6:47 a.m.
El grito distante se clavó como un cuchillo en los sueños de Edith. La mujer despertó confusa, mirando hacia arriba. Dio un respingo al oír un susurro. Lionel estaba apoyado sobre su codo izquierdo, mirándola.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó.
Barrett movió la cabeza.
—¿Ha sido real?
Barrett no respondió.
Se quedó sin aliento al oír un segundo grito. Barrett contuvo la respiración.
—¡La señorita Tanner!
Sin perder ni un instante, el doctor deslizó las piernas por el borde del colchón y buscó las zapatillas. Edith empezó a incorporarse, pero gritó asustada al ver que a su marido le fallaban las piernas. Lionel cayó sobre la cama, chillando de dolor al golpearse el pulgar.
—¿Estás bien? —preguntó Edith.
Barrett asintió e intentó ponerse en pie una vez más, apoyándose en el bastón. Edith se levantó y siguió a Lionel hasta la puerta, poniéndose la bata de guata y abotonándosela mientras recorrían el pasillo. Advirtió que Lionel cojeaba más que nunca. Miró de reojo la habitación de Fischer. Estaba segura de que también él había oído el grito.
Barrett se detuvo delante del cuarto de Florence Tanner y llamó a la puerta. Al no recibir respuesta, decidió abrirla. La habitación estaba a oscuras. Mientras buscaba el interruptor de la pared, Edith se puso tensa, preparándose para lo peor.
Florence Tanner estaba tumbada en la cama, con los brazos cruzados sobre su pecho. Barrett avanzó cojeando hasta ella, seguido de Edith.
—¿Qué sucede? —preguntó el doctor.
Florence lo miró con unos ojos entrecerrados y llenos de lágrimas. Barrett se inclinó sobre ella, haciendo una mueca de dolor al sentir cómo se tensaban sus agarrotados músculos.
—¿Señorita Tanner?
Florence se estremeció y se mordió el labio inferior, intentando reprimir el llanto. Lentamente, retiró los brazos y Edith se sobresaltó al ver que su marido le desabrochaba el camisón. Advirtió que en él había dos manchas húmedas: una encima de cada pecho. Cuando el doctor separó los bordes de su camisón, Florence cerró los ojos.
Edith retrocedió, asustada.
Dos profundos mordiscos rodeaban los pezones de Florence.
Bruscamente, la médium cogió las mantas y se tapó hasta la barbilla. Un sollozo se abrió paso por su garganta. Intentó, en vano, contenerse.
—Llorar le hará bien —dijo Barrett.
Las lágrimas empezaron a deslizarse por sus mejillas.
Edith observó a la mujer. Desde que se habían conocido, era la primera vez que le parecía vulnerable. Sintió una gran compasión.
—¿Puedo hacer algo por usted? —preguntó.
Florence movió la cabeza.
—Estoy bien.
Edith desvió la mirada cuando Fischer entró en la habitación y se reunió con ellos junto a la cama.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó.
Tras vacilar, la mujer retiró las sábanas durante un instante. Edith intentó no mirar, pero fue incapaz de evitarlo. Se estremeció al ver de nuevo aquellos mordiscos.
—Me está castigando —dijo Florence.
Edith palideció. Miró de reojo a Lionel, que observaba a la médium sin expresión alguna.
—Anoche lo encontré —explicó Florence—. A Daniel Belasco.
Se produjo un intenso silencio. Barrett parecía sentirse incómodo.
—No, no me lo estoy inventando. —Esbozó una suave sonrisa a la vez que señalaba sus pechos con la mano—. ¿Acaso esto son imaginaciones?
Barrett guardó silencio.
—Su cadáver está en la bodega.
Edith era consciente de lo violento que se sentía su marido: deseaba mostrarse compasivo con ella, pero no sabía qué decir para no herirla.
—¿Me ayudará a exhumar el cadáver? —le pidió Florence.
—Lo haría, pero después de esta noche me temo que no estoy en condiciones de realizar tareas pesadas.
Florence lo miró con incredulidad.
—Pero doctor, está allí. ¿Eso no significa nada para usted?
—Señorita Tanner…
Florence se volvió hacia Fischer.
—¿Me ayudará usted, entonces?
Fischer la observó en silencio. Él ha oído su grito, pensó Edith de repente; lo ha oído, pero no se ha atrevido a venir hasta que ha llegado Lionel. Y ahora tiene miedo de ofrecerle su ayuda. No le sorprendía. Cada vez que había sucedido algo violento, la señorita Tanner había estado cerca.
Al ver que no respondía, Florence apretó con fuerza los dientes, reprimiendo un sollozo.
—De acuerdo. Lo haré yo sola —los mordiscos le dolían muchísimo. Cerró los ojos.
—Le ayudaré —dijo Fischer.
Florence abrió los ojos e intentó sonreír.
—Gracias.
Barrett puso su mano sobre el brazo de Edith y empezó a dar media vuelta.
—¿Tanto miedo le da que pueda tener razón, doctor? —preguntó.
Barrett la miró atentamente. Entonces asintió.
—De acuerdo. Bajaré con ustedes. Sin embargo, no estoy en condiciones de ponerme a cavar… si es eso lo que se pretende hacer.
—Ben y yo nos ocuparemos de eso.
Edith miró de reojo a Fischer. Estaba a los pies de la cama, mirando a Florence con una expresión vacía. De pronto, sintió que un escalofrío le recorría la espalda.
¿Realmente había algo allí abajo?
7:29 a.m.
Fischer hundió la palanca en la hendidura y, haciendo un gran esfuerzo, levantó un trozo de ladrillo y argamasa. Había tardado más de veinte minutos en excavar un hueco del tamaño de su puño. Sus pantalones y zapatillas estaban manchados de argamasa y tenía las manos cubiertas de polvo. Éste subió por sus fosas nasales, haciéndole estornudar. Girándose, sacó el pañuelo del bolsillo y se sonó. Florence lo miraba con ojos ansiosos.
—Sé que es duro —le dijo, con una sonrisa.
Fischer asintió, cogiendo aire. Sintió que le subía un nuevo estornudo, pero logró sofocarlo. Entonces, volvió a levantar la palanca y la clavó con fuerza en el agujero pero, mientras forcejeaba con otro trozo de ladrillo, le resbalaron las manos y se dio de bruces contra la pared.
—¡Mierda! —murmuró. Se levantó, apretando los dientes, y volvió a hundir la palanca en el agujero de la pared.
Sacó otro trozo de ladrillo, que cayó al suelo, rebotando.
—Esto puede llevarnos el día entero —dijo, mirando a Florence.
—Sé que es duro —repitió ella. Al ver que Fischer estiraba la espalda, añadió—: Deje que siga yo.
Fischer le dijo que no con la cabeza y levantó la palanca de nuevo.
—Antes de que continúe… —dijo Barrett.
Fischer se giró.
—Como es evidente que esto va a llevar algún tiempo… —comentó, mirando a Florence—. ¿Le importaría que subiera a descansar un poco? La pierna me duele muchísimo.
—Adelante —respondió la mujer—. Le llamaremos en cuanto lo hayamos encontrado.
—De acuerdo.
Apoyándose en el brazo de Edith, ambos se dirigieron hacia la puerta. Florence intercambió una rápida mirada con Fischer.
Éste estaba a punto de hundir la palanca en el agujero una vez más cuando lo vio.
—¡Esperen! —Barrett y Edith se giraron mientras Ben recogía su linterna y dirigía el haz de luz hacia el interior.
—¿Qué hay? —preguntó Florence, incapaz de contener su entusiasmo.
Fischer bizqueó entre la neblina de polvo. Sopló en el agujero y, a continuación, volvió a enfocarlo con la linterna.
—Parece una cuerda —respondió.
Florence se acercó y Fischer le tendió la linterna.
—Enfoque hacia allí.
Ella asintió con rapidez.
Fischer metió el brazo en el agujero y sujetó entre sus dedos la polvorienta cuerda. Tiró hacia abajo, pero no cedió. Entonces tiró hacia arriba, y sintió que se aflojaba y que volvía a tensarse en cuanto la soltaba.
—Creo que hay un peso en el extremo —dijo.
Florence contuvo el aliento.
—Un contrapeso.
Fischer cogió la palanca y empezó a golpear los lados del agujero con el extremo biselado, agrandándolo con la mayor rapidez que le era posible. Cavó con tesón durante un minuto y entonces dejó caer la palanca; antes de que ésta llegara al suelo, ya tenía ambas manos dentro del hueco. Sujetó de nuevo la cuerda y empezó a tirar hacia arriba.
Ejercía una gran resistencia. Colocó bien las piernas, apoyó la frente en la pared y tiró con todas sus fuerzas, con los ojos cerrados y los dientes apretados. Muévete, cabrona, pensó. Muévete.
De pronto, la cuerda subió dando bandazos, haciendo que se golpeara la muñeca derecha contra el borde afilado del ladrillo. Fischer sacó las manos al instante. Estaba examinándose la muñeca cuando oyó un sonido retumbante dentro de la pared. Levantó la mirada, sorprendido.
Una sección del muro se estaba deslizando lentamente hacia la derecha. Fischer se preparó para lo que iba a ver a continuación… o lo que no iba a ver. Era consciente de que Florence estaba a sus espaldas, observando el movimiento de la chirriante pared.
Edith se giró, conteniendo el aliento. Debido a la tensión del momento, a Fischer le sorprendió oír el suspiro de alivio de Florence.
Encadenado al muro que había en el interior de aquel estrecho pasaje descansaba el cadáver momificado de un hombre.
—Sombras de Poe —murmuró Barrett.
—Les dije que estaba aquí —dijo Florence.
Fischer contempló los rasgos grisáceos y apergaminados del cadáver. Sus ojos eran como bayas oscuras y endurecidas, y sus labios estaban contraídos en un grito helado e inaudible. Era obvio que había sido encadenado y encerrado detrás de aquella pared cuando aún estaba vivo.
—¿Y bien, doctor? —preguntó Florence.
Barrett cogió aire, vacilando.
—¿Y bien, qué? —respondió—. Sólo veo la momia de un hombre. ¿Cómo sabe que es Daniel Belasco?
—Lo sé —respondió.
—¿Con certeza? ¿Con la más absoluta de las certezas?
—Sí.
Barrett sonrió.
—Creo que necesitamos más pruebas que ésa.
Florence lo miró fijamente.
—Tiene razón —dijo.
Volviéndose hacia el agujero, alcanzó la mano izquierda de la figura encadenada. Fischer vio que le quitaba un anillo.
—Tenga —dijo, entregándoselo a Barrett.
Barrett vaciló antes de cogerlo. Fischer miró de reojo a Edith, que observaba a su marido con recelo. Cuando volvió a centrar su atención en Barrett, vio que le estaba devolviendo el anillo con una sonrisa forzada en los labios.
—Muy bien —dijo.
—¿Ahora me cree?
—Lo pensaré.
—¿Lo pensará? —La mujer lo miró incrédula—. ¿Me está diciendo…?
—No le estoy diciendo nada —le interrumpió Barrett—, pero necesito más tiempo para digerir la información y extraer mis propias conclusiones. De todos modos, debo advertirle que no debería dar por hecho que un cadáver con un anillo puede alterar las convicciones científicas de toda una vida.
—Doctor, no estoy intentando alterar sus creencias. Lo único que le estoy pidiendo es que trabajemos juntos. ¿No se da cuenta de que los dos podríamos tener razón?
Barrett movió la cabeza.
—Lo siento, pero no. Soy incapaz de ver eso, y nunca lo haré. —Se giró bruscamente y empezó a avanzar, cojeando, hacia el pasillo—. ¿Querida?
Tras mirar a Florence durante unos instantes, Edith dio media vuelta para reunirse con su marido. Fischer cogió el anillo que la médium tenía entre sus dedos. Era de oro, con una cresta ovalada.
Sobre la cresta, en letras similares a las de un pergamino, se leían las iniciales «D.B.».
8:16 a.m.
Llevaban casi veinte minutos comiendo en silencio. Barrett apartó el plato y puso en su lugar la taza de café. Miró hacia el otro lado de la mesa, donde estaba su indicador de REM. Resultaba desagradable compartirla con su equipo, pero no tenían otro remedio, puesto que el comedor había quedado destrozado.
Miró de reojo a Edith. Estaba sentada muy quieta, sujetando con ambas manos la taza de café, como si quisiera calentarlas. Parecía una niñita asustada.
Intentó sacarse de la cabeza el problema del equipo.
—Edith. —Le dedicó una sonrisa—. ¿Estás preocupada?
—¿Tú no?
Barrett movió la cabeza.
—No, en absoluto. ¿Crees que ésa es la razón de que esté tan callado?
Edith pareció dudar, como si le diera miedo mencionar algún punto que él no pudiera rebatir.
—Había un cadáver —dijo, finalmente—. Era espeluznante.
Miró a su marido, incómoda.
—Pero no era necesariamente «el cadáver» —comentó él.
—Pero el anillo…
—D.B. no tiene por qué corresponder a Daniel Belasco.
Edith no parecía estar convencida.
—Podría ser David Bart —continuó su marido—. Donald Bascomb.
Entonces sonrió.
—O Doctor Barrett —concluyó.
—Pero…
—Por otra parte, podría ser Daniel Belasco… asumiendo que esa persona realmente existió.
—¿Pero eso no demostraría que la señorita Tanner tiene razón?
—Podría ser.
—Entonces, no lo entiendo.
—No se trata de evidencias ni de qué parece demostrar eso, sino de quién encontró la prueba.
Barrett sonrió al ver su expresión de desconcierto.
—Querida —dijo—, la señorita Tanner es una persona extremadamente sensitiva, y a eso le tenemos que añadir el inmenso poder residual que hay en esta casa y al que ella, como médium, tiene acceso. El resultado es una situación psíquica sobrecargada en la que es capaz de crear todo tipo de efectos para dar validez a sus creencias. Ella fue la responsable del ataque poltergeist que sufrí anoche, y después afirmó que el causante había sido Daniel Belasco. Después «supo» que su cadáver se encontraba en esta casa y lo ha «descubierto» esta mañana, consiguiendo, de este modo, dar una mayor validez a su historia. El hecho de que esos restos pertenezcan realmente a Daniel Belasco es irrelevante, pues la señorita Tanner está manipulando tanto su poder como el de esta casa para construir su propia verdad.
Edith lo miró ansiosa. Barrett sabía que deseaba creerle, pero que los acontecimientos seguían desconcertándola.
—¿Y qué me dices de las marcas de dientes? —dijo Lionel.
Ella se sobresaltó.
—Eso es lo que estabas pensando, ¿verdad?
Edith esbozó una débil sonrisa.
—Tú también debes de tener poderes psíquicos.
Barrett soltó una carcajada.
—En absoluto. Simplemente sé que aún puedes tener alguna duda respecto a ese punto.
—¿Eso no demuestra nada?
—Para ella, sí.
—Eran marcas de dientes.
—Sí, eso era lo que parecía.
—Lionel… —Edith parecía estar más confusa que nunca—. ¿Me estás diciendo que no son mordiscos?
—Puede que lo sean —respondió—. Lo único que estoy diciendo es que, sin duda alguna, no fueron infligidos por Daniel Belasco.
Edith hizo una mueca.
—¿Se los hizo ella misma?
—Puede que no directamente, aunque no puedo descartar esa posibilidad —comentó—. Sin embargo, me parece más probable que esas marcas entren en la categoría de estigmas.
Edith parecía sentirse un poco indispuesta.
