7:19 a.m.
Fischer se dejó caer sobre la silla, mirando fijamente a Florence. No había cerrado los ojos en toda la noche. En cuanto las pastillas del doctor Barrett lograron que conciliara el sueño, había arrastrado la pesada butaca hasta su lecho y no se había separado de ella en ningún momento. El doctor había regresado a su habitación con su esposa, prometiéndole que estaría de vuelta en unas horas para relevarle. No había aparecido, aunque tampoco lo había esperado, pues era consciente del maltrato físico y mental que había sufrido aquel hombre durante los dos últimos días.
Se estremeció al sentir que un escalofrío recorría su espalda. Enderezándose, se frotó los ojos y bostezó, preguntándose qué hora debía de ser. No le iría nada mal una taza de café. Se levantó y avanzó con pesadez hasta el cuarto de baño. Una vez allí, abrió el grifo de agua fría y ahuecó la mano derecha bajo el gélido chorro. Se inclinó un poco para refrescarse la cara y silbó de lo fría que estaba. A continuación se estiró y contempló su reflejo en el espejo. Le caían gotas de agua por la barbilla. Echó una bocanada de aire y empañó la superficie del cristal. Entonces, estiró el brazo para coger una toalla y se secó con ella la cara.
En cuanto regresó a la habitación, se quedó de pie junto a la cama, mirando a Florence. Parecía estar en paz. Era una mujer hermosa, dormida. No había sido así durante toda la noche. A pesar de los somníferos, había dormitado erráticamente, gimoteando de vez en cuando como si estuviera dolorida y convulsionándose periódicamente con ataques de paroxismo. Se había sentido impulsado a despertarla para alejarla de aquellos terrores que estaba experimentando, pero no había sido necesario. A intervalos inesperados, Florence había despertado sobresaltada, con los ojos abiertos de par en par y el rostro desfigurado de terror. En todas esas ocasiones, él le había dado la mano, intentando no hacer ninguna mueca de dolor cuando ella se la había apretado con tanta fuerza que sus dedos habían palidecido y el contacto había resultado doloroso. En ningún momento había hablado. Instantes después, sus ojos se habían cerrado de nuevo y se había quedado profundamente dormida.
Fischer parpadeó, intentando enfocar. Florence estaba despierta, mirándolo. Su rostro no reflejaba expresión alguna. Parecía que no le reconocía, que no le había visto en su vida.
—¿Qué tal se encuentra? —preguntó.
Ella no respondió. Siguió mirándolo fijamente. Sus ojos eran como los de una muñeca, vidriosos, inertes.
—¿Florence?
Su garganta crepitó al intentar tragar saliva. Fischer regresó al cuarto de baño para ir a buscar un vaso de agua.
—Tenga —dijo, tendiéndole el vaso.
Florence no hizo nada por cogerlo. Fischer sujetó el vaso durante unos instantes hasta que, finalmente, lo dejó sobre la mesilla de noche. La mirada de la mujer se deslizó hasta ese lugar, pero instantes después volvió a posarse en su rostro.
—¿Puede hablar? —preguntó Fischer.
—¿Ha estado aquí toda la noche?
Fischer asintió.
Su mirada se desvió hacia la butaca, pero al instante se volvió a clavar en los ojos de Fischer.
—¿Allí? —preguntó.
—Sí.
Sonrió con sarcasmo.
—Estúpido —sus ojos recorrieron su cuerpo, observándolo con aprobación—. Podría haber dormido conmigo.
Fischer esperó, cauteloso.
Florence apartó las sábanas de su pecho.
—¿Quién me ha puesto el camisón?
—Yo.
La mujer sonrió con ironía.
—¿Le gustó? —preguntó.
—Se lo puse después de limpiarle las heridas.
Algo brilló en los ojos de Florence: un destello de conciencia. Su cuerpo se estremeció.
—Oh, Dios mío —susurró, mientras sus ojos se llenaban de lágrimas—. Está dentro de mí.
Acercó un brazo tembloroso hacia su compañero.
Fischer le cogió de la mano y se sentó junto a ella en la cama.
—Nos desharemos de él. —La médium movió la cabeza hacia los lados—. Lo conseguiremos —aseguró, apretándole con fuerza la mano.
Florence apartó la mano con rapidez y empezó a desabotonarse el camisón.
—¿Qué está haciendo?
No le prestó atención. Respirando hondo, tiró con fuerza de los extremos para dejar el pecho al descubierto. Fischer se estremeció. Las marcas de dientes que había alrededor de sus pezones estaban amoratadas y parecían infectadas. Florence los envolvió con sus manos, comprimiéndolos y tirando de ellos, haciendo que se endurecieran.
—Mírelos —dijo.
Fischer le sujetó ambas manos y le obligó a llevarlas hacia los lados. En el mismo instante en que lo hizo, Florence giró la cabeza sobre la almohada, emitiendo un débil gemido.
—Voy a sacarla de aquí esta misma mañana —dijo, cubriéndole el cuerpo con las sábanas.
—Me mintió —su voz carecía de fuerza—. Me dijo que era el único camino.
Fischer se sentía enfermo.
—Sigue creyendo que es Daniel…
—¡Sí! —Le dio la espalda con brusquedad—. Sé que existe. Encontré el registro de su nacimiento en la Biblia de la capilla. —Florence advirtió su mirada de asombro—. Daniel me ayudó a encontrar la prueba de su existencia. Él es quien siempre me ha impedido entrar en ese lugar. Supo lo de mi hermano, lo encontró en mi mente… tal y como usted me dijo. Sabía que creería en él, porque el recuerdo de la muerte de mi hermano me haría creer. —Le cogió de nuevo de la mano—. Oh, Dios, está dentro de mí, Ben; no puedo deshacerme de él. En este mismo momento, mientras hablo con usted, puedo sentirlo ahí dentro, esperando para hacerse con el control.
Empezó a temblar con tanta violencia que Fischer la rodeó con sus brazos.
—Shhh. Todo saldrá bien. Pronto estará fuera de la casa.
—No me dejará ir.
—No puede detenerla.
—Sí que puede. Sí que puede.
—Pero no puede detenerme a mí.
Florence se apartó y se echó hacia atrás, golpeándose con fuerza contra el cabecero de la cama.
—¿Quién cojones eres? —espetó—. Puede que fueras muy bueno a los doce años, pero ahora no eres más que una mierda. ¿Me oyes? ¡Una mierda!
Fischer la observó en silencio.
Un centelleo en sus ojos revelaba el cambio, como el efímero brillo de la luz del sol a través de un paisaje cubierto de nubes. Minutos después volvió a ser ella, pero no fue como si despertara de la amnesia, sino que emergió con violencia y recordando perfectamente todas y cada una de las viles acciones que se había visto obligada a cometer.
—Dios mío, Ben. Ayúdeme, por favor.
Fischer la abrazó con fuerza, percibiendo la congestionada confusión que había en su cuerpo y en su mente. Ojalá pudiera acceder a su interior como un cirujano, para destruir esa masa cancerosa y extirpársela. Sin embargo, sabía que era imposible: no tenía ni el poder ni la voluntad necesarios.
Él también era una víctima de la Casa Infernal.
—Vístase. Nos vamos —dijo Fischer, alejándose un poco de ella. Florence lo miró fijamente—. Ahora.
Ella asintió, con un movimiento similar al que haría una marioneta cuando tiran de sus hilos hacia arriba. Apartó las sábanas y, tras levantarse, se dirigió a la cómoda. Fischer la observó mientras sacaba ropa de los cajones y se dirigía hacia el baño.
—Florence…
Ella se giró para mirarlo. Fischer respiró hondo, preparándose para lo que podía suceder.
—Será mejor que se vista aquí.
La piel de sus mejillas se puso tensa.
—¿Es que ni siquiera puedo orinar?
—¡Basta ya!
Florence se sacudió con tanta fuerza que toda la ropa cayó al suelo. Lo miró fijamente, confundida.
—Basta ya —repitió él, más calmado.
Florence parecía profundamente ruborizada.
—Pero tengo que… —no pudo terminar la frase.
Fischer la observó con tristeza. ¿Qué pasaría si era poseída allí dentro y se hacía daño a sí misma?
Suspiró.
—De acuerdo, pero no cierre la puerta con llave.
Ella asintió y dio media vuelta. Entró en el cuarto de baño y cerró la puerta. Al no oír el chasquido de la cerradura, Fischer se sintió un poco más tranquilo. Entonces, se levantó para recoger la ropa que había caído al suelo.
Se giró, aliviado, cuando Florence abrió la puerta del baño y salió. Sin decir ni una palabra, le entregó la ropa. Acto seguido, dio media vuelta y se sentó en la cama, de espaldas a ella.
—Siga hablando mientras se viste.
—De acuerdo.
Al oír que se quitaba el camisón, Fischer cerró los ojos y bostezó.
—¿Ha dormido algo esta noche? —preguntó Florence.
—Dormiré cuando usted esté lejos de aquí.
—Usted también se irá, ¿verdad?
—No estoy seguro. Si me cierro a la casa y no intento luchar contra ella, no creo que sea vulnerable. No me da ninguna vergüenza levantarle cien de los grandes al viejo Deutsch. No los echará de menos. —Hizo una pausa—. Le daré la mitad de esa cantidad.
Florence guardó silencio.
—Hable —dijo él.
—¿Por qué tengo que hablar?
Al oír el tono de su voz, se giró sin perder ni un instante. La mujer estaba de pie junto a la cómoda… desnuda, con una sonrisa en la boca.
—Quítese la ropa —le dijo.
Fischer se levantó con rapidez.
—Luche contra eso.
—¿Contra qué? —preguntó—. ¿Contra el amor que siento hacia los hombres?
—Florence…
—Desnúdese. Me apetece revolearme… como los cerdos. —Empezó a avanzar hacia él, colérica—. Desnúdese de una vez, cabrón. Lleva toda la semana deseando follarme. ¡Hágalo ahora!
De repente, Fischer dio un paso hacia delante. Creyendo que ese movimiento indicaba interés, Florence corrió hacia él; entonces, él le sujetó por las muñecas, obligándola a detenerse.
—Luche contra eso, Florence.
—¿Que luche contra qué? ¿Contra mi…?
—¡Luche!
—¡Suélteme, joder!
—¡Luche! —Fischer le clavó los dedos en las muñecas hasta que la mujer gimió de dolor y de rabia.
—¡Quiero follar! —gritó ella.
—¡Luche, Florence!
—Quiero follar. ¡Quiero follar!
Fischer le liberó la muñeca izquierda y la abofeteó. La cabeza de la médium se movió bruscamente hacia la derecha y en su rostro se dibujó una expresión de profunda sorpresa.
Cuando volvió a mirarlo, Fischer advirtió que había recuperado su mente. Durante un prolongado momento, la mujer permaneció inmóvil y temblorosa, observándolo con la boca abierta. Entonces, deslizó los ojos por su cuerpo y se sonrojó.
—No me mire —imploró.
Fischer le soltó la otra muñeca y se giró.
—Vístase —dijo—. Olvídese de las maletas. Se las llevaré más tarde. Salgamos de aquí inmediatamente.
—De acuerdo.
Dios mío, espero que todo salga bien, se estremeció. ¿Qué sucederá si no estoy autorizado a sacarla de esta casa?
7:48 a.m.
—¿Te apetece otro café?
Al ver la reacción de Lionel, Edith se dio cuenta de que se había quedado medio dormido, aunque no había cerrado los ojos en ningún momento.
—Lo siento. ¿Te he asustado?
—No, no —se agitó sobre la silla, esbozando una mueca de dolor. Alargó el brazo derecho para alcanzar la taza, pero cambió de idea y decidió utilizar el izquierdo.
—En cuanto salgamos de aquí, lo primero que tienes que hacer es ir a que te vean ese dedo.
—Lo sé.
De nuevo, el salón se sumió en un absoluto silencio. Edith tenía la impresión de estar soñando. Las palabras que habían intercambiado parecían artificiales. ¿Huevos? No, gracias. ¿Beicon? No. ¿Pimentón? Sí. Me encantará marcharme de este lugar. Sí, a mí también. Parecía el diálogo de un drama doméstico inferior.
¿O acaso era el suma y sigue de la tensión que había habido entre ambos la noche anterior?
Miró fijamente a Lionel. Se estaba quedando dormido de nuevo y tenía los ojos prácticamente en blanco. Antes de desayunar, había estado trabajando en el Reversor durante más de una hora mientras ella dormitaba en una butaca cercana. Le había dicho que pronto estaría todo listo. Se giró para observar la máquina, que descansaba al otro lado del salón. A pesar de su imponente tamaño, resultaba imposible creer que pudiera vencer a la Casa Infernal.
Volvió a mirar hacia la mesa. Todo lo que había sucedido durante la mañana había sido una conspiración para hacerla sentir irreal, como el personaje de una obra de teatro. Al bajar las escaleras había visto al gato corriendo sigilosamente por el pasillo, dirigiéndose hacia la capilla como una forma efímera moteada de naranja. Después, mientras Lionel trabajaba en el Reversor, había oído un ruido y, despertándose sobresaltada, había visto que una pareja cruzaba el vestíbulo, llevando consigo una cafetera y algunas bandejas tapadas. Medio dormida, había observado a esas dos personas en silencio, pensando que eran fantasmas. No tenía ni la menor idea de quiénes eran, ni siquiera cuando vio que dejaban las bandejas sobre la mesa y empezaban a recoger los platos de la cena. Entonces, de repente, se había iluminado una luz en su mente y, sonriendo, les había dado los buenos días.
El anciano había gruñido y la mujer había inclinado un poco la cabeza, murmurando algo incomprensible. Momentos después se marcharon. Aún adormecida, Edith había empezado a preguntarse si realmente los había visto. Entonces, se había sumido de nuevo en un sueño superficial, del que había despertado sobresaltada cuando Lionel le tocó el hombro.
Lionel volvió a agitarse cuando carraspeó.
—¿A qué hora nos iremos de aquí? —preguntó.
Barrett tiró de la cadena del reloj para sacárselo del bolsillo. A continuación, abrió la tapa y miró la hora.
—Yo diría que a primera hora de la tarde —respondió.
—¿Cómo te encuentras?
—Agarrotado —sonrió con fatiga—. Pero me recuperaré.
Se giraron cuando Fischer y Florence entraron en el salón, vestidos para salir. Barrett los miró intrigado mientras se acercaban a la mesa. Edith observó a Florence. Estaba pálida y la rehuía con la mirada.
—¿Tiene las llaves del coche? —preguntó Fischer.
El doctor reprimió una mirada de sorpresa.
—Están arriba.
—¿Podría ir a buscarlas, por favor?
Barrett esbozó una mueca de dolor.
—¿Le importaría subir a usted? No me veo con fuerzas de volver a enfrentarme a esas escaleras.
—¿Dónde están?
—En el bolsillo de mi abrigo.
Fischer miró hacia un lado.
—Será mejor que venga conmigo —le dijo a Florence.
—Estaré bien.
—¿Por qué no toma una taza de café con nosotros, señorita Tanner? —le propuso Barrett.
Florence estaba punto de decir algo, pero cambió de opinión y se sentó con ellos. Edith sirvió café en una taza y se la tendió.
—Gracias —murmuró Florence.
Fischer la observó, inquieto.
—¿No cree que sería mejor que me acompañara?
—Nosotros la cuidaremos —dijo Barrett.
Fischer aún vacilaba.
—Lo que Ben no desea contarles —explicó Florence— es que anoche fui poseída por Daniel Belasco y puedo perder el control de mi cuerpo en cualquier momento.
Barrett y Edith la miraron fijamente. Al darse cuenta de que el doctor no la creía, Fischer se sintió muy molesto.
—Les está contando la verdad —dijo—. Prefería no dejarla a solas con ustedes.
Barrett observó a Fischer en silencio. Finalmente, se volvió hacia Florence.
—Entonces, será mejor que le acompañe.
Florence lo miró con ojos suplicantes.
—¿Y no puedo tomar antes un café? —Fischer entrecerró los ojos, con recelo—. Si ocurre algo, sólo tienen que sacarme de la casa.
—Tomaremos café en el pueblo.
—Pero son muchos kilómetros, Ben.
—Florence…
—Por favor —cerró los ojos—. No sucederá nada. Se lo prometo.
La médium parecía estar a punto de llorar. Fischer la observó atentamente, sin saber qué hacer.
—La verdad es que no es necesario que se quede —dijo Barrett, rompiendo el doloroso silencio—. Por la tarde, esta casa quedará limpia.
Ella levantó la mirada con rapidez.
—¿Cómo?
Barrett esbozó una torpe sonrisa.
—Tenía intenciones de explicárselo pero, debido a las circunstancias…
—Por favor, tengo que saberlo antes de irme.
—No hay tiempo —dijo Fischer.
—Ben, tengo que saberlo —sus ojos estaban llenos de desesperación—. No podré irme hasta que lo sepa.
—Maldita sea…
—Sí empiezo a perder el control, sáquenme de la casa —repitió. Entonces, se volvió hacia Barrett con una expresión suplicante.
—Bueno… —Barrett vaciló—. Es bastante complicado.
—Tengo que saberlo —repitió una vez más.
Fischer se sentó cautelosamente cerca de la médium. ¿Por qué estoy haciendo esto?, se preguntó. Si estaba seguro de que la máquina de Barrett no tendría ningún efecto sobre la Casa Infernal, ¿por qué no estaba sacando a Florence a rastras de aquel lugar? Ésa era la única esperanza que tenía de conservar la vida y la cordura.
—Para empezar —explicó Barrett—, les diré que, según los principios básicos, todo fenómeno es un acontecimiento de la naturaleza… de una naturaleza cuyo orden es más extenso que el que presenta la ciencia actual pero que, al fin y al cabo; sigue siendo naturaleza. Lo mismo sucede con los supuestos acontecimientos psíquicos; de hecho, la Parapsicología es una rama de la Biología.
Fischer tenía los ojos fijos en Florence, pues era consciente de la rapidez con la que podía empezar la posesión.
—Como dijo el doctor Carrel —continuó el doctor—, la biología paranormal establece la premisa de que el hombre es más grande que el organismo en el que vive y que, por lo tanto, lo desborda. Esto significa, en términos más sencillos, que el cuerpo humano emite una forma de energía… o un fluido psíquico, si prefieren llamarlo así, que envuelve el cuerpo con una vaina invisible conocida como «aura». Esta energía puede ser moldeada más allá de los límites del aura, creando efectos mecánicos, químicos y físicos: percusión, olor, movimiento de objetos externos y cosas similares, como las que hemos presenciado en repetidas ocasiones durante los últimos días. Creo que cuando Belasco habló de «influencias», podía estar refiriéndose a esta energía.
Fischer sentía emociones opuestas. ¡El doctor parecía estar tan seguro de lo que decía! ¿Cómo era posible que todas las creencias de su vida se redujeran a algo que podía demostrarse en un laboratorio?
—Durante el transcurso de los siglos —continuó—, las personas han ido proporcionado pruebas, acordes a su nivel de desarrollo humano, que demostraban esta premisa. En la Edad Media, por ejemplo, gran parte del pensamiento supersticioso se dirigía hacia los diablos y las brujas y, por consiguiente, dichas entidades se manifestaron porque fueron creadas por esta energía psíquica, por este fluido invisible, por estas «influencias». Por otra parte, los médium siempre han producido fenómenos afines a sus creencias.
Fischer miró de reojo a Florence, advirtiendo que se había puesto tensa al oír esas palabras.
—Sin duda alguna, el espiritismo es el caso que mejor ilustra este hecho: los médium que se adhieren a esta fe crean su propio fenómeno: la supuesta comunicación espiritual.
—No diga «supuesta», doctor —dijo Florence, con una voz muy tensa.
—Permítame continuar, señorita Tanner —respondió él—. Después, si lo desea, podrá rebatir mis palabras. Según los registros, siempre que se ha practicado con éxito el exorcismo religioso en una casa encantada o en un caso de posesión, el médium que provocaba dicho fenómeno era muy religioso y, por lo tanto, impresionable ha dicho exorcismo. Sin embargo, en la mayoría de los casos… entre los que se incluye esta casa, los diversos litros de agua bendita derramados y las diversas horas de exorcismo no han surtido ningún efecto, porque el médium no era creyente o porque había más de un médium implicado.
Fischer volvió a mirar a Florence. Estaba muy pálida y apretaba los labios con fuerza.
—Otro ejemplo de este mecanismo biológico —estaba diciendo Barrett— fue el del magnetismo animal, que produjo fenómenos psíquicos tan impresionantes como los del espiritismo, pero carentes por completo de características religiosas. ¿Cómo funciona este mecanismo? ¿Cuál fue su génesis? Reichenbach, el químico austríaco, estableció entre los años 1845 y 1868 la existencia de la radiación fisiológica. En primer lugar, pidió a diversas personas sensitivas que observaran unos imanes. Éstas le revelaron que veían destellos de luz en los polos, como llamas de tamaños diferentes, y que, en todos los casos, las llamas más pequeñas se encontraban en el polo positivo. La observación de electroimanes produjo los mismos resultados, al igual que la observación de cristales. Finalmente, este mismo fenómeno también pudo observarse en el cuerpo humano. El coronel De Rochas, que continuó los experimentos de Reichenbach, descubrió que todas estas emanaciones eran azules en el polo positivo y rojas en el negativo. En el año 1912, el doctor Kilner, miembro de la Real Academia de Físicos de Londres, publicó los resultados de cuatro años de investigación durante los cuales, mediante el uso de una pantalla de dicianina, cualquier persona podía ver la supuesta aura humana. Cuando el polo de un imán se acercaba a esta aura, aparecía un rayo que unía ese polo con el punto más cercano del cuerpo. Además, cuando el sujeto quedaba expuesto a una carga electrostática, el aura desaparecía de forma gradual, pero regresaba de nuevo en cuanto la carga se disipaba. Aunque les haya resumido brevemente la progresión de estos descubrimientos —dijo—, el resultado final es irrefutable: la emanación psíquica que descargan todos los seres vivos es un campo de radiación electromagnética.
