Verduras en el búnker

Hitler, visto por Solar como alguien que “en la distancia corta parece un pequeñoburgués, sin ninguna grandiosidad, con una educación mucho más rudimentaria de la que trata de aparentar, con modales un tanto anticuados, era muy amable con sus amigos, con sus conocidos, con la gente que lo había ayudado, con los niños, con sus secretarias. Así era este monstruo que sin pestañear podía mandar a la muerte a cientos de miles de sus propios soldados”.

Asegura que “sus secretarias le recordaban gentil, educado, obsequioso y cortés incluso en tiempos difíciles. Una de ellas, Gertraudl Junge, llamada Traudl, que copiaría su testamento y le acompañaría en el búnker hasta su muerte, escribía cómo pasaban el tiempo, en el verano de 1941, en su cuartel prusiano de la Guarida del Lobo, esperando noticias del frente ruso: “Hacia las cinco de la tarde el Führer nos llama y nos atiborra de pasteles. ¡Felicita a quien más pasteles come! La hora del café se prolonga hasta las siete, incluso hasta más tarde. Después regresamos al comedor para cenar. Por fin, nos escabullimos y damos un paseo por los alrededores, hasta que el Führer nos convoca en su estudio, donde todas las noches se celebra una reunión, con café y más pasteles, a la que asisten sus íntimos colaboradores”.

Henry Picker, camarada de primera hora, gozaba de la confianza de Hitler y por ello fue uno de los encargados de tomar y pulir las conversaciones de sobremesa del líder. En consecuencia, en muchas ocasiones era huésped en la residencia que tuviera Hitler en cada momento y, por tanto, testigo privilegiado de muchos momentos íntimos. Picker publicó en 1952 una versión parcial de las Conversaciones de sobremesa de Hitler. Sobre Eva dejó testimonios que van más allá del afecto y respeto obligados. En sus notas del 30 de abril de 1942 escribe: “El Berghof está regido por una joven muniquesa graciosa, rubia y con los ojos azules, que no sólo mantiene en el mejor orden al personal de servicio, sino que también hace que todo se desarrolle tal y como el Führer lo desea, hasta en sus menores detalles. Se llama Eva Braun. Lo más notable aquí es ver cómo todos conviven con el Führer… El Berghof es, verdaderamente, un hogar para él, donde puede hallarse a sus anchas cuando —como ayer, día 29, a su regreso de sus entrevistas con el Duce, con el que mantuvo una agotadora conversación— llega, a eso de las diez de la noche, y aún puede gozar de un par de horas de descanso y esparcimiento con las personas que tanto le respetan.

”La señora de la casa fue preguntada ayer, después de la comida del mediodía (digamos entre paréntesis que en ausencia de Hitler hubo una excelente fuente de verduras), por la esposa del ministro Esser si se marcharía con él (Hitler) o se quedaría aquí, donde todo es tan hermoso y no carece de nada, a lo que la señorita Braun respondió que ‘todo queda vacío aquí arriba cuando no está el Führer’, y que renuncia con gusto a las comodidades y bienestar de esta residencia de montaña para poder estar junto a él, jugar con sus perros y cosas semejantes. Pero por desgracia el Führer, a la hora de distribuir su tiempo, no tiene absolutamente en cuenta sus asuntos privados, sino que se amolda exclusivamente a las exigencias del trabajo y el servicio”.

Görtemaker explica que “Eva Braun, en los años que estuvo con Adolf Hitler, pasó de ser una persona tímida e insegura en el círculo interno a una muy determinada, alguien que desempeñó un papel más y más importante, tanto que después de 1936 nadie podía atreverse a desafiar su posición, ni siquiera Speer y el poderoso Joseph Göbbels”.

La guía turística de Berliner Ulterwelten, Silvia Britos, muestra “lo que queda del búnker de Hitler después de tres demoliciones en lo que fueran los terrenos de la cancillería, que hoy ocupan un estacionamiento y edificios de departamentos. Subsisten básicamente el piso y los muros de carga, nada más. Era una construcción de unos 25 por 35 metros, que hacían un conjunto para un máximo de 18 habitaciones. En aquellos años era un área de altísima seguridad, delimitada a través de un muro; la periferia de este muro abarca toda una manzana de edificios… El sistema de ventilación funcionaba a la perfección. Los problemas comenzaron en las dos últimas semanas de la guerra o poco menos, cuando convivían en el lugar, pensado para veinte personas, unas cincuenta, que no estaban permanentemente en su interior sino que entraban y salían, en su gran mayoría militares. Permanentes estaban solamente Hitler, su futura esposa hasta el momento, Eva Braun, y luego unos cuantos asesores, no más de diez personas. En el conjunto inicial, en el llamado antebúnker, ahí estaba por ejemplo Joseph Göbbels con toda su familia”.

A pocas horas de la derrota definitiva, al ver que no se habían cumplido sus múltiples órdenes de contraataque o que las operaciones habían fracasado, Hitler entró en un estado de desesperación y, por vez primera, se le escuchó gritar desencajado algo que desde hacía mucho tiempo era evidente: “¡La guerra está perdida! ¡La guerra está perdida!”. A continuación, anunció a sus colaboradores que no abandonaría la ciudad. “¡Se equivocan si creen que ahora voy a abandonar Berlín! ¡Antes me pego un tiro en la cabeza! […] Si ustedes desean marcharse, están en libertad de hacerlo”.