pausanias, el líder espartano en Bizancio, en el Helesponto, se comportaba más como un potentado persa que como un heleno, lo que era causa de que cada vez le salieran más enemigos, incluso en su propia Esparta. El conflicto entre Esparta y el helenismo jonio condujo finalmente a la disolución de la alianza helena y a la creación de la que hoy se conoce como Liga Marítima Ática, que, bajo el mando de Atenas y juntamente con los griegos insulares y los del Asia Menor, continuó la guerra contra los persas. Todavía no se había llegado a una ruptura definitiva entre Atenas y Esparta, pero la evolución de la alianza helena hacia la Liga Marítima Ática ilustra las diferentes ambiciones de Atenas y Esparta. Esparta quería seguir aferrada a la doctrina Cleómenes; Atenas, por el contrario, fortalecida por sus magníficos éxitos en las Guerras Médicas, asumió el papel de «ciudad matriz» de los griegos jonios y se comprometió contractualmente a continuar la guerra para liberar a todos los griegos. Y Atenas logró este objetivo. Treinta años después de Platea, los persas anunciaron que se mantendrían alejados del Asia Menor occidental y del Egeo (la denominada Paz de Calias, del 449-448 a. C.). De modo que la Liga Marítima Atica, con respecto a sus objetivos iniciales, se había vuelto superflua.
Entre las Guerras Médicas y la Guerra del Peloponeso hay unos 50 años que, desde la época del historiador griego Tucídides, fueron definidos como una época intermedia (pentekontaetie). En su obra acerca de la Guerra del Peloponeso, Tucídides quiere demostrar que el paulatino avance de la «nueva» potencia de Atenas forzó a hacer la guerra a la «antigua» potencia de Esparta. Y tiene razón. Desde las Guerras Médicas había enfrentados dos «modelos» diferentes de política. Por una parte estaba la Liga Marítima Ática, que bajo el mando de Atenas fue perdiendo su carácter de alianza para convertirse en un Imperio Atico. La Liga del Peloponeso, por otra parte, siguió estando tradicionalmente estructurada como una alianza de defensa que salvaguardaba la autonomía de sus miembros.
Las fuerzas de Esparta, de todos modos, no parecían estar ya a la altura del dinamismo de Atenas. Las Guerras Médicas habían tenido muchas repercusiones para el orden interno de Esparta. Por un lado, estaban las considerables bajas que habían ocasionado las batallas y, en especial, la de las Termópilas entre los aproximadamente 8000 espartiatas, pérdidas que dieron lugar a reformas militares y a una inclusión mayor de periecos en el ejército espartano, pero que solo se podían compensar con limitaciones. Por otro lado, el regente Pausanias, el vencedor de Platea, había abandonado el orden espartano, si no con los dos pies, sí al menos con uno, y se había instalado lejos de casa, en Bizancio, ocupando la posición casi de un tirano y tal vez incluso negociando con los persas. Finalmente, las autoridades de Esparta lo procesaron, entre otras cosas, por haber pactado con los ilotas. Pausanias murió hacia el 470, tras ser emparedado vivo en el templo de Atenea Chalkioikos, donde había buscado asilo. Este destino del regente, junto con las bajas de guerra entre los espartiatas, fue algo que siguió reforzando el orden de los «iguales» frente al poder personal de los reyes de Esparta. Porque, evidentemente, dada la paulatina disminución del número de ciudadanos, solo la estricta disciplina de los hoplitas y la constitución de Licurgo, indispensable para ella, podían asegurar la posición de Esparta en Grecia.
Los problemas de Esparta se manifestaron nada más terminar la guerra con los persas. En el 464, los ilotas se sublevaron (la denominada III Guerra Mesenia) porque creyeron erróneamente que los espartiatas habían quedado debilitados por un terremoto devastador. Esparta movilizó inmediatamente a sus aliados cercanos y lejanos, pidiendo ayuda incluso a Atenas. Costó mucho esfuerzo sofocar la rebelión, cuyo centro se hallaba en el monte Itome. Al mismo tiempo, Esparta se encontró con dificultades en el Peloponeso porque los espartiatas no habían conseguido, ni siquiera tras las Guerras Médicas, unificar la península bajo su mando. Esta vez no dio problemas a Esparta solo Argos, la sempiterna rival, sino también las aliadas Élide, Mantinea y las ciudades arcadias. Y para colmo de males, desde el 462 hubo enfrentamientos bélicos entre los peloponesios y Atenas, en los que Esparta se vio indefensa y tuvo que sufrir la pérdida de la aliada Megara. En resumidas cuentas: Esparta sacrificó mucho de su posición y de su prestigio en Grecia.