—Cosas más extrañas han sucedido. —Barrett vaciló antes de continuar—. Nunca te he contado lo que le sucedió a Martin Wrather. Si haces memoria, recordarás que sólo te dije que había sufrido lesiones durante una sesión, pero lo que realmente ocurrió fue que sus genitales fueron seccionados casi por completo. Se los cortó él mismo, en un momento de histeria. Sin embargo, a día de hoy, sigue estando convencido de que «unas fuerzas del otro lado» intentaron emascularlo. —Barrett esbozó una sonrisa sombría—. Y unos mordisquitos en el pecho de una mujer no son nada, comparado con aquello… aunque estoy seguro de que el dolor que está padeciendo es terrible. De todos modos, ya has visto cómo está redondeando su teoría —continuó—, por la noche descubre la existencia del cadáver… y por la mañana, Daniel Belasco le castiga e intenta asustarla porque está furioso con ella por haber descubierto su secreto.
—Pero tú no crees ni una palabra —dijo Edith, con un hilo de voz.
—Ni una.
Suspiró, como si se rindiera.
—Entonces, ¿qué va a suceder?
—Lo único que va a suceder es que mi máquina llegará hoy… y que mañana habré puesto fin a la supuesta maldición de la Casa Infernal mediante métodos estrictamente científicos.
Se giraron al ver que Fischer entraba en el salón y avanzaba hacia la mesa, con el chaquetón, la ropa y las manos manchados de tierra. Sin decir nada, se sentó, se sirvió una taza de café y encendió un cigarrillo.
—¿El funeral ha terminado? —preguntó Barrett, con un ligero tono burlón.
Fischer se limitó a mirarlo. Acto seguido, levantó la tapa de plata de la bandeja de beicon y huevos y les echó un vistazo antes de volver a ponerla en su sitio.
—¿La señorita Tanner no va a desayunar? —preguntó Barrett.
Fischer movió la cabeza y bebió un poco de café. El doctor lo observó con atención: era evidente que aquel hombre estaba siendo sometido a una gran presión. Aunque él nunca le había dado demasiada credibilidad, estaba seguro de que, para regresar a la casa después de lo que sucedió en su primera visita, Fischer había tenido que enfrentarse a su propia voluntad.
—Señor Fischer —dijo.
Éste levantó la mirada.
—Anoche no contesté a la señorita Tanner porque estaba dolorido y… bueno, para serle franco, porque también estaba enfadado con ella. De todos modos, creo que no se equivocó al sugerir que usted debería abandonar la casa.
Fischer le dedicó una gélida mirada.
—Por favor, no se lo tome como una crítica. Simplemente creo que sería prudente que se fuera, por su propio bien.
—Gracias —dijo Fischer, con una sonrisa amarga.
Barrett dejó su servilleta sobre la mesa.
—Bueno, ya sabe lo que pienso sobre este asunto. Por supuesto, es usted quien debe tomar la decisión. —Se sacó el reloj del bolsillo y levantó la tapa. Mientras volvía a guardarlo, advirtió que su mujer rehuía a Fischer con la mirada.
—Quizá deberíamos llevarle algo de comida a la señorita Tanner —comentó.
—En estos momentos desea estar sola —respondió Fischer.
Barrett asintió. Intentó levantarse pero, en cuanto cargó su peso sobre la pierna herida, se vio obligado a sentarse de nuevo.
—¿Querida? —dijo. Ella asintió, esbozando una pequeña sonrisa.
—Hoy parece estar más tenso que nunca —comentó el doctor, mientras cruzaban el vestíbulo.
—Mmm.
Miró a su mujer.
—Y tú también.
—Es la casa.
—Por supuesto. —Sonrió—. Espera a mañana. Ya verás qué cambio.
Se giró con una alegre sonrisa al oír que llamaban a la puerta principal.
—Mi máquina —anunció.
8:31 a.m.
—Que este cuerpo haya liberado el espíritu que nunca más regresará a él. Este cuerpo ya ha servido a su propósito, ya ha cumplido su misión. Tierra a la tierra, cenizas a las cenizas, polvo al polvo. Amén.
Era la tercera vez que pronunciaba las palabras del funeral. La primera fue cuando Fischer dejó el cuerpo de Daniel Belasco en su lugar de descanso; la otras dos, cuando estuvo de vuelta en su habitación. Ahora su alma podría descansar.
Al salir de la casa descubrieron que hacía muchísimo frío y que el suelo era tan duro como el hierro. Fischer había intentado cavar un hoyo, pero se había visto obligado a renunciar, de modo que habían recorrido los alrededores de la casa hasta encontrar un agujero, donde colocaron el cadáver y lo cubrieron con hojas y piedras. Entonces, Florence había recitado las palabras del funeral mientras ambos permanecían junto a la improvisada tumba, con la cabeza inclinada y los ojos cerrados.
Florence sonrió. Se ocuparía de que Daniel tuviera un entierro adecuado lo antes posible, pero ahora lo único que importaba era que había sido liberado de la casa.
Llevándose una mano al bolsillo del jersey, sacó el anillo de Daniel y lo sostuvo en la palma de la mano, cerrando los dedos sobre él.
Las imágenes aparecieron al instante. Pudo ver a un hombre moreno, atractivo y con una actitud arrogante, pero sabía que debajo de aquella piel se ocultaba un ser tan vulnerable como un niño. Lo vio riéndose en la mesa del comedor y bailando el vals con una hermosa joven en el salón de baile. En su sonrisa sólo había juventud y ternura.
La visión se oscureció. Daniel estaba en el teatro viendo una representación, con el rostro tenso y los ojos brillantes. Florence se sobresaltó. Eso no era lo que él deseaba, pero era joven e impresionable. Vivía rodeado de cosas envilecedoras. Lo vio tambalearse por el pasillo, abrazado a una mujer borracha. Lo vio en su habitación, intentando encontrar un sentido de belleza en el acto sexual.
La corrupción se intensificó. Borracheras. Desesperación. Una breve escapada y su regreso, impotente, a la Casa Infernal, de donde no volvería a escapar. Florence esbozó una mueca de dolor. Lo vio en el salón, desnudo, observando con avidez a diversas personas que practicaban el sexo sobre la mesa redonda. Lo vio clavarse una aguja hipodérmica en el brazo. Lo vio dando rienda suelta a unos deseos sexuales que hicieron que Florence se estremeciera en la oscuridad. Pero siempre, bajo aquella máscara… el rostro que la Casa Infernal había creado, se escondía un muchacho acobardado que deseaba escapar y que era incapaz de hacerlo. Un muchacho que deseaba conocer el amor y que sólo encontraba libertinaje.
Contuvo el aliento al ver que Daniel se acercaba a su padre. No podía ver el rostro de Emeric Belasco: su figura, gigantesca y amenazadora, se alzaba entre las sombras. Florence susurró una oración, sujetando con fuerza el anillo entre los dedos. Las sombras empezaron a retirarse y, un momento después, pudo verlo. Algo frío empezó a inundar su pecho. La visión vaciló, pero Florence se negó a perderla. Haciendo acopio de fuerzas, logró descender un poco más. Ojalá pudiera ver al padre de Daniel, acceder a su interior, comprenderlo. Tenía la frente empapada en sudor y sentía que una serpiente fría y húmeda se retorcía por su estómago.
—No —murmuró. No debía rendirse. Allí había un significado, una respuesta.
Gritó cuando su cuerpo sufrió una violenta sacudida. Se le cayó el anillo de las manos y oyó que rebotaba sobre la moqueta, muy abajo. Tenía la impresión de encontrarse herida, perdida en una inmensa caverna. No podía percibir las paredes ni el techo; mirara donde mirara, sólo veía oscuridad. Intentó abrir los ojos, pero no pudo. La oscuridad le invadía la mente, borrando su conciencia. El poder, pensó. Querido Dios, el poder.
Empezó a deslizarse por un foso gigantesco, descendiendo hacia una oscuridad mucho más negra de lo que creía posible. Intentó detenerse, pero no pudo. La sensación era física: su cuerpo se deslizaba por unas paredes que eran lo bastante adherentes como para impedir que cayera, pero no lo bastante como para detener su inexorable descenso hacia las tinieblas. La oscuridad que le esperaba tenía carácter, personalidad. Es él, pensó. Está esperándome. Oh, Dios. ¡Está esperándome!
Luchó contra ello, rezando a sus guías, a sus doctores espirituales y a todos aquellos que le habían ayudado en el pasado. Impedid que siga cayendo, les suplicó. Coged mi mano y subidme. Os lo pido en nombre de nuestro Dios eterno. Ayudadme. ¡Ayudadme!
De repente, descubrió que se encontraba de nuevo en su habitación. El foso y la caverna habían desaparecido. Estaba dormida, pero despierta. Sabía que estaba inconsciente en la cama, pero también sabía que estaba consciente. Oyó que se abría y se cerraba una puerta. ¿Sería la de su habitación o la de una puerta imaginaria del interior de su mente? Sólo sabía que sus ojos estaban cerrados herméticamente, que estaba dormida aunque estaba despierta. Oyó unos pasos que se acercaban.
Vio una figura. Con los ojos cerrados, pudo ver que se aproximaba hacia ella una silueta que parecía de papel negro. ¿Serían imaginaciones? ¿Aquella figura estaba en su habitación o en su mente?
Al llegar a la cama, se sentó junto a ella. Sintió que el colchón se hundía un poco bajo su peso. De pronto supo que era Daniel y oyó un gemido. ¿Sería un gemido real que salía de sus labios o un sonido mental que expresaba su sorpresa? No puede ser él. Ahora descansa en paz. Fischer y ella habían depositado sus restos en una tumba consagrada. No podía haber regresado; era imposible. Dormida, despierta, vio una figura negra sentada sobre la cama, junto a ella. ¿La estaba mirando? ¿Había ojos en aquella oscura cabeza?
—¿Eres tú? —preguntó. Oyó una voz, pero no supo si era real o si estaba en su mente.
—Lo soy.
—¿Por qué? —creyó preguntar—. Tendrías que haberte ido.
—No puedo.
Intentó despertar, incapaz de soportar aquel limbo de conciencia parcial.
—Tienes que irte —le dijo—. Has sido liberado.
—No es la liberación que busco.
—¿Y cuál es, entonces? —forcejeó con su inconsciencia, intentando despertar. Tenía que conseguirlo antes de que fuera demasiado tarde.
—Ya lo sabes.
Entonces lo supo… y aquel conocimiento fue como un gélido viento que sopló en su corazón.
—Tienes que irte.
—Ya sabes lo que debes hacer —respondió él.
—No.
—Lo necesito; si no, no podré irme.
—¡No! —respondió. ¡Despierta!, pensó.
—Entonces tendré que matarte, Florence —dijo Daniel.
Unas manos heladas envolvieron su cuello. Florence gritó en sueños. Extendió los brazos, arañando a su agresor en un intento de liberarse. De pronto despertó. Las manos habían desaparecido. Empezó a levantarse, pero se quedó paralizada por la sorpresa. Su corazón latía con fuerza.
Oía un sonido espeluznante a su lado; un sonido espectral, medio animal y medio humano, líquido y enloquecido. No podía moverse. ¿Qué era eso? Florence movió los ojos muy despacio. La puerta del lavabo estaba entornada, iluminando levemente la habitación.
Era el gato.
Vio que la observaba fijamente. Sus ojos brillaban, trastornados, mientras emitía aquel sonido entrecortado y antinatural por la garganta. Florence empezó a levantar la mano.
—En el nombre de Dios —susurró.
Con un aullido salvaje, el gato se abalanzó sobre su rostro. Florence retrocedió, moviendo los brazos para protegerse. El gato cayó sobre ella, clavándole sus afiladas garras en los brazos. Gritó al sentir que le hundía profundamente los dientes en la cabeza; intentó sacárselo de encima pero no pudo: estaba estirado sobre su rostro, cubriéndole los ojos y la boca con su caliente pelaje. El animal hundió más los dientes, sin desenterrar las garras de sus brazos, mientras aquel sonido cruel y trastornado seguía burbujeando en su garganta. Florence logró liberar el brazo izquierdo y le clavó los dedos en la piel, intentando dejar de sentir sus dientes en la cabeza. El gato la soltó pero, sin perder ni un instante, se abalanzó furioso contra su garganta. Florence le bloqueó el paso con el brazo derecho, pero los dientes del animal volvieron a hundirse en su carne. Sollozó dolorida, intentando deshacerse de él, pero empezó a arañarla furioso con las patas traseras. Ella lo agarró de la garganta y apretó; el animal empezó a emitir un gorjeo, a la vez que movía frenético las patas traseras y le arañaba el pecho y el estómago a través del jersey. De pronto, sus dientes dejaron de ejercer presión y Florence lo arrojó al suelo.
Se sentó rápidamente, jadeando. Bajo la débil luz del baño pudo ver que el gato giraba sobre su espalda y volvía a ponerse en pie. Saltó de la cama y corrió hacia el lavabo. El gato se abalanzó contra sus piernas, hundiéndole los dientes y las garras en las pantorrillas. Estuvo a punto de caerse. Gritó. Mientras luchaba por mantener el equilibrio, tropezó con la mesa de estilo español y se golpeó el brazo izquierdo con el teléfono. Sin perder ni un instante, cogió el aparato por el cable y lo arrojó contra el gato. Con el primer golpe se dio en la rodilla. Sollozando, lo lanzó de nuevo y consiguió golpearle en la cabeza. Siguió atacándolo con el teléfono, moliéndole a golpes el cráneo hasta que dejó de sentir la presión de sus dientes en la pierna. Pegándole una patada, dio media vuelta y corrió hacia el cuarto de baño. El gato se quedó quieto unas milésimas de segundo, antes de salir disparado tras ella. Tras cruzar el umbral dando tumbos, Florence cerró la puerta y se dejó caer al suelo; el gato se estampó contra el otro lado y empezó a arañar frenético la madera.
Florence avanzó tambaleante hasta el lavabo y observó su reflejo en el espejo. Al verse jadeó: tenía profundos agujeros en la frente y estaba perdiendo mucha sangre. Se quitó el jersey y lo presionó contra su cabeza, gimiendo al ver que su pecho y su estómago estaban llenos de arañazos y heridas que sangraban sin parar, y que su sujetador estaba destrozado y salpicado de sangre.
Observó los brazos, estremeciéndose al ver los agujeros que los dientes del gato habían excavado en su carne. Sollozando, abrió el grifo de agua fría, cogió una toalla del estante y la mantuvo debajo del grifo hasta que estuvo bien empapada; entonces, empezó a limpiarse los mordiscos y los arañazos. Empezó a llorar de dolor, mordiéndose el labio inferior con los dientes. Unas lágrimas ardientes le nublaban los ojos.
Mientras se limpiaba las heridas, siguió oyendo al gato al otro lado de la puerta, arañando la madera con sus garras y emitiendo aquel terrible sonido con su garganta.
9:14 a.m.
—Es grande —comentó Edith, observando el cajón de embalaje.
Barrett gruñó mientras forzaba el extremo de un tablón del lado en el que ponía ARRIBA. Sus movimientos eran entusiastas, apresurados. La palanca resbaló.
—No fuerces el dedo.
Lionel asintió mientras hundía la palanca en el extremo contrario del tablón. Hacía años que Edith no lo veía tan nervioso.
—¿Puedo ayudarte?
Barrett movió la cabeza.
Edith lo observó inquieta. Lionel, inclinado sobre su silla, siguió forcejeando con los tablones; cada vez que rompía uno, recogía los trozos angulosos con la mano izquierda y los dejaba caer al suelo.
—Lo han empaquetado muy bien —murmuró. Edith no supo si aquel hecho le complacía o le molestaba.
