1

Me he masturbado mientras me tomaba un baño, y ahora me siento en el borde de la bañera y muevo los músculos de mi rosa para expulsar el agua que se ha colado durante los espasmos. Si no lo hago, a lo mejor empieza a salir horas después y tengo que cambiarme de bragas, o si me pilla fuera de casa, ir a un lavabo y quitármelas y guardarlas en el bolso.

2

Un día, con mi amante, me puse en cuclillas y él se situó, con la cabeza debajo de mi falda, entre mis muslos —yo llevaba medias negras y liguero—, y empecé a acariciarme mientras él se masturbaba, y tuvimos a la vez un orgasmo prolongado y muy intenso.

Con perfecto y deportivo equilibrio, todo ese largo rato de masturbación a dúo yo había mantenido mi cuerpo a unos centímetros de su boca, impidiéndole así que chupara mi rosa y se mojara. Pero al incorporarme vi que tenía la cara chorreando. Me dijo que había sido yo, con un continuado y espectacular flujo.

De este modo supe que yo también podía ser una mujer-fuente. Volvió a pasarme en varias ocasiones, aunque muchos de mis orgasmos, por otra parte muy placenteros, no producen más que un simple humedecimiento.

3

Sobre lo que decía en 1, así procedo (entro en el cuarto de baño, lo hago, lo anoto): Me siento en el retrete con las piernas abiertas, apoyando la espalda en la cisterna; los dedos índice y medio y el anular de la mano izquierda me los meto, respectivamente, en la rosa y en el orificio trasero, y dejo la mano derecha para el clítoris… Y ya está, empiezan los dedos, empieza la película… Cierro los ojos e imagino que estoy diciéndole cosas a alguien que también se masturba mirándome… Que está ahí mismo, a un palmo… Sí, sí, casi lo siento… Grito su nombre… Amor, guarro mío, para ti…

Quiero prolongarlo pero es inútil… Me corro…

Luego intento orinar —ya antes tenía ganas—, pero ahora todo está demasiado duro y no puedo, palpo con los dedos y mi rosa parece una rosa del desierto.

4

Yo aún no lo he probado, pero creo que de 1 y de 2 podemos sacar esta receta:

A las que quieran sorprender a su amante con el efecto de la fuente:

Preparaos un baño y masturbaos dentro (como sabréis, las sensaciones son menos intensas bajo el agua; por eso conviene que no llenéis mucho la bañera y que os tumbéis bien estiradas y levantando la pelvis, de modo que vuestra rosa sobresalga o, ya cuando estéis gozando, brinque como esos graciosos delfines que se ven al amanecer siguiendo la estela de barcos que han navegado toda la noche con rumbo a una isla lejana).

Retened en vuestra rosa el agua que os haya entrado.

Id a hacer el amor y, en el momento oportuno, maravilladlo dejando manar ante sus ojos el líquido que, amorosamente, ya se habrá calentado, especiado, perfumado.

5

A mí me gusta mucho mostrar mi rosa. En sí misma es todo un teatro, con sus telones que se abren y se cierran. Sólo que las expectativas que despierta en el espectador son infinitamente más excitantes y dolorosas que en el teatro real, pues en el de mi rosa nada saldrá a escena, salvo flujo salado.

Me gusta abrirme de piernas y que me observen y contemplen. Que el que mira se acerque cuanto quiera, siempre que no toque.

Que se saque el tallo si le apetece, y me deje mirar.

Que me pida lo que se le ocurra, y decir yo sí.

Me gusta pensar en el amor noche y día.

6

Me gusta despertarme por las noches con la rosa en llamas. Supongo que está así porque he tenido un sueño erótico, pero casi nunca lo recuerdo.

Todavía no he conocido a ningún hombre al que no le guste que me cuele bajo las sábanas y empiece a chupársela mientras duerme, o que me pegue a su espalda y con la mano busque a tientas, vientre abajo, su calentita joya.

Yo me hago la dormida, porque si parece un sueño es mucho mejor.

El hombre disfruta tanto con eso que me deja seguir. A mí me encanta tener los ojos cerrados y beberme su leche en la oscuridad.

7

Cuando él sabe que llevo medias bajo la falda, se tumba de espaldas en la alfombra y espera a que le pase por encima. Yo, sin dejar mis ocupaciones, y yendo y viniendo por el cuarto, lo hago varias veces. Cuando llevo bragas me las quito al poco y empiezo a pasar más lentamente, abriendo las piernas para que vea mejor mi rosa, acuclillándome…

Él se abre la bragueta, o se la abro yo misma; le bajo un poco el pantalón y empiezo a manipular su joya. Luego le tomo la mano y se la cierro sobre el tallo, me gusta ver cómo lo hace él.

Fue así como un día, ya lo he contado en 2, descubrí que podía ser una mujer-fuente.

8

Me arrodillo ante su joya y soy como una niña frente al árbol de Navidad, un árbol precioso, todo enhiesto y centelleante, con sus bolas llenas de promesas. Espero haber sido buena y merecer mi regalo, y se lo pido a Papá Noel con toda el alma.

Bajo los ojos y saco la lengua para que él deposite su hostia. Cuando su carne delicada y fragante y su piel fina entran en contacto con mis sensibles papilas, lo miro a los ojos y entonces nos sentimos en comunión.

¿Quién me ha dado esta boca? ¿Quién le ha dado ese tallo que en ella se desliza? ¿Quién nos ha dado estos ojos húmedos y brillantes? Noche de paz, noche de amor, déjame seguir viviendo la unión perfecta del amor, y en ella fundirme.

9

Me gusta mucho que me laman la rosa pequeña, la de atrás. Me coloco a cuatro patas, apoyo la cara en la almohada, abro las piernas, pongo el culo en pompa, y espero.

Él se arrodilla y acerca la cara a mi larga y firme raja. Luego pega la boca y siento como si un caracol se paseara por mi valle profundo.

Sé que luego, en compensación por sus buenos servicios, deberé someterme a un placer más violento. Debido a la esperanza y al temor, la cabeza empieza a darme vueltas, me abandono por completo a este delicioso preliminar, y mi goce lo anima a prolongar este placer.*

A veces, estando así, cabeza abajo, abro los ojos y me miro hacia los muslos, que forman un puente: allí, al fondo de la escena, veo su tallo tieso suspendido en el aire, o bien una mano suya que lo empuña y va y viene sin que él despegue su boca de mi rosa pequeña. Mi culo se mueve al compás de mi excitación. Cuando mis caderas y mi vientre se estremecen, me pego más a él y noto su barbilla y su nariz, arqueo un poco más el cuerpo y le ofrezco también mi rosa, a la que su lengua acude para completar mi placer.