Recorrió la mesa con la mirada, pero se quedó decepcionado por la falta de expresión que vio en los rostros de sus interlocutores. ¿Acaso no eran conscientes de lo que eso significaba?
Entonces se vio obligado a sonreír. Era imposible que entendieran la importancia de sus palabras hasta que no las demostrara.
—La radiación electromagnética, o REM, es la respuesta —anunció—. Todos los organismos vivos emiten esta energía, que es la dínamo de la mente. El campo electromagnético que envuelve el cuerpo humano actúa del mismo modo que cualquiera de dichos campos: girando en espiral alrededor de su núcleo de fuerza, pues los impulsos eléctricos y magnéticos se mueven en ángulo recto entre sí. Un campo de este tipo siempre colisiona con su entorno. En casos de emoción extrema, el campo se intensifica e impacta contra su entorno con más fuerza… una fuerza que, si queda contenida, permanece en dicho entorno sin descargarse, saturándolo, perturbando a aquellos organismos que son sensibles a ella: médium psíquicos, perros, gatos… y creando, de este modo, una atmósfera «encantada». Por lo tanto, ¿debe sorprendernos que la Casa Infernal sea como es? Piensen en los años de violentas radiaciones emocionales, destructivas… y malignas, si lo desean, que han impregnado su interior. Piensen en el inmenso almacén de poder dañino en el que se ha convertido esta casa. La Casa Infernal es, en esencia, una batería gigantesca cuyo poder tóxico perciben, inevitablemente, aquellos que entran en ella, ya sea de forma intencionada o involuntaria. Usted la ha percibido, señorita Tanner. Y usted, señor Fischer. Y mi mujer. Y yo mismo. Todos nosotros hemos sido víctimas de estas acumulaciones venenosas… sobre todo usted, señorita Tanner, porque las ha buscado activamente, intentando utilizarlas, inconscientemente, para demostrar su interpretación personal de la fuerza que ha hechizado esta casa.
—Eso no es cierto.
—Sí que lo es —respondió Barrett—. Y lo mismo sucedió con aquellos que entraron en este lugar en los años 1931 y 1940.
—¿Y qué me dice de usted? —preguntó Fischer—. ¿Cómo sabe que su interpretación es la correcta?
—La respuesta es muy simple —dijo Barrett—. Dentro de poco, el Reversor impregnará la casa de una carga masiva de radiación electromagnética contraria a la polaridad de la atmósfera, que la invertirá y la disipará. Del mismo modo que la radiación de la luz niega el fenómeno médium, la radiación de mi Reversor negará el fenómeno de la Casa Infernal.
Barrett se recostó sobre su asiento. Edith sentía lastima de Florence, que estaba sentada en angustioso silencio. Después de lo que Lionel había contado, ¿cómo podía dudar alguien de sus palabras?
—Una pregunta —dijo Fischer.
El doctor lo miró.
—Si el aura se restablece en cuanto se disipa la carga magnética, ¿por qué no va a poder hacer lo mismo la fuerza de esta casa?
—Porque la fuente de la radiación humana está viva, mientras que la radiación de esta casa sólo es residual. En cuanto se haya disipado, no podrá regresar.
—Doctor —dijo Florence.
—¿Sí?
Respiró hondo antes de hablar.
—Nada de lo que ha dicho contradice mis creencias.
Estas palabras le sorprendieron.
—No puede estar hablando en serio.
—Estoy convencida de que hay radiación… y también de que ésta persiste. Sin embargo, esto sucede porque el dueño de esta casa ha sobrevivido a la muerte. La radiación es el cuerpo que le permite sobrevivir.
—En este punto divergen nuestras opiniones, señorita Tanner —dijo el doctor—. La energía residual de la que estoy hablando no tiene nada que ver con la supervivencia de una entidad. El espíritu de Emeric Belasco no deambula por esta casa, como tampoco lo hace el de su hijo ni el de ninguna de las supuestas entidades con las que usted afirma haber contactado. En esta casa sólo hay una cosa: un poder que carece de inteligencia y de dirección.
—¡Oh! —exclamó Florence, con voz calmada—. Entonces no hay nada más que hacer, ¿verdad?
Su movimiento los cogió a todos por sorpresa. De pronto, se levantó con gran agilidad y empezó a correr en dirección al Reversor. Los tres permanecieron inmóviles durante unos instantes. Entonces, Fischer se levantó con tanta rapidez que derribó la silla y corrió tras ella. Barrett, paralizado por la sorpresa, fue incapaz de reaccionar.
Antes de que hubiera recorrido la mitad de la distancia que le separaba de Florence, ésta ya tenía la palanca en las manos y la estaba oscilando con fuerza ante la parte frontal del Reversor. Barrett gritó, intentando ponerse en pie. Estaba completamente pálido. Retrocedió asustado al oír el impacto del acero contra el acero, como si fuera él quien hubiera recibido aquel golpe.
—¡No! —gritó.
Florence osciló de nuevo la palanca, abollando la parte frontal de la máquina. El cristal de uno de los instrumentos de medición se rompió en mil pedazos por el impacto. Barrett se alejó de la mesa con una expresión de horror en el rostro. La pierna derecha cedió bajo su peso y cayó al suelo, con un grito de sorpresa. Edith se levantó de un salto.
—¡Lionel!
Para entonces, Fischer ya había alcanzado a Florence. La sujetó con fuerza por los hombros y la apartó de un empujón de la máquina. Ella se giró rápidamente y osciló la palanca con furia para golpearlo en la cara. Fischer esquivó el golpe, aunque la palanca pasó a escasos milímetros de su cabeza. Abalanzándose sobre ella, le sujetó el brazo derecho e intentó quitarle el arma. Florence retrocedió, gruñendo como un animal enloquecido. Fischer se quedó asombrado al ver que la mujer levantaba los brazos y conseguía soltarse. ¡Era demasiado fuerte!
Ciego a todo, excepto a la amenaza que estaba sufriendo su máquina, Barrett ni siquiera miró a su esposa mientras ésta le ayudaba a levantarse. Apartándose de ella, cojeó con toda la rapidez que pudo hacia el Reversor, sin la ayuda del bastón.
—¡Deténgala! —gritó.
Fischer había vuelto a sujetarle los brazos. Ella se impulsó hacia atrás y ambos chocaron contra la máquina. Sintió el ardiente aliento de la mujer en la mejilla y vio la burbujeante saliva que asomaba por las comisuras de su boca. Dando un fuerte tirón, Florence logró liberar su brazo derecho e intentó golpearlo de nuevo. Fischer esquivó la palanca, que se estrelló contra el cuerpo metálico del Reversor. Volvió a intentar aprisionarle el brazo, pero se movía con demasiada rapidez. Gritó cuando la palanca le golpeó en la muñeca derecha y un dolor intenso y abrasador se extendió por todo su brazo. Vio cómo se acercaba el siguiente impacto, pero fue incapaz de esquivarlo. En el mismo instante en que la palanca se hundió en su cabeza, un dolor ofuscador le nubló la mente. Cayó sobre sus rodillas, con los ojos abiertos de par en par. Florence levantó la palanca para golpearlo de nuevo.
En aquel momento, Barrett se abalanzó sobre ella, con la fuerza del frenesí en sus brazos. Con un único movimiento, consiguió quitarle la palanca de las manos. Florence se giró bruscamente. El doctor palideció y, jadeando, intentó alejarse de ella, sujetándose la parte baja de la espalda con la mano derecha. Edith gritó al ver que la palanca se le caía de las manos y rebotaba sobre la moqueta. Corrió hacia su esposo mientras éste se desplomaba.
La súbita reacción de Florence le obligó a detenerse. Con un rápido movimiento, la médium recuperó la palanca pero, en vez de regresar junto al Reversor, miró a Edith y empezó a avanzar hacia ella.
—Ahora te toca a ti, zorra lesbiana.
Edith la miró boquiabierta, tanto por sus palabras como por el hecho de verla avanzar con pasos majestuosos hacia ella, levantando la palanca.
—Te voy a reventar el puto cráneo —dijo Florence—. Voy a convertirlo en gelatina.
Edith empezó a recular, moviendo la cabeza. Desesperada, miró de reojo a Lionel, que se retorcía por el suelo, dolorido. Empezó a dirigirse hacia él, pero retrocedió de un salto cuando, con un aullido salvaje, la médium corrió hacia ella, blandiendo la palanca. Edith se quedó sin aliento. Sin perder ni un instante, dio media vuelta y huyó hacia el vestíbulo. Debido al pánico, su mente se había quedado en blanco. Oyó los golpes secos de unos zapatos a su espalda y miró por encima del hombro. ¡Florence estaba a punto de alcanzarla! Jadeando, intentó correr a mayor velocidad. Cruzó el vestíbulo como una exhalación y subió las escaleras.
En el mismo momento en que pisó el descansillo supo que no lograría llegar a su cuarto. Su visión periférica le indicaba que Florence se encontraba a escasos metros de ella. Sin pensarlo, corrió por el pasillo hasta la habitación de la médium, entró y cerró la puerta tras ella. Un grito de terror desgarró sus labios cuando intentó echar la llave. ¡La cerradura estaba rota! Ya era demasiado tarde. La puerta se estaba abriendo. Empezó a caminar hacia atrás, pero perdió el equilibrio y cayó al suelo.
Florence se alzaba ante ella, jadeante, sonriente.
—¿De qué tienes miedo? —preguntó, arrojando la palanca hacia un lado—. No voy a hacerte daño.
Edith se agazapó, sin apartar los ojos de ella.
—No voy a hacerte daño, pequeña.
Sintió un calambre en los músculos del estómago. La voz de la médium era muy dulce, casi parecía un ronroneo.
Florence se quitó el abrigo y lo dejó caer al suelo. A continuación, empezó a desabrocharse el jersey. Edith, asustada, empezó a mover la cabeza.
—No muevas la cabeza —dijo Florence—. Tú y yo vamos a pasar un rato agradable.
—No. —Edith empezó a retroceder.
—Sí. —La médium se quitó el jersey y lo tiró al suelo. Empezó a avanzar por la habitación, desabrochándose el sujetador.
¡Oh Dios mío! ¡No lo permitas! Siguió retrocediendo, sin parar de mover la cabeza. Florence, que ya se había quitado el sujetador y se estaba desabrochando la falda, avanzaba hacia ella sin dejar de sonreír. Entonces, Edith tropezó con la cama. Pudo oír los latidos de su corazón. Incapaz de seguir retrocediendo, observó a la médium, que tiró la falda al suelo y se inclinó para quitarse las medias. Dejó de mover la cabeza.
—Oh, no —suplicó.
Instantes después, Florence se sentó a horcajadas sobre sus piernas y, deslizando ambas manos bajo sus pechos, los levantó para que quedaran delante de su cara. Edith hizo una mueca al ver los amoratados mordiscos que había alrededor de sus pezones.
—¿No son bonitos? —dijo Florence—. ¿No crees que deben de estar deliciosos? ¿No te apetece probarlos?
Sus palabras clavaron una lanza de terror en el corazón de Edith. Aterrada, levantó la mirada cuando la mujer empezó a acariciarse los pechos.
—Toma, tócalos —dijo, inclinándose un poco y levantándole la mano para que los tocara.
El tacto de aquella carne cálida y blanda contra sus dedos rompió un dique en su pecho. Estaba tan asustada que empezó a sollozar. ¡No, yo no soy así!, gritó su mente.
—Por supuesto que sí —dijo Florence, como si hubiera oído sus pensamientos—. Ambas somos así; siempre lo hemos sido. Los hombres son feos y crueles. Sólo las mujeres son dignas de confianza. Sólo las mujeres pueden ser amadas. Tu propio padre intentó violarte, ¿no?
¡Es imposible que lo sepa!, pensó Edith, aterrada. Se cubrió el pecho con los brazos y los apretó con fuerza contra su cuerpo, cerrando los ojos.
Con un sonido similar al que haría un animal, Florence se abalanzó sobre ella. Edith intentó quitársela de encima, pero pesaba demasiado. Las manos de la médium le cogieron con fuerza de la nuca, obligándole a levantar la cabeza. De pronto, sus labios oprimieron los suyos y su lengua intentó abrirse camino por su boca. Intentó resistirse, pero Florence tenía muchísima fuerza. La habitación empezó a dar vueltas a su alrededor, inundándose de calor. Un pesado manto cayó sobre ella. Se sentía entumecida, ajena a lo que estaba sucediendo. Era incapaz de unir los labios, pues la lengua de Florence se había sumergido en las profundidades de su boca y estaba lamiendo su cálido techo. Remolinos de sensaciones centelleaban por todo su cuerpo. Sintió que le cogía una mano y la cerraba alrededor de su pecho. Intentó apartarla, pero le resultó imposible. Oía un martilleo en sus oídos. El calor se vertía sobre ella.
El sonido de la voz de Lionel interrumpió el martilleo. Edith movió la cabeza hacia un lado, pues el cuerpo de Florence le impedía ver qué había más allá. De pronto, el ardiente manto se desvaneció y empezó a tiritar de frío. Al levantar la mirada, vio que el retorcido rostro de la médium se alzaba amenazador sobre ella.
—¡Florence! —repitió Lionel.
—¡Estoy aquí! —respondió ella, separándose de Edith. Al darse cuenta de lo sucedido, se levantó inmediatamente y corrió hacia el baño, intentando reprimir sus náuseas. Edith se puso en pie y avanzó vacilante por la habitación. Al ver que Lionel corría hacia ella, se dejó caer entre sus brazos y lo abrazó con fuerza, cerrando los ojos y apoyando la cabeza en su mejilla. Entonces empezó a llorar desconsoladamente.
9:01 a.m.
—Se pondrá bien —dijo Barrett, dándole unas palmaditas en el hombro—. Pero debe quedarse un rato en la cama, sin moverse.
—¿Cómo está ella? —murmuró Fischer.
—Dormida. Le he dado unos calmantes.
Fischer intentó levantarse, pero cayó hacia atrás, jadeando.
—No se mueva —ordenó Barrett—. Ha recibido un golpe bastante fuerte.
—Tengo que sacarla de aquí.
—Yo me la llevaré.
Fischer lo miró, receloso.
—Se lo prometo —dijo el doctor—. Pero ahora, descanse.
Edith estaba apoyada contra la puerta. Lionel la cogió del brazo y la condujo hacia el pasillo.
—¿Qué tal está? —le preguntó.
—A no ser que la conmoción sea más severa de lo que creo, pronto se recuperará.
—¿Y qué me dices de ti?
—Sólo serán unas horas más —respondió Lionel.
Edith vio que sujetaba el brazo derecho contra su pecho, como si lo tuviera roto. Entonces advirtió la mancha de sangre del vendaje de su dedo pulgar. Supuso que, cuando le arrebató la palanca de las manos, volvió a abrirse la herida. Estaba a punto de decírselo pero se detuvo, sintiendo que le oprimía una sensación de profunda desesperanza.
Lionel abrió la puerta de la habitación de Florence y ambos se acercaron a su cama. Estaba tumbada, completamente inmóvil, bajo las sábanas. Después de que Lionel hubiera hablado con ella durante largo rato, había salido del baño envuelta en una toalla. No le había dicho nada y le había rehuido con la mirada. Cabizbaja, como un niño arrepentido, había aceptado las tres pastillas, se había tapado con las mantas y, momentos después, había cerrado los ojos.
Edith apartó la mirada cuando Barrett le levantó el párpado izquierdo. El ojo miraba fijamente hacia delante. Instantes después, su marido volvió a cogerla del brazo y ambos abandonaron la habitación.
—¿Puedes traerme un vaso de agua? —le pidió Lionel, en cuanto estuvieron de vuelta en su dormitorio.
Edith se dirigió al cuarto de baño y llenó un vaso de agua fría. Cuando regresó, vio que su marido estaba sentado en la cama, con la espalda apoyada en el cabecero.
—Gracias —murmuró, antes de introducir en su boca las dos pastillas de codeína que tenía en la palma de la mano—. Voy a telefonear al representante de Deutsch para que envíe una ambulancia. —Por un instante, Edith sintió una oleada de esperanza—. Le pediré que lleven a Fischer y a la señorita Tanner al hospital más cercano.
Todas sus esperanzas se desvanecieron. Edith lo miró con una expresión vacía.
—Me gustaría que fueras con ellos —dijo Lionel.
—Sólo me iré de aquí contigo.
—Me sentiría mucho mejor si lo hicieras.
Edith movió la cabeza.
—No pienso irme sin ti.
Lionel suspiró.
—De acuerdo. De todos modos, esta tarde todo habrá acabado.
—¿De verdad?
—Edith… —Barrett parecía sorprendido—. ¿Has perdido tu fe en mí?
—¿Qué me dices de…?
—¿… lo que ha sucedido antes? —respiró hondo—. ¿Acaso no lo ves? Eso sólo ha servido para demostrar mi teoría.
—¿Cómo?
—Cuando atacó el Reversor me rindió el tributo definitivo. Sabe que tengo razón. No había nada más que hacer, recordarás que ésas fueron sus palabras exactas, que destruir mis creencias antes de que yo pudiera destruir las suyas.
Barrett alargó el brazo izquierdo y atrajo a su mujer hacia él.
—No está poseída por Daniel Belasco —le dijo—. Ni está poseída por nadie… a no ser que se trate de su yo interno, de su verdadero yo, de su yo reprimido.
Como me sucedió a mí ayer, pensó Edith. Miró a Lionel con desesperación. Deseaba creer en él, pero ya no podía.
—Un médium es una persona muy inestable —explicó su marido—. Cualquier psíquico que merezca ese nombre es, invariablemente, una persona histérica o sonámbula, una víctima de la conciencia dividida. El paralelismo entre el trance médium y el sonambulismo es absoluto: las distintas personalidades aparecen y desaparecen; los métodos de expresión son idénticos, al igual que las estructuras psicológicas; se producen episodios de amnesia al despertar; las personalidades alternas resultan artificiales. Lo que hemos presenciado esta mañana sólo ha sido aquella parte de la personalidad de la señorita Tanner que siempre ha permanecido oculta, incluso de sí misma: su paciencia se ha convertido en cólera, su tranquilidad en furia. —Hizo una pausa—. Y su castidad, en promiscuidad.
Edith inclinó la cabeza, sintiéndose incapaz de mirar a su marido. Eso mismo me sucedió a mí, pensó.
—¿Estás bien? —preguntó Barrett.
—No —Edith movió la cabeza.
—Si hay… algo que discutir, lo haremos cuando regresemos a casa.
Regresar a casa. Era la primera vez en su vida que algo le parecía tan imposible.
—De acuerdo —respondió, aunque no era su voz quien hablaba.
—Bien —dijo Barrett—. Esta semana he aprendido algo valioso, he conseguido un poco de iluminación personal. —Sonrió a su mujer—. Conserva la esperanza, amor mío. Todo saldrá bien.
9:42 a.m.
Cuando Barrett abrió los ojos y vio el rostro durmiente de Edith, sintió una punzada de preocupación. No había pretendido quedarse dormido.
Apoyándose en el bastón, deslizó las piernas por el borde del colchón y se levantó, esbozando una mueca del dolor al sentir el peso de su cuerpo. Su rostro volvió a contraerse cuando se puso los zapatos. Se sentó sobre la otra cama y cruzó la pierna izquierda sobre la derecha para atarse uno, utilizando los dedos de la mano izquierda.
Apoyó el pie en el suelo. Sentía una ligera mejoría. Hizo lo mismo con el zapato derecho y, a continuación, miró la hora en su reloj de bolsillo. Pronto serían las diez. Se alarmó. ¿No sería ya de noche, verdad? En aquella maldita casa sin ventanas resultaba imposible saberlo.
Odiaba tener que despertar a Edith. Había dormido muy poco durante la semana. Sin embargo, ¿podía dejarla sola? La observó, vacilante. ¿Les habría sucedido algo mientras dormían? Aunque se trataba de un aspecto de la REM que no había investigado, en teoría era necesario estar consciente para que pudiera afectarte. No, eso no era cierto. Edith había caminado en sueños.
Decidió dejar la puerta abierta, bajar lo más rápido posible, efectuar la llamada y regresar de inmediato. Si ocurría algo, se daría cuenta enseguida.
Avanzó cojeando hasta la puerta y se alejó por el pasillo, apretando los dientes debido al dolor que sentía en el pulgar. A pesar de las pastillas de codeína que había tomado, sentía fuertes palpitaciones en el dedo. Sólo Dios sabía qué aspecto debía de tener, pues no se veía con ánimos de mirarlo. Estaba seguro de que necesitaría someterse a una intervención quirúrgica cuando todo aquello acabara… y puede que incluso perdiera parcialmente la movilidad. No importa, pensó. El precio es aceptable.
Abrió la puerta del cuarto de Fischer y echó un vistazo. No se había movido. Barrett deseó que permaneciera dormido cuando se lo llevaran de allí en una camilla. No pertenecía a aquel lugar; nunca lo había hecho. Por lo menos, lograría sobrevivir una vez más.
Dando media vuelta con torpeza, se dirigió a la habitación de Florence Tanner y se asomó. También estaba inmóvil. Barrett sentía una gran lástima por ella. Cuando saliera de allí, la pobre tendría que enfrentarse a demasiadas cosas. ¿Qué debía sentir alguien al saber que durante toda su vida había estado viviendo una mentira? ¿Estaría preparada para asumir la verdad? Lo más probable era que decidiera ignorarla; resultaría más sencillo.
Giró sobre sus talones y avanzó cojeando hacia las escaleras. Bueno, ha sido una semana muy intensa, pensó. Sonrió sin darse cuenta. Sin duda alguna, éste era el eufemismo de su vida. Sin embargo, todo iba bien. Gracias a Dios que la señorita Tanner se había dejado cegar por su rabia. Si el Reversor hubiera recibido unos golpes más, se habría visto obligado a trabajar durante días o incluso meses para que volviera a funcionar. Todo se habría ido al traste. Esa idea le hizo estremecerse.