El cajón medía dos metros y medio de ancho por tres de largo, y era treinta centímetros más alto que Barrett. ¿Qué habrá dentro?, se preguntó Edith. Sí, su máquina pero, ¿qué era y cómo se suponía que iba a lograr que la casa dejara de estar encantada?
—¡Mierda!
Al girarse, vio que su marido tiraba la palanca con un silbido de dolor y, al instante, se sujetaba con fuerza el dedo pulgar, que seguía vendado.
—Lionel, por favor, no fuerces ese dedo.
—De acuerdo —dijo con impaciencia. Volvió a coger la palanca y siguió abriendo el cajón.
—¿Por qué no le pides a Fischer que te ayude?
—Quiero hacerlo solo —murmuró.
Edith dio un respingo cuando hundió la palanca entre dos tablones y empezó a forzar uno de ellos.
—Lionel, tómatelo con calma —dijo—. Parece que quieres romper esa caja con los dientes.
Barrett se detuvo y la miró, respirando con fuerza. Tenía la frente bañada en sudor.
—Lo único que sucede es que aquí dentro está… bueno, la culminación de todos estos años en el mundo de la parapsicología —dijo—. Supongo que entiendes que esté emocionado.
—Y yo supongo que entiendes que esté preocupada.
Asintió.
—Me lo tomaré con calma —prometió—. Después de veinte años esperando, no pasará nada por unos minutos más.
Edith se recostó sobre su asiento, aliviada. Si conseguía que le diera conversación mientras trabajaba, puede que se calmara un poco.
—¿Lionel?
—¿Sí?
—¿Debemos informar a la policía sobre el cadáver?
—Lo haremos —respondió—. Pero cuando acabe la semana.
Edith asintió, preguntándose de qué podían hablar.
—¿Fischer fue realmente un gran psíquico? —preguntó, asombrada de que esa pregunta hubiera llegado a su mente.
—Hubo un tiempo en que se le consideraba de la talla de Home y Palladino.
—¿Qué hacía?
—Oh… —Barrett palanqueó el extremo de otro tablón y lo levantó. Edith pudo ver una hilera de esferas de cristal—. Lo habitual: levitación, voz directa, fenómenos biológicos, huellas, percusión, materialización… todas esas cosas. Durante una sesión, a plena luz del día, una mesa que pesaba unos doscientos veinticinco kilos subió hasta el techo con él encima; seis hombres unieron sus fuerzas para intentar bajarla, pero fueron incapaces. Después, con las luces de la sala de pruebas apagadas y todos los instrumentos en marcha, flotaron por la habitación siete rostros perfectamente formados. Uno de ellos le pegó un guantazo al doctor Wells, un famoso químico de Harvard que formaba parte del equipo, y otro intentó besarle. Creo que, a partir de aquella noche, desapareció parte del cinismo que sentía ese hombre por la parapsicología.
—¿Qué más? —preguntó Edith en cuanto guardó silencio.
—Oh, una… sombra negra con forma de hombre avanzó por la sala de pruebas, dando unos pasos que hacían que las paredes temblaran. Unas luces verdes fosforescentes, similares a mariposas gigantescas, sobrevolaron la mesa y se posaron sobre la cabeza del médium. Una mandolina flotó cerca del techo, tocando «My Bonny Lives Over the Ocean». El profesor Mulvaney, de la Asociación de Parapsicología de Pittsburg, sostuvo durante más de diez minutos la materialización de una mano perfectamente formada y aseguró que además de tener huesos, piel, vello y uñas, despedía calor. Ésta se disolvió entre sus manos en menos de un segundo. Y finalmente, de la boca de Fischer salió una masa ectoplasmática que adoptó, con todo lujo de detalles, la forma de un chino mandarín de más de dos metros de altura. La forma estuvo hablando con los miembros del equipo durante veinte minutos, antes de retirarse de nuevo al cuerpo de Fischer. —Barrett apartó otro tablón—. En aquel entonces, Fischer cumplía los trece requisitos.
—Por lo tanto, era un verdadero médium.
—Oh, sí, de los pies a la cabeza. —Barrett empezó a palanquear el último tablón—. Por desgracia, eso fue hace mucho tiempo. Es como un músculo, ¿sabes? Si no lo utilizas, se atrofia.
Apartó el último tablón y se levantó, apoyándose en el bastón.
—Ya está.
Edith se acercó a él, advirtiendo que estaba despegando un sobre que había en la parte frontal de la máquina. Mientras lo abría y sacaba los planos, Edith observó el panel de control, con su despliegue de interruptores, esferas y botones.
—¿Cuánto ha costado construirla? —preguntó.
—Yo diría que, como mucho, setenta mil dólares.
—¡Dios mío!
Edith observó el tablero de mandos.
—REM —susurró, leyendo la placa de metal que había bajo la esfera de mayor tamaño. Los números iban del cero hasta el 120.000.
—¿Qué significa REM, Lionel?
—Ya te lo explicaré, querida —dijo, distraído—. Más adelante te contaré para qué ha sido diseñado, exactamente, el Reversor.
—El Reversor —repitió ella.
Barrett asintió, examinando el primer plano. Sacándose del bolsillo su linterna, dirigió la diminuta luz hacia una abertura en forma de rejilla que había a un lado de la máquina. Frunciendo el ceño, se alejó cojeando hasta la mesa, donde dejó los planos y cogió un destornillador. En cuanto regresó junto a la máquina, empezó a destornillar una placa.
Edith se detuvo delante de la chimenea y sostuvo las manos delante del fuego. Anoche estuve en este mismo lugar, pensó, pero no recuerdo nada de lo que sucedió hasta que desperté y descubrí que estaba desnuda delante de Fischer. Se estremeció, intentando apartar aquella idea de su cabeza.
Estaba regresando junto a su marido cuando Fischer entró gritando en la sala.
—¡Doctor!
Edith dio un respingo. Barrett se giró.
—¡La señorita Tanner!
Edith se quedó helada. Dios mío, ¿qué le habrá sucedido ahora?
—Ha vuelto a ser atacada.
Asintiendo, Barrett fue hasta la mesa y recogió su maletín negro.
—¿Dónde? —preguntó.
—En su dormitorio.
Los tres se dirigieron rápidamente hacia el vestíbulo. Barrett avanzaba lo más deprisa que podía.
—¿Está muy mal? —preguntó.
—Tiene arañazos… desgarros… mordiscos.
—¿Cómo ha sucedido?
—No lo sé; creo que el gato.
—¿El gato?
—Fui a llevarle algo de comida. Llamé a la puerta y, como no contestó, la abrí. En el mismo instante en que lo hice, el gato salió disparado y desapareció por el pasillo.
—¿Y la señorita Tanner?
—Estaba en el cuarto de baño. Al principio se negaba a salir y, cuando por fin lo hizo… —se detuvo, haciendo una mueca.
Entraron en la habitación y la vieron postrada en la cama. Al advertir su presencia, Florence, abrió los ojos y movió la cabeza. Edith gimió, sobrecogida. La médium, que estaba tan pálida como la cera, tenía arañazos inflamados por la cara y el cuello, y profundos mordiscos en la cabeza.
Barrett dejó el maletín a los pies de la cama y se sentó junto a ella.
—¿Ha desinfectado las heridas? —preguntó, examinando los mordiscos de la cabeza.
La mujer le dijo que no. Barrett abrió el maletín y, mientras sacaba un pequeño frasco marrón y una caja de gasas, advirtió los desgarros de su jersey.
—¿También tiene heridas en el cuerpo?
Ella asintió, con los ojos llenos de lágrimas.
—Será mejor que se quite el jersey.
—Ya las he lavado.
—Eso no basta. Podrían infectarse.
Florence miró de reojo a Fischer. Sin decir ni una palabra, éste se giró y avanzó hasta la otra cama, donde se sentó dándoles la espalda. Florence empezó a quitarse el jersey.
—¿Puedes ayudarla, Edith? —preguntó Barrett.
Edith se acercó, haciendo una mueca de dolor al ver los cortes irregulares que cubrían su pecho y estómago, y los mordiscos y desgarros de los brazos. Acercó las manos a su espalda para desabrocharle el sujetador y se estremeció al ver que también sus senos estaban repletos de arañazos.
Barrett quitó el tapón de la botella.
—Esto le dolerá —dijo—. ¿Quiere un poco de codeína?
Movió la cabeza. Barrett empapó una gasa con el líquido y empezó a limpiar una de las profundas heridas de su frente. Florence gimió y cerró los ojos; las lágrimas pugnaban por atravesar sus párpados. Edith tuvo que apartar la mirada. Observó a Fischer, que estaba contemplando la pared.
Transcurrieron varios minutos. Sólo se oían los gemidos de Florence y, de vez en cuando, un susurro de Barrett disculpándose. Cuando acabó de desinfectarle las heridas, la tapó con la manta.
—Gracias —dijo Florence.
Edith volvió a mirarla.
—El gato me atacó —explicó—. Estaba poseído por Daniel Belasco.
Edith miró a su marido, pero fue incapaz de adivinar lo que pensaba.
La médium intentó sonreír.
—Lo sé, usted cree…
—No importa lo que yo crea, señorita Tanner. Sin embargo, me pregunto si no sería prudente que abandonara la casa.
Edith advirtió que Fischer se giraba para mirarles.
—No, doctor. —Florence movió la cabeza—. No creo que deba hacerlo.
Barrett la observó durante un prolongado momento antes de volver a hablar.
—El señor Deutsch no tiene por qué enterarse —dijo.
Florence parecía confusa.
—Lo que quiero decir… —vaciló— es que usted ya ha realizado su parte del proyecto.
—Y que usted se ocupará de que yo reciba mi dinero, ¿verdad?
—Sólo intento ayudarla, señorita Tanner.
Florence empezó a responder, pero se lo pensó mejor. Desvió la mirada unos instantes.
—De acuerdo —dijo, mirando de nuevo al doctor—. Acepto su punto de vista, pero no voy a irme de esta casa.
Barrett asintió.
—Muy bien. Es usted quien debe decidir. —Hizo una pausa—. Pero, en cierto modo, me siento responsable de su integridad física, y sería negligente si no le apremiara… no, mejor dicho, si no le aconsejara que abandone la casa mientras pueda hacerlo. —El doctor hizo otra pausa—. Por otra parte —añadió—, si considero que su vida corre peligro, puedo tomar yo mismo esa decisión.
Florence parecía consternada.
—No tengo ninguna intención de quedarme de brazos cruzados y permitir que se convierta en una nueva víctima de la Casa Infernal —continuó diciendo el doctor, mientras cerraba el maletín—. ¿Querida?
Tras ponerse en pie, ambos abandonaron la habitación.
10:43 a.m.
Edith se tumbó sobre su costado derecho y miró hacia la otra cama. Lionel estaba dormido. No debería haberle dejado abrir aquel cajón de embalaje. Tendrían que habérselo pedido a Fischer.
Reflexionó sobre lo que Lionel había dicho antes de acostarse: que Florence Tanner estaba tan ansiosa por demostrar su teoría que estaba sacrificando su bienestar físico.
—La disociación mental derivada de una modificación del ego es la causa básica del fenómeno médium —había explicado—. No sé si realmente existió Daniel Belasco, pero estoy seguro de que la entidad con la que la señorita Tanner afirma haber contactado no es más que una división de su propia personalidad.
Edith suspiró y volvió a tumbarse sobre su espalda. ¡Ojalá fuera capaz de entenderlo del mismo modo que Lionel! Ella sólo podía pensar en aquellas terribles marcas de dientes que rodeaban sus pezones, en aquellos arañazos y mordiscos que Florence afirmaba que le había infligido el gato: ¿Cómo era posible que se hubiera hecho tanto daño a sí misma, aunque fuera de un modo inconsciente?
Edith deslizó las piernas sobre el colchón, se sentó y se quedó mirando sus zapatos durante unos minutos antes de ponérselos. Entonces se levantó, fue hasta la mesa octogonal y observó el manuscrito. Deslizó un dedo por la portada. ¿Qué daño puede hacerme?, pensó. Era ridículo sentir ese terror casi ciego por el alcohol. Su infancia había sido miserable debido a la afición a la bebida de su padre, pero eso no era una razón para condenar el alcohol de por sí. Además, sólo tomaría una copita para relajarse.
Abrió la puerta del armario para coger la botella y una de las tacitas de plata. Entonces, regresando a la mesa, sacó un pañuelo de su bolso y limpió el recipiente antes de usarlo. El líquido era muy oscuro. De pronto se preguntó si estaría envenenado. Ésa sería una forma terrible de morir.
Sumergió un dedo en el brandy y se lo llevó a la lengua. ¿Cómo puedo saber si está envenenado? La lengua le ardía. Tragó saliva, nerviosa, y el calor se extendió suavemente por los tejidos de su garganta. Edith levantó la taza de plata y la sostuvo debajo de la nariz. Despedía un aroma agradable. ¿Cómo iba a ser venenoso? Seguro que alguien había bebido de esa botella antes que ella.
Dio un pequeño sorbo y cerró los ojos cuando empezó a descender por su garganta. El interior de su boca se inundó de calidez. Gimió de placer cuando el brandy llegó a su estómago y un pequeño núcleo de calor se extendió por todo su ser. Bebió otro sorbo. Esto es justo lo que necesito, pensó. El hecho de que beba un poquito de brandy no me convierte en una alcohólica en potencia. Se dirigió a la mecedora y, tras vacilar unos instantes, se sentó. Recostándose en la silla, cerró los ojos y siguió bebiendo, disfrutando de cada sorbo.
Cuando la copa estuvo vacía, miró hacia la mesa. No, pensó. Con una es suficiente. Ahora se sentía relajada… y eso era lo que quería. Sostuvo la copa delante de su rostro para examinar sus intricados grabados. Puede que se la llevara a casa como recuerdo de aquella semana. Sonrió. Se sentía mucho mejor. ¡Incluso estaba haciendo planes para el futuro!
Pensó en Fischer. Debería disculparse con él por haberle evitado de un modo tan descortés durante la mañana… y también debería darle las gracias por haberle salvado la vida. Se estremeció al pensar en el agua estancada del pantano. Se levantó y empezó a avanzar por la habitación, indecisa. Al llegar a la puerta, la abrió y la cerró tras ella, haciendo el menor ruido posible.
Una oleada de miedo invadió todo su ser: desde que habían entrado en la casa, ésa era la primera vez que estaba sola. Se burló de su miedo. Estaba siendo estúpida. Lionel estaba dentro de la habitación, Florence debía de estar en su cuarto y Fischer, en el suyo. Avanzó por el pasillo, dirigiéndose a la habitación de éste último. ¿Estaría cometiendo un error? No, pensó. Le debo una disculpa y tengo que darle las gracias.
Llamó a su puerta y esperó. No se oía ningún ruido en el interior. Volvió a llamar, pero no recibió respuesta. Edith giró el pomo y empujó la puerta. ¿Qué estoy haciendo?, pensó. No podía detenerse. En cuanto la puerta estuvo abierta, se asomó.
En aquel cuarto, que era bastante más pequeño que el que ocupaban Lionel y ella, sólo había una cama gigantesca con un elevado dosel. A su derecha se alzaba una mesa sobre la que había un teléfono de estilo francés y un cenicero lleno de colillas aplastadas. Fuma demasiado, pensó.
Se acercó a la butaca que descansaba junto a la mesa. La bolsa de mano de Fischer estaba encima, con la cremallera abierta. Echó un vistazo a su interior y vio algunas camisetas y un cartón de tabaco. Tragó saliva, inclinándose para tocar la bolsa.