Por las sacudidas de la cama conozco el movimiento de su mano, cuándo cambia de ritmo, cuándo debe parar para no correrse antes de tiempo. Yo no me contengo, mi goce no tiene límites.

10

Había uno al que me encantaba chupársela mientras él veía una película porno. Nos colocábamos de manera que también yo viera la pantalla. Eso me excitaba aún más, pero lo que yo quería, por encima de todo, era satisfacer —sin que él lo supiera— mi curiosidad insaciable: saber exactamente qué era lo que lo excitaba hasta casi correrse, tanto que él tenía que apartarme la cabeza in extremis.

A mí me gusta prolongar el placer, pero también es cierto que cuando noto subirle la savia no puedo contenerme, es superior a mí. Y siempre son ellos los que tienen que pararme.

Cuando se calmaba un poco, me dejaba continuar. Yo me fijaba en qué imagen, qué mujer, qué situación hacían golpetear y palpitar más fuerte su tallo contra mi garganta, respirar de otra manera, emitir gemidos o jadeos. Con mi boca, mis ojos y mis oídos, le veía el alma como nadie podría describírmela con palabras, veía el principio de la vida, yo era Eva dando extasiada un beso a la serpiente, estaba en el centro radiante del Paraíso, y yo lo sabía, y al saberlo lo gozaba con locura.

11

Mi problema con la felación es que no sé parar. Mi boca y mis manos se niegan a renunciar a esa cosa exquisita, a ese juguete maravilloso, ídolo de oro al que nunca dejaré de adorar y al que nunca rendiré el suficiente culto.

Y porque, además, pensar en lo que va a salir me da más hambre, más sed; y debo tragar la savia a toda costa.

O por lo menos verla brotar, con lo que casi me pongo a dar brincos de alegría como los críos con el guiñol, o me estremezco de gusto mientras la espero en mi cara.

12

El chico que me desfloró me dijo que, mezclada con jabón, su savia hacía mucha espuma. Lo decía alegre como si su oficio fuera hacer pompas de jabón. ¡Y todo era tan ligero, de pronto!

Así que cuando nos era posible (aunque muchas veces lo hacíamos en el exterior o en algún cuarto común, junto a amigos y amigas), siempre que disponíamos de agua y jabón, después de hacer el amor, jugábamos a que yo lo lavaba. Y canturreaba mientras aquello empezaba a hacer espuma. Y reíamos tiernamente, y éramos felices.

13

Cuando digo «él», no me refiero siempre al mismo hombre, o puedo también referirme a varios. No he estado con muchos, pero sí con los suficientes como para saber lo que me digo. La experiencia no depende tanto del número de hombres como de la atención prestada a cada uno de ellos.

Todos son diferentes, pero aún el menos dotado, o el más inexperto, si se da un buen entendimiento con él, hará maravillas.

Prefiero con mucho a los hombres que no presumen de experimentados ni creen saberlo todo. Me gusta que sean abiertos, que no teman manifestar sus gustos, deseos, vivencias, y que acepten mis propios apetitos y fantasías. Que no se sientan humillados porque, entre asalto y asalto, se les hagan o se les pidan ciertas cosas que resulten más femeninas que viriles. Me gusta la autoridad pero también la entrega.

Lo amo, los amo profundamente tal como han venido al mundo, en su brutal inocencia.

14

La primera vez que lo hice (véase 12) fue en el bosque, un verano, cuando tenía diecisiete años. Lo recuerdo como uno de los momentos más bonitos de mi vida. Yo estaba deseando conocer cómo era el cuerpo masculino, y que me penetrara. En la playa me fijaba en los chicos casi desnudos y los encontraba bellísimos. Su torso y sus firmes músculos, su piel fina, la forma de sus hombros, sus vientres, sus bíceps, sus muslos duros… Recuerdo como si fuera ayer la maravilla, la impresión y el sofoco que me causaba contemplar aquella tierra prometida que era el cuerpo masculino.

Aquel verano yo aún parecía una cría, pero no lo era tanto como para seguir privándome de hacer el amor. ¿Desde cuándo tenía la regla? Llevaba ya mucho tiempo esperando liberarme de mi cuerpo de niña.

Estuvimos dos días besándonos y toqueteándonos, y luego le dije: «Quiero hacer el amor». Quedamos en el bosque, en un sitio apartado. En el suelo no pusimos más que una tela. Nos desnudamos y yo empecé sin más a explorar su cuerpo, lo toqué por todas partes, y al mismo tiempo sentía el sol abrasador del mediodía, cómo rezumaba la resina de los árboles, cómo crujían las agujas de pino calientes que alfombraban el suelo arenoso.

Nadie hasta entonces había entrado en mi cuerpo. Lo había elegido a él como cuchillo sacrificial. Sangré, me dolió, y él se corrió. Yo no cabía en mí de la alegría, aunque no sabría describirla, alegría por la nueva libertad.

15

Mi octavo amor pensaba mucho. A las mujeres las adoraba al menos tanto como las despreciaba. Había frecuentado las casas de citas y las prostitutas.

Tenía veinte años más que yo, por lo que cuando me enamoré de él era ya un hombre mayor. Lo deseé más que a ningún otro, por la sencilla razón de que nunca lo tuve. Él no vio mi rosa, yo no vi su tallo, y una eternidad nos pasamos abrasándonos el uno por el otro.

¿Diré, acaso, que fue una gran pasión platónica? No estoy segura de que eso exista.

Él pensaba mucho, y su gran idea era que había que arrebatarles las hijas a sus madres. Yo veía que era él quien seguía aún bajo el caparazón materno —bastaba ojear alguna foto para ver cuánto se parecían él y su madre, física y espiritualmente—, y que al mismo tiempo, en el fondo pétreo de su corazón, sentía el dolor y el oprobio de su padre, de su secreto, silencioso padre.

Pero yo no quería saber nada ni de su madre ni de su padre; lo quería a él. Así se lo hice saber muchas veces y él empezó a buscarse a sí mismo, y volvió a recorrer su vida en sentido inverso, y fue un viaje largo; y se perdió, se encontró, volvió a perderse, por momentos se encontraba.

Y al final, cansado, volvió al caparazón materno y esperó la muerte. Lo nuestro resultó imposible. ¡Cuánto me habría gustado no tener que pensar que eso fue lo mejor para nosotros!

16

Mi cuarto amor me enseñó lo que era la sodomía. Me dijo que lo había iniciado en esa práctica una chica que hacía autoestop y a quien él había invitado a subir al coche. Ella le dio su número de teléfono y se vieron varias veces. La joven sólo quería hacerlo por ahí, ¡y él tuvo que aplicarse!