¿Qué harían en cuanto abandonaran la casa?, se preguntó mientras bajaba las escaleras a trompicones, apoyando la mano derecha en la barandilla. Empezó a especular. ¿La señorita Tanner regresaría a su iglesia? ¿Se atrevería a regresar después del conocimiento sobrecogedor que tenía de sí misma? ¿Y qué había de Fischer? ¿Qué haría? Cien mil dólares daban para mucho. Y respecto a su vida de pareja con Edith, el futuro estaba relativamente claro. Evitó pensar en los problemas personales que tendrían que solucionar. Ya lo haría más adelante.
Por lo menos, todos ellos saldrían con vida de la Casa Infernal. Como líder no oficial del grupo se llenó de orgullo. Sabía que era absurdo sentirse así, pero los equipos que habían sido enviados a este lugar en los años 1931 y 1940 habían quedado diezmados y, en esta ocasión, las cuatro personas que habían entrado en la Casa Infernal estarían a salvo en el mundo exterior en unas horas.
Se preguntó qué haría con el Reversor. ¿Debería pedir que lo enviaran al laboratorio de la universidad? Probablemente lo haría. Sería comparable a mostrar la cápsula que llevó al primer astronauta al espacio, pensó. Puede que algún día el Reversor ocupe un lugar de honor en el Instituto Smithsonian. Sonrió sarcásticamente. Y puede que no. Se estaba engañando a sí mismo al pensar que el mundo científico se rendiría a sus logros. No, aún tenían que pasar muchos años antes de que la Parapsicología pudiera ocupar el lugar que merecía junto a las demás ciencias naturales.
Se acercó a la puerta principal y la abrió. Brillaba la luz del día. Cerrándola de nuevo, se dirigió hacia el teléfono.
No recibió respuesta. Barrett zarandeó el brazo que llevaba en cabestrillo. Es el momento perfecto para que se estropee el teléfono, pensó mientras seguía esperando. Vamos. No podría sacar a Fischer y a la señorita Tanner de ese lugar si no conseguía ayuda.
Estaba a punto de colgar cuando alguien descolgó el auricular al otro lado de la línea.
—¿Sí? —dijo el representante de Deutsch.
Barrett suspiró aliviado.
—Ha conseguido inquietarme. Soy Barrett. Necesitamos una ambulancia.
Silencio.
—¿Me oye?
—Sí.
—¿Puede pedir que la envíen inmediatamente? El señor Fischer y la señorita Tanner necesitan ser hospitalizados lo antes posible.
No hubo respuesta.
—¿Me ha entendido?
—Sí.
La línea estaba en silencio.
—¿Ocurre algo? —preguntó Fischer.
El hombre cogió aire con fuerza.
—Diablos, esto no es justo para ustedes —dijo, colérico.
—¿Qué no es justo?
El hombre titubeó.
—¿Qué no es justo?
Volvió a titubear. Entonces, dijo con rapidez.
—El anciano Deutsch ha fallecido esta mañana.
—¿Ha muerto?
—Tenía cáncer terminal. Se tomó demasiadas pastillas para aliviar el dolor. Se mató, accidentalmente.
Barrett sintió que se le entumecía la mente. ¿Acaso eso va a cambiar las cosas?, oyó que preguntaba su mente. Conocía perfectamente la respuesta.
—¿Por qué no nos lo ha comunicado? —preguntó.
—Me ordenaron que no lo hiciera.
Su hijo, pensó Barrett.
—Bueno… —dijo débilmente—. ¿Y qué hay de…?
—Me ordenaron que les abandonara allí dentro.
—¿Y el dinero? —Barrett necesitaba hacer esa pregunta, a pesar de que conocía la respuesta.
—No sé nada de eso pero, dadas las circunstancias… —el hombre suspiró—. ¿Tienen algo por escrito?
Barrett cerró los ojos.
—No.
—Ya veo. Entonces, sin duda alguna, ese cabrón que tiene por hijo… —se interrumpió—. Mire, siento no haberles llamado, pero tengo las manos atadas. Debo partir de inmediato hacia Nueva York. Tienen el coche allí. Les sugiero que se marchen. En Caribou Falls hay un hospital. Haré todo lo que pueda para…
Su voz se desvaneció. Chasqueó los dientes, asqueado.
—Diablos —dijo por fin—. Probablemente también yo me quede sin trabajo. No puedo soportar a ese hombre. El padre ya era bastante malo, pero…
Barrett colgó el teléfono sintiendo que una oleada de oscura desesperación invadía su ser. No habría dinero. No podría compensar a Edith. No podría jubilarse. No tendría la oportunidad de descansar. Apoyó la frente en la pared.
—Oh, no —murmuró.
El pantano.
Barret se giró sorprendido y observó el vestíbulo. Aquellas palabras habían saltado en su mente. No, pensó, apretando los dientes con fuerza.
—No —le dijo a la casa, moviendo la cabeza hacia los lados, con deliberación.
Empezó a avanzar hacia el salón.
—No ganarás —dijo—. Puede que no reciba mi dinero, pero no conseguirás derrotarme. No podrás. Conozco tu secreto y voy a destruirte.
No había sentido tanto odio en toda su vida. Llegó a la arcada y señaló el Reversor con una mirada triunfal.
—¡Allí! —exclamó—. ¡Allí está! ¡Esa máquina te vencerá!
Tuvo que apoyarse contra la pared. Se sentía exhausto y dolorido. No importa, se dijo a sí mismo. Entonces, todo su dolor pasó a ocupar un segundo plano. Ya se preocuparía de Fischer y de la señorita Tanner más adelante. Ya se preocuparía de Edith y de sí mismo más adelante. En esos momentos sólo le importaba una cosa: derrotar a la Casa Infernal y culminar con éxito su trabajo.
10:33 a.m.
Sintió que su mente empezaba a salir de la oscuridad. La voz de Daniel le adulaba. No debes dormir, le decía. Tenía la impresión de que sus venas y arterias se comprimían y que sus tejidos se contraían mientras su cuerpo forcejeaba por salir de las tinieblas. Sentía una ardiente presión en los riñones. Intentó contenerse, pero no pudo. La presión cada vez era más intensa. Vamos, le decía Daniel. Deja que salga. Florence gimió. No podía parar. Sintió el calor en sus caderas y gritó, avergonzada.
De pronto despertó. Apartando las mantas, se levantó y observó la húmeda mancha que había en la sábana. Se sintió asqueada. Daniel estaba tan arraigado en su ser que podía controlar el funcionamiento de sus órganos.
—Florence.
Miró a su alrededor y vio su rostro proyectado en la lámpara de plata que colgaba del techo.
—Por favor —le dijo.
Ella lo miró fijamente. Daniel empezó a sonreír.
—Por favor —repitió, usando un tono sarcástico.
—Basta.
—Por favor.
—Basta.
—Por favor —esbozó una sonrisa burlona—. Por favor.
—Basta ya, Daniel.
—Por favor, por favor, por favor, por favor, por favor, por favor, por favor.
Florence se giró y avanzó tambaleándose hacia el baño. Una mano fría le cogió por el tobillo y cayó de bruces al suelo. La gélida presencia de Daniel la inundó. Su demoníaca voz aullaba en sus oídos: «¡Por favor, por favor, por favor!». No pudo emitir ningún sonido, pues su presencia parecía aspirarle el aliento.
—¡Por favor, por favor, por favor! —Daniel empezó a reír con placer sádico.
¡Ayúdame, Dios mío! suplicó Florence, agónica.
—¡Ayúdame Dios mío! —repitió Daniel, con sorna.
¡Sálvame!, imploró.
—¡Sálvame! ¡Sálvame! —dijo Daniel, imitando su voz.
Florence se tapó los oídos con las manos.
—¡Ayúdame, Dios mío! —gritó.
La presencia se desvaneció. Florence respiró convulsivamente. Se puso en pie y avanzó hacia el cuarto de baño.
—¿Te vas? —dijo la voz de Daniel.
Intentó resistirse a sus carantoñas. En cuanto entró en el baño, abrió el grifo de agua fría y se humedeció la cara.
Entonces, se enderezó y contempló su reflejo. Su pálido rostro estaba salpicado de arañazos oscuros y moratones descoloridos, y la parte del cuello y el pecho que alcanzaba a ver estaba moteada de angulosos desgarros. Se inclinó un poco hacia delante y advirtió que sus pechos parecían inflamados y que las marcas de mordiscos estaban prácticamente negras.
Se puso tensa al oír que la puerta se cerraba. Instantes después, vio su figura reflejada en el espejo de cuerpo entero que había a ese lado de la puerta. Intentó resistirse, pero algo frío serpenteó por su columna vertebral. Se quedó sin aliento, con los ojos abiertos de par en par.
Momentos después empezó a sonreír. Se dejó caer hacia atrás, con los ojos entrecerrados. Daniel estaba tras ella. Podía sentir su endurecido órgano deslizándose por las profundidades de su recto. Sus manos sujetaban ávidamente sus pechos, amasándolos. Florence se recostó sobre él cuando Edith entró en el baño y, arrodillándose, empezó a lamerle la vagina. La lengua de Florence buscó ansiosamente a Daniel. Esto era lo que deseaba, lo que era.
Se crispó como si hubiera recibido una descarga eléctrica. De pronto se vio a sí misma acuclillada ante el espejo, con una expresión de vacío abandono y con los dedos de la mano derecha dentro de su cuerpo. Retiró los dedos al instante, asqueada. Oyó una risa cruel a sus espaldas y se giró. El cuarto de baño estaba vacío. Estaba mirándote, dijo la voz de Daniel en su mente.
Abrió de golpe la puerta y corrió hacia el dormitorio, seguida por la risa de Daniel. Se inclinó para recoger la bata, pero algo se la quitó de las manos y la lanzó más lejos. Florence corrió tras ella. La bata siguió alejándose de ella. Entonces se detuvo. Es inútil, pensó desesperada. «Es inútil», repitió él. La bata voló por los aires y cayó sobre su cabeza. Tiró de ella y se la puso, abotonándosela con rapidez. Está jugando conmigo, pensó. Me está obligando a hacer todo aquello que más aborrezco.
—… todo aquello que más aborrezco —repitió él como un loro, hablando en falsete. Entonces empezó a reírse, como si fuera una niñita tonta—. Aquello que más aborrezco. Aquello que más aborrezco.
Florence cayó sobre sus rodillas junto a la cama y, apoyando ambos brazos sobre el borde del colchón, presionó la frente contra sus manos.
—Querido Dios, por favor, ayúdame; Nube Roja, ayúdame; espíritus doctores, ayudadme. He sido poseída. Permitid que el fuego del Espíritu Santo queme la enfermedad de mi mente y de mi cuerpo. Permitid que la fuerza de Dios entre en mí. Permitid que su poder instale en mi ser la fuerza necesaria para resistir.
—Permitid que su divina polla se sumerja en mi boca —siguió diciendo—. Permitid que beba su bendito y ardiente esperma. Permitid…
Un gemido atormentado escapó de sus labios. Cerrando el puño, acercó el nudillo a su boca y lo mordió hasta que el dolor inundó su mente. Daniel se desvaneció. Tras esperar largo rato, retiró el puño y lo miró. Sus dientes habían desgarrado la piel y la sangre se deslizaba por el dorso de su mano.
Miró a su alrededor sin saber qué hacer. Parecía que el dolor le había despejado la mente, expulsando a Daniel de su interior. Se levantó, apoyando las manos en el colchón. Ahora, pensó. La capilla. Allí era donde se encontraba la respuesta.
Cruzó la habitación a toda velocidad y abrió de golpe la puerta. Recorrió el pasillo a todo correr, dirigiéndose hacia las escaleras. Conseguiré llegar, pensó. No puede poseerme en todo momento. Si sigo corriendo, pase lo que pase, conseguiré llegar.
Se detuvo, con el corazón latiendo con fuerza. Una figura le cerraba el paso: un hombre demacrado vestido con harapos mugrientos. Estaba tan flaco que se le marcaban los huesos, tenía el cabello largo y desgreñado, el rostro deformado por la enfermedad y una boca distendida repleta de dientes gruesos y descoloridos. Sus enrojecidos ojos estaban enterrados en unas cuencas oscuras. Florence lo miró fijamente. Era una de las víctimas de Belasco; ya había tenido ese aspecto antes de morir.
La figura desapareció y Florence empezó a bajar las escaleras. Un nuevo escalofrío recorrió su columna. Sintió que su sangre era profanada e intentó resistirse, mordiéndose la mano hasta que el dolor obligó a Daniel a huir de nuevo. ¡El dolor era la respuesta! Cada vez que Daniel intentara hacerse con el control, lo expulsaría recurriendo al dolor, porque éste inundaba su mente y no dejaba espacio para él.
Volvió a detenerse, sobresaltada. Dos figuras yacían al pie de las escaleras: un hombre y una mujer. El hombre hundió un cuchillo en la garganta de la mujer e, instantes después, empezó a serrar la dentada herida, haciendo que la sangre saliera a borbotones y salpicara su rostro retorcido y alegre. ¡Estaba cortándole la cabeza! Florence hundió el puño en su boca y clavó los dientes en él, sintiendo un intenso dolor. El hombre y la mujer se desvanecieron. Siguió bajando las escaleras, preguntándose dónde estarían los demás: Fischer, Edith y Barrett. No importaba. No podían hacer nada para ayudarla.
Al cruzar el vestíbulo, alcanzó a ver a Barrett en el salón, trabajando en su máquina. Estúpido, pensó. No va a funcionar. Ese estúpido está lleno de mierda…
¡No! Volvió a clavarse los dientes en la mano, con los ojos abiertos de par en par. Prefería arrancarse los dedos de un mordisco antes que sucumbir de nuevo al control de Daniel.
Deseó tener un cuchillo: lo hundiría en su carne de tal forma que el dolor fuera constante. Esa era la respuesta: la agonía impedía que el alma contaminada de Daniel entrara en la suya.
Empezó a alejarse por el pasillo. Un hombre de ojos desquiciados estaba encorvado sobre la espalda de una mujer desnuda. Ella estaba muerta, con una soga atada al cuello. Tenía el rostro amoratado y los ojos se salían de sus cuencas. Florence hundió los dientes en la mano. La herida era ya tan profunda que se le llenó la boca de sangre. Las figuras se desvanecieron segundos antes de que alcanzara la puerta de la capilla. Delante de ésta había un hombre que parecía estar drogado; sujetaba entre sus labios una mano humana seccionada y estaba chupando uno de sus dedos. Florence se mordió de nuevo el puño. La figura desapareció. Entonces, apoyó su cuerpo contra la puerta y empujó con todas sus fuerzas.
Se detuvo vacilante al principio de la nave central. Un torbellino de poder sofocaba el aire. Allí estaba el núcleo, el centro. Empezó a avanzar por el pasillo pero retrocedió de un salto cuando vio al gato yaciendo en un charco de sangre. Estaba abierto en canal.
Movió la cabeza. Ahora no podía detenerse. Estaba a punto de encontrar la respuesta. Había vencido a Daniel y tenía que vencer a la casa. Dejando atrás al gato, siguió caminando hacia el altar. ¡El poder era increíble! Irradiaba por todo su ser, palpitando, empujándola. La oscuridad centelleó en su mente. Volvió a llevarse la dolorida mano a la boca y mordió. La oscuridad se disipó un poco y consiguió oponerse a la voluntad de aquella fuerza. Era como un muro vivo que se alzaba ante ella. Casi había llegado al altar. Tenía los ojos abiertos de par en par, fijos. Ya había ganado su batalla personal. Ahora, con la ayuda de Dios, podría…
Una debilidad repentina convirtió sus extremidades en roca y cayó de bruces contra el suelo. ¡El poder era demasiado fuerte! Levantó la mirada hacia el crucifijo. Parecía moverse. Lo contempló aterrada. Se estaba abalanzando sobre ella. ¡No!
Intentó retroceder, pero no pudo. Era como si un imán gigantesco la mantuviera clavada a ese lugar. ¡No! El crucifijo se estaba desplomando. ¡Se le iba a caer encima!
Florence gritó cuando impactó contra su cabeza y su pecho, derribándola. La inmensa cruz y la figura cayeron sobre ella, aplastándola e impidiéndole respirar. Sintió que el escalofrío serpenteaba de nuevo por su columna vertebral. Intentó gritar, pero no pudo. Su mente quedó envuelta en la oscuridad.
La posesión terminó inmediatamente.
Los ojos de Florence se abultaron y su rostro se retorció de agonía. El dolor era tan intenso que no podía respirar. Intentó sacarse de encima el crucifijo, pero pesaba demasiado. El dolor que sintió al intentarlo la amordazó. Yació inmóvil, gimiendo por las infinitas oleadas de agonía que invadían su ser. Empujó el crucifijo con todas sus fuerzas. Éste se movió ligeramente, pero el esfuerzo no le hizo perder la conciencia de puro milagro. Tenía el rostro cenizo, empapado en sudor frío.
Tardó quince minutos en conseguirlo y, antes de terminar, estuvo a punto de desmayarse en siete ocasiones. Sólo había conseguido mantenerse consciente gracias a su enorme fuerza de voluntad. Por fin apartó el pesado crucifijo e intentó incorporarse, pero aquel movimiento la hizo gritar de dolor. Lentamente, apretando con fuerza sus labios cenizos, consiguió ponerse de rodillas. La sangre empezó a deslizarse por sus muslos.
Al ver el falo sintió arcadas. Con los ojos vidriosos, se inclinó hacia delante y vertió el contenido de su estómago en el suelo. Le había engañado. Aquí no había ninguna respuesta. Daniel sólo había querido cometer una última profanación contra su mente y su cuerpo. Florence se secó los labios con la mano. Ya basta, pensó. Miró a su alrededor y vio el inmenso clavo que había al dorso de la cruz. Lo había arrancado de la pared. Se arrastró por el suelo hasta que alcanzó el clavo. Entonces, empezó a cortarse la cara interna de las muñecas con la punta, gimiendo de dolor.
—Ya basta —dijo, sollozando—. Ya basta.
Se desplomó. La sangre brotaba de sus muñecas como si fuera agua. Cerró los ojos. Ya no puede hacerme nada más, pensó. Aunque mi alma permanezca cautiva en esta casa, nunca más volveré a ser su marioneta.
Sintió que la vida escapaba de su cuerpo. Estaba huyendo. Daniel no podría volver a hacerle daño. Las sensaciones la abandonaban; el dolor se desvanecía. Que Dios me perdone por haberme destruido. Era lo que tenía que hacer. Sus labios esbozaron una sonrisa de resignación.
Él lo entendería.
Sus ojos se abrieron. ¿Estaba oyendo pasos? Intentó mover la cabeza, pero no pudo. El suelo parecía temblar. Intentó ver algo. ¿Había una figura de pie junto a ella, mirando hacia abajo? No podía enfocar los ojos.
De pronto supo la verdad. Aterrada, intentó levantarse, pero se sentía demasiado débil. ¡Tenía que hacérselo saber a los demás! Haciendo un terrible esfuerzo, Florence empezó a ponerse en pie. Las nubes de oscuridad la envolvían. Todo su cuerpo estaba entumecido. Giró la cabeza y vio que su sangre se deslizaba por el suelo de madera. ¡Ayúdame, Señor!, suplicó. ¡Era necesario que los demás lo supieran!
Lentamente, agonizando, extendió el brazo para dar forma a las conmovedoras tiras de color escarlata.
11:08 a.m.
Fischer dio un respingo y miró a su alrededor, aterrado. El corazón le latía con fuerza y sentía violentas palpitaciones en la cabeza. Deseaba apoyarla sobre las sábanas, pero algo se lo impedía.
Dejó caer las piernas por el borde de la cama y se levantó. Tambaleándose, se llevó ambas manos a la cabeza y cerró los ojos. Gimió al recordar que el doctor Barrett le había administrado unas pastillas. ¡Maldito estúpido!, pensó. ¿Habría dormido mucho rato?
Se dirigió hacia la puerta, moviéndose del mismo modo que un borracho intentando mantener el equilibrio. Avanzó torpemente por el pasillo y se detuvo ante la puerta de la habitación de Florence. No estaba en la cama. Su mirada se precipitó hacia el cuarto de baño. La puerta estaba abierta; no había nadie. Dio media vuelta y volvió a avanzar por el pasillo. ¿Qué cojones le pasaba a Barrett? Intentó moverse con más rapidez, pero el golpe que había recibido en la cabeza le resultaba demasiado doloroso. Unas fuertes arcadas le obligaron a apoyarse en la pared. Parpadeó y movió la cabeza. El dolor se intensificó. ¡Al diablo con él! Siguió adelante, con obstinación. Tenía que encontrarla. Tenía que sacarla de aquel lugar.
Al pasar por delante de la habitación de los Barrett echó un vistazo a su interior y se vio obligado a detenerse. Entró y miró a su alrededor, con incredulidad. Lionel no estaba allí. ¡Había dejado sola a su mujer! Fischer apretó los dientes, furioso. ¿Qué diablos estaba sucediendo? Cruzó la habitación tan deprisa como le fue posible y acercó la mano a la espalda de Edith.
Edith se sacudió con fuerza y lo observó boquiabierta.
—¿Dónde está su marido? —preguntó Fischer.
La mujer miró a su alrededor, desconcertada.
—¿No está aquí?
Edith se levantó. Por la expresión de su rostro, supo que su presencia en la habitación le incomodaba.
—No importa —farfulló, regresando al pasillo. Edith no dijo nada. Instantes después, pasó junto a él a toda velocidad, gritando: «¡Lionel!».
Ya había bajado la mitad de las escaleras cuando él consiguió llegar al rellano.
—¡No vaya sola! —gritó.
Ella no le prestó atención. Fischer intentó agilizar sus pasos pero, tambaleándose, se vio obligado a detenerse una vez más y a sujetarse a la barandilla. Era como si le estuvieran introduciendo clavos en la cabeza. Se apoyó en la barandilla, temblando.
—¡Lionel! —gritó Edith, mientras cruzaba el vestíbulo sin parar de correr.
