III
El ascenso de Esparta
a potencia hegemónica de Grecia
desde el siglo VIII hasta el VI a. C.

La base para poder describir el orden de Esparta nos la proporcionan los informes de autores griegos, aunque no espartanos. El ascenso de Esparta, en efecto, despertó el interés de estos por su constitución, que describieron como algo muy especial. Del nacimiento de dicha constitución tenían, naturalmente, una idea menos clara. Se fiaron de las leyendas ya mencionadas y de los relatos míticos propagados por los propios espartanos para otorgar a su orden un origen divino. En consecuencia, nosotros nos enfrentamos a un problema casi irresoluble a la hora de reconstruir el ascenso de Esparta sobre la base de su desarrollo histórico. La historia de este ascenso se asemeja a un libro mal conservado cuyo final es legible y cuyo índice se lee fragmentariamente, pero del que se han perdido las líneas directrices, el ideario y, sobre todo, los detalles, que únicamente pueden ser adivinados.

El espacio de tiempo que examina este capítulo es de unos 250 años: desde mediados del siglo VIII hasta el 500 a. C. El observador que mire hacia atrás tendrá la impresión de que Esparta recorrió un camino recto y más bien consecuente, que pasa por las estaciones del dominio de Laconia y de Mesenia y de la creación de la Liga del Peloponeso, hasta llegar a la posición de prostates (jefe) de Grecia. Pero esta impresión es engañosa.

La época del ascenso de Esparta fue una época de grandes cambios en Grecia. Desde el siglo XIX se denomina a este periodo (800-500 a. C.) «Época Arcaica», como una especie de etapa previa al gran apogeo de Grecia, la «Época Clásica» (500-336 a. C.). La geografía política de la Grecia arcaica se caracterizaba por la coexistencia de cientos de ciudades que, más o menos independientes, tenían que lidiar con sus diferentes problemas individuales y, muy a menudo, enfrentarse unas a otras. Pero también había instituciones que estaban por encima de todas las ciudades griegas individuales y que afectaban a todas por igual.

En primer lugar hay que mencionar la creación de la polis. Esta puede ser también calificada como la materialización del Estado, entendiendo con ello el desplazamiento del poder del Estado desde personas individuales (reyes, nobles) a instituciones de la ciudad. Este proceso fue muy largo y cualquier cosa menos uniforme, pues estuvo acompañado de luchas por el poder, crisis sociales y tiranías. En resumidas cuentas: una época de contradicciones, al final de la cual se abrió paso la polis. En segundo lugar, Grecia, pese a estar tan disgregada, con el tiempo se fue uniendo cada vez más. Esta evolución se debió principalmente a lugares de culto comunes como Delfos u Olimpia, donde, según la leyenda, se organizaron desde el 776 a. C. los célebres Juegos en honor del dios supremo del firmamento de los dioses griegos. Para que estos Juegos Olímpicos pudieran celebrarse sin impedimentos, todos los estados participantes tuvieron que comprometerse a dejar que deportistas y visitantes viajaran de un lado a otro con toda tranquilidad (la famosa «Paz Olímpica»). Estos lugares de encuentro fomentaron el espíritu de solidaridad. Apolo (en Delfos) y Zeus (en Olimpia) encabezaban el panteón olímpico que, a través de las obras de Homero y Hesíodo, se difundió por todos los rincones de Grecia con un efecto unificador. El mismo efecto tuvo la colonización griega, es decir, la fundación de ciudades por los griegos fuera y dentro de Grecia; en el extranjero y rodeados de extranjeros, fue donde los colonos, pero también los que se quedaron en casa, adquirieron verdadera conciencia de su homogeneidad.

La colonización nos remite a un tercer distintivo de la época arcaica, a saber, la expansión del helenismo por todas las regiones del Mediterráneo. Desde mediados del siglo VIII —como ya se ha señalado—, ciudades como Corinto, Megara, Atenas y también Esparta fundaron ciudades filiales en las costas de Sicilia, Italia y Francia, en el mar Negro y en África, en un movimiento que indica que había aumentado la población en la metrópoli y cómo se resolvieron los problemas sociales y económicos. Con esta expansión territorial y con los viajes a regiones lejanas se ensanchó también el horizonte espiritual de los griegos; como consecuencia de ello, las observaciones de la naturaleza y la filosofía adquirieron una nueva dimensión racional, menos dominada por los mitos. De este modo, en la costa de Asia Menor quedó abonado el suelo para el nacimiento de la filosofía natural jónica del siglo VI a. C. (Tales de Mileto).