Y ahora quería enseñarme a mí. Rosa no desaprovecha la ocasión de aprender. No me acuerdo de si la primera vez lo hicimos cotí lubricante o sólo con saliva, ni de si yo me tumbé boca abajo o boca arriba. Me advirtió de que podía provocar cierta disfunción orgánica, pero que si me ocurría no tenía de qué avergonzarme.

Con los preliminares me excité y me sentí plenamente dispuesta. Por lo que recuerdo, para ser la primera vez no estuvo mal, quiero decir que no me quitó las ganas de volver a experimentarlo de vez en cuando, porque me producía una sensación muy curiosa y extraña.

17

Uno de mis ocho amores era un chico de mi edad. Cuando nos conocimos teníamos más de cuarenta años, pero digo «chico» y «de mi edad» porque lo considero sobre todo un hermano. Tenía la impresión de haber vivido mi adolescencia con él, y de que ahora nos encontrábamos de nuevo como si no hubiera transcurrido todo ese tiempo.

No se parecía en nada a ninguno de mis tres hermanos, tampoco se parecía a mí, y sin embargo era como mi hermano más querido.

Así se lo dije de buenas a primeras. Él no contestó nada, es un hombre taciturno y poco hablador, que quiere parecer un hombre normal corriente pero que en verdad es excepcional.

Él llevaba tanto tiempo creyendo que era feo que, al final, acabó resultándolo. Pero cuando se quitaba esa máscara, su belleza física reaparecía. Las mujeres presumidas suelen aplicarse, en el rostro y en el alma, máscaras de belleza. Algunos hombres muy sensibles se ponen máscaras de fealdad, moral o física. Y cuando, después de llevarlas mucho tiempo, quieren quitárselas, se arriesgan a arrancarse la piel.

Al poco de conocernos, una persona me contó que, un día en que fue a verlo a su hotel por razones de trabajo, tuvieron que abrir la puerta de su habitación, y lo encontraron tendido en la cama, desnudo, borracho perdido, rodeado de botellas vacías y de revistas pornográficas. Con eso me enamoró.

18

Enumero sin orden ni concierto: he amado a un agudo intelectual joven que se parecía a Bob Dylan y a Alain Delon al mismo tiempo, y que me dio dos hijos; he amado a un hermoso oriental de ojos de carnero degollado; he amado a un lindo golfillo de pelo negro y ojos azul ultramar; he amado a un altísimo y espléndido atleta rubio que posaba para un pintor célebre; amé a un mago dulce y menudo; amé a un negrazo de potente risa; amé a un donjuán que se parecía a la estatua del Comendador, y que fue mi maestro y mi niño; he amado a un guapo mozo muy jovial al que todas las mujeres y muchos hombres adoraban, que me regalaba flores y que me dio otros dos hijos; he amado a un hombre que me amaba también con su cámara de fotos; he amado a un morito risueño que tenía una lengua muy larga; he amado a un joven reportero que me besaba ávidamente en el metro; he amado a un tipo oscuro que me escribía páginas y páginas con dibujos a tinta negra y al que yo iba a ver tocar con su grupo de rock; he amado a escritores; he amado a hombres a los que sólo he amado en mi mente; he conocido con el cuerpo a hombres a los que apenas conocía con la mente; me he amado a mí misma cuando he estado sola y me he hecho yo misma de hombre; he amado a Dios, al que sin saberlo amaba tanto que al final se me presentó; he amado, amo, amaré.

19

A mi séptimo amor le gustaba que se la chupara por debajo de la mesa, mientras comíamos o cuando él estaba sentado frente al ordenador. A mí me encantaba también, incluso fue idea mía, creo.

A mi primer amor le gustaba que lo masturbara mientras miraba por la ventana. Esa idea era suya y a mí me encantaba.

Mi quinto amor era tan guapo como perezoso. Yo tenía que arrastrarlo al cuarto, desnudarlo y tumbarlo en la cama, y él se quedaba esperando que yo lo hiciera todo. Estaba generosamente dotado, y yo disfrutaba de lo lindo; a veces no se empalmaba mucho y yo me decía que quizá no fuera su tipo, porque además la iniciativa siempre tenía que tomarla yo, ¡pero eso tampoco me desanimaba!

Mi sexto amor era tan joven que, aunque ya había estado con muchas chicas, nunca había visto a una mujer en ropa interior realmente sexy; la excitación que manifestaba al verme me derretía.

A mi segundo amor, cuando no estábamos solos, unas veces le hacía correrse en el pantalón; otras veces, hacíamos el amor cuando había más personas en el mismo cuarto.

Mi cuarto amor, que era mayor que yo y había estado con muchas mujeres (de las que yo tenía unos celos terribles), me dijo, sin embargo que nunca había conocido a ninguna que se entregara tanto como yo.

Con mi octavo amor experimenté el placer que podría sentirse levitando en una alfombra voladora.

Mi tercer amor nunca se cansaba de lamerme la rosa, y también podía clavarme el tallo y pasarse horas y horas dale que dale.

20

Con uno de ellos iba a playas nudistas. Yo elegía a una chica o a una mujer que me gustara, y le hacía fantasear y gozar pensando en ella mientras la observábamos a escondidas.

Me deleitaba también ver cómo se desplegaban nuestros múltiples yoes, teniendo la serena conciencia de nuestras perversiones.

El sexo nos obsesionaba y nos pasábamos todo el tiempo pensando en cómo excitarnos mutuamente.

Por ejemplo, cuando íbamos a cenar fuera, empezábamos a hacer el amor y lo dejábamos antes de corrernos, para no pensar más que en eso en el restaurante o, si estábamos solos, para no hablar de otra cosa… Sólo de lo que nos esperaba.

21

Había otro que, en cuanto me veía entrar en casa me hacía el amor, y que se masturbaba no bien me había ido yo. Lo sabía porque soy muy observadora, para lo que me interesa.

Cuando él no estaba, yo sacaba sus revistas pornográficas, que él escondía como un perro un hueso, y luego las dejaba en su sitio sin decirle nada.

Aquel juego me excitaba y me irritaba a la vez. No sé cómo, pero al final conseguí que me dejara masturbarlo mientras él miraba las revistas. Creo que lo hice para sentirme hombre, para tener la impresión de manipular mi propio tallo y ser yo la que eyaculara con sus cochinadas.

22

Con otro hombre nos desafiamos a que se la chuparía y me bebería su leche todos los días durante un mes, pasara lo que pasase, tuviéramos o no tiempo, nos sintiéramos o no cansados… Había que hacerlo antes de medianoche.