Fischer oyó una respuesta y abrió los ojos. ¿Dónde iba a estar?, pensó con amargura. El doctor Barrett estaba tan ansioso por demostrar su teoría que había dejado sola a su mujer, ignorando por completo el hecho de que Florence estuviera poseída. ¡Maldito estúpido!
Fischer descendió lentamente los escalones y cruzó el vestíbulo de entrada, apretando los dientes por el dolor. Al entrar en el salón vio que Edith y Barrett estaban de pie junto al Reversor.
—¿Dónde está Florence? —preguntó.
Barrett lo miró con una expresión vacía.
—¿Y bien?
—¿No está en su habitación?
—¿Si estuviese allí, cree que le haría esta pregunta? —espetó Fischer.
Barrett se acercó cojeando hacia él, seguido de Edith. Por la expresión de su rostro, Fischer supo que también se sentía molesta con su marido.
—Pero he estado atento —dijo Barrett—. Hace un rato fui a ver cómo estaban. Y las pastillas que le administré…
—¡Al diablo con sus pastillas! —le cortó Fischer—. ¿Acaso cree que una posesión puede detenerse con somníferos?
—No creo que…
—¡No me importa lo que usted crea! —Ahora le dolía tanto la cabeza que apenas podía ver—. Florence ha desaparecido. ¡Eso es lo único que importa!
—La encontraremos —dijo Barrett, aunque su voz carecía de aplomo. Miró a su alrededor, inquieto—. Primero comprobaremos el sótano. Podría…
Se interrumpió al ver que Fischer se sujetaba con fuerza la cabeza, con el rostro distendido por el agónico dolor.
—Debería sentarse —le dijo.
—¡Cállese! —gritó Fischer, con voz ronca. Se encorvó, sofocando las arcadas.
—Fischer… —dijo Barrett, acercándose a él.
Fischer se dejó caer sobre una silla y se desplomó. Barrett corrió hacia él lo más deprisa que pudo y Edith lo siguió. Se detuvieron al ver que sacudía con fuerza las manos y los miraba con consternación.
—¿Qué sucede? —preguntó Barrett.
Fischer empezó a temblar.
—¿Qué ocurre? —el doctor repitió su pregunta, levantando la voz. La mirada de Fischer le inquietaba.
—La capilla.
El grito horrorizado de Edith perforó el aire. Dio media vuelta y chocó contra la pared.
—Oh, Dios mío —murmuró su marido.
Fischer avanzó lentamente hacia el cadáver y lo observó. Sus ojos abiertos miraban hacia arriba y tenía el rostro del color de la pálida cera. Deslizó la mirada hacia los órganos genitales: estaban cubiertos de sangre coagulada y sus tejidos externos estaban desgarrados.
Se giró cuando Barrett se detuvo junto a él.
—¿Qué le ha sucedido? —preguntó el anciano, con un hilo de voz.
—Ha sido asesinada —respondió Fischer envenenado—. Asesinada por esta casa.
Se puso tenso, esperando que el doctor le llevara la contraria, pero no lo hizo.
—No comprendo cómo fue capaz de levantarse de la cama con todos los sedantes que había en su cuerpo —fue lo único que dijo, con un tono de culpabilidad.
Vio que Fischer se giraba para contemplar el crucifijo que yacía en el suelo y le imitó. Al ver la sangre del falo de madera, sintió que las paredes de su estómago se contraían.
—¡Dios mío! —dijo.
—En este lugar no existe —murmuró Fischer. Entonces, como si estuviera sufriendo un ataque de locura, gritó—: ¡En esta jodida casa, Dios no existe!
Al instante, Edith se giró y miró a Fischer, asombrada. Barrett empezó a hablar pero, tras pensárselo de nuevo, decidió guardar silencio. Cogió aire, temblando. La capilla olía a sangre.
—Será mejor que la saquemos de aquí.
—Yo lo haré —dijo Fischer.
—Necesitará ayuda.
—Lo haré yo.
Barrett se estremeció al ver la expresión de su rostro.
—De acuerdo.
Fischer se agachó junto al cadáver. La oscuridad palpitaba ante él y, para no caerse, tuvo que apoyar ambas manos en el suelo. Advirtió que se hundían en la sangre de Florence. Al cabo de unos instantes, su visión se despejó y observó su rostro. Lo intentó con todas sus fuerzas, pensó. Extendió el brazo y le cerró suavemente los párpados.
—¿Qué es eso? —preguntó Barrett.
Fischer levantó la mirada, con una mueca de dolor. El doctor estaba junto al cadáver, observando el suelo. Siguió su mirada, pero estaba tan oscuro que no pudo ver nada. Oyó que Barrett rebuscaba en sus bolsillos y que, poco después, encendía una cerilla. El destello de la luz hizo que sus ojos se contrajeran, atormentados.
Florence había trazado un símbolo en el suelo, empapando un dedo en su propia sangre. Era un círculo tosco, con algo garabateado en su interior. Fischer lo observó atentamente, intentando descifrarlo. De pronto supo qué era.
—Parece la letra «B» —dijo Barrett, en ese mismo instante.
11:47 a.m.
Estaban de pie en el umbral, observando a Fischer. Éste se alejó lentamente, hasta desaparecer entre la niebla. El doctor dio media vuelta.
—Bueno… —dijo.
Edith lo siguió hasta el salón, pero se detuvo en la entrada, intentando con todas sus fuerzas no pensar en Florence. Barrett avanzó cojeando hacia el Reversor para efectuar una comprobación final. En cuanto terminó, se volvió hacia su mujer.
—Todo está listo —anunció.
Edith deseó con toda su alma poder experimentar la emoción que sentía su marido.
—Sé que es un momento muy importante para ti —comentó.
—Es importante para la ciencia —corrigió él, volviéndose hacia el Reversor. Puso en hora el reloj, movió diversas manijas y, tras vacilar unos instantes, apretó el interruptor.
Durante diversos segundos, Edith tuvo la impresión de que no sucedía nada. Entonces alcanzó a oír un zumbido resonante en el interior de la gigantesca estructura. Lentamente, el zumbido fue cobrando fuerza y empezó a sentir una palpitación en el suelo.
Observó con atención el Reversor. El zumbido aumentaba en tono y volumen, y la vibración del suelo se intensificaba. Podía sentirla subiendo por sus piernas, adentrándose en su cuerpo. Fuerza, pensó. Lo único que puede enfrentarse a esta casa. No lo comprendía, pero sintiendo aquellas fuertes palpitaciones en su cuerpo y un intenso dolor en los oídos a causa de la reverberación, estuvo a punto de creer.
Se quedó boquiabierta al ver que los tubos que había tras el enrejado del Reversor emitían una radiante fosforescencia. Barrett retrocedió lentamente y sacó el reloj de su bolsillo con dedos temblorosos. Eran las doce en punto. En el momento preciso, pensó. Tras guardar de nuevo el reloj, miró a Edith.
—Tenemos que irnos.
Antes de poner en marcha la máquina, Barrett había bajado los abrigos y los había dejado sobre la mesa que se alzaba frente a la puerta principal. Apremiante, sujetó el abrigo de su mujer mientras ésta se lo ponía. A continuación, Edith le ayudó a ponerse el suyo, echando un vistazo al salón. Incluso a esa distancia, el sonido resultaba doloroso y se podían sentir las palpitaciones en el suelo. De repente advirtieron que un jarrón cercano empezaba a vibrar.
—Deprisa —le apremió Barrett.
Momentos después habían abandonado la casa y se alejaban con rapidez por el camino de gravilla, rodeando el pantano. El sonido del Reversor se desvaneció a sus espaldas. Mientras cruzaban el puente, Edith vio que el Cadillac asomaba entre la niebla y se estremeció al pensar que Florence estaba en su interior.
Barrett abrió la puerta trasera y dio un respingo al ver que el cadáver, cubierto con una manta, descansaba sobre el asiento, con la cabeza y el torso apoyados en el regazo de Fischer.
—¿No podríamos…? —empezó a decir, pero se detuvo al ver la mirada del hombre. Tras vacilar unos instantes, cerró la puerta. Estando tan cerca del límite como estaba, era mejor que no se enfrentara a Fischer.
—¿Está allí atrás, con él? —preguntó Edith, en un susurro.
—Sí.
Parecía estar a punto de vomitar.
—No puedo sentarme allí con… —fue incapaz de terminar la frase.
—Nos sentaremos delante.
—¿No podemos volver a la casa? —preguntó, sin ser del todo consciente de lo grotesca que resultaba aquella petición.
—Por supuesto que no. La radiación nos mataría.
Ella lo miró fijamente durante un largo instante.
—De acuerdo —dijo, por fin.
Mientras ocupaban los asientos delanteros y cerraban la puerta, Barrett echó un vistazo por el retrovisor. Fischer estaba inclinado sobre el cuerpo de Florence, con la barbilla apoyada sobre lo que debía de ser la parte superior de su cabeza. ¿Cuánto le habrá afectado su muerte?, se preguntó.
Entonces recordó la noticia y se volvió hacia su mujer.
—Deutsch ha muerto —informó.
Edith guardó silencio unos instantes.
—No importa —dijo finalmente, moviendo la cabeza.
De pronto, Barrett sintió una oleada de rabia, ¿Cómo que no importa? Apartó la mirada. ¿Por qué estamos aquí, entonces? Había aceptado el trabajo porque deseaba que a su mujer nunca le faltara de nada. Si a ella no le importaba…
Intentó olvidar su enfado. ¿Qué más podía decirle? Se enderezó, esbozando una mueca de dolor al mover el pulgar.
—¿Fischer?
No hubo respuesta. Barrett se giró.
—Deutsch ha muerto —dijo—. Su hijo se niega a pagarnos.
—Pues bueno —murmuró.
Barrett vio que sus dedos se cerraban con fuerza en el hombro de Florence. Volvió a girarse y se llevó la mano al bolsillo del abrigo para coger las llaves. Sin mirarlas, encontró la de contacto y, tras introducirla en la ranura, la giró de modo que sólo se activara el sistema electrónico. No había gasolina suficiente para mantener el motor encendido durante cuarenta minutos y poder calentar el interior del coche. ¡Mierda! Tendría que haber pensado en traer más mantas de la casa y algo de brandy.
Apoyó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos. Bueno, tendrían que soportarlo, eso era todo. Personalmente, no le importaba un… Sin embargo, este momento era demasiado importante para él, así que no iba a permitir que nada lo eclipsara.
Tras los muros sin ventanas que se alzaban a cientos de metros de distancia, la Casa Infernal agonizaba.
12:45 P.M.
Barrett cerró de golpe la tapa de su reloj de bolsillo. Se volvió hacia Edith y advirtió que su rostro no expresaba emoción alguna. Estaba empezando a hartarse de su falta de interés. Entonces, se dio cuenta de que su mujer era incapaz de asimilar todo lo que había sucedido en el interior de la casa. Le dio unas palmaditas en la mano.
—¿Fischer?
Al girarse, vio que seguía inclinado sobre Florence, abrazando su cuerpo contra el suyo. El hombre levantó la mirada lentamente.
—¿Va a regresar con nosotros?
Fischer no dijo nada.
—La casa está vacía.
—¿En serio?
Barrett reprimió una sonrisa. No podía culpar a ese hombre: después de lo que había sucedido durante la semana, él mismo reconocía que su afirmación resultaba disparatada.
—Necesito que me acompañe —dijo.
—¿Por qué?
—Para que verifique que la casa está despejada.
—¿Y si no lo está?
—Le garantizo que lo está. —Barrett esperó a que Fischer tomara una decisión. Al ver que no decía nada, añadió—: Sólo serán unos minutos.
Fischer lo observó en silencio unos instantes. Entonces, movió cuidadosamente el cuerpo de Florence y, arrodillándose en el suelo, la tumbó sobre el asiento. La miró durante un prolongado momento antes de apartar los brazos y abrir la puerta.
Se reunieron delante del coche. Un déjà vu, pensó Edith. Era como si el tiempo hubiera retrocedido y estuvieran a punto de entrar en la casa por primera vez. Sólo la ausencia de Florence impedía que la ilusión estuviera completa. Estremeciéndose, se subió el cuello del abrigo. Se sentía entumecida por el frío.
Durante la espera, Lionel había conectado el motor y la calefacción a breves intervalos, pero cada vez que los había apagado, el frío no había tardado en regresar.
El paseo hasta la casa le recordó misteriosamente al del lunes: sus pasos resonando por el puente de hormigón; la limusina siendo engullida por la niebla; la larga caminata para rodear el pantano; el terrible hedor que entraba por sus fosas nasales; el crujido de la gravilla bajo sus pies; el frío que se abría camino por su carne; la sensación de que la mansión surgía amenazadora ante ellos. Era inútil. No podía creer que Lionel tuviera razón… y eso sólo significaba que estaban regresando a las fauces del lobo. Tres de ellos habían logrado salir con vida de ese lugar y ahora, por increíble que pareciera, estaban regresando. Aunque Lionel conociera los efectos de su Reversor, resultaba imposible comprender la estupidez suicida que estaban cometiendo.
Los últimos metros por el camino de gravilla. La aproximación a los amplios escalones del porche. El chasquido de sus pasos sobre el cemento. La puerta doble ante ellos. Edith se estremeció. No, pensó. No pienso volver a entrar.
Entonces, su marido sujetó la puerta para que pasara y, sin decir ni una palabra, Edith entró de nuevo en la Casa Infernal.
Mientras su marido cerraba la puerta, vio que el jarrón había caído al suelo y se había roto en mil pedazos.
Barrett miró a Fischer con ojos inquisidores.
—No lo sé —respondió él.
Barrett se puso tenso.
—Tiene que abrirse.
¿Era posible que Fischer hubiera perdido su percepción extrasensorial? Podía haber pedido que enviaran a otro médium psíquico y no lo había hecho. ¡Había sido un estúpido!
Fischer se alejó de ellos, mirando a su alrededor, inquieto. Sentía algo distinto, pero sabía que podía ser una trampa. Ya le habían engañado antes. No se atrevía a exponerse a eso una vez, más.
Barrett lo observó, impaciente. Edith miró de reojo a su marido y advirtió su nerviosismo.
—Inténtelo, señor Fischer —dijo el doctor, con brusquedad—. Le garantizo que no habrá ningún problema.
Fischer no lo miró. Recorrió el vestíbulo. Por increíble que fuera, la atmósfera había cambiado. Lo había percibido sin necesidad de abrirse. Sin embargo, ¿cuánto había cambiado? ¿Cuánta fe podía tener en el doctor Barrett? Su teoría sonaba bien pero, al fin y al cabo, le estaba pidiendo que confiara en una simple teoría. Le estaba pidiendo que pusiera en peligro su vida una vez más.
Siguió caminando. Ahora estaba cruzando la arcada, dirigiéndose al salón. Oía los pasos del doctor a sus espaldas. Al llegar al salón, se detuvo y miró a su alrededor. En el suelo se diseminaban diversos objetos rotos. Enfrente de él, un tapiz colgaba torcido de la pared. ¿Qué había hecho el Reversor? Se moría de ganas de saberlo, pero le daba mucho miedo averiguarlo.
—¿Bien? —preguntó Barrett.
Fischer le hizo un gesto con la mano para que guardara silencio. Lo haré cuando esté preparado, pensó enojado.
Permaneció inmóvil, escuchando, esperando.
De pronto, dejándose llevar por un impulso, dejó caer las barreras. Cerró los ojos y extendió los brazos, las manos y los dedos, atrayendo cualquier poder que revoloteara por la atmósfera.
Entonces abrió los ojos y miró a su alrededor, desconcertado.
No había nada.
La desconfianza regresó. Dio media vuelta y pasó como un rayo junto al matrimonio. Edith se alarmó, pero su marido la cogió del brazo para intentar tranquilizarla.
—Está asombrado porque no percibe nada —le explicó.
Fischer corrió hacia el vestíbulo. Nada. Recorrió el pasillo a toda velocidad, dirigiéndose hacia la capilla, y abrió la puerta de golpe. Nada. Avanzó hasta las escaleras y bajó los escalones, de dos en dos, ignorando su dolor de cabeza. Extendió los brazos para abrir las puertas giratorias de la piscina sin tener que detenerse y corrió hacia la sauna. Abrió la puerta, preparándose para lo peor y…
Nada.
Empezó a desandar sus pasos, sintiendo un temor reverencial.
—No me lo creo.
Corrió junto al borde de la piscina para regresar al pasillo que conducía a la bodega. Nada. Subió precipitadamente las escaleras, jadeando. El teatro. Nada. La sala de baile. Nada. La sala de billar. Nada. Recorrió el pasillo a grandes zancadas. La cocina. Nada. El comedor. Nada. Cruzó a toda velocidad el salón y regresó al vestíbulo. Barrett y Edith seguían allí. Fischer se detuvo jadeando ante ellos. Empezó a hablar, pero se interrumpió y desapareció escaleras arriba. Barrett sintió una oleada de euforia.
—Ya está —dijo—. ¡Lo he conseguido, Edith! ¡Lo he conseguido!
La rodeó con sus brazos, acercándola a él. El corazón de Edith latía con fuerza. Aún no podía creerlo, pero Fischer estaba fuera de sí. Al mirarlo, vio que estaba subiendo los escalones de dos en dos.
Fischer corrió por el pasillo hasta la habitación de los Barrett y entró. ¡Nada! Mientras giraba sobre sus talones, se le escapó un grito de fascinación. Regresó de nuevo al pasillo y se dirigió al cuarto de Florence. ¡Nada! Avanzó hasta su habitación. ¡Nada! Corrió al apartamento de Belasco. ¡Nada! ¡Dios Todopoderoso! ¡Nada! Sentía un martilleo en la cabeza, pero no le importaba. Se alejó precipitadamente por el pasillo, abriendo las puertas de las demás habitaciones. ¡Nada! ¡Fuera adonde fuera, no percibía nada, absolutamente nada! Se llenó de júbilo. ¡Barrett lo había conseguido!
¡La Casa Infernal estaba vacía!
Necesitaba sentarse. Avanzó tambaleándose hasta la silla más cercana y se dejó caer sobre ella. La Casa Infernal estaba vacía. Era increíble. Apartó de su cabeza la idea de que tendría que dejar de creer en todo lo que había creído hasta entonces.
No le importaba. La Casa Infernal ha sido despejada, exorcizada por ese fantástico… ¿qué?… que había allí abajo. Empezó a reír a carcajadas. ¡Y él había dicho que no era más que un montón de chatarra! ¡Dios mío, un montón de chatarra! ¿Por qué Barrett no le había pegado un puñetazo en la boca?
Se recostó sobre la silla con los ojos cerrados, intentando recuperar el aliento.
De repente reaccionó. Si ella hubiera resistido una hora más. ¡Sólo una hora más! Se inundó de cólera. ¡Barrett no debería haberla dejado sola!
Pero su enfado no podía durar. Se sentía avasallado por el respeto que sentía en esos momentos hacia el doctor. Barrett se había limitado a realizar su trabajo con paciencia y obstinación, sabiendo que tanto él como Florence pensaban que estaba equivocado. Pero siempre había tenido razón. Fischer movió la cabeza, maravillado. Era un milagro. Respiró profundamente y se vio obligado a sonreír. El aire seguía apestando.
Pero ya no llevaba consigo el hedor de los muertos.
2:01 P.M.
Fischer frenó un poco cuando el Cadillac se sumergió en otro banco de niebla impenetrable. Había decidido quedarse con el coche, venderlo y dividir la cantidad que consiguiera con Barrett. Si no conseguía venderlo, lo hundiría en un lago. Pasara lo que pasara, Deutsch no volvería a verlo en toda su vida. Deseaba que Barrett encontrara la forma de sacar el Reversor de la Casa Infernal antes de que Deutsch pudiera ponerle las manos encima, pues ese aparato debía de costar una pequeña fortuna.
Mientras atravesaba el oscuro bosque, conectó los limpiaparabrisas sin apartar los ojos de la carretera. Intentaba encajar las piezas del puzzle en su mente.
En primer lugar, el doctor siempre había tenido razón: el poder de la casa era un residuo masivo de radiación electromagnética. Barrett lo había anulado y había desaparecido. ¿Qué sucedía ahora con las creencias de Florence? ¿Habían quedado totalmente invalidadas? ¿Acaso, tal y como Barrett había afirmado, la médium había creado su propia obsesión y había manipulado inconscientemente la energía de la casa para demostrar su teoría? Esta explicación parecía satisfactoria. Sus propias creencias también se habían ido al traste, pero todo encajaba.
¿Por qué el inconsciente de Florence había decidido desarrollar un fenómeno desconocido para ella? No tardó en conocer la respuesta: para convencer a Barrett, quien consideraba que los únicos fenómenos significativos eran los de carácter físico.
Sin embargo, Daniel Belasco realmente existió. Alguien lo había encerrado vivo entre aquellas paredes… probablemente su padre. Florence lo había descubierto psíquicamente, leyendo la energía de la casa como si fuera el banco de datos de un ordenador. Por lo tanto, Daniel Belasco había sido la fuerza que le había hecho interpretar erróneamente esos hechos.
¿Pero por qué había permitido que su error la condujera al suicidio? Esta pregunta le desconcertaba. Si durante toda su vida había sido una vidente perspicaz, ¿cómo era posible que hubiera recurrido al suicidio para demostrar que tenía razón? ¿Acaso ese era el tipo de persona que siempre había sido? ¿De puertas hacia fuera se habría mostrado siempre de un modo distinto a como era en realidad? Parecía imposible. Durante muchos años había trabajado como médium psíquica sin sufrir daño alguno ni infligirlo, pero en esta ocasión había atacado a Barrett. ¿Acaso el poder de la Casa Infernal era tan sobrecogedor que no había sido capaz de afrontarlo? Estaba seguro de que Barrett habría respondido afirmativamente a esta pregunta. Además, él mismo se había enfrentado a ese poder el día anterior y había estado a punto de ser destruido. De todos modos…
Fischer encendió un cigarro y exhaló el humo. Se vio obligado a reflexionar de nuevo sobre el inexpugnable hecho de que la casa estuviera vacía. Barrett tenía razón; era imposible negarlo. Su teoría tenía sentido: para funcionar, el poder informe de la casa requería la concentración de vientos invasores. Se preguntó en qué estado habría permanecido la casa entre el año 1940 y el lunes anterior. ¿Habría estado silenciosa? ¿Inactiva? ¿Esperando la entrada de un nuevo ser inteligente? Seguro… pues Barrett tenía razón.