Se giró con un grito de sorpresa.
Fischer estaba de pie en el umbral, observándola.
Ambos se miraron fijamente durante unos instantes que, para Edith, duraron una eternidad. El corazón le latía con fuerza. Su rostro se sonrojó de la vergüenza.
—¿Qué sucede, señorita Barrett?
Intentó tranquilizarse. ¿Qué debía de pensar de ella? ¡Le había sorprendido husmeando en sus cosas!
—He venido a darle las gracias —consiguió decir.
—¿A darme las gracias?
—Por haberme salvado la vida anoche.
Retrocedió instintivamente cuando Fischer empezó a avanzar hacia ella.
—No debería haber dejado solo a su marido.
Edith no supo qué decir.
—¿Se encuentra bien?
—Por supuesto.
Fischer la miró con atención.
—Creo que debería regresar a su habitación —dijo. Edith empezó a dirigirse hacia la puerta.
—Si fuera usted, esta noche me ataría la muñeca a la cama —le aconsejó el hombre.
Edith asintió. Fischer la siguió por el pasillo, para acompañarla a su cuarto.
Al llegar a la puerta, la mujer se volvió hacia él.
—Gracias.
—No vuelva a alejarse de su marido —le aconsejó—. No debe…
Dejando la frase a medias, se acercó a ella bruscamente, como si fuera a besarla. Edith retrocedió, asustada.
—¿Ha estado bebiendo? —preguntó.
Se puso tensa.
—¿Por qué?
—Porque no debería beber en este lugar. No estará segura si pierde el control.
—No voy a perder el control —respondió Edith con frialdad.
Dando media vuelta, desapareció en su cuarto.
11:16 a.m.
Florence se sobresaltó cuando alguien llamó a su puerta.
—Adelante.
Era Fischer.
—Ben.
Intentó incorporarse.
—No se levante —dijo, acercándose a ella—. Me gustaría hablar con usted.
—Por supuesto —dio unas palmaditas en el colchón—. Siéntese a mi lado.
Fischer se sentó al borde de la cama.
—Lamento que tenga que estar acostada.
—Me recuperaré.
Él asintió, poco convencido. La observó en silencio hasta que ella sonrió.
—¿Sí?
Fischer se preparó para la reacción que tendría al oír lo que había venido a decirle.
—Estoy de acuerdo con el doctor Barrett. Creo que tiene que abandonar esta casa.
—Ben…
—Le están destrozando, Florence. ¿No se da cuenta?
—Usted no cree que me haya hecho yo todo esto, ¿verdad?
—No, no lo creo —respondió—. Pero tampoco sé quién le está atacando. Usted dice que es Daniel Belasco pero… ¿y si se equivoca? Puede que la estén engañando.
—¿Engañando?
—Cuando estuve aquí en el año 1940, nos acompañó una médium llamada Grace Lauter. Esa mujer estaba convencida de que eran dos hermanas las que habían encantado la casa, e incluso desarrolló una teoría muy convincente. El único problema fue que estaba equivocada. Se cortó el cuello al tercer día de nuestra estancia.
—Daniel Belasco existe. Encontramos su cuerpo y el anillo con sus iniciales grabadas.
—Pero si lo enterramos, ¿por qué no está descansando en paz?
Florence movió la cabeza.
—No lo sé. —Le temblaba la voz—. De verdad que no lo sé.
—Lo siento. —Le dio unas palmaditas en la mano—. No intento prescindir de usted, pero estoy muy preocupado.
—Gracias, Ben. —Entonces le sonrió—. Benjamin Franklin Fischer… ¿a quién se le ocurrió ese nombre?
—A mi padre. Sentía una gran admiración por Benjamin Franklin.
—Hábleme de él.
—No hay nada que contar. Abandonó a mi madre cuando yo tenía dos años, pero no le culpo. Le habría vuelto loco.
La sonrisa de Florence se desvaneció.
—Era una fanática —explicó Fischer—. A los nueve años, cuando descubrí que tenía poderes paranormales, centró su existencia en este hecho… y también la mía.
—¿Lo lamenta?
—Mucho.
—¿En serio, Ben? —preguntó, mirándole con tristeza.
De pronto, Fischer sonrió.
—Me dijo que me hablaría sobre Hollywood.
—Es una larga historia, Ben.
—Tenemos tiempo.
Lo miró en silencio.
—De acuerdo —dijo por fin—. Intentaré resumirla al máximo.
Fischer esperó.
—Puede que haya leído algo sobre el tema. En su momento, las columnas de cotilleo hablaron mucho sobre ello. Incluso el Confidential publicó un artículo sobre las sesiones espiritistas que celebraba en casa. Por supuesto, consiguieron que pareciera otra cosa. Pero no lo era, Ben. Lo que sucedió fue exactamente lo que yo conté. Tampoco era cierto el rumor de que nunca me había casado porque quería «terreno de juego». No me casé, simplemente, porque no conocí a ningún hombre con quien deseara hacerlo.
—¿Por qué decidió ser actriz?
—Me encantaba interpretar. Cuando era pequeña, preparaba pequeños espectáculos para mis padres y mis parientes. Más adelante, trabajé con la asociación dramática del instituto y con un grupo de teatro local. Después estudié arte dramático en la universidad. Fui progresando lentamente. A veces sucede: un papel caído del cielo, una combinación de acontecimientos afortunados. —Esbozó una triste sonrisa—. Nunca conseguí tener demasiado éxito porque nunca me esforcé demasiado. Sin embargo, tampoco hubo nunca ningún asunto turbio. No tenía un pasado oscuro, ni cicatrices que cubrieran las heridas de la niñez. Mi infancia fue maravillosa. Mis padres me querían, y yo les quería a ellos. Eran espiritistas, y yo me convertí en espiritista.
—¿Es hija única?
—Tuve un hermano, David. Murió a los diecisiete años… de meningitis. Es la única gran pena que tengo en el corazón. —Sonrió de nuevo—. Según dijeron, el «declive» de mi carrera fue lo que me hizo huir de Hollywood y «abrazar la religión» en busca de consuelo. Siempre olvidaron mencionar que había sido espiritista durante toda mi vida. La verdad es que me alegro de que mi carrera se apagara, pues eso me dio la oportunidad de hacer lo que siempre había sabido que tenía que hacer: centrarme exclusivamente en mis poderes de médium. No me daba miedo Hollywood… ni tampoco escapé. Allí no hay nada temible: no es más que un lugar y una empresa. Lo que hagan con su vida quienes trabajan en ese mundo es cosa suya. Las supuestas influencias «corruptas» de Hollywood no son mucho peores que las que existen en cualquier otro ámbito laboral. No se trata del negocio, sino del nivel de corrupción de aquellos que entran en él. Por supuesto que era consciente del vacío moral que me rodeaba. Tanto en el plató como en las fiestas solía quedarme sobrecogida por la atmósfera de insalubre tensión que rondaba en el aire. —Sonrió, haciendo memoria—. Una noche, cuando me acosté, recé mis oraciones a Dios, como hago siempre. De pronto me di cuenta de que había cambiado las palabras del «Padre Nuestro» por algunas relativas al mundo de Hollywood.
Movió la cabeza, divertida.
—Por supuesto, un mes después ya me había trasladado al Este.
Fischer empezó a hablar, pero se interrumpió al oír maullar al gato en algún lugar distante.
El final de un agradable interludio, pensó.
Florence hizo una mueca de dolor.
—Esa miserable criatura —dijo, intentando incorporarse.
Fischer le apremió a recostarse sobre las almohadas.
—Iré a echar un vistazo.
—Pero…
—Descanse —dijo, poniéndose en pie.
—Antes de irse, ¿podría alcanzarme el bolso?
En cuanto Fischer se lo acercó, Florence sacó un medallón de su interior y se lo tendió. En él había grababa una sola palabra: CREE.
—Todo está en nuestro interior si creemos —explicó.
Él empezó a devolvérselo.
—No, quédeselo —dijo—. Se lo regalo con todo mi amor.
Fischer forzó una sonrisa.
—Gracias —se guardó el medallón en el bolsillo—. Sin embargo, no debería preocuparse por mí, sino por sí misma.
—¿Querrá celebrar una sesión conmigo en cuanto haya descansado un poco? —preguntó—. Tengo que ponerme en contacto con Daniel Belasco y el trance es el modo más rápido… pero no quiero hacerlo sola.
—Entonces, ¿no se plantea la posibilidad de marcharse?
—No puedo, Ben, y usted lo sabe —hizo una pausa—. ¿Me acompañará en la sesión?
Fischer la miró fijamente, inquieto.
—De acuerdo —aceptó, por fin.
Abandonó la habitación sin decir ni una palabra más.
12:16 P.M.
Se sintió mejor cuando el agua empezó a salpicarle en la cara. La piel quemada de la pantorrilla se había contraído y le resultaba muy doloroso moverla, pero no quería detenerse. Cada vez que levantaba la mano derecha sobre el agua, el dolor del pulgar se intensificaba. Lo necesito, pensó. Llevaba casi una semana sin nadar.
Al llegar al extremo menos profundo de la piscina se detuvo, sujetándose en el bordillo con la mano izquierda. Edith estaba sentada en un banco de madera, cerca de la sauna.
—No hagas excesos —le dijo.
—Sólo daré dos vueltas más.
Dando media vuelta, empezó a nadar de nuevo. Cerró los ojos y escuchó los sonidos que hacían sus brazos y pies al moverse por el agua.
Le sorprendía lo mal que le estaba sentando a su esposa la atmósfera de la casa. Por la mañana había intentado levantarse sin despertarla, pero ella había abierto los ojos en el mismo instante en que empezó a incorporarse. Al ver una botella y una copita de plata encima de la mesa y advertir el olor a brandy de su aliento, le había pedido que le contara lo sucedido. Edith le explicó que la había encontrado en el armario y que se había tomado una copa para relajarse. Entonces, él había dicho que había asumido un grave riesgo al beber algo que había encontrado dentro de la casa. Mientras guardaba la botella en el armario, Edith le había prometido que no volvería a hacerlo.
Cuando su mano rozó el extremo más distante de la piscina, dio media vuelta. Si no surge ningún imprevisto con el Reversor, podremos irnos mañana por la noche, pensó. Sonrió para sus adentros, preguntándose si Edith era capaz de imaginarse cómo iba a cambiar la atmósfera de la casa gracias a su máquina.
Cuando volvió a llegar a la parte menos profunda se puso de pie y silbó al sentir el frío. Edith le ayudó a subir los escalones y le pasó una toalla por los hombros.
—¿Soportarás pasar unos minutos en la sauna? —preguntó.
Ella asintió, tendiéndole el bastón.
—Creo que me sentará bien.
—Adelante —respondió su mujer, abriendo la pesada puerta.
—Será mejor que te quites algo de ropa —le aconsejó.
—De acuerdo.
Barrett dejó caer la toalla sobre el banco de madera y entró cojeando en la sauna. Gimió de placer al sentir el húmedo calor en su cuerpo. Respirando entre dientes, buscó a tientas un banco. Estaba ardiendo. Avanzó por la sala hasta que encontró, con la ayuda del bastón, la manguera. La siguió con la mano izquierda hasta llegar a la pared, donde estaba el grifo. Cuando lo abrió, empezó a salir agua helada por el otro extremo. Tras mojar el banco, se sentó y dejó a un lado el bastón. Entonces, deslizó el bañador por sus piernas y lo sacudió.
Miró hacia la puerta. Edith estaba tardando mucho. Frunció el ceño. No le apetecía volver a levantarse, pero sabía que no debía dejarla sola más de unos segundos.
Estaba a punto de levantarse cuando se abrió la puerta y vio el contorno de su figura. Se sorprendió al ver que se había quitado toda la ropa.
—Aquí —dijo, mientras la puerta se cerraba.
Tendría que poner una bombilla más brillante. La que había en el techo tenía poca potencia o estaba cubierta de mugre… o posiblemente, ambas cosas.
Edith avanzó con cautela por la oscura habitación y, al pasar junto al chorro de agua fría, se le escapó un gemido. Barrett tiró de la manguera para mojar el banco y esbozó una mueca cuando el agua le salpicó en las piernas. Mientras la dejaba caer al suelo, Edith se sentó junto a él. Advirtió que su mujer respiraba de forma errática, impidiendo que el aire caliente bajara por su garganta.
—¿Estás bien? —preguntó.
Ella tosió.
—Creo que nunca me acostumbraré a respirar en una sauna.
—Inténtalo mojándote la cara con agua mientras coges aire.
—Estoy bien.
Barrett cerró los ojos y sintió que el húmedo calor se filtraba por toda su piel. Se quedó atónito al sentir la mano de Edith en su pierna. Al cabo de unos instantes, su mujer se inclinó y le besó en la mejilla.
—Te quiero —dijo.
Barrett le pasó un brazo por los hombros.
—Yo también te quiero.
Ella volvió a besarle en la mejilla y, después, en la comisura de los labios. El cuerpo de Barrett se agitó cuando su esposa acercó sus labios a los suyos, ladeando la cabeza para besarle, y sus ojos se abrieron de par en par al sentir que sus manos se deslizaban por su estómago. ¿Edith?, pensó.
Momentos después, su mujer se giró y se sentó a horcajadas sobre él, sin dejar de besarlo. Lionel sintió la presión de su ardiente y liso abdomen. Agachándose un poco, Edith le acarició el miembro y lo friccionó con su cuerpo. Barrett empezó a respirar con dificultad. La ardiente atmósfera le abrasaba la garganta y el pecho. Gimió sorprendido cuando ella le mordisqueó el labio inferior. Su aliento seguía oliendo a brandy.
Los labios de Edith se deslizaron por sus mejillas; su lengua le presionaba la piel.
—Ponla dura —le susurró al oído, con ímpetu.
Barrett contuvo el aliento cuando le cogió la mano herida y la acercó a su pecho. Lionel la retiró al instante, sintiendo el intenso dolor que subía por su muñeca.
—¡No! —le ordenó ella, sujetándosela de nuevo.
—¡Mi dedo! —gritó. El dolor era tan intenso que se le empezó a nublar la vista. Sus pulmones forcejeaban con el ardiente aire; apenas podía respirar. Edith, que no parecía oírle, le aprisionó el miembro gimiendo con tanta fuerza que su corazón dio un brinco.
—Por el amor de Dios, ponla dura —gritó. Volvió a apretar sus labios contra los de su marido.
Barrett no podía respirar. Tiró la cabeza hacia atrás, golpeándosela contra la pared de azulejos. Volvió a gritar de dolor, con el rostro desfigurado. Edith se abrazó a él, sollozando.
—Edith —jadeó, intentando recuperar el aliento.
Ella se levantó y dio media vuelta.
—No —murmuró su marido, intentando detenerla. Al abrir la puerta, sintió una ráfaga de aire frío. Alcanzó a ver, vagamente, su silueta en el umbral. Entonces, la puerta se cerró.
Buscó a tientas el bastón, a la vez que se restregaba la cara con agua fría. Dios mío, ¿qué le habrá pasado?, pensó. Sabía que las limitaciones de su vida sexual podían tener un efecto negativo en ella, pero era la primera vez que le demostraba su pasión de aquella forma. La casa le debía de estar afectando. Apoyándose en el bastón, se levantó con dificultad y avanzó por aquella sala repleta de vapor, haciendo una mueca al advertir que cada vez sentía más calor en el rostro. La bombilla del techo apenas era un punto prácticamente invisible de pálida luz. Al llegar a la puerta, Barrett buscó a tientas el pomo. Cuando lo encontró, cerró los dedos a su alrededor y empujó. La puerta no se movió. Empujó con más fuerza, en vano. Sus rasgos se tensaron. Sujetando el pomo con la mayor fuerza que le fue posible, empujó de nuevo.