Nos cansamos pocos días antes de que finalizara el plazo, pero el desafío estuvo muy bien.

23

¿Qué pasión me llevó a entregarme a aquel hombre, mi octavo amor? ¡Qué rara soy! Él era tan misterioso. No parece sino que me serví de mi amor, de aquel arrollador amor indestructible que yo le ofrecía y le manifestaba sin cesar, como de un ariete para derribar la puerta de su alma y poder mirar cuanto en ella escondía.

No vi su tallo, pero vi todo lo demás hasta tal punto que contarlo resultaría más ofensivo que si describiera una orgía en la que hubiéramos participado.

24

A los catorce años me dio por enamorarme de chicas. Cierta noche, en el internado, me metí en la cama de una compañera. Tenía ella una Virgencita fosforescente y estuvimos contemplándola largo rato bajo las sábanas. Parecía un pene resplandeciente que estuviera entre nuestros cuerpos, y que habría sido muy grato y emocionante compartir.

Susurrando, mi compañera me enseñó una oración; yo, por cierto, no conocía ninguna.

Eso, dedicar en secreto y sin hacer ruido palabras sagradas a una divinidad ambigua, ha quedado asociado, para mí, a la sensación de tener un cuerpo cálido contra el mío. Y en medio del misterio estaba aquella estatuilla luminosa, figura casi sin figura, a la vez fálica, pura y femenina, que sólo brillaba en el misterio de nuestros dos cuerpos pegados en aquella cama estrecha, en aquella situación prohibida (si la vigilante de la noche pasaba y nos pillaba, ¡qué no pensaría!), rezando, boca frente a boca, una oración desconocida, palabras no menos prohibidas (¡si me oyeran mis parientes ateos!) que a la vez me repelían y me seducían.

25

Esta amiga de la Virgen era más bien delgada, y yo prefería a las chicas que, sin ser sexualmente explosivas, estaban rellenitas, chicas de piel transparente que respiraban inocencia y lozanía.

A mí sólo me gustan las personas, hombres o mujeres, en las que puedo descubrir algún tipo de inocencia, de pureza. Con eso me expongo a llevarme grandes chascos y, así, me he prendado de hombres diabólicos creyendo que en su negra alma escondían un manantial cristalino.

Es, creo, una ilusión femenina, pero que hemos visto verificarse no pocas veces en la historia, la grande o la pequeña: los malos resultan ser de pedernal o estar podridos hasta la médula. Tratad de llevarlos por el camino de su propia luz y no haréis sino estimular y despertar sus más bajos instintos, su deseo de matar, al menos simbólicamente, y su necesidad de descargar su inmundicia sobre los otros.

26

Yo me imaginaba inclinándome ante él con una profunda reverencia y al mismo tiempo, con la mano izquierda y a través del pantalón, empinando su joya y besándosela como se besa la sortija de un padrino.

Me imaginaba también que, en la misma escena, él iba trajeado y tenía la bragueta abierta y la joya fuera, y yo se la cogía delicadamente y posaba en ella mis labios con respeto.

Me imaginaba tan pequeñita como para que él me llevara en el bolsillo de su pantalón, donde yo estaría abrigada y oliéndolo todo el día, y donde él podría meter la mano y tocarme cuando quisiera, por ejemplo en una reunión de trabajo.

Me imaginaba aún más pequeña, para que él fuera aún más grande.

Me imaginaba recogiendo su savia y utilizándola después como lubricante para masturbarme en su ausencia.

Me imaginaba recogiéndola y amasándola con mis manos hasta modelar con ella un altar translúcido y dulce en el que rendirle culto.

27

Me imaginaba que yo me corría en su lugar, y que él se corría en el mío.

Porque éramos capaces.

28

Con mi séptimo amor lo hice en un tejado de suave pendiente. Fue idea suya; sacó un colchón por el tragaluz de su habitación y allí fuera lo hicimos, ante el mar de tejados y calles de la ciudad, bajo un cielo azul interminable en el que trazaba curvas negras el vuelo veloz de los vencejos.

29

Mi tercer amor me hizo experimentar el singular estremecimiento de simular que me estrangulaba con sus largas manos de músico mientras su tallo entraba y salía de mi rosa.

Nunca he pedido a otros hombres que me lo hagan, pero a menudo, cuando me penetran y estoy de espaldas, los arrastro conmigo hasta el borde de la cama y dejo colgar mi cabeza.

También lo hago si me penetran estando boca abajo, pero entonces la sensación que produce mirar al suelo es muy distinta. Es también una sensación de abandono, pero en el sentido de deslizarse hacia la tumba en lugar de ascender al infinito.

30

Toda postura, toda sensación, tiene su poesía y su filosofía. Cada coito, por rápido, o por brutal que sea, debe convertirse en una obra de arte.

31

Uno de ellos me hizo el amor en un ascensor que sólo subía a un cuarto piso. Volvíamos de una fiesta y habíamos estado todo el tiempo excitándonos discretamente. En cuanto las puertas del ascensor se cerraron, me puso contra la pared, me levantó la falda y me bajó las bragas, y con una rapidez pasmosa se abrió la bragueta, sacó su tallo y lo clavó en mi rosa, y dio unas cuantas sacudidas y se corrió y me corrí, y todo acabó segundos antes de que el ascensor llegara al piso y las puertas se abrieran.

32

Cuando escribo este cuaderno me entran ganas de masturbarme. Escribo y me masturbo con la misma mano. Cuando las mujeres se masturben tanto como los hombres, también escribirán grandes libros. Al escribir nace el color. Querría masturbarme con una mano llena de pintura.

Querría masturbarme con mis dos manos llenas de pintura, y pintarme por dentro.

33

A mi cuarto amor le gustaba mucho que le untara el tallo con nata o mermelada y se lo lamiera. De aquello resultaba una curiosa mezcla de sabores, sobre todo cuando llegaba la savia.

No recuerdo si él me chupó alguna vez la rosa untada con nata.

Pero, ahora que lo digo, recuerdo que también le gustaba afeitármela. A mí me daba un poco de miedo, aunque también me excitaba. Cuando lo hacía, me colocaba a ratos un espejo entre los muslos para que yo lo viera, y para que viera asimismo cuánto me mojaba.

34

Con veinte años se puede hacer el amor toda la noche y todo el día siguiente sin salir de la cama.

Luego, este periodo de dicha pasa y nos vemos obligados a inventar cosas para no aburrirnos.

35

Uno de mis primeros hombres me llevó a una iglesia en ruinas en la que estaba prohibido entrar. Estudiaba medicina, y en un armario secreto de su cuarto guardaba cráneos humanos que por la noche desenterraba de los cementerios.

