La collares

Carmen Polo junto a su hija y su nieta.

La hija de los Franco era habitual, como su madre, de reuniones de todo tipo: caridad, fiestas y en especial cacerías, la actividad preferida por el dictador, que eran centrales en la cotidianeidad de la vida franquista. Allí era donde se presentaban quienes estaban cercanos al régimen y quienes pretendían estarlo, porque era el lugar donde se discutían y concretaban negocios de todo tipo y se gestionaban favores del Caudillo.

“Una vez estábamos en la finca de Antonio Burgos —recuerda el periodista Jaime Peñafiel—. Era un lugar de caza al que siempre iba Franco con sus allegados, y al que yo iba como periodista, ya que nunca me gustó cazar. A Franco siempre lo vi viejo. Seguramente no lo sería, pero yo le vi viejo. Era un hombre bajito, con piernas cortitas. Era un verdadero espectáculo verle ensillar el viejo caballo que tenía y con el que había que subir el cerro. Era caza en el monte. Participaban de aquella operación unas seis personas: el guardia civil que sujetaba el caballo, otro por atrás para que el animal no hiciera ningún movimiento, otros dos guardias de un lado y otros dos del otro. Era todo muy violento, porque lo subían, y como él se encontraba a la altura de la silla se escuchaba una voz que decía: ‘¡Excelencia, la pierna!’, Entonces su excelencia echaba la pierna. Pero como era piernicorto, a veces no llegaba y había que bajarle, mientras del otro lado los guardias civiles estaban atentos por si lo empujaban demasiado. Era un trámite que se repetía varias veces. Finalmente quedaba ensillado, y comenzábamos todos como en una fila india detrás de su caballo, los guardias civiles, los ayudantes, esta persona que habla, todos detrás. Al final llegábamos a un sitio solitario, alejado, donde había un corralito de piedras, y quedábamos Franco, su secretario y este periodista. Después se marchaban todos y adiós, ahí nos quedábamos los tres a las once de la mañana, con un frío tremendo y con un paquetito donde nos habían dado un taco, que era una tortilla de patatas, cerveza y algo de chorizo. Allí me pasaba todo el santo día.

Francisco Franco y Carmen Polo en el bautizo de Aída Trujillo.

”Yo estaba atento cuando Franco me miraba —continúa—; nunca me hablaba, hasta que un día sí me habló. Yo estaba en un rinconcito, mientras él ni comía, ni bebía, ni meaba. Cuando teníamos necesidad, el secretario y yo abandonábamos el corralito y evacuábamos tranquilamente. Recuerdo que me miraba como se mira a un perro. Un día de pronto me dice ‘Peñafiel’, y yo ‘dígame, Excelencia’, y enseguida, muy exasperado: ‘¿Usted cree que mi fotógrafo es masón?’. Hay que colocarse en ese tiempo. Franco tenía una fijación con la masonería; para él, todo el que era enemigo suyo era masón. Por ejemplo, lo decía de Don Juan, y hasta del Duque de Alba, porque todo aquel que hablaba bien de Don Juan lo era. Yo casi no podía responderle. Me había quedado con la boca abierta. Una bocanada de aire frío me llegó hasta los pulmones, y en el momento en que iba a decirle ‘no sé, no sé, no sé’, el secretario le dijo ‘Excelencia, Excelencia…’. Me acuerdo que saltaba un gamo, él disparó y le dio, porque tiraba muy bien. Quedé lo que vulgarmente se dice acojonado, que de pronto a mí me estuviera invitando a delatar a alguien. La verdad, yo me asusté de tal manera que al día siguiente me quedé en la finca. La cacería duraba tres días; como siempre, después de ensillar a Franco, Antonio Carrera Burgos me dijo ‘bueno, tú te vas con su Excelencia’, y yo dije ‘no, yo hoy no, hoy me voy a quedar acá’. Temía que Franco volviera otra vez con el tema del masón…”. Por supuesto que esta anécdota debe ubicarse en el marco de un Franco anciano ya que, como militar, y especialmente durante su juventud, montaba bien a caballo.