Por el momento nos conformaremos con esta sinopsis sobre la evolución de la época arcaica en Grecia y volveremos a ocuparnos de Esparta. Cuando decimos que esta ciudad recorrió un camino especial, no nos estamos refiriendo a que Esparta no se viera afectada por la evolución descrita, sino a que reaccionó ante ella con una notable singularidad.

Al inicio de este especial recorrido espartano nos encontramos con las Guerras Mesenias, a través de las cuales Esparta sometió a su vecina occidental Mesenia e ilotizó a sus habitantes. Fueron estas unas guerras largas y complicadas, que llegaron incluso a amenazar la existencia espartana y que acarrearon muchas consecuencias para la evolución interna de Esparta. Serían comparables en importancia a las Guerras Púnicas para el ascenso de Roma a potencia mundial.

Para la I Guerra Mesenia nuestra principal fuente de información es un poema de Tirteo, el cual, siendo testigo en el siglo VII de la II Guerra Mesenia, recuerda la primera y escribe: «Mesenia, buena para arar, buena para sembrar. Los luchadores de lanza, que era los padres de nuestros padres, lucharon por ella 19 años ininterrumpidamente, manteniendo siempre un corazón vigoroso, y al vigésimo año abandonaron sus ricas huertas y se retiraron de las montañas de Itome». Así nos enteramos de que este primer enfrentamiento de Esparta con Mesenia tuvo lugar en la tercera generación anterior a Tirteo y duró veinte años; de que la fertilidad de los campos mesenios había despertado la codicia de los espartanos y, finalmente, de que la guerra se concentró en torno al monte Itome, situado al norte de Mesenia. Otra fuente muy posterior (Pausanias) menciona el nombre del rey espartano Teleclos. Este rey habría tomado, en la segunda mitad del siglo VIII, la aldea de Amidas y la ciudad de Helos, en el sur de Laconia. Después de que también cayera en sus manos el sur de Mesenia, fue asesinado, probablemente por los mesenios. Así pues, la guerra podría fijarse a finales del siglo VIII, tal vez entre el 735 y el 715 a. C.

Acerca de los motivos del enfrentamiento —aparte del afán de posesión— sabemos poco; las leyendas, difundidas por ambas partes, servían para autojustificarse y quitar la razón al enemigo, y en ellas encontramos maliciosos robos de ganado, reproches mutuos de asesinato… No sabemos si los espartanos planearon desde un principio la conquista de la fértil comarca, pero sabemos lo duramente que trataron, después de veinte años de lucha, a los mesenios vencidos. Solo unos pocos mesenios nobles lograron escapar. Aprovechando que tenían huéspedes en ciudades como Sición y Argos o en Arcadia, se trasladaron allí para ponerse a salvo. Toda la tierra mesenia fue dividida por Esparta y entregada a los propios ciudadanos y a los aliados; los mesenios pertenecientes a la gran masa tuvieron que trabajar en esas tierras y entregar la mitad del rendimiento a Esparta, «como asnos soportando una pesada carga» (Tirteo). Estos neo-ilotas fueron además forzados a reconocer continuamente la superioridad del estado espartano mediante gestos de sometimiento tales como la obligación de asistir a los funerales de los reyes espartanos expresando en ellos su aflicción. Todo esto significaba que, desde un punto de vista jurídico, Mesenia había dejado de existir, y que Esparta cargaba con una gravosa hipoteca para el futuro. Porque el recuerdo siempre vivo de la anterior libertad y el vejatorio estatus de ilotas de los sometidos impulsaban una y otra vez a los mesenios, más aún que a los ilotas laconios, a rebelarse contra los señores espartanos, convirtiéndose para Esparta en una fuente permanente de amenaza y de temor.