La puerta se negó a moverse.
Sintió una oleada de inquietud.
—¿Edith? —gritó, golpeando la puerta con la palma de la mano izquierda—. ¡Edith, la puerta está atrancada!
No hubo respuesta. Dios mío, espero que no haya subido, pensó, sintiendo que le invadía el pánico. Empujó de nuevo la puerta, pero era como si estuviera clavada al marco. Debido al calor y a la humedad, la puerta debe de haberse dilatado, se dijo a sí mismo.
—¡Edith! —gritó, golpeando la puerta con el puño.
—¿Qué pasa? —respondió ella, en voz muy baja.
—¡La puerta está atrancada! ¡Intenta abrirla desde allí!
Esperó. Entonces oyó un golpe y sintió que la puerta temblaba. Cogió de nuevo el pomo y tiró con todas sus fuerzas, mientras Edith empujaba por el otro lado.
La puerta no cedió.
—¿Qué vamos a hacer? —oyó que preguntaba su mujer. Parecía asustada.
¿Podría usar el banco como ariete? No, pesaba demasiado. Barrett frunció el ceño. Tenía la impresión de que el calor se intensificaba. Sería mejor que apagara la bomba.
—¿Lionel?
—¡Estoy bien! —se agachó con cuidado sobre su rodilla izquierda para que su cabeza quedara por debajo de la zona en la que el calor era más intenso. Gimió preocupado. Bueno, no tenía más opciones. No podía quedarse allí.
—¡Será mejor que vayas a buscar a Fischer! —gritó.
—¿Qué?
Lionel no sabía si no le había oído o si le habían sorprendido sus palabras.
—¡Será mejor que vayas a buscar a Fischer!
Silencio. Barrett sabía que la idea de recorrer la casa a solas la aterraba.
—¡Es lo único que podemos hacer! —gritó.
Edith guardó silencio largo rato. Por fin, Lionel oyó que gritaba:
—¡De acuerdo! ¡Ahora mismo regreso!
Barrett permaneció inmóvil durante unos instantes, suplicándole a Dios que su mujer no tropezara con nada. En su estado mental, podría ser catastrófico. Frunció el ceño. No puedo quedarme de brazos cruzados, pensó. Será mejor que cierre la salida del vapor.
Se giró bruscamente a la derecha, creyendo haber oído un ruido. Sólo había un remolino de vapor. Lo observó con los ojos entrecerrados. La espiral, espesa y blanca, se retorcía. Cualquiera que fuera un poco fantasioso creería ver todo tipo de cosas en ella.
—Es ridículo —dijo entre dientes.
Se levantó y avanzó por el borde de la sala hasta que sus espinillas tropezaron contra el banco de madera. Arrodillándose de nuevo, extendió el brazo bajo el banco y buscó la llave de paso. No fue capaz de encontrarla, así que avanzó a rastras a lo largo del banco, buscándola a tientas.
Se quedó helado. Estaba seguro de haber oído algo, una especie de… serpenteo. A pesar del calor, un escalofrío recorrió su espalda.
—Es ridículo —murmuró. Siguió avanzando. No me extraña que esta casa se haya cobrado tantas víctimas: esta atmósfera te impulsa a imaginar cosas que no existen. Lo más probable era que aquel sonido procediera de la llave que estaba buscando. Debía de haber un escape de vapor debido, posiblemente, al exceso de presión. Hacía un calor terrible.
Cuando sus manos encontraron la llave, se sintió aliviado. Intentó girarla, pero estaba atascada. Luchando contra sus presentimientos, envolvió la llave con sus manos. Apretó los dientes al sentir un intenso dolor en la pierna.
—Está atascada —dijo en voz alta, como si pretendiera convencer a alguien de que el problema no tenía nada de insólito. Tras reforzar los músculos de los brazos y la espalda, lo intentó de nuevo.
La llave no se movió.
—¡Oh, no! —tragó saliva, retrocediendo al sentir el ardiente aire en la garganta y el pecho. Esto no va bien, no va nada bien, pensó. De todos modos, se trataba de un problema físico: la puerta se había dilatado por el calor y la llave estaba atascada. Este tipo de cosas sucedían con frecuencia en las casas antiguas. Edith estaría de vuelta con Fischer en unos momentos. Si las cosas empeoraban, podía tumbarse en el suelo y mojarse la cara con el agua mientras…
Dio un respingo. Aquel ruido de nuevo. No podía tratarse de su imaginación, pues había sido demasiado preciso. Era un serpenteo, como si una serpiente estuviera reptando por el suelo. Sus rasgos se endurecieron. Vamos, se dijo a sí mismo, no seas crío. Se giró lentamente, apoyando la espalda en el banco e intentando ver algo a través del vapor. Si se trataba de algún fenómeno psíquico, lo único que tenía que hacer era conservar el sentido común. Si no se dejaba llevar por el pánico, no habría nada en aquella casa que pudiera hacerle daño.
Escuchó con atención, haciendo una mueca debido al dolor que sentía en el pulgar. Después de lo que le pareció un minuto, volvió a oír aquel sonido líquido y serpenteante. Imaginó que era lava que se deslizaba lentamente por un canal para carbón y que chapoteaba como las gachas humeantes. Se estremeció.
—Basta —se ordenó a sí mismo. Estaba reaccionando como la señorita Tanner.
¡La manguera!, pensó de repente. Si el calor húmedo había dilatado la puerta, el agua fría podría invertir el proceso. Empezó a buscarla a tientas.
El sonido se repitió, pero lo ignoró. Los fenómenos psíquicos abundan en los reinos de la credulidad. Esta frase brilló en su mente. Exacto, pensó. Sin darse cuenta, tragó una bocanada de aire y gimió al sentir el fuego que le abrasaba la garganta y el pecho. ¿Dónde diablos estaba la maldita manguera? Le dolían las piernas de arrastrarse por las duras baldosas.
Entonces sintió el chorro de agua y suspiró, satisfecho. Empezó a palpar el suelo, buscando la manguera.
Gritó, apartando la mano. Acababa de tocar algo que parecía barro caliente. La levantó para observarla, pero había tan poca luz que tuvo que entornar los ojos. El corazón le latía con fuerza. Tenía la palma y los dedos cubiertos por una especie de limo oscuro. Intentando reprimir las náuseas, se agachó y restregó la mano contra el suelo. ¿Qué diablos era aquello? ¿La cal que unía las baldosas se había derretido? ¿Acaso era algún tipo de…?
Se giró con tanta rapidez que sintió un latigazo en el cuello. Miró fijamente el exasperante vapor, con el corazón latiendo a toda velocidad. El sonido, que ahora sonaba con más fuerza, se aproximaba hacia él. Retrocedió por instinto, intentando ver algo. Sin darse cuenta, se frotó los ojos con la mano, embadurnándose la cara de barro. Chasqueó la lengua, molesto, e intentó limpiársela con la otra. Percibía un aroma familiar. ¿Dónde diablos está Edith?, pensó. Durante un instante, sintió pánico al pensar que su mujer, enfadada por lo que había sucedido, le hubiese dejado encerrado allí y no hubiera ido en busca de Fischer.
—No —murmuró. Eso era ridículo. Estaría de vuelta enseguida. Sería mejor que regresara a la puerta a esperar. Giró sobre sus talones y se alejó de aquel sonido, imaginando que una medusa gigantesca arrastraba su masa transparente y trémula por la sala, dirigiéndose hacia él.
—Ya basta —murmuró, furioso consigo mismo. Tenía que llegar a la puerta. Miró a través del vapor, pero fue incapaz de descubrir dónde estaba. Aquel ruido reptante y húmedo continuaba. Tenía que pensar con lógica. No debía dejarse llevar por el pánico.
Gritó asustado cuando sus pies se hundieron en un limo caliente y espeso. Al intentar apartarse, resbaló y aterrizó sobre el codo izquierdo. Un dolor desgarrador recorrió su brazo. Cayó al suelo, retorciéndose y gritando dolorido.
De pronto, sintió que el limo le presionaba el costado, como si fuera gelatina derretida. Movió los brazos, intentando apartarse de aquella apestosa sustancia. Era un hedor putrefacto… ¡El hedor del pantano! ¡Está entrando!, gritó su mente, aterrada. Se puso de rodillas. La puerta. ¿Dónde estaba la puerta? Se levantó con dificultad y avanzó, cojeando, hacia la dirección en la que suponía que debía de estar.
Algo le cerró el paso… algo que estaba cerca del suelo y que tenía masa, tamaño y vida. Gritando de terror, Barrett cayó sobre aquella masa. Ésta retrocedió y empezó a empujarlo por la espalda. Era caliente, gelatinosa y apestaba a podredumbre. Barrett gritó cuando la sintió entre sus piernas. Furioso, le pegó una patada con la pierna izquierda y sintió que ésta se hundía en un limo mucoso y golpeaba lo que parecía piel con una textura similar a la de un champiñón cocido.
De pronto la tuvo delante de los ojos: era una masa bulbosa que centelleaba misteriosamente.
—¡No! —gritó. Le asestó otra patada y retrocedió, arrastrándose por el suelo, hasta que su espalda chocó con fuerza contra la puerta. Sintió que aquella sustancia pegajosa rezumaba por sus piernas. Chilló aterrado. La sala empezó a dar vueltas y a oscurecerse. Era incapaz de apartarse de aquella masa viscosa y caliente que le chupaba la piel.
De repente, la puerta empezó a moverse a sus espaldas, empujándolo contra la forma gelatinosa. Sintió un fuerte golpe en la cara. Su boca, que era incapaz de dejar de gritar, estaba llena de gelatina turgente. Una oleada de aire frío refrescó su costado. Instantes después, unas manos lo cogieron por las axilas. Creyó oír gritar a Edith. Alguien lo llevaba a rastras por el suelo. Al levantar la mirada, vio el pálido y borroso rostro de Fischer. Justo antes de perder el sentido, Barrett vio su propio cuerpo. Estaba completamente desnudo.
12:47 P.M.
Fischer bebió un poco de café, sujetando la taza con ambas manos. La pareja de Caribou Falls había regresado y se había vuelto a ir, sin que nadie la viera.
Mientras estaba en el teatro buscando al gato, había oído gritar a la señora Barrett. Salió disparado hacia el vestíbulo y, en cuanto se reunió con la mujer, ésta le había explicado, aterrorizada, que su marido se había quedado encerrado en la sauna.
Allí, se estremeció, recordando las palabras de Florence. Sin decir nada, bajó las escaleras a toda velocidad, empujó las puertas giratorias sin detenerse y corrió por el borde de la piscina, oyendo cómo sus pasos reverberaban por las paredes y el techo.
Pudo oír los gritos de Barrett antes de llegar a la sauna. Ya se había detenido y estaba dando media vuelta cuando la señora Barrett lo alcanzó. Al ver su mirada de pánico, se había sentido incapaz de abandonarla. Girando de nuevo sobre sus talones, siguió corriendo hasta la sauna y se abalanzó contra su puerta, golpeándola con todo su peso. La puerta no se había movido. Cuando la señora Barrett consiguió llegar junto a él, le había suplicado, con una voz extraña y estridente, que salvara a su marido.
Acercándose al banco de madera que había junto a la pared, lo había cogido por un extremo y lo había llevado a rastras hasta la puerta de la sauna para usarlo como ariete. La puerta cedió al instante. Tras soltar el banco, había abierto la puerta de un empujón, sintiendo el peso del doctor contra ésta. Los gritos de Barrett se interrumpieron de repente. Sin apenas entrar en la sauna, Fischer lo había buscado a tientas entre el ardiente vapor y lo había sacado a rastras con gran esfuerzo, debido a su peso. Para aquel entonces, su mujer estaba temblando de la cabeza a los pies y tenía el rostro cenizo. Por increíble que parezca, consiguieron llevarlo hasta su dormitorio y tumbarlo sobre la cama. Fischer se había ofrecido a ponerle el pijama, pero su mujer, con una voz prácticamente inaudible, le había dicho que podía hacerlo sola. Entonces, había abandonado la habitación para regresar al piso inferior.
Dejó la taza vacía sobre la mesa y se tapó los ojos con la mano izquierda. Su mente era un amasijo de confusión: la puerta abierta que habían encontrado cerrada al llegar; el fallo del sistema eléctrico que había sido restablecido; la incapacidad de Florence de entrar en la capilla; el gramófono que se había puesto solo en marcha; la gélida brisa de las escaleras; la araña de luces tintineante; los golpes que habían oído durante la sesión; el hecho de que Florence se hubiera convertido, de repente, en una médium física; la figura que había aparecido durante la sesión y su histérica advertencia; el ataque poltergeist; la señora Barrett, que había sido conducida en sueños al pantano, se había quitado el pijama delante de él y la había encontrado husmeando en su cuarto por la mañana; los mordiscos en los pechos de Florence; el cadáver que había dentro del muro; el anillo; el terrible ataque del gato… y ahora, el ataque del que había sido víctima el doctor Barrett en la sauna.
No hemos avanzado nada, pensó, dejándose caer sobre la silla. No hemos hecho ningún progreso. Se encontraban, exactamente, en el mismo punto que cuando llegaron, pero Florence estaba destrozada, tanto emocional como físicamente, la señora Barrett estaba perdiendo el control y Barrett había sido agredido salvajemente en dos ocasiones. Y, respecto a mí…
Su mente retrocedió, intentando recordar. Aparecieron diversos rostros ante él: Grace Lauter, el doctor Graham, el profesor Rand y Fenley. Grace Lauter había decidido trabajar por su cuenta porque estaba convencida de que podría resolver el misterio de la Casa Infernal sin la ayuda de nadie; ni siquiera había cruzado una palabra con los demás. Él había trabajado con el doctor Graham y el profesor Rand quien, a su vez, se había negado a trabajar con el profesor Fenley porque no era «un hombre de ciencia», sino un espiritista.
Transcurrieron tres días desmoralizantes antes de que todo acabara: Grace Lauter se cortó el cuello con sus propias manos; el doctor Graham, completamente ebrio, murió perdido en el bosque; el profesor Rand sufrió una hemorragia cerebral después de una experiencia en el salón que fue incapaz de describir antes de morir; y el profesor Finley perdió por completo la cordura y permanecía recluido en el Sanatorio Medview. A él lo encontraron desnudo en el porche principal, aterrorizado y envejecido.
—Y ahora he regresado —murmuró, con voz temblorosa—. He regresado.
Cerró los ojos, incapaz de dejar de temblar. ¿Cómo?, pensó. No me da miedo intentarlo pero… ¿Por dónde tengo que empezar? Estaba tan desconcertado que se le agarrotaron los músculos. Abrió los ojos, cogió la taza y la arrojó contra el otro extremo de la habitación. ¡Es jodidamente complicado!, gritó su mente.
1:57 P.M.
Parpadeó. Lionel estaba despierto. Puso su mano sobre la suya.
—¿Te encuentras bien?
Su marido asintió sin sonreír.
—He hecho las maletas —dijo, intentando controlar la voz.
Esperó. Lionel la miró a los ojos, sin expresión alguna en el rostro.
—Nos iremos hoy mismo —anunció Edith.
—Quiero que te vayas.
Edith lo miró fijamente.
—Nos iremos los dos, Lionel.
—No me iré hasta que haya terminado.
A pesar de que sabía perfectamente que ésa sería su respuesta, era incapaz de creerlo. Se mordió los labios para no pronunciar las palabras que resonaban en su mente.