Pero el final anticipado de la posición hegemónica de Esparta se aplazó por causa de un error que cometió Atenas como ciudad hegemónica de la Liga Marítima Ática. Debido a la construcción de una muralla, Atenas se había vuelto inexpugnable, lo que unido a su poderosa flota, parecía resultar amenazante no solo para Esparta, sino para toda Grecia. La mala política de Atenas dentro de la Liga Marítima Ática y en el trato con los propios aliados y subordinados arrojó a todas las ciudades libres y neutrales de Grecia en los brazos de Esparta. Porque Atenas, en interés del aumento del propio poder, había decidido practicar una política rígida con respecto a sus aliados. Dado que el objetivo de la Liga Marítima, el rechazo de los persas, hacía tiempo que se había vuelto obsoleto, algunos aliados se hartaron de pagar su tributo y se atrevieron a salirse de la Liga. Pero Atenas no lo consintió y castigó a las ciudades rebeldes con graves injerencias en su autonomía; a este proceso los contemporáneos lo llamaron «esclavización». Entre estas ciudades recuperadas violentamente para la Liga figuraban Naxos (hacia el 470 a. C.) y Tasos (462 a. C.). Los afectados se volvieron una y otra vez hacia Esparta, que casi siempre les prometía apoyo para sus planes, pero casi nunca se lo prestaba. En el 446-445 a. C., Esparta llegó incluso a un acuerdo con Atenas de respetar las áreas de influencia de cada una de ellas, con un plazo de 30 años. Con este acuerdo, Atenas, que se hallaba bajo la influencia del hombre de Estado Pericles, obtuvo el instrumento adecuado para reforzar sus dominios. El camino que eligió para ello fue inusual y radical. Había por entonces en la Liga Marítima Ática ciudades que eran filiales de ciudades del Peloponeso o que mantenían otro tipo de relaciones con ciudades que no pertenecían a la Liga Marítima. Estos vínculos, que existían desde muy antiguo, entre ciudades que pertenecían a diferentes alianzas, fueron despiadadamente cortados tras el acuerdo del 446-445 de Atenas. Esto afectó a ciudades como Megara o Corinto, que fueron expulsadas como miembros de la Liga del Peloponeso por sus ciudades filiales en la Liga Marítima Ática. El punto culminante de esta evolución se alcanzó en el 432. Corinto, bajo fuertes amenazas como la expulsión de la Liga del Peloponeso, apremiaba cada vez más para declarar la guerra a Atenas. A este apremio, al que se unieron otros aliados de Esparta, no pudo sustraerse Esparta. Tras un controvertido debate en la Asamblea Popular, en el 432, la declaración de la guerra corrió a cargo de Esparta, con la argumentación formal de que Atenas había roto el acuerdo del 446-445.
Esta guerra, la llamada Guerra del Peloponeso (431-404 a. C.), ha sido calificada con razón de «guerra mundial». Tras las dos protagonistas, Esparta y Atenas, se agrupó toda Grecia; más allá del espacio griego se luchó en Italia, Sicilia, África, Asia Menor y Macedonia. El propio Imperio Persa, con sus todavía incalculables recursos, intervino, unas veces a favor de un bando y otras a favor del otro. La guerra duró en total 27 años y discurrió en dos fases: la primera fase (431-421 a. C.) es conocida hoy, por el rey Arquídamo, como la «guerra de Arquídamo»; la segunda fase (413-404 a. C.), según una localidad del Ática en la que se habían establecido los espartanos, es denominada la «guerra de Decelia». Entre estas dos etapas hubo un período de paz (421-413 a. C.) basado en un acuerdo al que se denomina, por el político ateniense Nicias, la paz de Nicias. El que hoy hablemos de una gran Guerra del Peloponeso es algo que se remonta a Tucídides.