Pero hubo otros aspectos en que el éxito contra los mesenios redundó en favor de Esparta. En primer lugar, trajo consigo un aumento de poder y de consideración. Un barómetro para medir el prestigio de un país era, entonces como ahora, el éxito en los Juegos Olímpicos, y Esparta cosechó unos cuantos. Desde el 716, es decir, desde el final de la Guerra Mesenia, dominaron en Olimpia los deportistas espartanos, señal inequívoca del nuevo estatus de la ciudad en Grecia. Los hallazgos arqueológicos muestran que, en torno a esta época, fueron importados a Esparta materias primas y objetos de arte desde todos los países soberanos, desde Grecia, Macedonia, Asia Menor o Egipto, lo que constituye una prueba de la nueva riqueza de Esparta. En el templo construido hacia el 700 a. C. para la diosa Artemisa Orthia ha sido hallada una gran cantidad de ofrendas de oro, plata, marfil, cristal y bronce. Y había otra riqueza que aún contaba más: la riqueza en tierra fértil. Con ella pudo Esparta aplacar la sed de tierras de sus ciudadanos. Mientras otras ciudades tenían que enviar parte de su ciudadanía a fundar colonias en el exterior para hacer frente a la falta de tierras provocada por el aumento de la población, Esparta pudo repartir las tierras mesenias entre las colonias del interior. Esparta únicamente fundó una colonia ultramarina: Tarento, en el sur de Italia. Y hasta la fundación de esta colonia en el año 706 guarda relación con la Guerra Mesenia. La leyenda de su fundación por las denominadas partheniai, sobre las que volveremos a hablar en el capítulo 6 a propósito de las mujeres en Esparta, permite conjeturar que los responsables del envío de colonos fueron no tanto motivos sociales como políticos.

Pero Esparta tuvo que pagar un precio muy alto por la adquisición de tierras y riqueza debida a la conquista de Mesenia. Los vecinos del norte y del este, los arcadios y los argivos, estaban atemorizados, y los mesenios, por su parte, acechaban continuamente la oportunidad de recuperar su libertad perdida. Esa oportunidad para la sublevación se presentó cuando Esparta, en el 669 a. C., sufrió una sensible derrota frente a Argos. Esta revuelta ha pasado a la historia como II Guerra Mesenia. A duras penas podemos reconstruir la fecha, la duración y el desarrollo de esta guerra. Es probable que empezara poco antes del 669 y terminara hacia finales de siglo. Fue una guerra sangrienta. A los espartanos su recuerdo les provocaba una especie de trauma. La amenaza que esta guerra supuso para Esparta y sus numerosas consecuencias solo encuentran un paralelismo en la importancia que tuvo la guerra de Aníbal para Roma, más de 400 años después. Al final, Esparta venció a los rebeldes y pudo reafirmar su supremacía sobre Mesenia. Más importantes aún fueron las consecuencias de la guerra para el orden interno de Esparta. Aristóteles nos cuenta que la guerra acarreó graves cargas sociales a la sociedad espartana y que se alzaron voces reclamando una reforma del suelo; dicho brevemente, que la ciudad de Esparta estaba en «desorden» (Pol. 1306b). No en vano Tirteo, contemporáneo de la guerra, escribió en Esparta un poema acerca del «buen orden» o eunomia. Eunomia era una palabra de moda que se utilizaba con frecuencia en muchas ciudades griegas. Expresaba el deseo de un orden que se basara en las leyes y que sustituyera al desorden y a las revueltas. También a Solón de Atenas se le pasó por la cabeza la idea de un orden legal cuando, a principios del siglo VI, tuvo que zanjar una profunda crisis en su ciudad natal como árbitro entre los ricos y los pobres. Que más tarde fuera ensalzado como fundador de la democracia es algo que no había entrado en sus cálculos ni en su imaginación. Este «desorden» en las ciudades de Grecia fue el que, a juicio de Solón y de otros legisladores, dio lugar a tiranos como los que hubo, por ejemplo, en Corinto en torno al 650 a. C.: la dinastía de tiranos de los Cipsélidas. Una tiranía era la soberanía de un solo individuo que asumía el poder en una ciudad-estado sin haber sido legitimado por la comunidad de ciudadanos ni por ningún otro medio. Esparta se salvó del peligro de una tiranía porque reordenó su Estado «salvaguardando el derecho vigente», como lo formulara Tirteo. Esta reorganización, la eunomía, se hizo necesaria por la crisis que sufrió el Estado en la II Guerra Mesenia, y consistía, por una parte, en concluir con la crisis social y, por otra, en que los reyes, la gerusia y la Asamblea Popular conservaran unas competencias claramente definidas y cooperaran en interés del Estado. También Solón en Atenas había intentado reforzar el Estado frente a los intereses individuales, pero por el momento había fracasado. En Esparta, en cambio, la eunomia tuvo éxito. De ese éxito dependía —eso se sabía en la ciudad— nada menos que la existencia del Estado.

