En sus primeros años en la política Hitler sostuvo numerosas, discretas y efímeras relaciones sentimentales. David Lewis, el autor que más ha estudiado este tema, confeccionó el siguiente listado: Rose Edelstein, de origen judío, a quien se la ubicó por última vez en Francia en 1940; Jenny Haugh, de quien fue amante hasta que él convirtió la relación en sadomasoquista y ella se alejó; Eleonora Bauer, con quien existió el rumor no comprobado de que tuvo un hijo; Erna, cuñada de su protector y amigo Ernst “Putzi” Hanfstaengl, también anduvo en amores con el futuro Führer. A tal punto tuvo fama de conquistador que el diario Münchner Post publicaba, el 3 de abril de 1923, que era “un tenorio a cuyos pies se arrojaban las mujeres más ricas y hermosas”.
Solar remarca que “le gustaban la escenografía y el montaje operístico. Por eso, en sus discursos, hacía una verdadera tarea actoral. Desde los primeros mítines en las cervecerías se daba cuenta de que el auditorio respondía a los hechos gestuales, no solamente al mensaje. Podríamos decir que montaba grandes arias políticas. Las mujeres fueron especialmente susceptibles a ese mensaje y al misterio de su indefinición sexual: aunque tenía amantes, emanaban de él muchos interrogantes y las mujeres le adoraron y fueron sus primeras contribuyentes en muchos sentidos: en votos, en dinero, en influencia, en trato social. Por ejemplo, él aprende a comer, a manejar un tenedor y un cuchillo, en las buenas mesas de las señoras de las clases altas”.
Hitler tenía muy claro su gusto estético sobre las mujeres: las prefería exuberantes, con curvas pronunciadas, y admiraba los traseros voluminosos asentados sobre sólidas piernas. A finales de los años veinte le comentó a Göring mientras paseaban por el campo y contemplaban a unas campesinas trabajando: “Mira, sus posaderas son admirables. En esas estructuras pienso cuando hablo de la sana mujer alemana: de la madre de hombres perfectos”.
Martha, la hija del embajador de los Estados Unidos William Dodds, dio sus impresiones sobre Hitler, a quien conoció en Múnich en 1933. Estas consideraciones quedaron reflejadas en el libro El jardín de las bestias, escrito por Erik Larson.
Martha era una chica preciosa, alegre, desenfadada, que utilizaba faldas demasiado breves para el uso alemán de la época y carecía de escrúpulos a la hora de llevarse a la cama a un hombre apuesto. Según su compatriota William Shirer, corresponsal en Berlín del New York Herald, llamaba la atención en la Berlín nazi. Según ella, Hitler tenía “una cara débil y blanda, con bolsas debajo de los ojos, labios gruesos y poca estructura ósea facial. [El bigote] no parecía tan ridículo como en las fotos… de hecho, casi no se notaba. […] Los ojos de Hitler eran sorprendentes e inolvidables… parecían de un color azul claro; eran intensos, fijos, hipnóticos, [mientras que sus modales eran] excesivamente suaves, más propios de un adolescente tímido que de un dictador de hierro. Discreto, comunicativo, informal, tenía cierto encanto tranquilo, casi una ternura del habla y de la mirada. […] Era difícil de creer que este hombre fuese uno de los más poderosos de Europa”.