Conocidas también fueron sus amistades con las esposas de algunos de sus nuevos y ricos amigos, como Elsa Bruckmann, princesa rumana casada con el poderoso editor pangermanista Hugo Bruckmann; Gertrud von Sidlitz, que además de ser la esposa de un industrial acomodado disponía de una gran fortuna en acciones y propiedades en el extranjero, y Helena Bechstein, esposa del famoso fabricante de pianos Karl Bechstein, una firma de instrumentos acreditadísima porque habían sido los preferidos del gran Franz Liszt. Se trataba de un matrimonio por demás adinerado y dadivoso: Helena llegó a hipotecar sus joyas como garantía de un crédito de sesenta mil francos suizos a favor del partido nazi. Y fueron los Bechstein quienes le introdujeron en el exclusivo mundo de la familia Wagner, en Bayreuth, corazón de los festivales dedicados exclusivamente al gran compositor alemán. A Cósima y Winifred Wagner, esposa y nuera del gran compositor, les produjo una impresión muy intensa, mientras que el hijo de Wagner, Siegfried, le consideró un “farsante arribista”.
Hitler se sintió atraído por la joven Winifred, aunque su principal propósito era controlar el mundo wagneriano a través de ella. Pero se interpuso el testamento de Siegfried, que desheredaba a su viuda si ella volvía a casarse. De modo que no hubo boda, pero sí amistosas relaciones hasta el ocaso del nazismo. Según el testimonio de una hija de la mujer, hacia fines de 1931 su madre sostuvo extrañas relaciones íntimas con Hitler, quien solía colocarse boca abajo sobre sus rodillas para que le diera una azotaina, como las que alguna vez le había propinado su madre.
Solar explica que “a Hitler le hubiese gustado casarse con ella, sobre todo por la notoriedad social que eso habría significado. Cuando se analizan las relaciones que mantuvo, siempre se trató de mujeres poco relevantes. Si bien hubo cerca suyo muchas de la aristocracia, quizá ninguna le parecía tan interesante como podía llegar a ser la mujer del dueño de los festivales de Bayreuth, el hijo de Wagner”.
Winifred dejó una nota sobre el estrafalario aspecto del líder nazi, que consigna Diane Ducret en su libro Las mujeres de los dictadores. Cuenta que “llevaba unos pantalones de cuero al estilo bávaro, gruesos calcetines de lana, una camisa de cuadros rojos y azules y una chaqueta corta azul sobre su flaca carcasa. Sus pómulos duros sobresalían de sus mejillas pálidas y chupadas; tenía los ojos azules y extraordinariamente brillantes. Parecía medio muerto de hambre, pero en él había algo fanático”. Tan cautivada quedó por Hitler que el día del Putsch de Múnich se la vio subida a una mesa de una hostería lanzando una arrebatadora soflama nazi y luego, tras el fracaso, declaraba a la prensa: “Los que estuvimos a su lado en los días felices seguiremos siéndole fieles en los días de la adversidad”.
Ernst Hanfstaengl (Putzi) era un germano-norteamericano enorme, extravagante, rico, famoso anticuario y gran pianista, que podía hacer llorar a Hitler con sus interpretaciones; sin embargo, la que invitaba continuamente a su casa a aquel político aún en período de formación era Helena. Putzi habría conocido a Hitler en 1922, en las interminables reuniones que sostenía casi a diario en diversos locales muniqueses, como la Hostería Bavaria o el Café Heck, rodeado de su corte de corifeos, aduladores, guardaespaldas, mecánicos, politiquillos, periodistas y gente de la literatura, la música o el arte.
“Hitler —escribió Hanfstaengl— era un tipo narcisista, para quien la multitud representaba un sustituto de la mujer que parecía incapaz de encontrar. Para él hablar era una forma de satisfacer un deseo violento y agotador. Así, el fenómeno de su elocuencia se me hizo más comprensible. Los ocho o diez minutos de un discurso parecían un orgasmo de palabras”.