La situación de partida de la guerra era la siguiente: apoyando a Esparta estaban todas las ciudades del Peloponeso, a excepción de Argos y Acaya, al norte de la península, así como Megara, Beocia y partes de la Grecia central y noroccidental; apoyando a Atenas estaba todo el mundo insular del Egeo, así como la franja litoral de Asia Menor y Grecia, excepto las islas de Melas y Tera, que eran colonias espartanas. Reducido a la fórmula más simple, los protagonistas del enfrentamiento fueron hoplitas y remeros, falange y flota. La estrategia de Esparta consistía en asolar el Ática en época de cosecha. Ello implicaba que todos los años, en verano, los hoplitas espartanos invadían el Ática, de tal manera que los campesinos áticos tenían que retirarse a la amurallada ciudad de Atenas. Por el contrario, la estrategia ateniense, elaborada por Pericles, el primer hombre de la democracia ateniense, tenía por objeto evitar un enfrentamiento directo entre hoplitas atenienses y espartanos, y estaba más orientada a la protección de la población tras las muralla de Atenas, al aprovisionamiento económico a través de la Liga Marítima y a la flota, así como a expediciones de ataque por sorpresa con la flota en las regiones costeras del Peloponeso: en otras palabras, a la defensa del Ática. Esta estrategia defensiva se reveló al principio como la más acertada, pues, a pesar de la grave peste que padeció Atenas en el 429, de la que murió el propio Pericles, la ciudad no pudo ser vencida por los hoplitas espartanos. Al contrario, un único golpe afortunado en la costa occidental del Peloponeso reportó a los atenienses, en el año 425 a. C., casi la victoria. Su flota consiguió apresar en Pilos a unos 120 espartiatas y, como consecuencia de este golpe, Esparta se mostró inmediatamente dispuesta a negociar la paz e incluso a someterse a Atenas; para conservar a estos 120 espartiatas, la ciudad estaba dispuesta a renunciar a su posición hegemónica en Grecia. (Para entender esta decisión de Esparta hay que tener en cuenta que Esparta, a estas alturas, ya solo poseía de 4000 a 5000 ciudadanos de pleno derecho con capacidad para luchar).
Pero los atenienses perdieron fácilmente esta oportunidad de victoria, pues hacía tiempo que habían olvidado las lecciones de Pericles. En la engañosa certeza de tener en sus manos la anhelada victoria definitiva sobre los adversarios, no aceptaron las ofertas de paz de los espartanos. Estos entonces organizaron escenarios de guerra secundarios en Tracia y en la Calcídica, y después de lograr allí éxitos considerables bajo el mando del general Brásidas, tras interminables negociaciones, finalmente, en el 421 a. C., se llegó a una conclusión de paz cuya base era el statu quo ante, es decir, la situación anterior al estallido de la guerra. Este acuerdo resultó desastroso para Esparta, pues renunciaba a todo aquello por lo que los peloponesios y los griegos libres habían ido a la guerra. La consigna de libertad bajo la que se había combatido parecía ahora agua de borrajas. Atenas, por el contrario, había alcanzado sobradamente su objetivo inicial de salvaguardar sus posesiones. La consecuencia de este acuerdo fue que la Liga del Peloponeso se desmoronaba tan amenazadoramente, que Esparta, dada su desesperada situación, acordó incluso una sinmaquia (alianza) con Atenas. En consecuencia, Matinea y Élide abandonaron Esparta; Corinto, Tebas y otras ciudades se sintieron francamente indignadas con la capital de su Liga y, para colmo, el conflicto con Argos se agudizó de nuevo. Desgraciadamente, no poseemos noticias de cómo se vivió esta situación en la propia Esparta, pero tuvo que ser una época de grandes tensiones.
En esta crítica situación, tres circunstancias salvaguardaron una vez más a Esparta de la quiebra:
1.a) La imperturbabilidad con la que los espartiatas se aferraron a su pretensión de liderazgo
2.a) La política radical imperialista de Atenas, que bajo el demagogo y posterior traidor Alcibíades emprendió una expedición militar hacia Sicilia (415-413 a. C.) de funestas consecuencias, ayudando así a su enemigo de guerra
3.a) La ayuda material por parte de los persas, que de este modo volvieron a adquirir influencia en Grecia.
Con motivo del estallido de nuevos conflictos, en el 413 a. C., se reinició la guerra bajo diferentes condiciones, Esparta mostró en ella su gran fuerza, la flexibilidad militar. En primer lugar, convirtió la localidad de Decelia, del Ática (a 20 km de Atenas), en una fortaleza desde la cual los soldados espartanos estuvieron amenazando todo el año al Ática. Luego, con fondos persas, construyeron una flota con la que combatieron al enemigo con sus propias armas y, además, obtuvieron el apoyo de aquellos aliados de Atenas que querían separarse de la Liga Marítima. Por otra parte, Atenas, por culpa de su aventura militar en Sicilia, había perdido gran parte de su flota. Así se llegó, en el 404 a. C., en Egospótamos, en el Helesponto, a la batalla decisiva, en la que fue aniquilada toda la flota ateniense que aún quedaba. En esta fase, la política de los espartanos se basó en las aptitudes militares y organizativas del nuarco (comandante de la flota) Lisandro, que transformó el Egeo en una esfera de dominio espartano y colocó harmostes, es decir, altos funcionarios espartanos, en muchas ciudades. Algunos autores de la Antigüedad, en vista del extremo rigor de sus medidas, sospecharon que Lisandro aspiraba a la autocracia en la Grecia oriental y, tal vez incluso, en su ciudad natal. En la propia Ática actuaron los dos reyes lacedemonios Agis y Pausanias, cuya fama empalideció ante las hazañas de Lisandro.