Me hizo subir, yo delante y él detrás, al campanario, por una escalerilla de caracol medio rota. No me asustan las alturas. Llegamos arriba, y salimos a una pasarela inestable que pendía sobre el vacío; entonces se puso muy serio y, mirándome a los ojos, me dijo: «Ahora podría empujarte y nadie se enteraría».

Yo me reí y bajamos. Desde entonces he evitado salir con tipos como él.

36

Otro de mis primeros hombres sólo llegó a verter sobre mí lágrimas. Era una noche de verano y estábamos en la playa, sentados el uno junto al otro en la arena ante un mar blanco y negro. Se me declaró temblando. Yo lo quería mucho, pero no me gustaba lo bastante como para acostarme con él, aparte de que yo salía por entonces con un amigo suyo y nos veía a diario besarnos y acariciarnos.

Este hombretón, uno de esos motoristas de negro, se me deshizo en lágrimas. Dejé que llorara con la cabeza apoyada en mis muslos, y yo le eché el brazo por encima, le puse una mano en el corazón y con la otra empecé a acariciarle suavemente el pelo.

37

Siempre me ha gustado el olor que deja el tallo en mi piel. Cuando he tocado alguno, postergo cuanto puedo el momento de lavarme las manos. Y constantemente me acerco las palmas a la nariz y las huelo profundamente, es mucho mejor que aspirar éter, creo.

También me gusta no lavarme inmediatamente después de hacer el amor. Si me quedo en casa, puedo introducir los dedos en mi rosa y aspirar nuestros olores mezclados. Y si lo hago fuera, cuando por la noche vuelvo a casa revivo el placer que obtuve en mi sobremesa secreta.

Cuando hacemos el amor, como él conoce mis gustos, va dándome a oler sus dedos impregnados de mi olor, o bien directamente su tallo, que saca un momento de mi rosa y me acerca a mi temblorosa nariz para que la alegría ilumine mi rostro.

38

Yo creo que la naturaleza está bien hecha, y así puedo ofrecer al hombre al que amo mi rosa, por delante; mi rosa pequeña, por detrás, y mi boca, en la cara.

En un momento dado, los tres orificios pueden utilizarse, de manera alternativa y en cualquier orden. Y aunque no seamos más que dos, podemos excitarnos más que en una orgía con mucha gente.

En el amor, por cierto, el sentido de la orgía y el gusto por ella lo es casi todo. A mí, por ejemplo, me encanta poner al hombre a cuatro patas y morderle, sobarle, azotarle las nalgas; tumbarme con la cara bajo su tallo suspendido y mordisquearlo y chupetearlo y metérmelo hasta las amígdalas; y levantarme luego y ordeñarlo por detrás, lamiendo su rosa pequeña y metiendo en ella mis dedos. Me gusta sentir bajo su piel el palpitante flujo de savia y ver cómo luego esta cae pesadamente sobre su cuerpo, sobre las sábanas o el suelo.

39

Mi rosa es un capullo que sólo se abre para recibir y dar la luz que tiene el hombre. Tiene su propio tallo, cuajado de espinas contra los dedos intrusos.

Mi rosa es un burdel privado en el que no entran más que los elegidos de mi vigilante corazón. Erizado de cascos de botella, sus altos muros desafían a los hombres exigentes. Enristrad, pues, vuestras lanzas, caballeros, pues sin combatirme no me poseeréis.

Mi rosa es un cogollo de lechuga rosada, una rebanada de pan tierno con mantequilla salada y mermelada de pétalos de rosa, un trozo de flauta para encantar serpientes, una aurora de dedos rosados.

Me sorprende que nadie la oiga cuando el deseo la enciende, porque parece un helicóptero zumbando. Su motor se calienta, sus aspas giran a tal velocidad que resultan invisibles como el viento que levanta mi rosa y difunde a su alrededor su hechizo. ¡Rápido, subid, está a punto de despegar!

¿No oís cómo alza el vuelo bajo mi falda?

40

Esta es mi rosa. Honradla con ojos, nariz, lengua y dedos, clavad en ella vuestro tallo, hundidlo hasta su corazón, que es también el mío.

El corazón de mi rosa masticará tu tallo, pero suavemente. No te extrañes si me oyes decir ñam-ñam mientras me penetras. No temas: las mujeres, como saben perfectamente los hombres, son flores carnívoras, pero sólo los devoran de verdad las flores que no se conocen.

Mi querido caramelo, yo vierto sobre ti mi jugo para que des tu ser, pero tranquilo, soy el cuerno de la abundancia y en él renacerás y lo volverás a llenar, siempre más y más, bombón-fénix.

41

Me gusta tocar mi rosa antes de dormirme. Dejo mis manos metidas entre los muslos, y mientras sueño parecen alas plegadas.

Por la mañana, cuando el despertar abre lentamente sus pétalos, con los párpados aún cerrados busco mi alas-manos. Las tengo perdidas en la cama, allá al final de mis brazos, pero guardan el secreto de sus evoluciones nocturnas. Y antes de abrir los ojos me relamo los dedos.

42

He conocido a poetas que solamente podían amar su mano derecha.

Uno bebía al hacer el amor y luego lloraba.

Otro reía al acabar y maldecía a las mujeres.

He conocido a poetas cuya mano derecha me habría gustado mucho ser.

Fuentes, yo bebo en vuestras aguas.

43

En lo íntimo de mi rosa hay un lugar secreto.

El punto G, lo llaman, pero ¿quién ha visto una G en rosa alguna?

Y no es un punto, sino una colina de suaves laderas, que una puede tocar con los dedos, que se hincha como masa de pan cuando se pasean por ella, y que sé adorna de tersos y diminutos arbustos.

Más hondo, donde no puedo llegar, está la fuente, el hontanar, que sigue siendo un misterio.

44

Un día, hace ya mucho, soñé que se la chupaba a mi padre. Fue muy agradable, pero desperté algo turbada. Finalmente, me dije: «Bueno, pues ya lo has hecho».

Y nunca más he vuelto a soñar que hago esas cosas con mi padre, creo que ni siquiera he vuelto a soñar con él. Por eso pienso que lo mejor para conjurar los fantasmas es encender la luz.

45

Había uno cuyos fantasmas eran de lo más curiosos. Quería jugar a las violaciones, que yo lo violara a él y él a mí. La mujer que en él había creía que las mujeres quieren ser poseídas por la violación.

La mujer que hay en mí desea ser poseída por el amor, se lo expliqué y se lo demostré, y comprendió.

46

A mi rosa le enloquecen los dedos, le enloquecen las lenguas, le enloquecen los tallos.