—Puedes ir a Caribou Falls —le dijo él—. Me reuniré contigo mañana.
—Lionel, quiero que nos vayamos juntos.
—Edith…
—No, no quiero oír ni una palabra. Ya no puedes convencerme. Sabes perfectamente qué está pasando. Hubieras muerto allí abajo si Fischer no hubiera acudido en tu ayuda. Hubieras sido asesinado por… ¿qué? ¿Por qué? Tenemos que irnos de esta casa antes de que acabe con todos. Ahora, Lionel. Ahora.
—Escúchame —dijo él—. Sé que esto ha rebasado el límite de tu paciencia, pero no el mío. No voy a huir por lo sucedido. Llevo veinte años esperando este momento. Veinte largos años de trabajo e investigación, y no estoy dispuesto a perderlo todo debido a… algo en la sauna.
Edith lo miró atentamente, sintiendo una palpitación en las sienes.
—Admito que ha sido un susto —dijo—. Un susto terrible. No había experimentado nada similar en toda mi vida, pero estoy seguro de que no ha sido ningún fantasma. ¿Me oyes, Edith? No ha sido ningún fantasma. —Cerró los ojos—. Por favor. Ve a Caribou Falls. Fischer te llevará. Yo me reuniré contigo mañana —abrió los ojos y la miró—. Mañana, Edith. Después de veinte años, sólo falta un día más para poder demostrar mi teoría. Sólo un día. Ahora que estoy tan cerca no puedo echarme atrás. Lo que sucedió fue espantoso, sí, pero no puedo permitir que me asuste. —Cerró con fuerza las manos entre las de su mujer—. Antes que abandonar ahora, preferiría morir.
La habitación quedó en silencio. Edith sentía un redoble de tambor lento y errático en su pecho.
—Mañana —dijo.
—Te juro que, para entonces, habré puesto fin al reinado de terror de esta casa.
Ella lo miró a los ojos, sintiéndose perdida e indefensa. Ya no le quedaba nada de fe. Ahora sólo podía aferrarse a la de su marido. Que Dios nos ayude si estamos equivocados, pensó.
2:21 P.M.
—Oh, Espíritu de la Verdad Inmortal —dijo Florence—, ayúdanos a acabar con las dudas y los miedos de esta vida. Abre nuestra naturaleza a revelaciones poderosas. Danos ojos para ver y oídos para escuchar. Bendícenos en nuestros esfuerzos por apartar la oscuridad del mundo.
La luz del cuarto de baño se proyectaba tenuemente sobre ellos. Florence, que ocupaba la silla que había junto a la mesa, tenía los ojos cerrados, las manos en el regazo y las rodillas y los pies apretados con fuerza. Fischer estaba sentado en frente de ella, a un metro y medio de distancia.
—La expresión más dulce de la vida espiritual es el servicio —estaba diciendo Florence—. Nos ofrecemos para servir a los espíritus. Que éstos nos encuentren preparados y que, para que nada pueda impedir nuestra libre expresión, se comuniquen con nosotros en este día y nos revelen su luz. Que nos impartan el poder de comunicarnos con el alma atormentada que aún mora en esta casa, profanada y prisionera: Daniel Belasco.
Levantó la mirada.
—Escuchadnos, ángeles auxiliadores. Ayudadnos en nuestro esfuerzo por liberar a esta alma de su carga. Os lo pedimos en nombre del Espíritu Eterno e Infinito. Amén.
Durante unos instantes todo se sumió en el más absoluto silencio. Fischer pudo oír el crujiente sonido que hizo su garganta al tragar saliva.
—Dulces almas que nos rodeáis, velad por nosotros —entonó Florence—. Aproximaos más a nosotros. Deslizaos por nuestros pensamientos y por nuestras oraciones para ofrecernos vuestra ayuda.
Al terminar el cántico, Florence empezó a respirar hondo con los dientes apretados, llenando convulsivamente sus pulmones de aire a la vez que frotaba las manos por todo su cuerpo. Pronto, su boca se abrió y su cabeza empezó a balancearse hacia atrás. Siguió respirando profundamente. Apoyó los hombros en el respaldo, con la cabeza balanceándose de un lado a otro, hasta que, por fin, se quedó inmóvil.
Transcurrieron varios minutos. Fischer empezó a tiritar. El frío empezó a congregarse a su alrededor lentamente, como agua helada, hasta que tuvo la impresión de encontrarse sumergido en ella hasta la cintura.
Se estremeció cuando unos suaves puntos de luz aparecieron delante de Florence. Focos de condensación; estas palabras navegaron a la deriva por su mente. Contempló los puntos, que fueron aumentando en tamaño y en número mientras revoloteaban por delante de la médium hasta crear una galaxia de soles pálidos y diminutos. Sentía las piernas entumecidas. Ya falta poco, pensó.
Sus dedos se hundieron en los brazos de la silla cuando empezó a salir ectoplasma por sus fosas nasales. Los filamentos viscosos eran como serpientes gemelas de color gris que se deslizaban por su nariz. Mientras Fischer los observaba enmudecido, éstos se unieron para formar una espiral más gruesa que, tras desenroscarse, se alzó ocultando el rostro de Florence. Fischer miró hacia el suelo. Oyó un sonido similar al crujido del papel y cerró los ojos.
El olor a ozono se adentró en sus fosas nasales y tuvo la impresión de encontrarse en una piscina en la que había demasiado cloro. Abrió los ojos y levantó la mirada, estremecido. El ectoplasma había cubierto la cabeza de Florence y colgaba sobre ella como un saco húmedo y membranoso. Éste empezó a cobrar forma, como si estuviera siendo modelado por algún escultor invisible: primero se hundieron las cuencas de los ojos, después apareció el montículo de la nariz y finalmente las fosas nasales, las orejas y la línea de la boca. En menos de un minuto, pudo ver el rostro de un hombre joven moreno, atractivo y de expresión severa.
Fischer se aclaró la garganta. Tenía la impresión de que su corazón latía de un modo irreal.
—¿Tiene voz? —preguntó.
Se oyó un sonido penoso y gorjeante, similar a un estertor. Se le puso la piel de gallina. Medio minuto después, el sonido se detuvo y el silencio volvió a invadir la sala.
—¿Puede hablar ahora? —preguntó Fischer.
—Sí —dijo una voz masculina.
Fischer vaciló.
—¿Quién es usted? —dijo, tras respirar profundamente.
—Daniel Belasco. —Aunque sus labios no se movieron, la voz procedía de los pálidos rasgos del joven.
—¿Era suyo el cadáver que encontramos esta mañana detrás de la pared de la bodega?
—Sí.
—Celebramos su funeral y lo enterramos fuera de la casa. ¿Por qué sigue aquí?
—Porque no puedo irme.
—¿Por qué?
No hubo respuesta.
—¿Por qué?
Nada. Fischer cerró con fuerza las manos sobre su regazo.
—¿Ha tenido usted algo que ver con el ataque que ha sufrido el doctor en la sauna?
—No.
—Entonces, ¿quién lo atacó?
Silencio.
—¿Atacó usted al doctor Barrett anoche en el comedor? —preguntó Fischer.
—No.
—¿Quién fue?
Silencio de nuevo.
—¿Mordió usted a la señorita Tanner esta mañana?
—No.
—¿Quién lo hizo?
Silencio.
—¿Poseyó usted al gato para que la atacara?
—No.
—¿Quién lo hizo, entonces?
Silencio.
—¿Quién lo hizo? —insistió Fischer—. ¿Quién atacó al doctor Barrett? ¿Quién mordió a la señorita Tanner? ¿Quién poseyó al gato?
Silencio.
—¿Quién? —repitió Fischer.
—No puedo decirlo.
—¿Por qué no?
—Porque no.
—¿Por qué?
Silencio.
—Tiene que decírmelo. ¿Quién atacó al doctor Barrett en la sauna y en el comedor? ¿Quién mordió a la señorita Tanner? ¿Quién poseyó al gato?
Oyó que respiraba con rapidez.
—¿Quién? —insistió.
—No puedo…
—Tiene que decírmelo.
—No puedo… —dijo, con voz suplicante.
—¿Quién? —Fischer siguió insistiendo.
—No puedo…
—¿Quién?
—Por favor…
—¿Quién?
Oyó lo que le pareció un sollozo.
—Él —respondió la voz.
—¿Quién?
—Él.
—¿Quién?
—¡Él! ¡Él!
—¿Quién?
—¡Él! —gritó la voz—. ¡El Gigante! ¡Él! ¡Padre, padre!
Fischer se quedó sentado, rígido y en silencio, observando cómo iba perdiendo forma el rostro del joven a medida que el ectoplasma se desgranaba y volvía a introducirse en las fosas nasales de Florence. Mientras se desvanecía, Fischer oyó que la mujer gemía dolorida. La figura desapareció por completo en menos de siete segundos.
Permaneció inmóvil durante casi un minuto. Al levantarse, sintió que todo su cuerpo estaba entumecido. Se dirigió al cuarto de baño, vertió un poco de agua en un vaso y lo llevó al dormitorio. Se quedó de pie junto a la silla hasta que Florence abrió los ojos.
La mujer se bebió el agua de un largo y único trago. Entonces, Fischer fue hasta la pared en la que estaba el interruptor, encendió la luz de la lamparita que había junto a la cama y se dejó caer, pesadamente, en la silla que había delante de la médium.
—¿Ha venido? —preguntó Florence.
Mientras le contaba lo sucedido, su tensa expresión se fue convirtiendo en una de profunda emoción.
—Belasco —dijo—. Por supuesto. Por supuesto. Tendríamos que haberlo sabido.
Fischer no respondió.
—Daniel nunca me hubiera hecho daño. Nunca hubiera atacado al doctor Barrett. A pesar de las evidencias, sabía que no podía haber sido él. No acababa de encajar pues, al fin y al cabo, él no es más que otra de las víctimas de esta casa —advirtió la expresión escéptica de Fischer—. ¿No lo ve? Es su padre quien le impide salir de aquí.
Fischer la observó en silencio, deseoso de creer en ella, pero temeroso de comprometerse.
—¿No lo ve? —preguntó ella, ansiosa—. Están luchando entre sí. Daniel intenta escapar de la Casa Infernal y su padre está haciendo todo lo posible por evitarlo. Intenta ponerme en su contra haciéndome creer que su hijo desea hacerme daño, pero eso no es cierto. Lo único que Daniel desea es…
Se interrumpió al ver que Fischer entrecerraba los ojos.
—¿Qué es lo que desea? —preguntó.
—Mi ayuda.
—Eso no es lo que estaba a punto de decir.
—Por supuesto que sí. Soy la única persona que puede ayudarle. Soy la única persona en quien confía. ¿No lo ve?
Fischer la observó con cautela.
—Ojalá pudiera —respondió.
3:47 P.M.
Edith se incorporó y alargó el brazo para coger el reloj de Lionel, que descansaba sobre la mesilla. Eran casi las cuatro. A este paso, ¿cómo iba a tener lista la máquina al día siguiente?
Lionel estaba dormido. Lo miró, preguntándose si aún creía en todas sus teorías. De algún modo, tenía la incómoda impresión de que ya no estaba tan seguro como afirmaba, aunque no había dicho nada que lo demostrara. Cuando se trataba de su trabajo, era un hombre muy orgulloso. Siempre lo había sido.
Levantándose bruscamente, se acercó al armario y abrió la puerta. De acuerdo, los dos le habían avisado, pero no había sucedido nada, ¿verdad? Además, el brandy le había ayudado a relajarse. Si tenía que quedarse en aquella casa hasta el día siguiente, tenía todo el derecho del mundo a dar ciertos pasos que le ayudaran a soportar mejor su estancia.
Tras dejar sobre la mesa la botella y una de las copas de plata, retiró el tapón, llenó la copa y se bebió el brandy de un solo trago. Tiró la cabeza hacia atrás, con los ojos cerrados y la boca abierta, y respiró con fuerza mientras el ardiente líquido se deslizaba por su garganta. Sintió una relajante calidez en el pecho y el estómago, como cuando tomaba jarabe caliente. El corazón le latía con fuerza, irradiando el calor por todo su cuerpo.
Se sirvió otra copa, bebió un poco y se recostó sobre la mesa, apartando la caja en la que Lionel guardaba el manuscrito. Tras beber otro sorbito, echó la cabeza hacia atrás y volvió a vaciar la copa de un trago. Tenía los ojos cerrados y una sensual expresión de placer en la cara.
Pensó en el rato que había pasado en la sauna con Lionel. Se sentía mal consigo misma por haberse enfadado con él. ¡Como si la impotencia fuera culpa de su marido y no de la polio! De pronto pensó que la verdadera razón por la que le había dicho que fuera a Caribou Falls era que no quería que le molestara con sus necesidades, pues deseaba poder concentrarse en su máquina.
Parpadeó. ¡Era terrible que pensara eso de Lionel! Estaba segura de que, si hubiera podido, habría hecho el amor con ella.
¿En serio?, se preguntó. ¿Acaso a mi marido le importa si mantenemos o no relaciones sexuales?
Dejándose llevar por un impulso, acercó el brazo a la botella con un movimiento tan brusco que tiró la caja de la mesa. Las páginas del manuscrito se diseminaron por el suelo. Empezó a levantarse pero, frunciendo el ceño, decidió dejarlas donde estaban. No te molestes, pensó. Ya las recogeré después. Cerró los ojos mientras vaciaba otra copa de brandy en su boca.
Resbaló de la mesa y estuvo a punto de caerse. Estoy borracha, pensó. Durante un segundo, sintió una punzada de culpabilidad. Mamá tenía razón, soy igual que él, pensó. Se resistía a creerlo. ¡No, no lo soy!, le dijo a su madre invisible. Soy una buena chica. ¡Qué diablos…! Empezó a reírse. No soy una chica, soy una mujer. Con apetito sexual. Él debería saberlo. No es tan mayor. Ni tan impotente. La culpa no la tiene la polio, sino las creencias religiosas de su madre. La culpa la tiene…
Frunciendo el ceño, apartó aquella idea de su mente y se dirigió, tambaleante, hacia el armario. Sus sedosas extremidades irradiaban calor y sentía un agradable entumecimiento en la cabeza. Estaban equivocados: emborracharse era la única respuesta. Pensó en la alacena repleta de botellas que había en la cocina. Puede que cogiera una de bourbon… o quizá dos. Si bebía hasta perder la conciencia, le costaría menos soportar la llegada del día siguiente.
Sacó el libro hueco de la estantería con tanta rapidez que éste resbaló entre sus dedos y cayó sobre la moqueta con un ruido sordo, esparciendo las fotografías por todas partes. Se arrodilló y empezó a mirarlas de una en una, humedeciéndose el labio superior sin darse cuenta. Contempló una fotografía en la que aparecían dos mujeres tumbadas sobre la mesa del comedor, realizando un doble cunnilingus. Tenía la impresión de que cada vez hacía más calor en el dormitorio.
De pronto tiró la fotografía, como si le quemara en los dedos.
—¡No! —murmuró asustada. Dando un respingo, se giró y vio que Lionel estaba moviéndose. Levantándose con torpeza, echó un vistazo a la sala, como un animal acorralado.
Cruzó el dormitorio con rapidez y salió al pasillo, cerrando la puerta a sus espaldas. Se sobresaltó al darse cuenta de que, aunque había intentando ser silenciosa, había hecho un ruido tremendo. Moviendo la cabeza para despejarse un poco, se dirigió hacia el cuarto de Fischer.
