Quien sí consintió el encargo fue Ana, la hermana de Nadia, pese a que él había mandado a ejecutar a su marido. Svetlana Stalina explica en su libro Rusia, mi padre y yo que su tía Ana “era la encarnación de la bondad, del ideal cristiano consecuente, que lo perdona todo y a todos”, y asegura que consagró su vida entera a ayudar a los demás. Es significativa la actitud de Stalin ante esa bondad natural, pues según su hija “siempre estallaba de indignación ante aquella actitud cristiana con que se perdonaba absolutamente todo; calificaba a Ana de mujer sin principios y boba, y decía que su bondad era peor que cualquier canallada”.
Para Burdonsky, la frase de su tía Svetlana “él arruinó mi vida” no necesita mucha explicación ni prueba. “No sólo la vida de ella, aunque tampoco podemos decir que el culpable haya sido él: fue toda la situación en la que ellos vivían —tanto mi padre como Svetlana o mi mamá—, que en sí era muy complicada. Incluso yo tampoco vivo tan fácilmente como podría parecerse; cuando mencioné la cruz que todos llevan de alguna manera lo hice de manera literal. Ninguno de los que se relacionaron con Stalin, nadie de su familia tuvo una vida feliz. Tal vez el hijo de Svetlana, Yosef, que fue cirujano cardiólogo y profesor, con una carrera exitosa, aunque falleció muy joven. O yo mismo, que soy un director de cine conocido; pero no es para nada fácil, muchos quisieran que yo no fuera ni talentoso, ni lúcido, ni famoso. Lo que hace que la vida de uno tenga cierto toque dramático, por supuesto, y la de Svetlana más aún, porque estaba cerca de Stalin y él la quería mucho”.
Las últimas de las cuñadas de Stalin sobrevivieron al monstruo con quien tan íntimamente habían estado relacionadas. En 1953, a la muerte del dictador, fueron puestas en libertad. Cuando Kira, recién liberada también, fue a recoger a su madre a la Lubianka, la tristemente célebre sede del KGB en Moscú, Zhenya dijo: “¡Por fin nos ha salvado Stalin!”. Una reacción que no se sabe si es más significativa como muestra de la ceguera del amor que aún albergaba el corazón de Zhenya o como evidencia de hasta qué punto el estalinismo lavaba los cerebros. Aunque su hija Kira la llamara tonta y le explicase que si estaban libres era porque Stalin había muerto, aunque tres años después Khruschev en el XX Congreso del PCUS denunciara los crímenes del estalinismo, Zhenya mantuvo su lealtad hacia Stalin hasta su fallecimiento, en 1974.
Ana Nadezhda Alliluyeva había muerto antes, en 1964, sin recuperar del todo la razón, esperando siempre que regresara su marido. “En general, toda la familia Nadezhda Alliluyev era gente con un corazón bueno, gente humana, yo diría que cariñosa hacia las otras personas —considera Burdonsky—. Conocí muy bien a Ana Alliluyeva y eran muy parecidas. Hasta sus últimos días, siempre se preocupaba por agasajar, por estar pendiente de la gente. Podía levantar de la calle a un borracho y pedir un taxi para que lo llevaran a su casa. Una especie de altruismo. También era miembro de la Asociación de Literatura, y cuando nuestro gran poeta Boris Pasternak fue expulsado de ese organismo tras escribir Dr. Zhivago sólo hubo un voto en contra, el de Ana Alliluyeva. Eso habla de lo que son las personas”.