Casi siempre que voy al cine o al teatro con un hombre, me pongo falda pero no bragas, para que pueda meter sus dedos en mi rosa mientras dura la función y hacerme disfrutar a sus anchas.

Mi rosa goza sin hartarse. Con el tiempo se vuelve cada vez más sensible y ahora es capaz de tener muchos orgasmos, tan seguidos que por momentos se funden en una única convulsión interminable, que dura hasta que el tallo del hombre se desinfla y se encoge. ¿De dónde saco fuerzas para suplicar: «No, no te detengas… Sigue…»?

A mi rosa le vuelven loca los dedos que la toquetean y la penetran, las lenguas que la lamen y se le deslizan dentro, pero sobre todo los tallos que se clavan y ella acoge.

El gran momento de la penetración. El hechizo del entrar y el salir, del repetir y el variar y el cambiar de ritmo… La pronta llegada del primer orgasmo, a menudo brusco y breve, la excitación creciente que va provocando sucesivos y más prolongados orgasmos, el cuerpo que se tensa como un arco y lanza sus flechas, que se oceaniza y desborda… La boca que entretanto se abre y muerde y segrega saliva, la boca que busca la otra boca, para enredar las lenguas, para entrechocar los dientes y mordisquear los otros labios y la otra lengua, o la boca que, lejos de la otra, se muerde a sí misma, se frota los dientes, lame los dedos… Los oídos que empiezan a zumbar… Las uñas que se clavan… Los muslos que atenazan… La cabeza que se va… El amor que crece y crece y disuelve la mente, abre el corazón y anula toda distancia.

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Me gusta llevar pantalones ajustados y que la costura se me pegue bien a la raja del culo. Resulta que mi culo seduce por sí mismo. No pocas veces en la calle me ha ocurrido que alguien que venía detrás, a pie o en coche, me aborde antes de verme la cara.

Me gustan las sensaciones que me produce mi culo.

Me gusta que me lo aprieten con las manos bien abiertas.

Lo tengo musculoso, y si unos dedos o un tallo tratan de colarse cuando no deben, ¡no pasan!

Pero con sus músculos también me gusta envolver, oprimir y acariciar un tallo que se haya posado de pronto en el valle profundo, abierto primero y cerrado luego con él dentro. Y así, sin penetración, gozo de la raja de mi culo.

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Andar con tacones altos arquea la espalda y hace que las nalgas se meneen deliciosamente; deliciosamente, sin duda, para el que mira, pero también para la que así se mueve, porque siente cómo se tensan y juegan los músculos en el hueco de la espalda.

Si a la vez tensamos los abdominales, la rosa, estirada de todas partes por los naturales cinturones del cuerpo, se despierta y disfruta a cada paso como en una leve penetración.

Bien cerrados, los pétalos de mi rosa intercambian besos en torno a su corazón-diana, durante todo el rato que paseo.

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Cuando sus pétalos se abren, mi rosa dulce y carnosa desprende su fragancia. ¡Qué grata! ¡Ay, si pudiera estar siempre oliéndola!

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He arrebujado mi rosa en un abrigo de pieles y ella ronronea su erre risueña y murmura: ¡osa!

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Mi rosa no tiene un porqué, «florece cuando florece, no se mira ni aspira a ser mirada», como dice el poeta. Mi rosa es una clara nada en medio de la oscuridad, un puntito de luz en la noche, un pozo oscuro en plena luz… Mi rosa es tu nada, y quizá la mía. Quiero describirla, pero ella se repliega en el silencio de las esferas.

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Cuando se abre al amor, mi rosa es como un fuego de brasas incandescentes. Se mueve estando inmóvil, os mira con ese mirar perdido con que mira el conocimiento. Es un tercer ojo, con su pupila en medio, es un pozo, una promesa de vacío.

Ven, precipítate en el agujero negro, déjame reducirte a cenizas.

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Mi rosa es, como tu tallo, una bestia salvaje. La sociedad humana los ha encerrado en una jaula, donde pasean su vergüenza y su deseo. ¿Qué sueños tienen o han tenido? Exhibidos en esos parques zoológicos que son las pantallas de ordenador y televisión, no tienen otra mirada que el espejo ciego de nuestra alma.

Pero aun así, aún impalpables e intocables en su imagen-jaula, nos excitan. Es porque les prestamos nuestros sueños cuando vemos que se quedan sin ellos; proyectamos nuestros sueños como un ejército impaciente y avasallador.

Matar el soñar, rápido. Esa es la consigna de nuestros sueños cuando se funden en un único color.

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Tu cielo está lleno de miles de rosas pixeladas, pero ¿sabes cuál es la estrella en la que habita aquella que contigo sueña?

Si estás solo, amigo mío, que sepas, sí, que también en el cielo hay una rosa, la rosa que sólo se ve bien con el corazón, que espera que alces los ojos y la ames.

¡Mira, y alumbra la noche, y saca tu luz de tu profunda, profunda soledad! ¡Que tu mano acompañe a tu tallo y lo ofrende a la rosa de los cielos, que tu savia brote y ascienda hasta ella! Desde el fondo del cielo su ojo húmedo y dulce te contempla, y mientras dura, tu tributo te susurra: «Sí… Qué hermoso… Te amo».

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En sus pétalos, en sus tersos, tersos pétalos se envuelve y acaricia mi rosa, y ronronea y vibra y goza con eso, y en su gozo se baña y se perfuma y ríe sintiéndose la más reina.

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Si por la noche sientes frío, y das vueltas a las cosas sin poder, dormirte, desliza tu mano y acércala al calor de mis pétalos, introduce tu tallo en mi rosa, que siempre arde en mi soñar secreto, y por mi rosa y soñando entra en lo más profundo de mi ser, donde siempre reina el buen tiempo para mi amado, donde fluye el amor, donde se abre el paraíso, anhelante, sediento de licores humanos.

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Hubo uno al que espié en mitad de la noche. Me despertó una corazonada, y me acerqué con sigilo a su despacho, situado al final del pasillo.

Todo estaba sumido en un profundo silencio, y tardé mil años en llegar sin que crujiera el parqué. Por lo general, siempre crujía alguna tabla del piso, él lo sabía y por eso debía de estar tranquilo: si yo me levantaba, seguro que él me oiría.

A medida que avanzaba, con gran sobresalto siempre que apoyaba el pie y la vieja madera amenazaba con quejarse, mi situación se volvía más comprometida. Si de pronto abría la puerta, ¿qué le parecería yo? Una espía perversa, lo que era. Pero mi locura avanzaba también, tenía que ver qué ocurría tras aquella puerta, era como si mi vida dependiera de eso, yo era ya un puro manojo de instintos y obedecía a un fantasioso apetito mental.

