Introducción

En torno al 380 a. C. el escritor ateniense y conocedor de Esparta Jenofonte escribió lo siguiente: «Un día estaba yo pensando que Esparta, siendo como es una de las ciudades de menor población, sin embargo se ha convertido en la ciudad más poderosa y más célebre de Grecia… y me extrañaba de que así fuera. Luego pensé en las instituciones de los espartanos, e inmediatamente dejé de extrañarme» (El Estado de los lacedemonios, 1,1). Lo mismo que a Jenofonte, les ocurrió a muchos de sus contemporáneos, y también a las generaciones posteriores. Todos admiraban el orden interno de Esparta, su estabilidad mantenida a lo largo de siglos, la vida sencilla y sobria de los ciudadanos espartanos, que rechazaba todo tipo de fasto superfluo para centrarse en la fortaleza, la constancia y el valor. Y consideraron que esto era la base de su éxito en materia de política exterior y el garante de su hegemonía sobre Grecia y el Peloponeso: Esparta como modelo para todos los demás. Frente a esta glorificación de Esparta se alzaban otras voces que expresaban crítica, aborrecimiento y hasta desprecio. Se hablaba de la orientación exclusiva de la vida espartana hacia la guerra, de su falta de humanidad, de represión, de incultura e incluso de analfabetismo. Esparta, entonces como ahora, era una provocación, y la fascinación que partía de esta pequeña ciudad situada a orillas del Eurotas, en el Peloponeso, se ha mantenido hasta la época más reciente.

La «gran época» de Esparta duró desde el 550, aproximadamente, hasta el 371 a. C. Actualmente, a esta etapa se la denomina la Época Clásica de Grecia, cuna de la civilización europea. Fue la época de la «Ilustración» griega, de Sócrates y Platón, la etapa de florecimiento de la tragedia y la comedia áticas, de la arquitectura, las artes plásticas y la historiografía, y fue también cuando se «inventó» la democracia. Los lugares de los que partió este desarrollo espiritual, cultural y político se llamaron Mileto, Corinto y Atenas. Esparta contribuyó a la Grecia clásica en un terreno diametralmente opuesto. Esta ciudad griega libre vivía con arreglo al siguiente principio: el individuo no es nada; la patria, la ciudad, lo es todo. La educación, la economía, la cultura y la religión se acomodaban a esa idea del Estado. Esparta fue el primer Estado totalitario de la historia universal, convirtiéndose así en modelo para los defensores, incluso modernos, de esta forma de gobierno.

La Grecia antigua abarcaba un espacio geográfico mayor que el actual. Además de la «metrópoli» (la actual Grecia), los griegos colonizaron numerosas islas del Egeo, el mar Negro, las franjas costeras del Asia Menor, África, Sicilia, el sur de Francia y España. «Como ranas alrededor de una charca», vivían los griegos en torno al mar Mediterráneo (así describe Platón [Fedón, 109a] las colonias griegas del siglo V a. C.). Tras esta expansión de los griegos no había, como cabría sospechar, un afán de conquista por parte de todo un Estado griego, sino la política de colonización de diferentes ciudades (poleis) como Atenas, Corinto, Megara y también Esparta. Estas poleis, de las que había cientos, eran ciudades-estado políticamente autónomas, y formaban la estructura fundamental del mundo estatal griego. En este entorno, Esparta se erigió en una potencia griega de primer orden, e incluso en una potencia mundial. En el siguiente capítulo rastrearemos este ascenso de Esparta, analizaremos sus instituciones políticas, sociales, económicas, militares y culturales, y abordaremos la cuestión del origen y la supervivencia del mito de Esparta.