El nuevo orden de Esparta se apoyaba en la formación de combate de los triunfadores guerreros espartanos. A mediados del siglo VII a. C., es decir, en tiempos de la II Guerra Mesenia, se impuso definitivamente en Esparta una nueva forma de combate: una línea de batalla compuesta por soldados de armamento pesado (hoplitas) intentaba, en formación cerrada, hacer retroceder al enemigo con todo el peso de su masa. Este cambio de táctica fue consecuencia de las deprimentes derrotas contra Argos y los mesenios. En especial Argos, que iba por entonces militarmente a la cabeza en Grecia; de ella adoptó Esparta la formación de los hoplitas. Esta adopción no solo trajo el éxito militar, sino que además transformaría el semblante del Estado espartano. Porque los ciudadanos que eran utilizados por el Estado como hoplitas exigieron, a cambio de su servicio, la cogestión política en cuestiones tales como que si una guerra en la que iban a participar debía ser o no sostenida. De la adquisición de conciencia de la propia valía como actividad militar se siguió, pues, su mayor influencia en el Estado. Se ejercitaban para ser cada vez mejores y de hecho se convirtieron en los mejores hoplitas de todas las ciudades, dado que no tenían otra cosa que hacer más que entrenarse, pues gracias a los ilotas —los esclavos del estado espartano—, ya no necesitaban trabajar para proveer al propio sustento. De este modo los espartiatas vivían solo para la guerra y la política. Conscientes de su fuerza y de la imposibilidad de ser sustituidos, se llamaban a sí mismos los «iguales», y solo quien formaba parte de su grupo estaba cualificado como ciudadano. Esparta se había convertido en un estado de hoplitas, pero de hoplitas de cuño muy particular.

Después de la II Guerra Mesenia, Esparta se hallaba en un estado de ánimo exultante que, en torno al 600 a. C., dio también al arte, a la literatura y a la música un impulso inusitado. Este éxito, sin embargo, tenía dos caras. Una la constituían la riqueza, el aumento de poder y la fama, que traspasó las fronteras del Peloponeso. Embajadores foráneos procedentes de todas partes se daban cita en Esparta para ganarse a los afamados espartiatas como aliados. Como consecuencia de ello, la confianza en sí mismos de los espartiatas aumentó hasta un punto que reclamaba una y otra vez nuevas proezas. Pero luego estaba la otra cara del éxito: el odio de los mesenios vencidos, siempre al acecho de sacudirse el yugo al que habían sido sometidos. El éxito trajo consigo, además, mucha envidia y mucho miedo entre los vecinos, que temían una nueva expansión de Esparta. Este temor estaba justificado, pues, dado que las potencias y los reyes extranjeros pretendían mediante costosos regalos conseguir una alianza con Esparta, las tentaciones de comprometerse militarmente también fuera del Peloponeso eran demasiado grandes, aunque igual de grande era el peligro de exigir demasiado rendimiento a las propias fuerzas. Esparta no habría sido el primer estado que, fracasados sus sueños de gran potencia, se hubiera visto obligado a retroceder al terreno de la realidad. En resumidas cuentas, el éxito debía repercutir en el orden interno de Esparta; la cuestión era: ¿de qué modo?

Esparta supo adaptarse a la nueva situación. Los garantes del éxito, los hoplitas, fueron reforzados y, al mismo tiempo, obligados —en cierto modo por mandato constitucional— a perfeccionar su oficio de la guerra. Los extranjeros empezaron a no ser bien vistos en Esparta, por si introducían una ideología que pusiera en duda suavizara los estrictos preceptos espartanos. Poco a poco fueron desapareciendo también el gusto refinado, la literatura, la música y la pintura de esta belicosa filosofía de vida de «campamento» en que se había convertido Esparta: hacia el 500 a. C. se extinguió por completo la creación cultural. Este fue el precio que tuvo que pagar la poco poblada Esparta por transitar un camino tan especial en comparación con otras ciudades griegas. No podemos decir quién inició esta evolución ni cuándo; hay quien menciona como autor al éforo Cilón, del año 556-555 a. C. Sin embargo, son muchas las cosas que hablan en favor de que la II Guerra Mesenia había puesto en marcha un proceso de transformación que, hacia mediados del siglo VI a. C., halló su remate.

En materia de política exterior, este proceso de concentración de la vida en torno a la guerra se tradujo en una pronunciada actividad. Alrededor del 500, Esparta tenía un radio de acción que abarcaba desde Sicilia e Italia por el oeste, hasta Persia al este y África al sur. Se construyó una flota que, como se desprende de una fuente más bien tardía, debió alcanzar el dominio marítimo entre el 517 y el 515 a. C. En la propia Grecia, Esparta hacía las veces de policía, inmiscuyéndose en los asuntos internos de muchas ciudades. Solo rara vez se alzaban en Esparta voces de advertencia que recomendaban no sobrevalorar las propias fuerzas, en lo que tal vez fuera un presentimiento del futuro destino de la ciudad.