No estaba. Edith echó un vistazo a la habitación mientras se preguntaba qué podía hacer. Cerró la puerta y avanzó tambaleante por el pasillo. Decidió apoyarse en la balaustrada para mantener el equilibrio y llegó hasta el rellano. Por alguna extraña razón, la casa ya no le daba miedo. Y eso demuestra, una vez más, que el alcohol es justo lo que necesitaba, pensó.
Tuvo la impresión de que bajaba las escaleras flotando. Aquello le hizo pensar en cierta película sureña que había visto en un reestreno. Lo único que recordaba con claridad era una mujer vestida con una falda de aro que bajaba las escaleras como si descendiera por unos raíles. Ella se sentía igual. ¿Por qué me siento tan segura?, se preguntó.
Un destello, débil, demasiado efímero para percibirlo. Edith pestañeó y vaciló. Nada. Siguió bajando las escaleras. Está en el salón, decidió. Siempre está allí donde hay café. Ni siquiera recordaba haberlo visto comer. No me extraña que esté tan delgado.
Mientras cruzaba el vestíbulo, oyó el sonido de la madera al resquebrajarse. Se detuvo de nuevo y vaciló durante un instante, antes de ponerse en marcha una vez más. Por supuesto, pensó, mientras esbozaba una sonrisa. Nunca se había sentido tan liberada como ahora. Cerró los ojos. Estoy notando, dijo su mente. Padre e hija, borrachos para siempre.
Se detuvo en la arcada y se apoyó en ella, aturdida. Parpadeó, intentando que sus ojos se enfocaran. Fischer se encontraba de espaldas a ella, forcejeando con la palanca para abrir el cajón de embalaje. Qué majo, pensó Edith.
Dio un respingo cuando el hombre se giró levantando la palanca, como si pensara utilizarla para defenderse de su atacante. Se movió con tanta rapidez que el cigarrillo que tenía entre los labios cayó al suelo formando un arco.
—Kamerad —dijo Edith, levantando los brazos como si se rindiera.
Fischer la miró fijamente, respirando con fuerza.
—¿Está enfadado? —preguntó.
—¿Qué diablos está haciendo aquí? —la interrumpió él.
—Nada. —Alejándose de la arcada, empezó a caminar hacia él, dando tumbos.
—¿Está borracha? —Parecía sorprendido.
—Me he tomado unas copas, pero no creo que eso sea asunto suyo.
Fischer dejó caer la palanca sobre la mesa y avanzó hacia ella.
—Lionel le estaría muy agradecido si usted… —Edith señaló alegremente la máquina.
—Vamos —dijo Fischer, asiéndola del brazo. Edith se apartó.
—Déjeme en paz. —Se tambaleó ligeramente, pero pronto recuperó el equilibrio y se volvió hacia la máquina.
—Señora Barrett…
—Edith.
Fischer la volvió a coger del brazo.
—Vamos. No debería haber dejado solo a su marido.
—Está perfectamente. Duerme.
Fischer intentó que diera media vuelta, pero ella se negó. Soltando una risita, la mujer volvió a soltarse.
—¡Por el amor de Dios! —espetó Fischer.
Los labios de Edith esbozaron una sonrisa traviesa.
—No. Por su amor, no.
Fischer la miró, confundido.
Edith se dirigió hacia la mesa. La sala estaba borrosa y tenía la vaga impresión de que, un poco más allá de los límites de su visión, había diversas personas. Son sólo imaginaciones, le dijo su mente. En este lugar no hay más que estúpida energía.
Al llegar a la mesa, deslizó un dedo por su superficie. Fischer se acercó a ella.
—Tiene que regresar a su habitación.
—No —respondió, cogiéndolo de la mano. Fischer se apartó. La mujer sonrió y volvió a deslizar el dedo por la mesa—. Aquí es donde se reunían.
—¿Quiénes?
—Las Afroditas. Aquí. Alrededor de esta mesa.
Fischer volvió a cogerla del brazo, pero Edith lo movió de modo que la mano del hombre quedó apoyada contra su pecho.
—Aquí. Alrededor de esta mesa —repitió.
—No sabe lo que dice —dijo Fischer, apartando la mano.
—Sé perfectamente lo que digo, señor Fischer —respondió Edith, riendo entre dientes—. Señor B. F. Fischer.
—Edith…
Se puso tenso al ver que se acercaba a él y le rodeaba con sus brazos.
—¿No le gusto ni un poquito? —preguntó—. Sé que no soy tan hermosa como Florence, pero yo…
—Edith, es la casa. Le está haciendo…
—La casa no está haciendo nada —interrumpió ella—. Lo estoy haciendo yo.
Fischer intentó liberarse de sus brazos, pero ella lo abrazó con más fuerza.
—¿Acaso usted también es impotente? —preguntó, bromeando.
Fischer tiró con fuerza de sus brazos para que lo soltara y la apartó de su lado de un empujón.
—¡Despierte! —gritó.
—¡No me diga que despierte! —Sintió que la furia hervía en su interior—. ¡Despiértese usted, cabrón asexuado!
Edith retrocedió y, cuando tropezó con la mesa, culebreó sobre ella y se quitó la falda de un tirón.
—¿Qué pasa, hombrecito? —preguntó—. ¿Nunca ha estado con una mujer?
Acercó las manos a su chaqueta y la abrió de golpe, arrancando los botones. Acto seguido, se desabrochó el cierre delantero del sujetador y, cuando sus pechos quedaron al descubierto, los sujetó entre sus paralíticos dedos.
—¿Qué pasa, hombrecito? —gritó, levantando sus pechos con una expresión de furiosa ironía en la cara—. ¿No ha tocado nunca una teta? ¡Pruébela! ¡Está deliciosa!
Se deslizó por la mesa y, en cuanto sus pies tocaron el suelo, avanzó hacia Fischer con los dedos hundidos en sus pechos.
—Chúpemelos. —Su voz temblaba de cólera y tenía el rostro distorsionado por la furia—. ¡Chúpemelos, maricón, o buscaré una mujer que lo haga!
Fischer movió la cabeza hacia un lado. Al seguir su mirada, Edith sintió que caía un enorme peso sobre ella.
Lionel estaba en la entrada.
Sintió que la engullía la oscuridad. Le fallaron las piernas y empezó a caer. Fischer corrió hacia ella para sujetarla.
—¡No! —gritó Edith.
Se giró hacia la izquierda y cayó sobre una estatua de mármol que se alzaba en su pedestal. Intentó sujetarse a ella. La fría piedra le presionaba los pechos y tuvo la sensación de que su rostro pétreo la miraba con lascivia. Edith gritó cuando la estatua cayó hacia atrás, liberándose de su agarre y rompiéndose en mil pedazos al estrellarse contra el suelo. La mujer aterrizó sobre sus rodillas y se desplomó. Sintió que la engullía la oscuridad.
4:27 P.M.
En algún lugar sonaba una música lenta, suave. Era un vals. Estaba bailando, deslizándose entre una especie de niebla. ¿Estaba en el salón de baile? No lo sabía con certeza. El rostro de su compañero era borroso, pero estaba segura de que era Daniel. Podía sentir su brazo alrededor de la cintura y su mano izquierda cerrada sobre su mano derecha. Era cálida. El aire olía a rosas. Un baile de verano. Estaba tocando una pequeña orquesta de cuerda. Florence bailaba con su pareja en lánguidos círculos.
—¿Estás contenta? —preguntó él.
—Sí —murmuró—. Mucho.
¿Se encontraba en un plató? ¿Era eso? ¿Estaba rodando una película? Intentó recordar, pero no pudo. ¿Cómo iba a ser una película? Todo era demasiado real: no había cámaras ni focos, no faltaba la cuarta pared ni veía al equipo ni al técnico de sonido por ninguna parte. No, estaba en un salón de baile de verdad. De nuevo, Florence intentó ver el rostro de su acompañante, pero sus ojos se negaron a enfocar.
—¿Daniel? —murmuró.
—¿Sí, querida?
—Eres tú —dijo Florence.
Entonces lo vio. Su rostro era severo, pero sumamente atractivo y gentil. Su brazo le rodeaba la cintura con firmeza.
—Te quiero —dijo él.
—Y yo a ti.
—¿Nunca me abandonarás? ¿Siempre estarás a mi lado?
—Si, querido. Siempre, siempre.
Florence cerró los ojos. La música cada vez era más rápida y sintió que recorrían el salón de baile a gran velocidad. Oyó los crujidos de cientos de faldas. La estancia estaba llena a rebosar de bailarines, de amantes. Florence sonrió. Ella también amaba; amaba a Daniel. Se sentía segura entre sus brazos. Sus pies apenas tocaban el suelo; tenía la impresión de estar flotando.
Sintió una brisa perfumada en el rostro y volvió a sonreír. Sin dejar de bailar, Daniel la había llevado hasta el amplio porche. El cielo, que estaba cubierto de estrellas, era como una tela de terciopelo negro rociada de fragmentos de diamante. No tenía que mirar para saber que estaban allí. La luna llena brillaba en plata, iluminando el jardín que se extendía a sus pies. No tenía que mirar; lo sabía. ¿Había estado bebiendo vino? Se sentía embriagada. No, era su espíritu el que estaba embriagado. Eran la felicidad, el amor y la música dulce que sonaba en la distancia, mientras seguía bailando el vals con su amado Daniel, girando y dando vueltas y dirigiéndose lentamente hacia…
—¡No! —gritó.
Florence jadeó, asustada. Sus sentidos estaban desbordados. Daniel, que se alzaba ante ella entre la niebla, estaba pálido y asustado, indicándole por señas que se detuviera. Un agua helada le entumecía los pies y los tobillos, y el gélido viento le erosionaba la cara. El olor a putrefacción invadió sus fosas nasales. Gritando, perdió el equilibrio y cayó. Tuvo la impresión de que algo se alejaba a toda velocidad, a su espalda. Florence se giró y alcanzó a ver, durante un instante, una figura muy alta y vestida de negro que se desvanecía entre la niebla.
Se estremeció cuando el gélido aire se adentró en su piel. Estaba tumbada junto al pantano.
Había ido hasta allí, sin darse cuenta.
Aterrada, se levantó y empezó a correr hacia la casa. Tenía los zapatos mojados y los calcetines empapados. Temblando, recorrió a toda velocidad el camino de gravilla. El rostro ciego de la casa surgía amenazador entre la niebla. Sin detenerse, llegó al final del camino y subió los escalones. La puerta estaba abierta. Entró y, tras cerrarla de un portazo, apoyó la espalda contra ella.
Estaba tiritando de frío y de miedo. No podía parar. Había estado a punto de meterse en el pantano. Se estremeció.
Dio un respingo cuando se abrió la puerta de la cocina y apareció una figura en el pasillo. Era Fischer, con una copa en la mano. Al verla, se quedó parado durante unos instantes.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó, aproximándose a ella.
—¿Eso es whisky?
Fischer asintió.
—¿Puedo beber un trago?
Él le tendió la copa y Florence bebió, sofocándose cuando el alcohol le abrasó la garganta. Le devolvió el vaso.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó de nuevo.
—Ha intentado matarme.
—¿Quién?
—Belasco —respondió, sujetándole con fuerza del brazo—. Lo he visto, Ben. Pude verlo cuando me abandonó junto al pantano.
Le contó lo sucedido: que le había hecho creer que estaba bailando en el salón con Daniel mientras la llevaba hacia el pantano para ahogarla, y que su hijo le había avisado cuando estaba a punto de entrar en el agua.
—¿Y cómo ha sido capaz de controlarla? —preguntó Fischer.
—Supongo que estaba medio dormida. Me sentía cansada después de la sesión y de todo lo que ha sucedido hoy.
Fischer parecía sentirse indispuesto.
—Si ahora puede entrar en sus sueños…
—No. —Movió la cabeza—. No volverá a hacerlo. Ahora estoy advertida, así que controlaré mi fuerza. —Se estremeció—. ¿Podríamos seguir hablando junto al fuego?
Cuando se sentaron delante de la chimenea, Florence se quitó los zapatos y los calcetines y apoyó los pies sobre un taburete. El leño que acababan de echar al fuego crepitaba.
—Creo que conozco el secreto de la Casa Infernal, Ben —dijo Florence.
Fischer no dijo nada durante casi un minuto.
—¿De verdad? —preguntó finalmente.
—Es Belasco.
—¿Cómo?
—Protege el encantamiento de esta casa reforzándolo —explicó—. Para ello, actúa como ayudante secreto de todas las demás fuerzas.
Fischer no respondió, pero al ver que sus ojos se iluminaban, Florence supo que había conseguido despertar su interés. El hombre se levantó muy despacio, con los ojos fijos en los de su compañera.
—Piénselo, Ben. Encantamiento múltiple controlado. Se trata de algo absolutamente excepcional en las casas encantadas: una voluntad superviviente tan poderosa que es capaz de usar su poder para dominar a las demás entidades supervivientes de la casa.
—¿Cree que las demás son conscientes de eso? —preguntó.
—Ignoro qué sucede con las demás, pero su hijo sí que lo sabe. Sí no fuera así, no podría haberme salvado la vida. Todo encaja, Ben. Ha sido Belasco desde un principio. Él es quien me impide entrar en la capilla. Él es quien intentó evitar que descubriera el cadáver de Daniel. Él es quien poseyó al gato y me hizo creer que Daniel me había atacado. Él es quien provocó el ataque poltergeist contra el doctor Barrett para intentar separarnos. Él es quien mantiene prisionera el alma de Daniel en este lugar.
«Piénselo bien —continuó—. Posee un poder fantástico: puede impedir que el espíritu de otra persona abandone la casa, aunque su cuerpo haya recibido sepultura. Quizá se deba al hecho de que Daniel sea su hijo, pero incluso así, resulta sorprendente.
Se recostó sobre su asiento, observando las llamas.
—Es como un general con su ejército. Nunca entra en la batalla, pero siempre la controla.
—Entonces, ¿cómo podemos herirlo? Los generales no suelen perder la vida en las guerras.
—Pero podemos ir reduciendo el tamaño de su ejército hasta que no le quede ningún soldado, hasta que se vea obligado a librar esta guerra sin ninguna ayuda. —En sus ojos había un destello de desafío—. Un general sin ejército no es nada.
—Pero sólo tenemos hasta el domingo.
Florence movió la cabeza.
—Yo pienso quedarme aquí hasta que todo esto termine —dijo.
Cerró la puerta y se dirigió inmediatamente hacia la cama. Arrodillándose junto a ésta, ofreció una plegaria agradeciendo los conocimientos que le habían sido revelados e implorando la fuerza necesaria para poder desempeñar su trabajo.
Cuando acabó de rezar, se levantó y se dirigió al cuarto de baño para limpiarse los tobillos y los pies, en los que aún quedaba cierto olor residual del pantano. Mientras se los lavaba y secaba, pensó en la ardua tarea que tenía por delante: liberar a los espíritus prisioneros de la casa enfrentándose a la voluntad de Emeric Belasco. Le parecía imposible conseguirlo.
—Pero lo haré —dijo en voz alta, como si Belasco estuviera escuchando. Pero tenía que ser precavida. Lo que Ben le había dicho era cierto:
—Ya le ha engañado antes. Asegúrese de que no vuelve a hacerlo.
—Iré con cuidado —había respondido ella.
Y lo haría. Sabía que su colega tenía razón. La noche anterior había conseguido hacerle creer que, quizá, ella había sido la causante del ataque poltergeist contra el doctor Barrett. También había conseguido engañarla por la mañana, al hacerle creer que Daniel había sido quien la había mordido y quien había poseído al gato para que le atacara.