Tenía razón.
Intentó apartar de su mente las dudas que le acechaban. ¿Cómo era posible que siguiera desconfiando si había estado en su interior? ¡Había corrido de una habitación a otra con los sentidos completamente abiertos y no había percibido nada! La Casa Infernal estaba vacía. Pero entonces, ¿por qué le invadían aquellas estúpidas dudas?
Porque todo ha sido demasiado sencillo, descubrió repentinamente.
¿Y qué sucedía con los desastres de 1931 y 1940? Había participado en uno de ellos y sabía lo increíblemente complejos que habían sido los acontecimientos. Pensó en la lista del doctor Barrett: debía de haber más de cien fenómenos distintos enumerados en ella… y los incidentes de esa semana habían sido asombrosamente variados. No tenía ningún sentido que toda esa radiación se hubiera apagado como una lámpara. Sabía que no era lógico que justificara sus sospechas, pero tampoco podía ignorarlas. En el pasado habían existido demasiadas «respuestas finales». Demasiadas personas habían afirmado conocer el secreto de la Casa Infernal. La propia Florence lo había creído, y su error le había conducido a la destrucción. Ahora, era Barrett quien creía haber encontrado la respuesta final. Por supuesto que parecía haber demostrado por completo su teoría pero… ¿y si estaba equivocado? Si realmente existía un fenómeno recurrente en la casa, éste era que cada vez que una persona creía haber encontrado la respuesta definitiva, la casa iniciaba su ataque final.
Fischer movió la cabeza. Se negaba a creerlo. Por lógica, no podía creerlo. Barrett tenía razón. La casa estaba vacía.
De pronto, recordó el círculo sangriento del suelo de la capilla con la letra «B» garabateada en su interior. Sin duda alguna, hacía referencia a Belasco. ¿Por qué habría hecho eso Florence? ¿Acaso sus sentidos habían quedado ofuscados ante la inminencia de su muerte? ¿O habían sido cristalizados?
No. No podía haber sido Belasco. La casa estaba vacía. ¡Por el amor de Dios, lo había sentido en su propia piel! Barrett siempre había tenido razón. La radiación electromagnética era la respuesta.
Entonces, ¿por qué su pie apretaba cada vez con más fuerza el acelerador? ¿Por qué su corazón latía con tanta rapidez? ¿Por qué sentía escalofríos en la espalda? ¿Por qué crecía en su interior ese temor que le decía que debía regresar a la casa antes de que fuera demasiado tarde?
2:17 P.M.
Barrett salió del cuarto de baño en bata y zapatillas. Avanzó cojeando hasta la cama de Edith y se sentó en el borde. Ella está tumbada, tapada con la colcha.
—¿Te encuentras mejor? —preguntó Edith.
—De maravilla.
—¿Qué tal va ese dedo?
—Iré a que me lo vean tan pronto como lleguemos a casa. —No deseaba decirle que había intentando quitarse el vendaje en la ducha y que se había visto obligado a dejarlo tal y como estaba porque casi se desmaya del dolor.
—Regresar a casa. —Edith esbozó una sonrisa confusa—. Supongo que todavía me cuesta creer que realmente vayamos a volver a verla.
—Mañana estaremos allí. —Barrett hizo una mueca—. Es más, ya estaríamos allí si Deutsch Júnior no fuera un tremendo…
—… hijo de puta —sentenció su mujer.
Barrett sonrió.
—Por decir algo suave. —Entonces, su sonrisa desapareció—. Me temo que nuestra seguridad ha desaparecido, querida.
—Tú eres mi única seguridad —respondió ella—. Prefiero abandonar esta casa en tu compañía que ganar cien mil dólares.
Le cogió la mano izquierda antes de continuar.
—¿Realmente ha acabado todo, Lionel?
Su marido asintió.
—Por supuesto.
—Resulta difícil creerlo.
—Lo sé —le apretó la mano—. Supongo que no te importará que te recuerde que ya te lo dije, ¿verdad?
—Claro que no, siempre y cuando sepa que realmente todo ha terminado.
—Así es.
—Es una lástima que muriera cuando la respuesta estaba tan cerca.
—Lo es. Tendría que haberla obligado a marcharse de este lugar.
Edith envolvió la mano de su marido entre las suyas y la apretó, intentando reconfortarle.
—Hiciste todo lo que pudiste.
—No tendría que haberla dejado sola.
—¿Cómo podías saber que despertaría?
—No podía saberlo. Es increíble. Su subconsciente estaba tan ansioso por demostrar su mentira que logró que su sistema rechazara los sedantes.
—Pobre mujer —dijo Edith.
—Pobre mujer engañada. Incluso en el momento final: garabateando, con su propia sangre, aquel círculo con la letra «B» en su interior. Deseaba creer, incluso mientras agonizaba, que tenía razón; que Belasco, el padre o el hijo… no sé cuál de los dos, la estaba destruyendo. Se negaba a pensar que era su propia mente quien lo estaba haciendo. —Frunció el ceño—. Tuvo que ser un final terrible: atormentada, aterrada…
Al ver la expresión de Edith, se interrumpió.
—Lo siento.
—No te preocupes.
Esbozó una sonrisa forzada.
—Bueno, Fischer estará de regreso en una hora y, entonces, podremos irnos. —Frunció el ceño—. Asumiendo que no le hayan detenido cuando entregó el cadáver.
—No puedo decir que vaya a echar de menos este lugar —dijo Edith, al cabo de un rato.
Barrett rió suavemente.
—Yo tampoco. Sin embargo… —Reflexionó unos instantes—. Es el escenario de mi… ¿cómo podría llamarlo? ¿Triunfo?
—Sí —asintió ella—. Es un triunfo. Realmente soy incapaz de comprender lo que has hecho, pero asumo que se trata de algo sumamente importante.
—Bueno, yo tengo la impresión de que, a partir de ahora, la sociedad educada mirará con otros ojos la Parapsicología.
Edith sonrió.
—Porque es una ciencia, no una farsa —continuó—. Supongo que sus detractores no serán capaces de comprenderlo, pero estoy seguro de que al menos lo intentarán. Suelo estar de acuerdo con ellos cuando critican el enfoque habitual de los fenómenos psíquicos; incluso me parece justificable que les moleste el aura de farsa que envuelve a la mayoría de estos fenómenos y personas que los defienden. En general, las ciencias que llevan integrada la palabra «psi» no suelen infundir respeto y, por lo tanto, los críticos prefieren ridiculizarlas antes que arriesgarse a ser objeto de burla por analizarlas con seriedad. Por desgracia, se trata de una valoración a priori, realizada al cien por cien mediante métodos no científicos. Me temo que seguirán pasando por alto la importancia de la parapsicología hasta que sean capaces, tal y como dijo Huxley, de exponerse a los hechos del mismo modo que un niño pequeño; hasta que estén preparados para renunciar a cualquier idea preconcebida y sigan con humildad el camino por el que les dirija su naturaleza, hasta dondequiera que les conduzca. Y hasta aquí llega mi discurso —dijo, riéndose entre dientes, al darse cuenta de que estaba disertando. Mientras se inclinaba para besarla suavemente en la mejilla, le susurró al oído—: El conferenciante te ama.
—Oh, Lionel. —Edith le acarició la espalda—. Yo también te amo. Y estoy muy orgullosa de ti.
Se había quedado dormida. Con mucho cuidado, Barrett separó su mano de las suyas y se levantó. La miró con una sonrisa en la boca. Merecía dormir. Desde que entraron en la Casa Infernal, no había podido descansar ni una sola noche.
Su sonrisa se hizo más grande al recordar que ya no era la Casa Infernal. De hoy en adelante, simplemente sería la Casa Belasco.
Mientras se vestía con movimientos lentos y contenidos, se preguntó qué ocurriría con la casa. En su opinión, debería convertirse en un altar para la ciencia, pero estaba seguro de que Deutsch se la vendería al mejor postor. Refunfuñó, divertido: no podía imaginar que hubiera alguien deseoso de comprarla.
Se peinó, observando su reflejo en el espejo de la pared. Cuando su mirada se posó en la mecedora que había al otro extremo de la habitación, sonrió de nuevo. Ya no habría más escapes de energía cinética. Ya no habría más ráfagas de aire, ni olores, ni percusiones. Nada de nada.
Cruzó la habitación y salió al pasillo para dirigirse a las escaleras. Se alegraba de que Fischer hubiera insistido en llevar el cadáver de Florence Tanner a la ciudad inmediatamente: sabía que no habría permitido que llevaran su cuerpo en el maletero, pero para Edith habría sido terriblemente doloroso viajar hasta Caribou Falls con un cadáver en el asiento trasero.
Deseaba que Fischer no tardara demasiado en regresar. Por primera vez en toda la semana empezaba a sentir un gran apetito. Además, le apetecía celebrar su éxito con un banquete por todo lo alto. Pobre Deutsch, pensó de repente. Nunca sabría la verdad. Puede que fuera mejor así, más amable… aunque la verdad es que Deutsch nunca había pedido, ni merecido, amabilidad.
Bajó las escaleras lentamente, observando el enorme vestíbulo. Un museo, pensó. Ahora que el terror había sido exorcizado, deberían hacer algo con aquella casa.
Cruzó cojeando el vestíbulo. Después de ducharse había examinado su cuerpo en el espejo del cuarto de baño, imaginando que su aspecto debía de ser similar al que tendría un boxeador profesional después de un combate especialmente duro: tenía contusiones de color púrpura por todas partes; la piel quemada de su pantorrilla seguía contrayéndose y sentía que la zona abrasada tiraba de la piel que había a su alrededor; el roce del pantalón sobre la espinilla también le resultaba doloroso; y respecto a la pierna y el pulgar… Barrett se vio obligado a sonreír. Creo que este año no podré presentarme a las Olimpíadas.
Cruzó el salón, dirigiéndose al Reversor. Al echar un vistazo al indicador principal se sintió abrumado: 14.780. Nunca había imaginado que la lectura pudiera ser tan elevada. No le asombraba que aquella mansión hubiera sido considerada el Everest de las casas encantadas. Movió la cabeza, casi con admiración. El nombre resultaba sumamente apropiado.
Dando media vuelta, avanzó hasta la mesa y frunció el ceño al ver la cantidad de cosas que tenía que guardar. Recorrió con la mirada el equipo. Bueno, puede que no fuera necesario empaquetarlo todo: si cubrían con mantas el maletero de la limusina, bastaría con que lo envolvieran en toallas o algo así. Y puede que también me lleve alguna obra de arte, pensó, reprimiendo una sonrisa. Deutsch nunca las echará de menos. Deslizó un dedo por la superficie del indicador de REM.
La aguja se movió.
Barrett se giró y contempló atentamente la aguja. Volvía a estar quieta. Qué extraño, pensó. Al tocar el indicador, debía de haber cargado la aguja de electricidad estática. No volvería a ocurrir.
La aguja se movió bruscamente por la esfera y, al instante, regresó a su posición original.
Barrett sintió un tic nervioso en la mejilla derecha. ¿Qué estaba sucediendo?
El indicador no podía funcionar por sí solo. La radiación electromagnética sólo se convertía en energía mensurable ante la presencia de una persona dotada de poderes psíquicos. Soltó una fría carcajada. Después de todos estos años, resultaría grotesco descubrir que soy un médium, pensó. Chasqueó los dientes. Eso era absurdo. Además, en la casa no quedaba ningún tipo de radiación. La había eliminado por completo.
La aguja empezó a moverse. No saltó ni vibró, sino que avanzó lentamente por la esfera, como si estuviera registrando un incremento en la radiación.
—No. —Barrett parecía irritado—. Esto es ridículo.
La aguja siguió girando. Barrett vio que rebasaba la marca de cien e, instantes después, la de ciento cincuenta. Movió la cabeza. Eso era absurdo. No podía activarse por sí solo. Además, en la casa no quedaba ningún tipo de energía que pudiera ser registrado.
—No —repitió. En su voz había más ira que consternación. Simplemente, eso no podía estar sucediendo.
Levantó la cabeza con tanta rapidez que sintió un latigazo en el cuello. La aguja del dinamómetro estaba trazando un arco sobre la esfera. Es imposible. Desvió la mirada hacia el termómetro: empezaba a registrar un descenso en la temperatura.
—No —dijo. Tenía el rostro completamente pálido. Eso no tenía ningún sentido. Era completamente ilógico.
Contuvo el aliento cuando la cámara hizo un chasquido. Al mirarla, oyó que la cinta que había en su interior empezaba a girar. Entonces sonó un nuevo chasquido: la lente se había cerrado. Jadeó. Todos sus músculos se contrajeron cuando las luces de colores del panel de instrumentos se encendieron, se apagaron y volvieron a encenderse.
—No —movió la cabeza, negándose a claudicar. Esto no era aceptable. Era algún tipo de truco. Una farsa.
Pegó un bote cuando uno de los tubos de ensayo se partió por la mitad y, cayendo de su soporte, se estrelló contra la mesa. ¡Esto no puede estar sucediendo!, oyó que protestaba una voz dentro de su cabeza. De pronto recordó la única pregunta que le había formulado Fischer.
—¡No! —espetó. Se apartó de la mesa. Era completamente imposible. Una vez disipada, la radiación no podía restablecerse.
Las luces del panel empezaron a centellear rápidamente.
—¡No! —gritó colérico.
¡Se negaba a creerlo! Las agujas de los medidores no se estaban moviendo. El termómetro no estaba registrando un descenso constante en la temperatura. La estufa eléctrica no se había conectado. Los galvanómetros no estaban haciendo mediciones por sí solos. La cámara no estaba tomando fotografías. Los tubos de ensayo no se estaban rompiendo de uno en uno. La aguja del indicador de REM no había sobrepasado la marca de setecientos. Eran imaginaciones. Sus sentidos estaban ofuscados. Esto no puede estar pasando.
—¡Es mentira! —gritó, con el rostro distorsionado por la furia—. ¡Es mentira, mentira, mentira!
Se quedó boquiabierto cuando el medidor de REM empezó a dilatarse. Contempló horrorizado cómo se hinchaba, como si sus bordes y su superficie fueran de plástico. No. Movió la cabeza, negándolo. Se estaba volviendo loco. Aquello era imposible. No podía aceptarlo. Se negaba a…
Gritó cuando el medidor explotó de repente y gritó una vez más cuando los fragmentos de metal saltaron sobre su rostro y sus ojos. Soltó el bastón para cubrirse la cara. Algo salió disparado de la mesa y retrocedió de un salto, sintiendo que la cámara se estrellaba contra sus piernas. Perdió el equilibrio y, mientras caía, oyó que todo su equipo se precipitaba hacia el suelo, como si alguien lo estuviera tirando. Intentó ver algo, pero no pudo. Se levantó, estupefacto.
Entonces le atacó: una fuerza aplastante y gélida que lo levantó del suelo como si fuera un muñeco. Gritó aterrado cuando aquella fuerza glacial lo lanzó por los aires y lo arrojó con fuerza contra la parte frontal del Reversor. Barrett oyó el chasquido de su brazo izquierdo al romperse. Chillando de dolor, cayó al suelo.
La fuerza invisible volvió a sujetarlo y lo llevó a rastras por el salón. Era incapaz de soltarse. Intentó, en vano, gritar socorro. Cuando la fuerza lo soltó, cayó de bruces y salió rodando por el suelo. Una mesa enorme le cerró el paso. Tras palparla, levantó el brazo derecho, pero chocó contra su borde con tanta fuerza que se partió el pulgar herido. Un sofocante grito de agonía salió por su boca. La sangre salía a borbotones. Intentó apoyarse en la mesa para levantarse, pero volvió a caer al suelo de espaldas. Entonces tuvo un oscuro atisbo de su dedo, que seguía unido a su mano gracias a unos finos fragmentos de piel y hueso.
Intentó luchar contra el poder que lo remolcaba brutalmente por el vestíbulo, pero se sentía impotente, como un juguete entre las garras de una criatura invisible. Con sus ojos ciegos abiertos de par en par y una máscara de terror en el rostro, fue arrastrado hacia el pasillo por los pies. Tenía el pecho inundado de dolor y apretaba las manos contra el corazón. No podía respirar. Se le estaban entumeciendo los brazos y las piernas. Su rostro empezó a oscurecerse, primero en rojo y después, en púrpura. Las venas del cuello se distendieron y los ojos se hincharon. Con la boca abierta, intentó en vano coger aire mientras aquella fuerza salvaje lo arrastraba escaleras abajo, haciendo que su cuerpo rebotara contra los escalones. Tras cruzar las puertas giratorias, sintió que el suelo de baldosas se precipitaba bajo su cuerpo. Entonces, salió disparado por los aires.
El agua helada envolvió todo su cuerpo. La fuerza empezó a arrastrarlo hacia el fondo, mientras el agua se precipitaba por su garganta. Al sentir que empezaba a ahogarse, intentó liberarse. La fuerza se negaba a soltarlo. El agua entró en sus pulmones. Se inclinó hacia delante y observó el fondo, sabiendo que el final estaba cerca. La sangre del pulgar enturbiaba todo lo que le rodeaba. El poder le obligó a girarse lentamente. Ahora miraba hacia arriba, a través de una neblina rojiza. Había alguien de pie, en el borde de la piscina, mirándolo.
Los sonidos de su débil forcejeo cesaron. La figura se desdibujó y empezó a desaparecer entre sombras. Barrett se deslizó hacia el fondo y sus ojos se cegaron de nuevo. En algún lugar de las profundidades de su mente seguía centelleando una lánguida inteligencia que gritaba, angustiada: ¡Edith!
Todo se sumió en la oscuridad, como si estuviera envuelto en un sudario, mientras descendía hacia la larga noche.
2:46 P.M.
La mano izquierda de Edith se movió bruscamente. Su anillo de bodas se había partido por la mitad y había caído sobre la cama. Abrió los ojos de par en par. El dormitorio estaba a oscuras.
—¿Lionel?
La puerta se abrió. Aunque el pasillo también estaba a oscuras, vio que alguien entraba en la habitación.
—¿Lionel? —repitió.
—Sí.
Se levantó, sintiéndose mareada.
—¿Qué sucede?
—Nada que deba preocuparte. El generador se ha apagado.
—Oh, no —intentó ver algo, pero estaba demasiado oscuro.
—No es nada importante —dijo Lionel. Oyó sus pasos avanzando por la alfombra y sintió su peso sobre el colchón cuando se sentó al otro lado de la cama. Nerviosa, extendió el brazo y buscó a tientas su mano.
—¿Estás seguro de que todo va bien?
—Por supuesto. —La mano empezó a acariciarle el cabello—. No tengas miedo. Aprovechémonos de la situación.
—¿Qué? —Intentó tocarlo, pero estaba más lejos de lo que había creído.
—Hace mucho tiempo que no estamos juntos. —La mano de Lionel se deslizó por su mejilla—. Y tú lo necesitas.
Edith estaba sorprendida. La mano de Lionel se deslizó hasta su pecho izquierdo y empezó a acariciarlo.
—No, Lionel —dijo.
—¿Por qué no? —preguntó—. ¿Acaso no soy lo bastante bueno para ti?
—¿Qué estás…?
—Fischer sí que es lo bastante bueno —le interrumpió—. Incluso Florence Tanner era lo bastante buena.
Sus dedos se cerraron con fuerza alrededor de su pecho, lastimándola.
—¿No te apetece retozar con un anciano?
Edith intentó apartarle la mano. Sintió que los latidos de su corazón se aceleraban.
—No —murmuró.
—Sí —dijo él. Su mano descendió bruscamente y, tras levantarle la falda, desapareció entre sus piernas—. Sí, zorra lesbiana.
Las luces se encendieron.
Edith gritó. La mano le soltó, retrocediendo con rapidez. La pálida extremidad, que había sido seccionada por la muñeca, flotó sobre su pecho antes de empezar a hacer piruetas frente a su rostro angustiado. Los extremos de las venas colgaban en el aire. Edith reculó hasta que su espalda chocó contra el cabecero. La mano se abalanzó contra su pecho una vez más y le pellizcó el pezón con el pulgar y el índice. La mujer chilló, intentando quitársela de encima. Entonces saltó hacia delante, como una araña leprosa, y se sujetó ávidamente a su rostro. Un grito enloquecido salió de su garganta. En cuanto aquella gélida mano que llevaba consigo el olor de la tumba retrocedió un poco, Edith levantó las piernas y pataleó con furia. Dando un enorme salto, la mano empezó gesticular en el aire, moviendo los dedos frenéticamente.
Instantes después, se abalanzó hacia el suelo y desapareció entre las sábanas. La colcha empezó a hincharse como un globo. Jadeando, Edith saltó sobre el colchón y, en cuanto sus pies pisaron el suelo, salió disparada hacia la puerta. La colcha ascendió por los aires y, en un abrir y cerrar de ojos, la mujer quedó envuelta en una nube de polillas. Cruzó a ciegas la habitación, intentando deshacerse del enjambre, pero los insectos la cubrieron por completo, golpeándole en la cara con sus alas grises y revoloteando por su cabello. Cuando intentó gritar, las polillas entraron en su boca. Las escupió, asqueada, y cerró con fuerza los labios. Los insectos se precipitaban contra sus orejas y sus polvorientas alas chocaban salvajemente contra sus ojos. Cubriéndose la cara con ambos brazos, tropezó con la mesa octogonal y empezó a caer.