Todo nuevo producto que por primera vez llegaba o se fabricaba en el país era enviado como regalo a El Pardo, al margen de qué se tratara: automóvil, bicicleta, loza o artículo de cocina. En aquella España de los Franco, corría como reguero de pólvora la versión de que la visita de Doña Carmen a una joyería constituía un disgusto para los propietarios, porque elegía aquello que le gustaba y luego pedía que le enviaran la factura. La historia decía que pocos se animaban a hacerlo, y que como consecuencia de esa situación los empresarios cerraban sus locales cuando sabían que la señora iba a estar en la ciudad o creaban una especie de seguro financiado por las principales joyerías, quienes de esta manera dividían las pérdidas. Su debilidad eran los collares de perlas, de los que llevaba varios simultáneamente. Así fue conocida popularmente como “la collares”.

Respecto de la discusión sobre si Carmen Polo pagaba o no sus cuentas, Peñafiel opina que “eso no es exactamente así; es decir, Doña Carmen siempre pagaba, lo que pasa es que no había quien tuviera el valor de cobrarle, que es diferente, porque había temor de que si cobraba le mandaran a los inspectores de Hacienda… y como entonces había la segunda y la triple contabilidad, los joyeros decidieron no cobrarle. Pero no es que ella se negara, es más, se pedía que mandaran la factura, y creo que la primera vez que alguien mandó, en El Pardo, pagaron, pero luego le enviaron los inspectores de la comunidad”.

Para Preston “esta situación es vox pópuli, es lo que se llama un mito urbano, algo que lo cree todo el mundo. Y eso en España lo cree todo el mundo. Lo que pasa es que no hay evidencia escrita”.

Carmen Polo con sus nietos (de izquierda a derecha: Carmen, Jaime, Merry, Francis, Cristóbal, Arantxa y Mariola).

También sus familiares aseguran que le gustaban las joyas, pero que nunca dejó de pagar ninguna. Explican además que siempre andaba con el trapicheo; le gustaban los intercambios, de objetos y de muebles, y además compraba pisos cuando se estaban construyendo, para luego dejarle a cada nieto una vivienda. Aseguran que lo que sí ocurría era que los comerciantes le ofrecían un muy buen precio por los artículos en los que se interesaba para asegurársela como clienta.

Los obsequios recibidos por el matrimonio alcanzaron un valor de varios millones de pesetas. Además recibieron o compraron a precios ínfimos alrededor de quince propiedades de todo tipo: casas, palacios, pisos, fincas.

Jaime Peñafiel recuerda que “en el día de la Virgen del Carmen, todo el gobierno, y todo el que significaba algo en este país, colmaba de regalos a El Pardo. Doña Carmen recibía ramos y ramos de flores y luego los repartía entre las amigas. Un día le envía uno de esos ramos a una íntima amiga suya, quien la llama para agradecerle el obsequio: ‘Ay, Carmen, qué emoción, qué emoción, qué emoción’… ‘Pero si sólo es un ramo de flores, pues como siempre’… ‘No, no, no, no, estoy emocionada, no sé qué decirte, que, es que, que yo no me merezco esto, y porque yo te quiero mucho, pero no tienes por qué esto, porque qué maravilla’… ‘¿Cómo qué maravilla? Bueno, uno de los grandes ramos, el mejor para ti, porque eres mi mejor amiga…’ ‘No, no, no disimules’. ‘¿Cómo quieres que disimule…?’ ‘Pero es lo que venía con el ramo’… Ése fue el momento cuando Carmen se preguntó y le preguntó a su amiga: ‘¿Qué iba con el ramo?’ ‘Bueno, Carmen, un brillante’. ‘¿Cómo?’ Allí se terminó la conversación, e inmediatamente Doña Carmen mandó a recoger el brillante que estaba escondido entre las flores”.

Para Peñafiel “ella era tan avariciosa, tan avariciosa, que todo lo que había en las casas, y sobre todo en el Pazo de Meirás, eran obras de arte junto a unas cosas horribles, horribles. Aquello era una especie de baratillo…”.