La principal actuación de Esparta en materia de política exterior fue la fundación, hacia mediados del siglo VI, de la Liga del Peloponeso. Ahora ya no era obligatorio que Esparta se convirtiera en la potencia dominante del Peloponeso. Al contrario, Arcadia o Argos parecían más adecuadas para desempeñar un papel hegemónico que la Esparta rodeada de enemigos. Pero Esparta había salido de las Guerras Mesenias reforzada no solo en cuanto a la política exterior, sino también en cuanto a la interior. Fueron liberadas nuevas fuerzas que se emplearon con éxito contra los antiguos adversarios de Argos y Arcadia. De este modo, hacia el 546 a. C., en una memorable batalla contra Argos, se obtuvo una victoria que, en adelante, los espartanos celebrarían, en su fiesta de las Gymnopaides (una competición en honor del dios Apolo), con la denominada «corona de Tireatis» (en otro tiempo, los espartanos habían arrebatado a los argivos la comarca de Tireatis). Esparta destruyó con esta victoria el «imperio» argivo, que no solo perdió Tireatis —una región fronteriza reclamada por ambas ciudades y situada al norte del Parnón—, sino también la isla de Citera. Argos estuvo mucho tiempo sin poder olvidar esta pérdida.

Más significativos que la victoria sobre Argos se revelaron para Esparta, hacia mediados del siglo VI, los éxitos contra los arcadios, pues con ellos sentaron los espartanos las bases de su —posteriormente tan eficaz— sistema de alianzas. Puede ser que Esparta, en origen, tuviera la intención de ilotizar también Arcadia; pero como esta ofreciera mucha resistencia, finalmente los espartanos se conformaron con concertar acuerdos con Tegea y otras ciudades arcadias. A través de ellos, estas se comprometían a «considerar amigos y enemigos a los mismos que los lacedemonios», es decir, a prestar también ayuda militar en caso de sublevación de los ilotas. Así nació la Liga del Peloponeso (véase cap. 9). Con ella, Esparta fue convirtiéndose paulatinamente en la potencia hegemónica del Peloponeso y de Grecia. Para legitimar esta posición, por así decirlo, «divinamente», a los espartanos se les ocurrió el siguiente procedimiento: cuando vieron que Tegea se les resistía, consultaron al oráculo de Delfos, y este les profetizó el éxito si encontraban los restos mortales de Orestes en Tegea y se los llevaban a Esparta (Orestes era hijo de Agamenón, el jefe griego de la Guerra de Troya). Tras un tiempo de búsqueda infructuosa, un espartano logró «encontrar» a Orestes en Tegea, con lo que los restos mortales fueron trasladados a su nuevo hogar en Esparta. A continuación, Tegea fue sometida por Esparta. Esta historia legitimaba la pretensión de liderazgo de Esparta, pues del mismo modo que los restos mortales del hijo de Agamenón, Orestes, como símbolo del Peloponeso pre-dorio, estaban cubiertos por tierra dorio-espartana, así también la ciudad doria de Esparta —según la interpretación del mito— asumía el papel del Agamenón pre-dorio como potencia líder de la península. Delfos sancionó esta interpretación. He aquí un ejemplo temprano de la veneración de reliquias.

El radio de acción de la política espartana se fue ensanchando cada vez más. Desde mediados del siglo VI, Esparta fue lisonjeada por potencias extranjeras como Creso de Lidia, por los escitas y hasta por Amasis de Egipto. En la propia Grecia, Esparta se inmiscuía donde se le antojaba. Al mismo tiempo fue adquiriendo fama de enemigo de la tiranía. Se decía que había expulsado de todas partes a los tiranos: de Corinto, de Atenas, de Samas o de Naxos. Si esta fama respondía o no a la realidad queda en tela de juicio; en cualquier caso, Esparta, la llamaran o no, era omnipresente en Grecia.