Una leve claridad, tan pronto blanca como azulada, se filtraba por debajo de la puerta, y empezaban a percibirse sonidos apagados, ruido de voces y música, todo muy confuso, como si hablara en sueños alguien profundamente dormido.

La puerta estaba cerrada, y miré primero por el ojo de la cerradura. ¡Ah, ese ojo providencial enfocaba justo su butaca! A él no le veía más que una pierna y un brazo, pero este se movía rítmicamente. ¡Ah, Dios, por poco me desmayo de gozo al ver aquello! ¡Qué suerte! Un pirata que hubiera encontrado el tesoro escondido en la isla no se habría alegrado tanto.

Con los nervios a flor de piel, llena de curiosidad, miedo y excitación, muy tensa, empecé a abrir la puerta con cuidado. No podía dejar de mirarle el tallo tieso. Sentía un gran sofoco, y al amparo de la oscuridad respiraba como si estuviera a ocho mil metros de altura. Entreabrí la puerta, lo bastante para permitirme contemplar todo el cuadro, o al menos aquello que en ese momento era para mí el Todo y el centro del universo, aquel miembro erecto y aquella mano que lo empuñaba e iba y venía lentamente, acelerando de pronto, sin duda en las escenas más excitantes de la película, y parando luego para enfriarse un poco, momento en que la retiraba o, para mantener y dosificar su enorme tensión, se acariciaba suavemente.

Y así estuvimos mucho tiempo, en verdad; yo tenía las manos entre mis muslos y gozaba con locura, mis ojos clavados en aquello, en aquel acontecimiento magnífico que anulaba el resto del mundo. Apenas le veía la cara, pero comprendía que se aguantaba con mucho esfuerzo, y a veces se le escapaba un gemido, y no sé cómo yo misma reprimía los míos.

Por fin eyaculó, más y más y un poquito más. Y yo, en la oscuridad, contemplándolo, gozaba como no sabría gozar un animal, como no sabría describir un ser humano.

Volví a mi cuarto corriendo, volando, se diría, porque el parqué no emitió un solo crujido.

En adelante, siempre que me fue posible, y con mayor o menor éxito, volví a espiar aquellos momentos de un hombre a solas consigo mismo. No dudo en decirlo: aquella primicia es, con diferencia, uno de los mejores recuerdos de mi vida. Termino de escribir y tengo la rosa empapada.

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Las malas lenguas murmurarán que Rosa escribe sobre su rosa por dinero. Y es cierto. Pero también es cierto que no podría escribir si de vez en cuando no tuviera necesidad de masturbarse al hacerlo.

Y si Rosa hubiera de pasarse treinta años de su vida en la cárcel, que nadie dude de que emborronaría rollos y rollos de papel, o llenaría discos duros de ordenadores, con historias sobre su rosa aún más ardientes y desesperadas, rabiosa, gozosamente sinceras… aunque no fueran a publicarse.

Escribir, aun cuando no hable ni de rosas ni de tallos, es la mayor y mejor de las perversiones eróticas de Rosa.

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Y mi carne es una rosa, mis manos son rosas con dedos de pétalos, mis dedos un ramillete, las yemas de mis dedos, yemas de rosa que van y vienen y se pasean por mi valle de rosas. El clima es suavísimo en el jardín de mi rosa, en el que hay ríos, pájaros que cantan, animales de todas clases, árboles entre los cuales el hombre y la mujer, desnudos y bienaventurados, comen de mi fruto.

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Mi rosa es un beso, una lámina anatómica, un pastelito, una coliflor, una medusa, un pulpo, un campo de amapolas, un pollito, una mata de frambuesas, una salchicha despanzurrada, un ojo que os mira desde el fondo del vaso de alcohol, un cachorro de foca, un balcón sin baranda de un sexto piso, un espejo que nada refleja, un alambique, un conejo, una herida, un lobo, una esponja, una goma, una sierra, una mano, un guante, una mina, un laberinto, una operación a corazón abierto, una botella de champán, un cardo, un flipper, un calendario de mareas, una voz de ultratumba, una Virgencita de plástico fosforescente, una corona de espinas, una Vía Láctea, una vela, una lamparilla, una nana, una almohada de plumas, una pleamar, un barco bajo la luna, una tormenta, un cúmulo negro, un horno, una lavadora, un joyero, un surco, una tumba, una cuna, una ola espumosa, un grog, un saco de dormir, una habitación de hotel, una madriguera, una comadreja, una ratonera, una colmena, un palacio real, un cántaro, una buena samaritana, una masajista vestida de sirvienta, un estuche de gafas, un ave para rellenar, un caramelo para envolver, una bodega, un millón de besos de oro, mi presente vigor, la reina de la colmena, la reina de los cántaros.

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Me gusta tumbarme bajo su tallo como si lo hiciera bajo un tonel de vino. Él, arrodillado sobre mi cara, me lo clava hasta la garganta y me hace lo que quiere, porque yo me someto a mi necesidad de embriaguez, y también mi boca es una rosa, y mis labios se hinchan y escuecen excitados, frotándose con el tallo, y babeo de gozo por las comisuras de los labios, y mi lengua, mi paladar, mis carrillos reclaman los favores del ídolo que las penetra con fuerza, y evito los dientes, y me siento bien, la nada me tapona la boca, lo soy todo, soy nada, soy.

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Mi rosa es un demonio, una chica mala que me fuerza a correr tras los chicos, a invitarlos a luchar conmigo en la cama, como hacía cuando era pequeña… Oh, la Tigresa, me llamaban mis hermanos, ¡que no eran precisamente unos angelitos!

¡Sí, sí, es ella! Ya puede hacerse la modesta, la inocente, poner ojos de carnero bajo su velo, yo sé bien que ella, la halcona, la comadreja, es la que me vuelve atenta y carnívora en cuanto husmea la ocasión de gozar. ¡Y que te ojee y te levante las tan apetitosas presas, y te las devore! ¡Y de nuevo salga a la caza!

¡Ah!, pero yo no soy tonta, conozco bien su juego… Y muchas veces me ha dolido. Me ha obligado a embarcarme en nuevas aventuras. ¿Cuántas serán? Pero Rosa, allá tú con tu sentimiento de culpa, ¡yo, tu rosa, tengo algo mejor que hacer!

Es posible que por mí hayan sufrido, incluso muerto un poco, algunos hombres; pero la culpa es de ella, que siempre me arrastra una y otra vez a festines de fuegos que me hacen perder el control. Es posible que mis hijos hayan sufrido también. Es posible que me hayan beatificado y crucificado de amor varias veces, es posible que yo haya cruzado varias veces el río… de la muerte, del olvido.