Antes de golpear el suelo, las polillas habían desaparecido. Aterrizó con fuerza e intentó ponerse de rodillas. Segundos después, la mesa se desplomó junto a ella y las páginas del manuscrito se diseminaron por la moqueta, antes de ganar altura de nuevo. Edith se giró, aterrorizada, cuando empezaron a romperse en pedazos ante sus ojos. Los trozos se elevaron por los aires y cayeron sobre ella como una lluvia de copos de nieve gigantescos. Edith retrocedió, arrastrándose por el suelo. Un hombre empezó a reír. Miró a su alrededor, muerta de pánico.
—¿Lionel? —murmuró.
—¿Lionel? —dijo de nuevo su propia voz, como si fuera una grabación.
—No —imploró.
—No —repitió su voz.
Edith gimoteó y oyó que el gemido se repetía. Empezó a llorar y oyó un sollozo idéntico al suyo en el aire. Impulsándose desesperada, consiguió ponerse en pie y cruzó la habitación a toda velocidad pero, al abrir la puerta, retrocedió de un salto, gritando.
Florence estaba en el umbral, desnuda, mirándola fijamente. Tenía los muslos y las piernas cubiertos de sangre. Edith chilló. La oscuridad se cernió sobre ella. Empezó a desplomarse.
Una corriente eléctrica sacudió todo su cuerpo, obligándola a permanecer erguida. La oscuridad se disipó. Estaba totalmente consciente y sabía, mientras cruzaba el umbral vacío, que no se había desmayado porque no se lo habían permitido. Corrió por el pasillo, dirigiéndose a las escaleras. El aire era muy espeso y transportaba el hedor del pantano. Una figura le cerró el paso. Edith se detuvo en seco. La mujer, que llevaba un camisón blanco, estaba tan empapada que su negro cabello se aplastaba contra su rostro cenizo. Sostenía algo entre las manos. Edith lo observó con repugnancia: era medio deforme, monstruoso. ¡Ciénaga Bastarda!, gritó una voz en su mente. Retrocedió, gimiendo enloquecida.
Algo la hizo girar sobre sus talones antes de golpearle en la espalda. Para evitar caerse, empezó a correr, pero enseguida se dio cuenta de que no estaba dirigiéndose hacia las escaleras. Intentó detenerse y dar media vuelta, pero era incapaz de controlar sus pies. Gritó al ver que Florence se abalanzaba sobre ella. Sus gélidas manos la abrazaron y sus labios muertos se apretaron contra los suyos, impidiéndole gritar. Amordazada y muerta de pánico, intentó separarse de ella.
Florence se desvaneció, haciendo que Edith cayera al suelo. Aterrizó sobre sus rodillas.
—¡Lionel! —gritó.
—¡Lionel! —repitió la voz burlona.
Un gélido viento se precipitó sobre ella, azotándole la ropa y el cabello. Intentó levantarse, pero algo helado se estrelló contra su nuca. Chilló al sentir que unos dientes se clavaban con fuerza en su carne. Levantó los brazos, pero no había nada. Un fétido escupitajo se deslizó por su piel. Palpó los profundos mordiscos.
—¡Lionel! —gritó angustiada.
—¡Estoy aquí! —respondió él. Edith levantó la cabeza. Lionel estaba corriendo hacia ella. Se dejó caer entre sus brazos pero al instante retrocedió, con los ojos clavados en el hombre que la abrazaba. Era su padre, con la expresión de abandono de un imbécil en la cara. Tenía la boca entreabierta y la lengua fuera, y sus enrojecidos ojos la miraban con estúpida alegría. La abrazó con fuerza, gimiendo como si fuera una bestia salvaje. Estaba desnudo, hinchado. Edith intentó apartarse de él y echar a correr, pero algo arremetió contra su costado. Perdió el equilibrio y acabó estrellándose contra la barandilla que daba al vestíbulo de entrada. Gritó de dolor. Su padre empezó a acercarse, sujetando su enorme pene con ambas manos. Edith se encaramó a la barandilla para escapar del horror, aún sabiendo que la única salida sería la muerte.
Unas manos fuertes se cerraron a su alrededor. Edith se giró, aterrada. ¡Era Lionel quien la estaba sujetando! Lo miró fijamente, negándose a creerlo.
—¡Edith! ¡Soy yo!
Al oír su voz se abrazó a él, sollozando.
—¡Sácame de aquí! —imploró.
—Ahora mismo —respondió él. Pasándole el brazo izquierdo por la cintura, la condujo a todo correr hacia las escaleras. Ella lo observó atentamente. No llevaba bastón ni cojeaba.
—No —gimió.
—Casi todo va bien —dijo él, apremiándola a bajar las escaleras.
Edith intentó apartarse de él.
—Soy yo —dijo Lionel.
Incapaz de liberarse, Edith empezó a sollozar. Una risa cavernosa resonó en el aire. Miró a su alrededor y vio que al pie de la escalera se había congregado una multitud que los observaba alborozada. Volvió a mirar a Lionel, pero ya no era él. Ahora era una monstruosa caricatura de sí mismo: todos sus rasgos eran grotescos, exagerados.
—Soy yo. Soy yo —dijo su voz, cruelmente burlona.
Forcejeó con él, en vano. La sujetaba con demasiada fuerza. Mientras corrían, no miró ni una sola vez hacia delante: tenía los ojos fijos en ella y una sonrisa burlona en los labios. Edith cerró los ojos.
¡Por favor, que todo esto acabe lo más rápido posible!, suplicó.
El vestíbulo, el pasillo. Sentía que el suelo se precipitaba bajo sus pies. Era incapaz de emitir ningún sonido. La puerta del teatro se abrió de par en par y le obligó a entrar de un empujón. Al abrir los ojos vio que las butacas de terciopelo estaban ocupadas por una muchedumbre desnuda que lamentaba divertida su situación. La llevó a rastras por todo el teatro hasta el escenario. Entonces, la hinchada parodia de Lionel la ató a una columna. Edith observó al público. Todos aullaban con fiera expectación. La mujer gritó cuando le arrancaron la ropa. El público vitoreó. El sonido llegaba amortiguado, como si fuera de otro mundo. Al oír un rugido, giró la cabeza. Un leopardo agazapado contemplaba el escenario. Intentó gritar, pero su garganta no emitió ningún sonido. La audiencia vociferaba. Edith cerró los ojos. De un salto, el leopardo se abalanzó sobre ella. Sus inmensos colmillos se hundieron profundamente en su cabeza y sintió el calor de su ensangrentado aliento en el rostro. Las patas traseras del animal empezaron a moverse con furia, desgarrándole la piel del estómago. Un profundo dolor inundó todo su ser y cayó hacia atrás, chillando.
Se desplomó sobre el polvoriento escenario. Vacilando, empezó a incorporarse. El teatro estaba vacío. No. Había alguien sentado en la penumbra de la última fila, ataviado con un traje negro. Tuvo la impresión de que una voz profunda resonaba en su mente.
Bienvenida a mi casa, decía aquella voz.
Intentó levantarse, pero le fallaron las piernas y cayó contra una pared. Apartándose, se acercó tambaleante hacia los escalones. Lionel estaba delante de ella.
—Soy yo —dijo.
Edith lanzó un grito agónico mientras una risa resonaba por el teatro. Corrió hacia la puerta dando bandazos y la abrió. Lionel estaba en el pasillo.
—Soy yo —repitió.
Intentó correr hacia el vestíbulo, pero alguien obligó a su cuerpo a girar hacia el lado contrario. Lionel la estaba esperando en el rellano de las escaleras que conducían al sótano.
—¡Soy yo! —gritó.
El hueco de la escalera bostezaba a sus pies. Lionel estaba de pie en el fondo, sonriéndole.
—¡Soy yo! —gritó.
Las puertas giratorias se abrieron de golpe, chocando contra las paredes. Lionel estaba de pie junto a la piscina.
—¡Soy yo! —gritó.
La fuerza le empujaba hacia él. Edith avanzó desconcertada y se detuvo al borde de la piscina. Contempló la ensangrentada agua.
Lionel flotaba a escasos centímetros de la superficie, con los ojos clavados en ella.
La locura se apoderó de Edith. Chillando, se alejó corriendo por el pasillo, dando bandazos. Una figura bajó apresuradamente las escaleras y la cogió de los brazos. Ella forcejeó con furia, chillando histérica. La figura le gritó, pero Edith sólo era capaz de oír su propia voz. Algo le golpeó en la mandíbula y, sin parar de gritar, sintió que descendía vertiginosamente hacia la oscuridad.
3:31 P.M.
Edith se agitó y abrió los ojos. Durante un largo instante, contempló fijamente la parte delantera del coche. Entonces se giró, confundida, y se estremeció al verlo. Lo observó en silencio.
—Lamento haber tenido que pegarle un puñetazo —dijo él.
—¿Fue usted?
Él asintió.
Edith miró a su alrededor.
—Lionel.
—Su cadáver está en el maletero.
Acercó la mano a la puerta, pero él la detuvo.
—No le gustará verlo. —Ella forcejeó, intentando soltarse—. ¡No!
Edith se dejó caer sobre el asiento, girando la cabeza hacia el otro lado. Fischer permaneció sentado en silencio, escuchando sus sollozos.
De repente, lo miró.
—Vayámonos de aquí —dijo.
Él no se movió.
—¿Qué sucede?
—No voy a irme.
Edith no entendía nada.
—Voy a volver a entrar.
—¿Va a entrar? —Estaba desconcertada—. No tiene ni idea de lo que está sucediendo allí.
—Tengo que…
—¡No tiene ni idea de lo que está pasando! —le interrumpió—. ¡Ha matado a mi marido! ¡Ha matado a Florence Tanner! ¡Me hubiera matado también a mí si usted no hubiera regresado! ¡Allí dentro, nadie tiene ninguna oportunidad de sobrevivir!
Fischer no discutió sus palabras.
—¿No basta con dos muertes? ¿También quiere acabar bajo tierra?
—No tengo intenciones de morir.
Edith le cogió la mano con fuerza.
—No me deje, por favor.
—Tengo que hacerlo.
—No.
—Es necesario.
—¡Por favor, no lo haga!
—Edith, tengo que hacerlo.
—¡No! ¡No tiene que hacerlo! ¡No tiene que hacerlo! No hay ninguna razón para volver a entrar.
—Edith… —Fischer cogió su mano entre las suyas y esperó a que sus lloros perdieran intensidad—. Escúcheme ahora.
Ella movió la cabeza, con los ojos cerrados.
—Tengo que hacerlo. Por Florence. Por su marido.
—Ellos no querrían que usted…
—Quiero hacerlo —le interrumpió—. Necesito hacerlo. Si abandono ahora la Casa Infernal, será como cavar mi propia tumba y morir. No he hecho nada en toda la semana. Mientras Florence y su marido hacían todo lo que estaba en su mano para acabar con el encantamiento, yo…
—¡Pero no lo consiguieron! ¡No existe ningún modo de liberar esta casa!
—Puede que no. —Hizo una pausa—. Sin embargo, tengo que intentarlo.
Edith levantó rápidamente la mirada. Al ver la expresión de su rostro, prefirió no decir nada.
—Tengo que intentarlo —repitió.
Permanecieron en silencio.
—Usted sabe conducir, ¿verdad? —preguntó Fischer al cabo de un rato.
Alcanzó a ver un destello de esperanza en sus ojos.
—No —respondió.
Fischer sonrió suavemente.
—Por supuesto que sabe.
Edith bajó la cabeza, hundiendo la barbilla en su pecho.
—Va a morir —dijo—. Como Lionel. Como Florence.
Fischer suspiró lentamente.
—Entonces, moriré —respondió.
Fischer cruzó el puente y avanzó con pesadez por el camino de gravilla que rodeaba el pantano. Ahora estaba solo. Al darse cuenta de ello, sintió un temor tan grande que estuvo a punto de dar media vuelta y correr.
Edith se había quedado llorando amargamente, a pesar de que había hecho grandes esfuerzos por controlarse. Con las lágrimas deslizándose por sus mejillas, había puesto en marcha el Cadillac y se había alejado entre la niebla. Ahora, no le quedaba más remedio que regresar a la casa. Con el frío que hacía, no podía ir caminando hasta Caribou Falls.
Las suelas de sus zapatillas de deporte trituraban la gravilla del camino. ¿Qué voy a hacer?, se preguntó. No tenía ni idea. ¿Florence habría conseguido acabar algo? ¿Y Barrett? Era imposible saberlo. Debía asumir la idea de que tendría que empezar de nuevo desde el principio.
Puso recta la espalda para intentar reprimir sus temblores. No le importaba lo que hubiera que hacer: estaba allí y lo haría. Edith le traería comida y la dejaría en el porche. Tampoco le importaba cuánto iba a durar todo eso. En aquellos momentos, sólo le importaba una cosa.
Advirtió que llevaba colgando del cuello el medallón que Florence le había regalado. Aunque le había dicho a Edith que también estaba haciendo esto por Barrett, la verdad es que sólo lo hacía por Florence. Ella era la persona a la que podría haber ayudado; la persona a la que debería haber ayudado.
Ya podía ver la casa, como un acantilado envuelto en niebla que se alzaba ante él. Fischer se detuvo y la observó. Podría llevar en ese lugar más de mil años. ¿Cuál era la respuesta de su encantamiento? No lo sabía. Sin embargo, estaba seguro de que si él no lograba descubrirlo, nadie podría hacerlo.
Subió silenciosamente los escalones del porche hasta llegar a la puerta. Seguía estando entornada, tal y como la había dejado cuando salió, cargando con el cadáver de Barrett. Vaciló durante un largo momento, consciente de que el hecho de entrar en esa casa iba a decidir, definitiva e irrevocablemente, su destino.
—¡Al diablo!
Al fin y al cabo, ¿cuál era su destino? Entró en la casa, cerrando la puerta a sus espaldas. Se acercó al teléfono y levantó el auricular. No había línea. ¿Qué esperabas?, se preguntó a sí mismo. Tiró el aparato sobre la mesa. Ahora estaba completamente desconectado. Se giró y miró a su alrededor.
Mientras cruzaba el vestíbulo, tuvo la sensación de que la casa se lo estaba tragando vivo.
6:29 P.M.
Fischer estaba sentado frente a la enorme mesa redonda del salón, comiendo un bocadillo y bebiendo una taza de café. Edith le había llevado dos bolsas de comida y se había marchado sin decir ni una sola palabra. Esto es de locos; durante la última hora, aquel pensamiento había aparecido en la mente de Fischer más de mil veces.
La atmósfera de la Casa Infernal estaba completamente calmada.
Ni siquiera había tenido que abrirse para saberlo. Lo había advertido mientras recorría la casa, subiendo primero las escaleras para echar un vistazo a todas las habitaciones. Si hubiera habido alguna presencia en el aire, la habría percibido. No había nada. Resultaba grotesco. Entonces, ¿qué había acabado con la vida de Barrett de una forma tan brutal? ¿Qué había estado a punto de matar a Edith? Cuando bajó las escaleras del sótano para rescatarla, había sentido con fuerza esa presencia, pero ahora había desaparecido. La casa parecía estar tan vacía como después de que Barrett hubiera usado el Reversor. Estaba seguro de que no era ningún tipo de truco. El día anterior supo, en el mismo instante en que despertó, que algo acechaba la casa. Aunque había subestimado su poder y su astucia, había sabido que estaba allí.
Ahora había desaparecido.
Fischer contempló el suelo. Uno de los galvanómetros de Barrett yacía cerca de sus pies, resquebrajado; muelles y resortes sobresalían del agujero a modo de brillantes entrañas. Observó el resto del equipo que se diseminaba, destrozado, sobre la moqueta; regresó al Reversor y se detuvo en la inmensa abolladura de la parte frontal. Algo devastador había asolado aquella habitación, destruyendo el equipo y destruyendo a Barrett.
¿Adonde habría ido?
Suspiró y, apoyando las suelas de sus zapatillas en el borde de la mesa, inclinó la silla un poco hacia atrás. ¿Ahora qué?, pensó. Había regresado con una valiente e impresionante determinación. ¿Para qué? No había hecho más progresos. Ni siquiera parecía haber nada en este lugar con lo que poder trabajar.
Recorrió todas y cada una de las habitaciones de la primera planta y permaneció durante casi veinte minutos en el comedor, observando los escombros: la mesa gigantesca hundida en la pantalla de la chimenea, la inmensa lámpara destrozada en el suelo, las sillas volcadas, los restos de la vajilla y la cristalería, la cafetera y las bandejas, los objetos de plata que se diseminaban por todas partes, la comida seca, las manchas de café, los amarillentos restos de azúcar y nata. Mientras contemplaba todo aquello, intentaba imaginar qué había sucedido. ¿Quién había tenido razón, Florence o Barrett? ¿Habría sido Florence la causante del ataque, tal y como Barrett había afirmado? ¿O había sido Daniel Belasco, como había repetido Florence una y otra vez?
Era imposible saberlo. Fischer fue hasta la cocina, cruzó la puerta que daba al oeste y, tras recorrer el pasillo, accedió al salón de baile. ¿Qué había hecho que se movieran las arañas de luces? ¿La radiación electromagnética o los muertos?
La capilla. ¿Daniel Belasco había poseído a Florence… o había sido un acto de locura suicida?
Examinó el garaje, el teatro, el sótano, recorrió la piscina, entró en la sauna. ¿Qué había atacado a Barrett en ese lugar? ¿Un poder irreflexivo o Belasco?
La bodega. Permaneció allí unos minutos, contemplando la sección del muro abierta. Allí no había nada; sólo vacío. ¿Dónde estaba el poder?
Fischer recogió del suelo la grabadora y la dejó sobre la mesa. Cuando encontró el cable de extensión, lo conectó y se sorprendió al descubrir que aún funcionaba. Rebobinó la cinta y tocó el botón de «play».
—¡Quieto! —gritó la voz de Barrett. Se oyeron ruidos confusos y una fuerte respiración. ¿Sería él? Entonces el doctor dijo—: La señorita Tanner está saliendo del trance. La retracción prematura ha provocado un breve shock sistémico.
Tras un prolongado silencio, la grabadora se apagó.
Fischer rebobinó un poco la cinta y volvió a ponerla en marcha.
—El velo ectoplasmático empieza a condensarse —dijo la voz de Barrett. Silencio. Fischer recordó el tejido brumoso que había cubierto la cabeza y los hombros de Florence como un húmedo sudario. ¿Por qué había manifestado fenómenos físicos? Esa pregunta todavía le inquietaba—. El filamento aislado se extiende hacia abajo.
Fischer rebobinó más la cinta y volvió a pulsar el «play».
—La respiración de la médium es, en este momento, de doscientos diez —estaba diciendo la voz de Barrett—. Dinamómetro: mil cuatrocientos sesenta. Temperatura…
Su voz se detuvo cuando alguien jadeó. Fischer recordó que había sido Edith. Se produjo un breve silencio antes de que el doctor añadiera:
—Ozono presente en el aire.
Fischer detuvo la cinta y dejó que se rebobinara. ¿Qué podía aprender reviviendo esos momentos? No habían aportado nada. Sólo habían servido para que Florence y Barrett confirmaran sus distintas creencias. Detuvo la cinta y la puso en marcha.
—Participan en la sesión: Doctor Lionel Barrett y señora, señor Benjamin…
Fischer pulsó el botón de parada y la rebobinó un poco más.
Cuando volvió a ponerla en marcha, se sobresaltó al oír una voz histérica… era la de Florence, pero sonaba muy diferente. Estaba gritando:
—… no os quiero hacer daño, pero debo hacerlo. ¡Debo hacerlo! —Un silencio momentáneo y después, una voz sofocada por el odio que decía—: Os lo advierto. Idos de esta casa antes de que os mate.
Se oyeron unos repentinos golpes y la voz asustada de Edith que preguntaba: «¿Qué es eso?». Fischer detuvo la cinta, la rebobinó y escuchó de nuevo aquella voz amenazadora. ¿Pertenecía a Daniel Belasco? La escuchó cinco veces más, pero fue incapaz de descubrir nada. Puede que Barrett tuviera razón. Podría haber sido el subconsciente de Florence quien había creado la voz, el personaje, la amenaza.
Murmurando una maldición, rebobinó un poco más la cinta y volvió a conectarla.
—Vete. Deja la casa —dijo la voz apremiante de Nube Roja. ¿Habría existido alguna vez dicha entidad o también había sido una parte de la personalidad de Florence? Fischer movió la cabeza. Se oyó un gruñido y Nube Roja siguió hablando—: No bueno.
La voz era muy grave, pero era posible que fuera Florence empleando un registro más bajo.
—No bueno. Mucho tiempo aquí. No escucha. No comprende. Demasiado enfermo por dentro —Fischer se vio obligado a sonreír, aunque eso le dolió: esa excusa resultaba demasiado pobre en la voz de un indio. Nube Roja siguió hablando—: Límites. Naciones. Términos. No sé qué significa. Extremos y límites. Terminaciones y extremidades —una pausa—. No sé.
—¡Mierda! —exclamó, apretando el botón que detenía la cinta. La rebobinó un poco más y volvió a ponerla en marcha. Silencio.
—Ahora, si usted… —empezó a decir Barrett, pero Florence lo interrumpió con una voz profunda—: Nube Roja guía a mujer Tanner. Guía a segundo médium a su lado.
Escuchó la sesión completa: la voz retumbante del indio; la descripción de la entidad troglodita; la «llegada» del «hombre joven»; la voz histérica que les amenazaba; las violentas percusiones; la voz de Barrett describiendo el inesperado inicio del fenómeno físico.
La segunda sesión: la invocación y el himno de Florence; su inmersión en el estado de trance; los gemidos graves y desfallecientes; los resuellos; la voz impersonal de Barrett registrando las lecturas de los instrumentos; su descripción de la materialización; la risa envolvente; el grito de Edith.
La cinta siguió girando en silencio. Fischer extendió el brazo y apagó la grabadora. Nada, pensó. ¿Quién les había engañado para después atacarlos, como Don Quijote?
Se levantó. No pensaba irse de la casa hasta que sucediera algo, hasta que hubiera encontrado algún hilo que seguir. Tenía que haber alguna respuesta en algún lugar. De acuerdo, volvería a recorrer la casa entera. Seguiría husmeando por todas las esquinas hasta que encontrara la pequeña mota de comprensión que andaba buscando. La casa parecía estar vacía, pero en alguna parte se escondía algo que seguía con vida, algo tan poderoso que era capaz de matar.