La derrota que sufrió Atenas fue absoluta e invitó a la venganza. Alguna ciudad de la Liga del Peloponeso exigió la total destrucción del odiado enemigo. Esparta permaneció al margen de estas demandas. Como ya ocurriera en el 494 con respecto a Argos, tampoco esta vez explotó del todo su victoria. El acuerdo con Atenas preveía lo siguiente: entrega de la flota, a excepción de 12 barcos; demolición de las murallas; readmisión de los desterrados y entrada en la Liga del Peloponeso. Aparte de eso, Esparta se esforzó por derrocar la democracia de Atenas e instalar un régimen oligárquico afín a Esparta. La consecuencia de esta política fue que los acontecimientos se precipitaron en Atenas y acabaron escapando al control de Esparta. Dicha política llevó a la tiranía de los «Treinta» —recordada en años posteriores como algo cruel—, que instauraron en Atenas un régimen de terror (404-403 a. C.). Esta intrincada situación se vio aún más complicada por celos mezquinos entre el rey Pausanias y Lisandro. En el 403 a. C., con la famosa amnistía general otorgada bajo los auspicios de los espartanos, se restableció el orden democrático en Atenas. A este equilibrio entre demócratas y oligarcas había contribuido Pausanias. Los atenienses se recuperaron asombrosamente pronto de la guerra y de las revueltas internas. En el futuro ya no desempeñarían un papel dominante, pero sí significativo en el concierto de ambas potencias griegas.
Esparta, por su parte, parecía estar ahora en la cúspide del poder. Tenía en su mano la Liga del Peloponeso; los antiguos aliados atenienses en el Egeo y en Tracia eran gobernados por harmostes espartanos. Además de eso, a la ciudad del Eurotas afluyeron inconmensurables riquezas procedentes de botines, tributos y fondos persas. Solo Lisandro ingresó 470 talentos (una cantidad millonaria, según el baremo de hoy en día) en el erario espartano.
Sin embargo, y pese a la satisfacción por lo conseguido, a los espartiatas más reflexivos debieron de asaltarles dudas sobre si Esparta estaría en condiciones de hacer frente al incremento de tareas que el éxito les había acarreado. ¿Acaso durante la guerra y, sobre todo, durante la paz de Nicias no se había revelado como frágil su poder sobre los propios aliados? ¿Acaso no debía Esparta la afluencia de ciudades no pertenecientes al Peloponeso, principalmente, al agudo temor de muchos griegos ante la actuación tirana de la Atenas democrática y al deseo de ingresar en un sistema de alianzas espartano? ¿Se iban a someter voluntariamente estas ciudades, una vez superado el temor, a un dominio espartano de cualquier índole? ¿Y no estaba el modo de vida espartano amenazado por la importación de bienes materiales y espirituales de una Jonia despreciada por sus costumbres disolutas y libertinas? ¿Se acostumbrarían los espartiatas a su regreso a Esparta, tras haber conocido como harmostes —lejos de la patria— nuevas costumbres y tras haberse sentido como reyezuelos en su jurisdicción, a la adusta vida comunitaria de los espartiatas, a la inclusión en la sociedad de los «iguales» y a la sustitución de los intereses individuales por la razón de Estado? ¿Cómo podría construirse un imperio con tan escaso número de ciudadanos de pleno derecho, más reducido aún por las bajas de la guerra y por las catástrofes naturales? ¿Eran realmente suficientes la voluntad incondicional de dominio, la todavía insuperable capacidad militar y el rasgo totalitario del Estado espartano, para afrontar la nueva situación? Estas preguntas tuvo que plantearse la sociedad espartana poco después del 404 a. C., planteamiento que dio lugar a dos tendencias políticas diferentes, y que podríamos denominar la corriente imperialista y la conservadora. La evolución posterior de la historia espartana se encargaría de demostrar que las fuerzas de Esparta no estaban a la altura de los nuevos cometidos, y que en el mayor éxito se ocultaba ya el germen de la decadencia.