Y sin embargo sólo en ella, en mi rosa, perdura mi infancia, ella es como mi niña, por así decirlo, mi enfant terrible. ¿Cómo recriminarle nada? ¡Si es la que me hace tan reidora! Y dichosa, dulce, cálida, divertida para los que me rodean.

Por ella voy subiendo y subiendo en mi espiral, hasta que un día descubro a mi nuevo amor abajo, y ya no puedo tenderle la mano, estoy muy lejos, y así pasa a ser un viejo amor, y eso me apena, y le pregunto a mi rosa: ¿por qué? Pero mi rosa no tiene un porqué; y mi corazón pide perdón, pero mi rosa no tiene un perdón.

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A mi rosa le gusta contar historias porque le encanta contárselas a sí misma. Todo lo que ocurre, terremotos, un soplo de brisa, hace susurrar sus pétalos. ¡Cómo disfruta!

Alegres y excitados, los tallos se presentan a mi estremecida rosa a cuál más firme. «¡Descansen!», les dice ella, y ellos se desesperan. «¿Qué querrá la mujer?», gruñen.

¡Ay, tallos, qué bobos sois! ¿No comprendéis que lo único que la mujer quiere es veros desfilar? ¡Venga, va, desplegad esa cola de pavos reales! Se sienten perdidos los pobres, y ya no saben a qué carta quedarse.

Hombres, ¿tendré que decíroslo? Me tiembla un poco la mano, no sé si debo traicionar la causa de las rosas, pero ya que me hacéis el honor de estar ahí, oyéndome hablar de la mía como si os pareciera digna de interés, os lo diré, sí: lo que ellas quieren es vivir lo que las rosas verdaderas una mañana: la última benignidad de la noche sobre su corazón cerrado, el amanecer que las hace abrirse y las cubre de rocío, el aumento del calor y de la luz, los primeros rayos del sol sobre sus pétalos… Lo demás no es sino tiempo en el que vivir esperando una nueva aurora.

Tenéis, hombres, que aprender a elevaros antes las rosas como el sol, desplegando vuestros colores y esplendores, aunque ellas sean inconsistentes y estén destinadas a desvanecerse pronto… ¡cómo bien sabéis!

Y, tras haberos lucido en toda vuestra gloria, aprended también a guardar vuestro uniforme para que no se os manche ni se os arrugue, y a brillar con vuestra sola desnudez, y a vestiros de tiempo y a cumplir la promesa del día que dura hasta la noche.

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Recuerdo que cuando era niña había en el salón de nuestra casa un viejo piano de estudio, y siempre que alguno de la familia pasaba por allí lo tocaba, aunque no supiera. Una noche empezó a sonar solo.

Me levanté y fui hacia allí, y vi claramente cómo las teclas blancas, en la oscuridad, bajaban y subían.

El fenómeno acabó y yo volví a acostarme. Nadie más se había levantado. Al día siguiente mi madre me explicó que era sólo un ratón, que caminaba sobre las cuerdas del piano.

He comprendido más tarde que eso es lo que le pasa a mi rosa, que un animal invisible toca el teclado de mi boca-teclado.

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Tampoco ignora mi rosa que los tallos de los hombres tienen espinas, y que hieren cuando se clavan, y aún más cuando se desclavan.

Conozco a algunas a las que les encanta hablar de eso, ¡como si sólo buscaran a los tallos para poder luego contarlo en el rosal, a compañeras o a viciosillas!

Pero la mía, niet. Para empezar, es una rosa silvestre y solitaria, y luego, muy sencillo: ni se acuerda. Los goces pasados también los olvida un poco; así siempre tiene, y da, la impresión de que es la primera vez.

Mi rosa es la memoria misma, no tiene ninguna necesidad de recordar.

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Que los niños nacen dentro de las rosas lo sabemos todos hace mucho. Sin embargo, ¿no es curioso?, cuanto más crecen los hombres y las mujeres, más lo niegan.

Y tienen que recurrir a nombres científicos para nombrar a la máquina de hacer hijos. Y cuantos más nombres científicos pronuncian, más se embrollan para decir máquina en vez de rosa.

Y los niños que salen de ahí, salen con la frente llena de chichones por haberse dado contra pétalos de acero y cristal, y atontados.

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¿Qué es el amor? ¿Es cuando a mi rosa le entran unas ganas locas de que la rocíe este o aquel hombre, es eso el amor? Y el desamor, ¿es cuando se le pasan esas ganas? ¿A qué he de obedecer yo?, ¿a mi rosa cuando amanece a un nuevo día, o a mi corazón que es fiel?

Rosa se lo pregunta y no se responde, su corazón y su rosa son sus hijos gemelos, hermano y hermana, unas veces amigos y otras enemigos.

El corazón dice continuamente la hora y sabe que tiene el tiempo contado, la rosa calla y se cree eterna.

Sin embargo, el amor dura mucho y el deseo se marchita.

Siempre que he tenido que decir: «Ya no te quiero», qué pena y qué rabia, ha pensado Rosa, porque la verdad hubiera sido: «Ya no te deseo».

Cierto es que todo y toda amante prefieren que les digan «Ya no te quiero» a «Ya no te deseo». Lo más insultante es el amor sin deseo, una violación negativa. Y nos sentimos menos desgraciados si ya no nos desean porque ya no nos quieren, que si nos quieren pero ya no nos encuentran deseables.

Por eso, aunque el corazón también tenga sus razones, la naturaleza manda que las razones de la rosa sean mejores.

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Mi rosa es una novela. Pertenece a quien la abre con la intención de leerla, sin ser nunca de nadie.

¡Coleccionista, curioso impertinente o cínico despreciativo, aléjate de mis páginas! Para quien las repase con amor serán suaves y tersas; para los demás, un veneno contra sus ojos sucios.

Rabos y rosas, tigres y dragones, Eros y Tánatos, en nuestro combate de amor, seamos las dos manos del mundo, entrelacemos nuestros dedos.

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Dos mil años después del nacimiento del dios del amor, según los cómputos, o cada año es Erótico, o no lo es: ¡la vida es Eros!

Erótico y errático, pues el amor es un dios errante.

Un dios como Cristo, pues su única medida en el amor era amar sin medida.

Y el amor nace del deseo, que es su crueldad y su milagro cotidiano. Y dos milagros aún mayores, y más raros, es capaz de hacer el amor: despertar el deseo de quien no lo ha sentido en sí mismo, y desobedecer al deseo cuando este no debe triunfar.