Y estaba decidido a encontrarlo, aunque eso le llevara un año entero.
Mientras cruzaba el salón, empezó a abrirse. Ahora no parecía haber ningún peligro en ello, aunque tampoco había ninguna razón para hacerlo. Sin embargo, necesitaba hacer algo.
En el mismo instante en que dejó caer la última de sus defensas, algo le dio un empujón. Estaba accediendo al vestíbulo y aquel empellón inesperado estuvo a punto de derribarlo. Tambaleándose hacia un lado, cerró los brazos automáticamente, preparándose para ofrecer resistencia.
No sucedió nada más. Fischer frunció el ceño. Sabía que tenía que abrirse una vez más. Por fin había algo tangible… aunque le había cogido por sorpresa. Sin embargo, no se atrevía a exponerse del mismo modo que el día anterior.
Permaneció en pie, vacilante, percibiendo a la presencia que revoloteaba a su alrededor. Deseaba enfrentarse a ella, pero le daba muchísimo miedo hacerlo.
Enfadado consigo mismo por su falta de valor, se abrió.
Inmediatamente, algo lo cogió con fuerza del brazo y lo arrastró con rapidez hasta el pasillo que conducía hacia el sur. Fischer intentó detenerse. Descruzó los brazos porque, a pesar de que le ofrecían protección, cubrían su plexo solar. ¡Tenía que dejar de abrirse y cerrarse como una almeja aterrada!
Abrió la puerta de su interior lo suficiente como para sentir que la presencia volvía a sujetarlo. Fue empujado de nuevo hacia el pasillo. Era como si unas manos invisibles lo tiraran de la ropa, lo cogieran de la mano, se cerraran alrededor de su brazo. Dejó que lo llevara consigo, sorprendido por su suavidad. No era una fuerza oscura y destructiva. Era como si tu tía soltera te apremiara a ir a la cocina para tomar un vaso de leche con galletas. Fischer incluso tuvo tentaciones de sonreír… Sí, era insistente y severa, pero no resultaba en absoluto amenazadora. Jadeó al descubrir quién era: ¡Florence! ¡Siempre había afirmado que la respuesta se encontraba en la capilla! Una oleada de alegría recorrió todo su ser. ¡Florence intentaba ayudarle! Abrió la pesada puerta y entró.
La capilla estaba opresivamente silenciosa. Fischer miró a su alrededor, como si intentara verla. No había nada.
El altar.
Estas palabras centellearon en su mente con la misma claridad que si alguien las hubiera pronunciado en voz alta. Recorrió la nave con rapidez, dando un respingo al pasar junto al gato y estremeciéndose al ver el crucifijo caído. Al llegar al altar, observó la Biblia. La página por la que estaba abierta llevaba por título NACIMIENTOS. «Daniel Myron Belasco nació a las 2:00 a.m. del 4 de noviembre de 1903». Sintió una gélida decepción. No podía ser eso; era imposible.
Pegó un brinco cuando las páginas de la Biblia se levantaron de golpe. Entonces, todas y cada una de ellas empezaron a pasar con tanta rapidez que sintió una brisa soplando en su rostro. Cuando se detuvieron, bajó la mirada sin saber cuál era el párrafo que se suponía que debía mirar. Sintió que su mano se levantaba y se movía sobre la página. Su dedo índice señalaba una línea. Se inclinó un poco para leerla.
«Si el ojo derecho te ofende, arráncatelo».
Releyó la frase, desconcertado. Tenía la impresión de que Florence estaba junto a él, ansiosa e impaciente; sin embargo, no comprendía nada. Para él, aquellas palabras no tenían ningún sentido.
—Florence… —empezó a decir.
Levantó la cabeza bruscamente al oír un desgarro tras el altar. Una tira de papel de empapelar colgaba de la pared, revelando el yeso que se alzaba detrás.
Fischer gritó al sentir que el medallón le abrasaba el pecho. Frenéticamente, se lo arrancó de un tirón y lo tiró al suelo, siseando de dolor. El medallón se rompió en pedazos. Fischer lo contempló confundido. Los fragmentos rotos habían formado algo similar a la punta de una flecha, que parecía estar señalando hacia…
Llegó con una precipitación sobrecogedora. Se quedó paralizado de miedo, como un indígena al oír el rugido próximo de un tsunami. Fischer levantó la cabeza, en silencio.
Un instante después, el poder se estrelló contra él con violencia, empujándolo hacia atrás. Gritó aterrado cuando lo tiró al suelo y lo envolvió en una apabullante oscuridad. No podía hacer nada por resistirse. Impotente, permaneció inmóvil mientras la gélida fuerza lo inundaba, llenando todas y cada una de sus venas de oscura contaminación. ¡Ahora!, aulló una voz triunfal en su cabeza. Y de pronto supo la respuesta, del mismo modo que la habían sabido Florence Tanner y el doctor Barrett. Pero fue consciente de que la sabía porque también él estaba a punto de morir.
No se movió durante largo rato. Sus ojos no pestañeaban. Parecía un hombre muerto que yacía en el suelo.
Entonces, muy despacio y sin expresión alguna en el rostro, se levantó y avanzó hacia la puerta. Tras abrirla, recorrió el pasillo en dirección al vestíbulo. Al llegar a la puerta principal, la abrió y salió al exterior. Cruzó el porche, descendió los amplios escalones, accedió al camino de gravilla y empezó a alejarse por él. Mirando en todo momento hacia delante, llegó a la orilla del pantano y pisó el viscoso légamo. El agua le cubrió las rodillas.
Le pareció oír un grito distante. Parpadeó, pero siguió avanzando. Algo cayó al agua a su lado, lo cogió por el jersey y tiró de él con fuerza, obligándolo a retroceder. Sintió una amarga sacudida en sus órganos vitales y gritó, dolorido. Intentó lanzarse al agua, pero alguien tiraba de él, llevándolo hacia la orilla. Fischer gimió, ansioso por liberarse. Las frías manos lo sujetaron por el cuello. Se retorció gruñendo, intentando soltarse. Los músculos de su estómago se tensaron y, doblándose de dolor, cayó sobre sus rodillas. El agua helada le salpicó la cara. Movió la cabeza e intentó levantarse para volver a hundirse en el pantano. Las manos seguían tirando de él. Al levantar la mirada vio, como a través de un velo gelatinoso, un rostro distorsionado y pálido. Sus labios se movían, pero era incapaz de oír sonido alguno. Levantó la cabeza, ofuscado. Tenía que morir. Lo sabía perfectamente.
Belasco se lo había dicho.
7:58 P.M.
Durante la última media hora Fischer había permanecido encorvado en un rincón del asiento, mirando ciegamente hacia delante, con la cara tan blanca como la tiza y los brazos cruzados sobre el estómago. Sus dientes castañeaban sin cesar y, de vez en cuando, sus ojos se quedaban en blanco durante largos minutos. Temblaba tanto que la manta se le caía de los hombros y Edith había tenido que volver a taparlo en repetidas ocasiones. Sin embargo, Fischer no había respondido en ningún momento a sus atenciones. Era como si fuera invisible para él.
Había tardado lo que le pareció una eternidad en impedir que se hundiera en el pantano. Aunque cada vez había ofrecido una menor resistencia, sus obvias intenciones de ahogarse habían persistido. Como un sonámbulo, había forcejeado con ella obstinadamente, intentado liberarse. Nada de lo que ella había dicho o hecho había servido de nada. Fischer, que no había hablado en ningún momento, era incapaz de pensar en nada que no fuera su propio suicidio. Le había tirado de la ropa, lo había sujetado con fuerza de las manos, de los brazos y del cabello, lo había abofeteado, pero sus esfuerzos se habían visto frustrados una y otra vez. Para cuando dejó de forcejear, ella estaba tan empapada y exhausta como él.
Miró a su alrededor, intentando ver el indicador de la gasolina. Había conectado el motor y la calefacción en el mismo instante en que lo metió en el coche y, ahora, el Cadillac estaba templado. En cuanto vio que aún quedaba más de medio depósito, volvió a girarse. El calor no parecía tener el menor efecto en Fischer. Seguía temblando sin parar. Pero Edith sabía que no era frío lo único que sentía. Observó sus paralizados rasgos. El círculo se ha completado, pensó, sin poder evitarlo.
Los esfuerzos de 1970 por liberar la Casa Infernal se habían convertido en una entrada más de la larga lista de fracasos.
Fischer se agitó violentamente y cerró los ojos. Sus dientes dejaron de castañear y su cuerpo se quedó inmóvil. Cuando Edith lo observó en ansioso silencio, advirtió que el color estaba regresando a sus mejillas.
Varios minutos después, abrió los ojos y la miró. Cuando tragó saliva, Edith pudo oír un sonido seco y crujiente en su garganta. Vio que Fischer acercaba lentamente su brazo y le cogía de la mano. Estaba fría como el hielo.
—Gracias —murmuró.
Ella fue incapaz de hablar.
—¿Qué hora es?
Al echar un vistazo a su reloj, Edith descubrió que se había detenido. Se giró para mirar la hora en el salpicadero.
—Poco más de las ocho.
Fischer se recostó sobre el asiento, emitiendo un débil gemido.
—¿Cómo consiguió traerme hasta aquí?
La escuchó mientras le contaba lo sucedido.
—¿Por qué ha regresado? —preguntó, en cuanto acabó la explicación.
—Tenía la impresión de que usted no debía quedarse solo.
—¿A pesar de lo que le había sucedido?
—Tenía que intentarlo.
Fischer le apretó la mano con fuerza.
—¿Qué fue lo que ocurrió? —preguntó Edith.
—Quedé atrapado.
—¿Dónde?
—La pregunta es «por quién».
Ella esperó.
—Florence nos lo dijo —explicó Fischer—. Nos lo dijo. Pero soy tan estúpido que fui incapaz de verlo.
—¿Qué?
—La «B» en el interior del círculo —respondió Fischer—. Belasco. Sólo él.
—¿Sólo él? —Edith era incapaz de comprenderlo.
—Él lo creó todo.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque me lo dijo —respondió—. Dejó que lo supiera porque estaba a punto de morir. No me extraña que nadie descubriera nunca su secreto. En toda la historia de las casas encantadas, es la primera vez que existe algo similar: una única entidad tan poderosa que puede crear lo que parece un encantamiento múltiple y complejo. Una entidad que es capaz de parecer docenas de ellas y de imponer infinitos efectos físicos y mentales sobre aquellos que entran en la casa… usando su poder como si tuviera a su disposición un cuadro de mandos gigantesco, infernal.
El motor estaba apagado y en el coche empezaba a hacer frío. Deberían estar regresando al pueblo pero, sentada en la oscuridad, aturdida y subyugada, sólo era capaz de escuchar las palabras de Fischer.
—Creo que supo, desde el mismo instante en que pusimos un pie en la casa, que Florence era la persona en la que debía concentrarse. Era nuestro eslabón más débil, pero no porque careciera de fuerza, sino porque era la que tenía más deseos de abrirse y, por lo tanto, la persona más vulnerable. Durante la sesión del lunes debió de alimentarla con diversas impresiones, buscando a alguien que pudiera provocar una respuesta en ella. Fue el joven que «alojó» en su mente y al que Florence identificó como Daniel Belasco. Simultáneamente, para poder utilizarla en contra de su marido, Belasco hizo que manifestara fenómenos físicos. Eso le sirvió a diferentes propósitos: en primer lugar, le ayudó a verificar las creencias de su marido; en segundo lugar, consiguió que Florence perdiera parte de su confianza. Ella sabía que sólo era una médium mental y, aunque intentó convencerse a sí misma de que había sido la voluntad de Dios, sus nuevas dotes le inquietaban. Tenía la certeza de que había algo que no encajaba. Ambos la teníamos. Y, en tercer lugar —continuó—, le permitió impedir que su marido trajera a otro médium físico a la casa después de que yo me negara a celebrar una sesión.
Fischer tenía los ojos vidriosos.
—Belasco deseaba que el grupo tuviera un número de miembros manejable. Entonces empezó a desarrollar una situación hostil entre Florence y el doctor Barrett. Sabía que las creencias de ambos eran completamente opuestas y que, inconscientemente, a Florence le molestaba la insistencia con la que su marido le recordaba, con sus exámenes físicos y sus insinuaciones, que estaba seguro de que pretendía estafarle. Belasco trabajó sobre ese resentimiento y sobre sus discrepancias y, tras reforzarlos, provocó el ataque poltergeist en el comedor, usando parte de la fuerza de Florence pero, sobre todo, la suya. Esta hazaña también le ayudó a diversos propósitos: en primer lugar, debilitó a Florence, haciendo que dudara de sus motivaciones. En segundo lugar, incrementó la hostilidad entre ella y el doctor Barrett. En tercer lugar, le ayudó a conocer mejor las convicciones de su marido. Y en cuarto lugar, lo hirió y consiguió asustarlo un poco.
—No estaba asustado —dijo Edith, pero en su voz no había convicción.
—Siguió trabajando sobre Florence —continuó diciendo Fischer, como si no la hubiera oído—, vaciándola física y mentalmente: los mordiscos, el ataque del gato… De este modo fue minando sus fuerzas y, al mismo tiempo, desarrollando en su mente un concepto equivocado sobre Daniel. Cuando, debido a lo que le dijo su marido, perdió prácticamente toda su confianza, Belasco le permitió descubrir el cadáver e incluso ofreció una supuesta resistencia antes de que lo encontrara, para que resultara más convincente.
»A partir de ese momento, Florence quedó convencida de que Daniel Belasco era quien había encantado la casa. Para reforzar su creencia, Belasco la condujo en sueños hasta el pantano y permitió que «Daniel» la rescatara… incluso le permitió ver un atisbo de sí mismo huyendo entre las sombras. Entonces, todas sus dudas se disiparon. Vino a verme y me contó lo que pensaba: que Belasco controlaba esta casa manipulando a todas las entidades que vivían en ella. Estaba muy cerca de la verdad. ¡Dios mío! A pesar de que la había engañado desde el mismo instante en que puso un pie en la casa, estuvo a punto de descubrir la verdad. Por eso estaba tan segura. Porque en todo lo que decía, no había más que una pared muy fina entre ella y la verdad. Si la hubiese ayudado, habría conseguido descubrirlo, habría…
Fischer se detuvo de repente y miró por la ventanilla durante un prolongado momento, antes de continuar.
—Era una cuestión de tiempo. Belasco debía de saber que, tarde o temprano, Florence descubriría la respuesta correcta. Por eso se concentró aún más en ella. Utilizó sus recuerdos sobre la muerte de su hermano y los unió a su obsesión por Daniel Belasco. Entonces, el sufrimiento de su hermano se convirtió en el sufrimiento de Daniel, y la necesidad de su hermano… —Fischer apretó los dientes— se convirtió en la necesidad de Daniel.
En su rostro se dibujó una expresión de odio.
—Como acto final, le permitió entrar en la capilla. Accedió a que entrara en el lugar en el que ella creía que se encontraba el secreto de la Casa Infernal. Su estratagema final consistió en mostrarle la entrada de la Biblia que certificaba el nacimiento de su hijo. Belasco sabía que lo creería, porque eso era exactamente lo que estaba buscando: una verificación definitiva. Después de aquello, en su mente no quedó espacio alguno para las dudas. Había existido un Daniel Belasco y su espíritu necesitaba ayuda. Combinando los hechos de la existencia de su hijo con el eterno pesar que había dejado en su corazón la muerte de su hermano, Belasco logró convencerla.
Edith se giró cuando, de improviso, Fischer golpeó el puño contra la palma de su mano.
—Y yo tenía bastante claro en qué iba a consistir esa ayuda. ¡Lo sabía perfectamente! —apartó la cara—. Pero dejé que lo hiciera. Dejé que hiciera lo que nunca debería haber hecho. Dejé que se destruyera. A partir de ese momento, ya estaba perdida— continuó, con amargura—. No había forma alguna de que consiguiera sacarla de la casa. Fui un estúpido al pensar que podría hacerlo. Ella era su… marioneta, un títere con el que podía jugar y al que podía torturar. —Pareció reírse de sí mismo—. Incluso así, me senté a la mesa mientras su marido nos explicaba su teoría, sabiendo que Florence había sido poseída, pero sin preguntarme aún el por qué. Estaba tan tranquila, tan atenta. Pero de pronto, supe la razón. No era ella quien escuchaba; era Belasco, deseoso de conocer los detalles.
—¿Entonces, fue él quien intentó destruir el Reversor?
—¿Por qué iba a querer destruirlo? Sabía perfectamente que no suponía ningún peligro para él.
—Pero después de que Lionel lo pusiera en marcha, usted dijo que la casa estaba despejada.
—Otro de los trucos de Belasco.
—No puedo creerlo…
—Todavía está allí, Edith —le interrumpió él, señalando la casa con el dedo—. Asesinó a su marido, asesinó a Florence y estuvo a punto de asesinarnos a nosotros… —Una risa gélida, derrotada, escapó por los labios de Fischer—. Y ésta es su burla final: aunque ahora conozcamos su secreto, no podemos hacer nada para destruirlo.
8:36 P.M.
Ya habían llegado a la casa cuando Fischer vaciló. Edith se giró para mirarlo y vio que tenía los ojos fijos en la puerta principal.
—¿Qué sucede? —preguntó.
—No sé si seré capaz de volver a entrar.
Ella titubeó.
—Necesito recoger sus cosas, Ben.
Fischer no respondió.
—Usted dijo que si no se abría, Belasco no podría hacerle daño.
—Esta semana he dicho un montón de cosas, pero en su mayoría eran erróneas.
—Entonces, ¿debo entrar yo?
Guardó silencio.
—¿Debo hacerlo yo?
Fischer avanzó hasta la puerta, la abrió y contempló el interior durante un largo instante.
—Iré lo más rápido que pueda —dijo, volviéndose hacia Edith.
En cuanto cruzó el umbral, permaneció inmóvil unos minutos, expectante. Al ver que no ocurría nada, empezó a cruzar el vestíbulo en dirección a las escaleras. La atmósfera estaba vacía de nuevo, aunque en esta ocasión sus miedos no se vieron apaciguados. Mientras subía rápidamente los escalones, se preguntó si Belasco seguiría en la capilla o si se estaría moviendo por la casa. Deseaba que el hecho de no abrirse fuera una defensa suficiente, pero ya ni siquiera estaba seguro de eso. Al entrar en la habitación de los Barrett, arrojó sus maletas sobre la cama y las abrió.
Creo que lo que más me molesta, pensó mientras empezaba a hacer el equipaje, es saber con certeza que Barrett estaba equivocado. Ese hombre parecía tan seguro de sí mismo… Todo lo que decía parecía tener lógica. ¿Pero de qué servía eso ahora, si habían podido constatar que sus teorías eran erróneas?
Fischer se movía con rapidez entre la cama, el armario y la cómoda, recogiendo la ropa y otros objetos personales y arrojándolos a alguna de las dos maletas. Suponía que, desde un principio, Belasco había decidido no dejarse ver: si nadie lo veía, era imposible que alguien llegara a la conclusión de que él era una parte importante del encantamiento de la casa. Además, si todos presenciaban un fabuloso despliegue de fenómenos supuestamente aislados, cada uno de ellos se centraría en un elemento diferente de éstos y nunca descubrirían que Belasco era el único causante de todos ellos. Hijo de puta, pensó. Sus rasgos se endurecieron y, con movimientos airados, empezó a apretar el contenido de las maletas para poder cerrar las cremalleras.
No comprendía la razón por la que Belasco, que había sido tan diabólicamente eficiente al planear la destrucción de Florence y Barrett, había optado por un modo tan absurdo de acabar con él. El hecho de enviarlo al exterior de la casa no podía ser infalible en ninguna circunstancia. Si el poder de Belasco era ilimitado, ¿por qué, en su caso, había elegido un método tan poco eficaz?
Fischer se detuvo de repente.
Quizá, su poder ya no es tan ilimitado como antes.
¿Sería eso posible? En la capilla no había podido hacer nada para resistirse a Belasco. Si había habido algún momento en el que ese hombre debería haber sido capaz de destruirlo, sin duda alguna había sido ése. Sin embargo, lo único que hizo fue ordenarle que se suicidara en el pantano. ¿Por qué? ¿Acaso Florence tampoco se equivocó cuando le dijo que él mismo tenía un poder inmenso? Movió la cabeza. Eso no tenía sentido. Resultaba halagador, pero en absoluto convincente. Puede que eso fuera posible en su juventud, pero no ahora. Era más aceptable pensar que Belasco, después de destruir a Barrett y a Florence, no había tenido la fuerza necesaria para acabar con él.
Pero de nuevo… ¿por qué? Teniendo a su disposición un poder tan inmenso como el que había manifestado durante toda la semana, ¿por qué iba a estar ahora debilitado? No podía tratarse del Reversor pues, si hubiese funcionado, Belasco habría desaparecido.
Entonces, ¿qué era?
Edith permaneció en el porche, esperando a que Fischer regresara. La manta que llevaba alrededor de los hombros no conseguía hacerle entrar en calor y su ropa, todavía mojada, estaba cada vez más fría. Observó el vestíbulo vacío. ¿Qué daño podía hacerle dar unos pasos hacia delante para estar un poco más resguardada?
Finalmente lo hizo. Al entrar en la casa, cerró la puerta y se quedó de pie junto a ella, mirando hacia las escaleras.
Era como si hubiera entrado en aquella casa por primera vez en otra vida. En su mente, el lunes parecía tan distante como la época en la que vivió Jesucristo. Ésa era una de las razones por las que había regresado: ahora que Lionel se había ido, ya nada importaba.
Se preguntó cuánto tiempo pasaría antes de que le llegara la hora de la muerte. Puede que sólo tuviera que esperar a ver el cadáver de su marido.