Tiqué, la versión griega de la diosa romana Fortuna, donó a los espartanos, cuando habían llegado al punto culminante de su ascenso al poder hegemónico, al rey Cleómenes. Procedente de la dinastía real de los Agíadas, Cleómenes definió la política exterior espartana, entre el 520 y 490, con una peculiar combinación de dinamismo y autolimitación. Era lo bastante perspicaz como para reconocer que las posibilidades del estado espartano tenían sus límites. Para él, estos límites estaban en Grecia o, más exactamente, en la metrópoli griega. El Egeo y, en especial, los griegos del Asia Menor se hallaban fuera de sus intereses. La autolimitación que Cleómenes aplicó a la política exterior sería inútil, en cambio, buscaría en el allanamiento de los conflictos políticos internos con las instituciones estatales o con el rey con el que compartía el cargo. Cleómenes era autocrático, tenaz y despiadado, y aprovechaba sus relaciones personales con los nobles de todas las ciudades de Grecia para hacer política en favor de las instituciones de su ciudad natal. Nada reproduce tan ostensiblemente las contradicciones políticas de la Esparta de finales de la época arcaica, de la etapa de transición hacia el «Estado de los lacedemonios», como la actitud de Cleómenes en cuanto rey. De él, por ejemplo, se decía que «recluta un ejército de todas partes y no dice para qué lo va a utilizar». No es, pues, extraño que tanto el otro rey con quien compartía el cargo como las instituciones estatales se sintieran postergados y tuvieran continuos enfrentamientos con él. Cleómenes, por lo demás, continuó la política religiosamente orientada de Esparta, buscando justificación para todas sus acciones a través de los poderes divinos. En ello desempeñó un papel especial el oráculo de Delfos, al que Esparta se consagró con más ahínco. La voluntad de los dioses se consideraba de cumplimiento obligatorio… incluso para un rey como Cleómenes. De ahí que la crítica y el escepticismo expresados cada vez con mayor frecuencia por el helenismo jónico como consecuencia de su inclinación hacia las ciencias naturales más o menos en la misma época de Cleómenes, no tuvieran lugar en Esparta. El proyecto de Cleómenes en materia de política exterior estaba concebido con mucha perspectiva. Tenía en la cabeza una especie de sistema hegemónico en el que todas las ciudades formaran una comunidad de intereses bajo la dirección espartana, pero que al mismo tiempo conservaran su autonomía. Por eso respetó, por ejemplo, a Argos, que había sido aniquilada bajo su mando en Tirinto-Sepea en el 494 a. C., y —con gran sagacidad y previsión, como lo demostraría el futuro— configuró en este sentido la Liga del Peloponeso. A las ambiciones de los espartiatas, que se proyectaban más allá de la metrópoli griega, respondió con una negación rotunda; en este sentido, se podría incluso hablar de una «doctrina Cleómenes». Es cierto que había ofertas tentadoras como la de Menandro, que pedía el apoyo espartano para convertirse en tirano de Samos, o la de Aristágoras de Mileto, que en el año 500 necesitaba ayuda para la rebelión de las ciudades jonias del Asia Menor contra el dominio persa; sin embargo, no tuvieron ningún éxito al intentar granjearse el favor de Cleómenes, pese a que ambos casos ofrecían muchas perspectivas de fama y riqueza. En torno al 514 rechazó asimismo una propuesta de los escitas para proceder conjuntamente contra los persas. Al mismo tiempo, sin embargo, Cleómenes hacía frente a cualquier intervención foránea en la metrópoli griega. Por eso, en el 491, se enojó ante la pretensión del rey persa que, a través de sus emisarios, había exigido de todas las ciudades griegas, incluida Esparta, tierra y agua como símbolos de su sumisión al poder de los persas. Cleómenes había contado con un reparto explícito, o tácito, de las esferas de influencia: Asia Menor y el Egeo podían ser para los persas, pero Grecia era para Esparta. En el momento en que los persas atacaron este reparto, estalló una gran guerra.

A pesar de lo dicho, Cleómenes no tuvo éxito en toda Grecia con su política de intervención. Fue sobre todo el fracaso de su estrategia en Atenas, durante los años 511-506 a. C., el que acarreó mayores consecuencias para las relaciones entre ambas ciudades. A Cleómenes le interesaba incorporar a Atenas al sistema de alianzas espartano. Por eso expulsó primero al tirano Hipias, amigo de los persas —último vástago de una saga de tiranos que dominaba la ciudad desde hacía varios decenios—, y luego, en el conflicto que estalló en Atenas entre Iságoras y Clístenes, apostó por el primero porque parecía más fácil de dominar. Ahí fue donde Cleómenes sufrió un grave revés, pues con el éxito de Clístenes, cuyas reformas sentarían los cimientos de la democracia ateniense, se llegó a una ruptura entre las dos ciudades; ruptura que pudo ser provisionalmente «remendada» por la amenaza común por parte de los persas y la guerra consiguiente, pero que a largo plazo, como veremos, no pudo ser superada.