Apartó de su mente aquel pensamiento. ¿Realmente fue ayer cuando bajó esas escaleras buscando a Fischer? Se estremeció. Había sido una presa demasiado fácil para Belasco.
Cuando examinó a Florence, fue Belasco quien la observó y quien se dio cuenta de su turbación. Fue él quien le enseñó las fotografías, quien le impulsó a beber brandy y quien convirtió el temor que sentía por tener tendencias lesbianas en un irreflexivo deseo por Fischer. Al recordar lo sucedido, hizo una mueca. ¡Qué débil era! ¡Con qué facilidad la había manipulado!
También apartó de su mente aquella idea. Cada vez que pensaba en Belasco ofendía a la memoria de Lionel. Casi se arrepentía de haber regresado, pues eso sólo había servido para descubrir que su marido había estado equivocado en todo lo que había dicho y hecho.
Hizo una mueca, sintiéndose culpable. ¿Cómo era posible que el trabajo al que había consagrado la vida entera no sirviera de nada? Sintió que le invadía un odio tremendo hacia Fischer, por haber destruido la fe que tenía en Lionel. ¿Con qué derecho lo había hecho?
Una súbita oleada de angustia le obligó a recorrer el vestíbulo. Tras subir las escaleras, avanzó por el pasillo y vio que las dos maletas se encontraban en la puerta de su habitación. Mirando a su alrededor, oyó ruidos en el dormitorio de Fischer y se dirigió hacia allí con rapidez.
Él se sobresaltó al verla.
—Le dije…
—Sé lo que me dijo —le interrumpió ella. Necesitaba soltarlo antes de que él pudiera hablar—. Me gustaría saber por qué está tan seguro de que mi marido se equivocó.
—No lo estoy.
Estaba tan enfadada con él que ni siquiera prestó atención a sus palabras. Empezó a hablar de nuevo, atacándolo, pero al darse cuenta de lo que había respondido, se vio obligada a dar marcha atrás.
—¿Qué?
—Me pregunto si, en parte, tenía razón.
—No…
—¿Recuerda lo que le dijo Florence?
—¿Qué?
—Florence le dijo: ¿«Acaso no se da cuenta de que ambos podríamos tener razón»?
—No lo entiendo.
—Me pregunto si el poder de Belasco es la radiación electromagnética, como dijo ella —explicó Fischer—. Me pregunto si el Reversor consiguió debilitarlo. —Frunció el ceño antes de continuar—. Sin embargo, ¿por qué permitió que esa máquina lo debilitara? No tiene ningún sentido… sobre todo, cuando tuvo la oportunidad de destruirla.
Edith no quería escuchar sus objeciones. Deseosa de restaurar la validez del trabajo de Lionel, dijo:
—Pero puede que esté debilitado. Usted dijo que fue atrapado en la capilla. Si aún era poderoso, ¿por qué iba a hacer eso? ¿Por qué no le atacó en cualquier otro lugar?
Fischer, que no parecía convencido, empezó a pasear por la habitación.
—Eso explicaría por qué me llevó engañado hasta ese lugar —dijo—. Si el Reversor realmente lo debilitó, debió de utilizar casi toda la energía que le quedaba destruyendo a su marido y atacándola a usted… —Se interrumpió, enfadado—. No, eso es absurdo. Si el Reversor hubiera funcionado, habría disipado todo su poder, no sólo una parte.
—Puede que no fuera lo bastante potente. Quizá, el poder de Belasco era demasiado grande para que la máquina pudiera destruirlo por completo.
—Lo dudo —dijo él—. Además, eso seguiría sin explicar por qué permitió que su marido lo pusiera en marcha, a pesar de que tuvo la oportunidad de destruirlo.
—Pero Lionel creía en el Reversor —insistió ella—. Si Belasco lo hubiera destruido antes de que lo conectara, ¿no cree que habría sido una forma de admitir que Lionel tenía razón?
Fischer analizó el rostro de Edith. Algo le acosaba en su interior, algo que le proporcionaba la misma sensación de veracidad que había sentido cuando Florence le explicó su teoría sobre Belasco. Al ver su expresión, Edith se apresuró a seguir hablando, desesperada por convencerle de que Lionel había tenido razón, aunque sólo fuera parcialmente.
—¿Acaso habría algo más gratificante para Belasco que permitir que Lionel usara el Reversor y, a continuación, destruirlo? —preguntó—. Lionel murió con la certeza de que todo su trabajo había sido en vano. ¿No cree usted que eso era exactamente lo que Belasco deseaba?
Aquella sensación era cada vez más intensa. La mente de Fischer intentaba, con todas sus fuerzas, ordenar las piezas del puzzle. ¿Era posible que Belasco estuviera tan decidido a destruir a Barrett de esa forma que, deliberadamente, hubiera permitido que su poder quedara debilitado? Sólo un ególatra podría…
Un gemido sacudió todos sus órganos vitales.
—¿Qué sucede? —preguntó ella, alarmada.
—Su ego —dijo él.
Señaló a Edith con el dedo, sin darse cuenta.
—El ego —repitió.
—¿A qué se refiere?
—Esa es la razón por la que lo hizo. Usted tiene razón; no le hubiera resultado tan gratificante de ninguna otra forma. Permitió que el doctor Barrett usara el Reversor y fingió que el poder realmente había desaparecido… y cuando su marido se quedó convencido de que había logrado culminar su trabajo, fue a por él. —Asintió—. Sí, ésa era la única forma que tenía de satisfacer su ego. Tuvo que hacer saber a Florence, antes de que muriera, que lo había hecho todo él solo. Ego. Supongo que también debió de decírselo a su marido. Ego. Se lo hizo saber a usted en el teatro. Ego. Y quiso que yo también lo supiera. Ego. No le bastaba con llevarnos engañados hacia nuestra destrucción. Necesitaba decirnos, en el mismo instante en que nos arrebató todas nuestras fuerzas, que había sido él. El problema fue que, cuando casi me tenía, la mayor parte de su poder se había consumido y era incapaz de matarme… de modo que lo único que pudo hacer fue ordenarme que me suicidara. ¿Y qué sucedería si ahora fuera incapaz de abandonar la capilla? —preguntó de repente, con gran excitación.
—Pero usted dijo que lo llevó engañado hasta allí.
—¿Y si no fue así? ¿Y si fue Florence? ¿Y si ella sabía que estaba atrapado allí dentro?
—¿Por qué iba a querer conducirlo a su propia destrucción?
Fischer parecía angustiado.
—Ella nunca hubiera hecho algo así… Pero entonces, ¿por qué quiso que fuera a ese lugar? Tiene que haber una razón —contuvo el aliento—. ¡Las palabras de la Biblia!
Desde que era pequeño, era la primera vez que volvía a sentir aquellas palpitaciones por todo su cuerpo. La fuerza de su interior latía con fuerza, intentando liberarse.
—«Si el ojo derecho te ofende, arráncatelo» —dio vueltas y más vueltas a la habitación, sintiendo que se encontraba al borde un precipicio y que la niebla estaba a punto de disiparse para revelarle la verdad—. «Si el ojo derecho te ofende…». No lo conseguía. Intentó pensar en otra cosa. ¿Qué más había sucedido en la capilla? El papel desgarrado. ¿Qué significaba eso? El medallón… tras romperse en pedazos, había formado algo similar a la punta de una flecha que señalaba hacia el altar. Y sobre el altar descansaba la Biblia.
—¡Dios! —Estaba tan ansioso que le temblaba la voz. Se encontraba tan cerca… tan cerca—. «Si el ojo derecho te ofende, arráncatelo». Ego, ése era el pensamiento que regresaba una y otra vez a su cabeza.
Si el ojo derecho te ofende, arráncatelo. Ego. Se detuvo, advirtiendo que sus sentidos internos intensificaban su percepción. Ya casi lo tenía. Algo; algo. Si el ojo derecho…
—¡La cinta! —gritó.
Girando sobre sus talones, corrió hacia la puerta. Edith lo siguió, viendo cómo se alejaba por el pasillo y descendía las escaleras. Fischer ya estaba a punto de pisar el vestíbulo cuando la mujer consiguió llegar al descansillo y empezó a bajar los escalones de dos en dos. Entonces, cruzó el vestíbulo a toda velocidad.
Fischer estaba junto a la mesa del salón, escuchando la cinta que había en la grabadora. Edith se mordió el labio al oír la voz de Lionel.
—… ha provocado un breve shock sistémico.
Fischer gruñó y movió la cabeza mientras rebobinaba la cinta y volvía a ponerla en marcha.
—Dinamómetro: mil cuatrocientos sesenta —dijo la voz de Lionel. Fischer refunfuñó con impaciencia. Volvió a rebobinarla, esperó un poco y volvió a apretar el «Play». Edith oyó la voz de Florence, diciendo: «Idos de esta casa antes de que os mate». Fischer gruñó y pulsó con fuerza el botón de rebobinado. Instantes después volvió a ponerla en marcha.
—Mucho tiempo aquí —dijo profundamente la voz de Florence, que en teoría era la de su guía indio—. No escucha. No comprende. Demasiado enfermo por dentro.
Hubo una pausa. Fischer estaba tan tenso que se apoyó sobre la mesa, sin darse cuenta de lo que estaba haciendo.
—Límites —continuó diciendo aquella voz—. Naciones. Términos. No sé qué significa. Extremos y límites. Terminaciones y extremidades.
Edith dio un respingo cuando Fischer gritó con salvaje alegría, mientras rebobinaba la cinta para escuchar de nuevo aquellas palabras: «Extremos y límites. Terminaciones y extremidades».
Fischer cogió la grabadora y la levantó sobre su cabeza, triunfante.
—¡Ella lo sabía! —gritó—. ¡Lo sabía! ¡Lo sabía!
Lanzó la grabadora por los aires y, antes de que ésta llegara al suelo, estaba corriendo hacia el vestíbulo.
—¡Vamos! —le dijo a Edith.
Fischer cruzó a toda velocidad el vestíbulo y se dirigió hacia el pasillo, seguido de Edith. Con un aullido similar al que emitiría un indio en el momento de atacar, abrió de golpe la puerta de la capilla y entró en su interior.
—¡Belasco! —rugió—. ¡Estoy aquí de nuevo! ¡Destrúyeme si puedes!
Edith corría tras él.
—¡Vamos! —gritó Fischer—. ¡Estamos aquí los dos! ¡Acaba con nosotros! ¡No dejes el trabajo a medias!
Se hizo un intenso silencio. Edith advirtió lo extraña que sonaba la respiración de su compañero.
—Vamos —murmuró éste de nuevo, antes de gritar—: ¡Vamos, cabronazo!
La mirada de Edith se deslizó hacia el altar. Durante unos instantes, fue incapaz de dar crédito a sus oídos. Entonces, los sonidos se intensificaron, haciéndose más claros, más evidentes.
Unos pasos se acercaban.
Retrocedió por impulso, con los ojos fijos en el altar. Los pasos resonaban cada vez con más fuerza. No se dio cuenta de que la mano de Fischer le impedía moverse. Miró a su alrededor boquiabierta. Los sonidos se iban intensificando por segundos. El suelo empezó a temblar. Era como si un gigante invisible estuviera aproximándose a ellos.
Edith gimió, intentando liberarse de las manos de Fischer. Ahora, los pasos eran tan fuertes que resultaban ensordecedores. Intentó llevarse las manos a los oídos para protegérselos, pero sólo pudo levantar una. La capilla parecía estremecerse con cada uno de aquellos pasos atronadores que seguían acercándose. Retrocedió una vez más, con fuerza. Sus gritos de pánico quedaron sofocados bajo el sonido de aquellos pasos titánicos, demoledores. Cada vez está más cerca, más cerca. Vamos a morir, pensó.
¡Vamos a morir!
Chilló cuando una violenta explosión irrumpió en la capilla. Al instante, cerró los ojos.
Un silencio mortal le obligó a abrirlos de nuevo.
Retrocedió tambaleándose. Fischer la obligó a detenerse.
—No tenga miedo —su voz estaba tensa de emoción—. Éste es un momento especial, Edith. Nunca, hasta ahora, lo había visto nadie… a no ser que estuviera a punto de morir, por supuesto. Mírelo bien, Edith. Le presento a Emeric Belasco. «El Gigante Rugidor».
Edith jadeó al ver la figura.
Belasco era enorme. Iba vestido de negro y sus rasgos, anchos y pálidos, estaban rodeados por una barba de color negro azabache. Una mueca salvaje dejaba entrever sus dientes, similares a los de un animal carnívoro, y sus ojos verdes brillaban con luz propia. Edith no había visto en su vida un rostro tan malévolo. A pesar del profundo temor que sentía, se preguntó por qué no estaba acabando con ellos en ese mismo momento.
—Dígame algo, Belasco —dijo Fischer. Edith no supo si debía sentirse reconfortada o aterrada por la insolencia de su tono—. ¿Por qué no salió nunca al exterior? ¿Por qué «esquivó siempre la luz del sol», según dijo usted mismo? ¿Acaso no le gustaba? ¿O quizá consideraba que era mejor esconderse entre las sombras?
La figura avanzó hacia ellos. Al ver que Fischer le soltaba el brazo, Edith retrocedió con rapidez, espeluznada al ver que Fischer avanzaba.
—Su forma de caminar parece poco espontánea, Belasco —continuó diciendo Fischer—. Todos sus movimientos tienen un precio, ¿verdad? —Entonces gritó con fiereza—: ¿Verdad, Belasco?
Edith se quedó boquiabierta.
Belasco había dejado de moverse. Sus rasgos ardían de furia pero, de algún modo, en ellos también parecía haber frustración.
—Mírese los labios, Belasco —dijo Fischer, sin dejar de avanzar—. La presión espástica los mantiene unidos. Mírese las manos: la tensión espástica las mantiene pegadas a sus costados. ¿Por qué, Belasco? ¿Puede que se deba a que usted no es más que un fraude? —Su risa estridente resonó por toda la capilla—. ¡Gigante Rugidor! —gritó—. ¿Usted? ¡Y una mierda! ¡Si todos sabemos que no es más que un fantoche! ¡Un monstruito recortado!
Edith contuvo el aliento. ¡Belasco se estaba retirando! Se frotó los ojos con una mano temblorosa para asegurarse. ¡Era cierto!
Incluso parecía más pequeño.
—¿Malvado? —Fischer seguía avanzando hacia Belasco, con una expresión de despiadado rencor en el rostro—. ¿Usted, ridículo hijo de puta?
Se puso tenso cuando un grito de angustiada rabia escapó de los labios de aquella figura menguante vestida de negro. Durante unos instantes, Fischer fue incapaz de reaccionar, pero entonces, su sonrisa burlona regresó.
—¡Oh, no! —exclamó, moviendo la cabeza—. ¡Oh, no! ¡No es posible que usted sea tan pequeño! —Empezó a avanzar de nuevo hacia la figura—. Fue un hijo bastardo, ¿verdad? —La figura siguió retrocediendo—. Un bastardito. ¿Eso le molestaba? ¡Oh, Belasco! Usted sólo fue un hombrecito ridículo… un fantasma irrisorio. Nunca fue un genio. Fue un chiflado, un desgraciado, un pervertido, un haragán, un perdedor. Un pequeño bastardo de saldo. ¡BELASCO! —aulló—. ¡Su madre era una puta, una mujerzuela, una buscona! ¡Usted fue un bastardo! ¡Un ridículo hijo de puta! ¿Me oye, Emeric el Malvado? ¡Un hijo de puta, hijo de puta, HIJO DE PUTA, HIJO DE PUTA!
Edith se llevó las manos a las orejas para no oír los espeluznantes gemidos que inundaban el aire. Al oír aquel sonido, Fischer se detuvo al instante y la expresión de furia desapareció de su rostro. Miró fijamente a la figura borrosa que se escondía tras el altar, agazapada de miedo, derrotada… y entonces, tuvo la impresión de oír la voz de Florence en su mente susurrándole: El miedo desaparece cuando hay amor verdadero. Y de pronto, a pesar del daño que le había hecho, sintió una enfermiza lástima por la figura que tenía ante sus ojos.
—Que Dios le ayude, Belasco —dijo.
La figura se desvaneció. Durante un prolongado momento pudieron oír un grito, como si alguien estuviera cayendo en picado por un pozo sin fondo. El sonido se fue apagando lentamente, hasta que la capilla quedó en el más absoluto silencio.
Fischer se acercó al altar y observó la sección del muro que había dejado a la vista el trozo de papel arrancado.
Sonrió. Florence también me enseñó esto. Si lo hubiera sabido…
Inclinándose, empujó la pared. Esta se abrió con un sonido chirriante.
Unas escaleras descendían a sus pies. Se volvió hacia Edith y le ofreció la mano. Sin decir nada, ella avanzó por la capilla, rodeó el altar y le dio la mano.
Descendieron juntos los escalones. Al fondo había una puerta muy robusta. Fischer la abrió, ayudándose con los hombros.
Permanecieron en el umbral, observando la figura momificada que estaba sentada, completamente erguida, en una gran butaca de madera.
—Nunca lo encontraron porque estaba aquí —dijo Fischer.
Entraron en aquella pequeña sala mal iluminada y se acercaron a la silla. A pesar de que Edith tenía la certeza de que todo había terminado, no pudo evitar acobardarse al ver los ojos negros de Emeric Belasco mirándolos encolerizados desde la muerte.
—Mire —Fischer cogió una jarra.
—¿Qué es?
—No estoy seguro pero…
Fischer deslizó las palmas de sus manos por la superficie de la jarra. Las impresiones le llegaron al instante.
—Belasco la dejó a su lado y se obligó a sí mismo a morir de sed —explicó—. Éste fue el logro definitivo de su voluntad. En vida, por supuesto.
Edith apartó la mirada de sus ojos. Miró hacia el suelo y, de pronto, se agachó un poco. La sala estaba tan oscura que no se había dado cuenta antes.
—¡Sus piernas! —dijo, con un hilo de voz.
Sin decir nada, Fischer dejó la jarra y se arrodilló junto al cadáver de Belasco. Edith vio que sus manos se movían en las sombras. Jadeó, sobrecogida, cuando se levantó de nuevo, con una pierna en las manos.
—Si el ojo derecho te ofende… —dijo Fischer—. Extremidades. Florence nos estaba dando la respuesta.
Deslizó una mano por la pierna ortopédica.
—Despreciaba tanto su corta estatura que ordenó que le cortaran las piernas quirúrgicamente para poder utilizar estas prótesis y ser más alto. Por eso decidió morir en este lugar: para que nadie pudiera saberlo nunca. O era el Gigante Rugidor o no era nada. Simplemente, no había suficiente talla en su interior para compensar su corta estatura… o su bastardía.
De repente se giró y miró a su alrededor. Dejando a un lado la pierna, cruzó la habitación y apoyó las manos en la pared.
—Dios mío —exclamó.
—¿Qué sucede?
—Puede que, al fin y al cabo, fuera un genio. —Recorrió la sala tocando todas las paredes y examinando el techo y la puerta. Entonces dijo, con temor reverencial—. Acabamos de resolver el último misterio. Su poder no era tan grande como para resistirse al Reversor. Sin embargo, hace más de cuarenta años, ya sabía que existía una relación entre la radiación electromagnética y la vida después de la muerte: La paredes, la puerta y el techo están revestidas de plomo.
9:12 P.M.
Ambos descendían lentamente las escaleras. Edith llevaba su maleta y Fischer cargaba con la del doctor Barrett y con su petate.
—¿Qué se siente? —preguntó Edith.
—¿Cómo dice?
—¿Qué se siente al ser la persona que ha vencido a la Casa Infernal?
—No la he vencido yo solo —respondió él—. Lo hemos hecho entre todos.
Edith reprimió una sonrisa. Sabía que eso era cierto, pero deseaba oírselo decir por su boca.
—Los esfuerzos de su marido debilitaron el poder de Belasco y los esfuerzos de Florence nos guiaron hacia la respuesta final. Yo me he limitado, simplemente, a pulirla… y me habría resultado imposible si usted no me hubiera salvado la vida. Supongo que tenía que ser así —continuó—. La lógica de su marido ayudó, pero no bastaba por sí sola. La espiritualidad de Florence también ayudó, pero tampoco bastaba por sí sola. Era necesario un elemento más, que fue el que yo proporcioné: el deseo de enfrentarme a Belasco según sus propias condiciones y derrotarlo con sus propias debilidades.
Chasqueó los dientes.
—Sin embargo, puede que Belasco decidiera vencerse a sí mismo. Sospecho que eso también formaba parte del juego. Al fin y al cabo, llevaba treinta años esperando a que llegaran nuevos huéspedes. Puede que estuviera tan ansioso por utilizar de nuevo su poder que se extralimitó y cometió los primeros errores de toda su vida.
Se detuvo ante la puerta principal y ambos se giraron. Durante un largo momento, los dos guardaron silencio. Edith pensaba en cómo sería regresar a Manhattan y tener que vivir sin Lionel. Era incapaz de imaginarlo, pero de momento, sentía que una especie de paz inexplicable había invadido todo su ser. Llevaba consigo las páginas de su manuscrito. Se encargaría de que lo publicaran y de que las personas que trabajaban en su campo estuvieran al tanto de sus logros. Después, ya tendría tiempo de preocuparse de sí misma.
Fischer miró a su alrededor, extendiendo zarcillos de pensamiento inconsciente. Mientras lo hacía, se preguntaba qué le estaría esperando. Realmente no le importaba pues, fuera lo que fuera, ahora tenía la posibilidad de afrontarlo. Resultaba extraño que aquella casa fuera el lugar en donde habían empezado sus miedos y, a la vez, el lugar en donde había recuperado su confianza.
Se giró y sonrió a Edith.
—Florence ya no está aquí —dijo—. Simplemente decidió quedarse un poco más para ayudarnos.
Echaron un último vistazo a su alrededor. Entonces, en completo silencio, salieron al exterior y empezaron a alejarse entre la niebla. Fischer refunfuñó y murmuró algo.
—¿Qué? —preguntó Edith.
—Feliz Navidad —repitió él, en voz baja.
F I N