No podía permitir que la engañara de nuevo. Daniel no había sido el responsable de ninguno de esos ataques. Él era una víctima, no un verdugo.
Florence cerró los ojos, uniendo las manos delante de su pecho. Daniel escúchame, susurró su mente. Quiero darte las gracias, de todo corazón, por haberme salvado la vida. ¿No te das cuenta de lo que eso significa? Si has podido frustrar la voluntad de tu padre de ese modo, también puedes abandonar esta casa. No tienes que quedarte aquí ni un minuto más. Puedes marcharte cuando quieras; sólo tienes que creer. Tu padre carece de poder para mantenerte prisionero. Pide ayuda a los del más allá y ellos te la brindarán. Puedes abandonar esta casa. ¡Puedes irte!
Florence abrió los ojos y se dirigió a la mesa de estilo español para coger un bloc de notas y un lapicero de su bolso. Tras dejar el bloc sobre la mesa, cogió el lápiz y sostuvo la punta sobre el papel. Al instante, éste empezó a moverse. Cerró los ojos y sintió que escribía sólo, moviéndole la mano de un lado a otro. Al cabo de unos segundos, el lápiz se detuvo y la sensación de control abandonó su mano. Echó un vistazo al papel.
—¡No! —Arrancó la hoja y, tras hacer una bola con ella, la tiró al suelo—. ¡No, Daniel! ¡No!
Se quedó de pie junto a la mesa, temblando y sintiéndose incapaz de apartar los ojos de la bola de papel. Las palabras se habían grabado en su mente:
Sólo hay un camino.
6:11 P.M.
Fischer estaba a la orilla del pantano, iluminando su turbia superficie con la linterna. Es la segunda vez, pensaba. Primero Edith y después, Florence. Movió el haz de luz por el agua, haciendo una mueca ante el hedor que lo envolvía. Recordó el olor de la habitación de aquel anciano que murió con la espalda gangrenada cuando él trabajaba en el hospital. Era el mismo que despedía el pantano.
Miró a su alrededor. Se aproximaban unos pasos entre la niebla. Apagó rápidamente la linterna y se giró. ¿Quién sería? ¿Florence? Después de lo que había sucedido, sería muy extraño que regresara a este lugar. ¿Barrett o su mujer? No podía creer que ninguno de los dos hubiera decidido salir a dar un paseo, ¿Quién podía ser? A medida que los pasos se acercaban, su inquietud fue en aumento. Era incapaz de adivinar de qué dirección procedían. Esperó, completamente rígido. Su corazón latía con fuerza.
De pronto estuvieron junto a él. Al ver el destello de una linterna, encendió la suya. Se oyó un jadeo. Fischer vio dos rostros demacrados.
—¿Quién es usted? —preguntó el anciano, con voz temblorosa.
Fischer cogió aire con fuerza y bajó la linterna.
—Lo siento —dijo—. Soy uno de los cuatro.
La anciana suspiró aliviada.
—Señor —murmuró.
—Lo lamento. Yo también estaba asustado —se disculpó Fischer—. No me he dado cuenta de la hora que era.
—Nos ha dado un susto de muerte —replicó el anciano, enfadado.
—Lo siento —repitió, dando media vuelta.
La pareja lo siguió hacia la casa, hablando entre dientes. Fischer mantuvo la puerta abierta mientras ellos entraban. Los ancianos cruzaron el vestíbulo a toda velocidad, sin dejar de mirar a su alrededor. Además de los gruesos abrigos que llevaban, la mujer se había tapado la cabeza con una bufanda de lana y el hombre llevaba un raído sombrero de fieltro de color gris.
—¿Qué tal van las cosas por el mundo? —les preguntó.
—Mmm —respondió el hombre. La mujer emitió un sonido de desaprobación.
—No importa —dijo Fischer—. Tenemos nuestro propio mundo aquí dentro.
Avanzó tras ellos hasta el salón y les observó mientras dejaban las bandejas tapadas sobre la mesa. Vio que intercambiaban una mirada al ver la máquina de Barrett. Tras recoger con rapidez las bandejas de la comida, regresaron al vestíbulo. Fischer se quedó en el salón, viendo cómo se alejaban y reprimiendo sus deseos de gritar «¡Bu!» para ver si salían corriendo. Si el hecho de enfocarles con una linterna les había resultado aterrador, ¿qué pensarían de las cosas que habían sucedido en esta casa desde el lunes?
—¡Gracias! —dijo, mientras se alejaban por la arcada. El anciano gruñó e intercambió otra mirada con su mujer.
Cuando oyó que la puerta principal se cerraba, Fischer se acercó a la mesa y echó un vistazo a la comida: chuletas de cordero, guisantes y zanahorias, patatas, galletas, pastel y café. Una comida digna de un rey, pensó, esbozando una amarga sonrisa. ¿O acaso era La Última Cena?
Se quitó el chaquetón y, tras dejarlo sobre una silla, puso la linterna encima. Se sirvió una chuleta de cordero, añadió una cucharada de zanahorias y guisantes y llenó una taza de café. Me parece que, después de lo ocurrido, no va a haber más comidas sociales, pensó. Se sentó a la mesa y bebió un poco de café antes de empezar a comer. En cuanto acabara, le subiría algo de comida a Florence.
Recordó las palabras de la médium. No había dejado de pensar en ellas en ningún momento, intentando encontrar algún error. De momento había sido incapaz. Sus palabras tenían sentido, era imposible negarlo.
Florence se encontraba en el camino correcto.
Sentía una extraña y molesta certeza. A pesar de que siempre habían sabido que Belasco se encontraba en aquel lugar, nunca habían analizado este hecho ni habían pensado en la posibilidad de interactuar con él. Sí, había contactado con Belasco en el año 1940, pero aquello sólo fue un trance fugaz, un tejido inconexo del cuerpo de la Casa Infernal.
Había recurrido a una docena de métodos distintos para intentar encontrarlo, pero nunca había tenido éxito. Ahora entendía la razón: mediante esos métodos insólitos, Belasco podía moverse por cualquier situación sin que nadie advirtiera su presencia. Manipulando a todas y cada una de las entidades que había en la casa, cambiando de una a otra y manteniéndose siempre en un segundo plano, Belasco podía crear un tapiz incomprensible de efectos. Como había dicho Florence, era un general con su ejército.
De repente pensó en el disco. No había sido una coincidencia. Belasco les había dado la bienvenida en cuanto pusieron un pie en la casa… en su campo de batalla. Su mente recordó aquella voz escalofriante y burlona: Bienvenidos a mi hogar. Me alegro de que hayan podido venir.
Fischer se giró y vio que Barrett cruzaba cojeando la sala. Estaba pálido y tenía una expresión solemne en el rostro. Se preguntó si en esta ocasión hablaría con él. Antes no le había dicho nada, pues había sido víctima de una nueva humillación al ser incapaz de llevar a Edith hasta su habitación sin ayuda.
Esperó. Barrett se detuvo y observó su máquina con una expresión confusa. Entonces miró a Fischer.
—¿Lo ha hecho usted? —preguntó, con un tono suave.
Fischer asintió, advirtiendo que al doctor le temblaban ligeramente los labios.
—Gracias —murmuró.
—De nada.
Barrett cojeó hasta la mesa y sirvió comida en dos platos, usando la mano izquierda. Fischer echó un vistazo a su mano derecha y advirtió la extraña posición de su dedo pulgar.
—No le he dado las gracias por lo que ha hecho esta tarde… en la sauna —añadió con rapidez.
—¿Doctor?
Barrett levantó la mirada.
—Lo que sucedió antes en este lugar…
—Si no le importa, preferiría no hablar de ello.
—Sólo intento ayudar —se vio obligado a decir.
—Y se lo agradezco, pero…
—Doctor —le interrumpió—, en esta casa existe una fuerza que está actuando sobre su mujer. Lo que sucedió antes…
—Señor Fischer…
—… no fue culpa de ella.
—Si no le importa, señor Fischer…
—Doctor Barrett, le estoy hablando sobre un asunto de vida o muerte. ¿Sabe que su esposa estuvo a punto de meterse en el pantano ayer por la noche?
Barrett se quedó atónito.
—¿Cuándo? —preguntó.
—Cerca de medianoche. Usted estaba dormido. —Fischer hizo una pausa para enfatizar sus palabras—. Y ella también.
—¿Estaba caminando dormida? —parecía aterrado.
—Si no la hubiera visto salir…
—Tendría que habérmelo contado antes.
—Ella tendría que habérselo contado —respondió Fischer—. La razón de que no lo hiciera… —Se interrumpió al ver la mirada ofendida del doctor—. Doctor, no sé qué cree que está sucediendo en esta casa, pero…
—Lo que yo crea resulta irrelevante para esta conversación, señor Fischer —espetó, con frialdad.
—¿Irrelevante? —Fischer parecía sorprendido—. ¿A qué diablos se refiere? Sea lo que sea lo que está sucediendo, está afectando a su mujer, está afectando a Florence y también le está afectando a usted. ¿No se da cuenta?
Barrett lo observó en silencio, con dureza.
—Me he dado cuenta de una serie de cosas, señor Fischer —dijo finalmente—. Una de ellas es que el señor Deutsch está desperdiciando, aproximadamente, una tercera parte de su dinero.
Tras coger los dos platos y dos tenedores, dio media vuelta.
Fischer permaneció inmóvil en su asiento durante largo rato, con la mirada perdida en algún punto del salón.
—Maldito sea —murmuró. ¿Qué diablos espera que haga? ¿Suicidarme lentamente, como Florence? Si no estoy manejando las cosas tal y como debería, ¿cómo es posible que sea el único miembro del equipo que permanece ileso?
La verdad cayó sobre él con tanta fuerza que se quedó sin aliento.
—No —murmuró, airado. Eso no era cierto. Sabía perfectamente lo que estaba haciendo. De los tres, él era el único que…
Su pensamiento defensivo se rompió en pedazos. Fischer sintió náuseas. Barrett tenía razón. Florence tenía razón.
Estos treinta años de espera no han sido más que una farsa.
Se levantó murmurando una maldición y avanzó a grandes zancadas hacia la chimenea. No. Era imposible. No podía haberse engañado a sí mismo de esa manera. Intentó recordar todo lo que había hecho desde el lunes. Había sabido que encontrarían la puerta cerrada con llave, ¿verdad? Su mente se negaba a aceptarlo. Había salvado a Edith. De acuerdo, pero sólo porque no podías dormir y dio la casualidad de que estabas abajo, dijo una voz en su cabeza. ¿Y qué me dices de lo de Barrett? Nada, le dijo su mente. Llegaste a tiempo, eso es todo… Además, hubieras huido si la señora Barrett no hubiese estado presente. ¿Qué quedaba? Había quitado los tablones del cajón de embalaje. Maravilloso, pensó, llenándose de cólera. ¡Deutsch había contratado, por cien mil dólares, a un hombre para todo!
—Jesús —murmuró—. ¡Jesús!
En 1940, cuando sólo tenía quince años, había sido el médium físico más poderoso de los Estados Unidos, pero ahora, a los cuarenta y cinco, era un parásito que se engañaba a sí mismo y que había decidido pasar la semana entera cruzado de brazos con tal de ganarse cien mil dólares, cuando debería ser el miembro del equipo que estuviera haciendo mayores progresos.
Paseó una y otra vez por delante de la chimenea. Era incapaz de soportar la combinación de vergüenza, culpabilidad y furia que invadía su ser. En toda su vida, nunca se había sentido tan insignificante como ahora. Se había movido por la Casa Infernal como una tortuga, escondiendo la cabeza bajo el caparazón para no ver nada, para no saber nada y para no hacer nada, esperando a que sus compañeros realizaran el trabajo que debería estar haciendo él. Había querido regresar, ¿no? ¡Pues bien, aquí estaba! Algo… sólo Dios sabía qué, le había concedido una segunda oportunidad.
¿Acaso iba a dejarla pasar, sin hacer nada?
Fischer se detuvo y miró a su alrededor con una expresión furiosa. ¿Quién diablos es Belasco?, pensó. ¿Quiénes son los malditos muertos que se mueven por esta casa como gusanos en un cadáver? ¿Iba a consentir que siguieran aterrándole hasta el día de su muerte? No habían podido matarle en el año 1940, ¿verdad? En aquel entonces era un niño, un estúpido egoísta y demasiado confiado… e incluso así, habían sido incapaces de acabar con él. Habían destruido a Grace Lauter, una de las médiums mentales más respetadas de la época. Habían destruido al doctor Graham, un físico testarudo e intrépido. Habían destruido al profesor Rand, uno de los químicos más prominentes del país y director de su departamento en la Universidad de Yale. Habían destruido al profesor Fenley, un espiritista sagaz y experimentado que había sobrevivido a cientos de trampas psíquicas.
A pesar de ser un muchacho crédulo de quince años, él había logrado sobrevivir y conservar la cordura. Aunque prácticamente había suplicado que le aniquilara, la casa sólo había sido capaz de echarlo, de abandonarlo en el porche para que muriera congelado. No había podido matarlo. ¿Por qué no se había dado cuenta de eso hasta ahora? A pesar de que la oportunidad era perfecta, la casa no había sido capaz de matarlo.
Fischer se acercó a una de las butacas y se sentó. Cerró los ojos y empezó a respirar profundamente para abrir las puertas de su conciencia antes de que le diera tiempo a cambiar de idea. La seguridad se extendió por su mente y su cuerpo. Ahora ya no era un niño, sino un hombre reflexivo que no se dejaba llevar por aquella confianza ciega que podía convertirlo en una víctima vulnerable. Se iría abriendo lentamente, paso a paso, para evitar que las impresiones le sobrecogieran, como había sucedido con Florence. Lo haría muy despacio, con sumo cuidado, controlando todos y cada uno de los pasos con su inteligencia adulta, confiando sólo en sí mismo e impidiendo que otros controlaran su percepción de forma alguna.
Su pesada respiración se detuvo. Esperó. Estaba tenso, alerta. Todavía nada. Sólo sentía una monotonía y cierto vacío. Esperó un poco más, percibiendo la atmósfera. No había nada. Volvió a coger aire, abriendo las puertas un poco más. Entonces se detuvo de nuevo y esperó.
Nada. Fischer sintió un arrebato de temor. ¿Habría esperado demasiado? ¿Su poder se habría atrofiado? Presionó con tanta fuerza los labios que éstos palidecieron. No. Todavía lo poseía. Respiró con fuerza, insuflando un mayor conocimiento en su mente. Sintió un hormigueo en las yemas de los dedos y tuvo la impresión de que se estaba formando una telaraña sobre su rostro. No había hecho aquello en años; había transcurrido demasiado tiempo. Había olvidado lo que se sentía, la apremiante expansión de la conciencia a medida que sus sentidos se iban intensificando. Ahora percibía con más fuerza cualquier sonido: el crepitar del fuego, los chasquidos infinitesimales de su silla, el murmullo de su respiración. El aroma de la casa se hizo más intenso. Su piel apenas era capaz de soportar la áspera textura de su ropa. Podía sentir las delicadas ráfagas de calor procedentes de la chimenea.
Frunció el ceño. Nada más. ¿Qué estaba sucediendo? No tenía ningún sentido. Esa casa estaba inundada de sensaciones. El lunes, en el mismo instante en que puso un pie en ella, había sentido su presencia como una nube de influencias, siempre listas para atacar y para aprovecharse de cualquier fallo, de cualquier error de juicio, por pequeño que fuera.
De pronto lo comprendió. ¡Error de juicio!
Empezó a retroceder sin perder ni un instante, pero era demasiado tarde. Algo oscuro y enorme se estaba abalanzando sobre él, algo con discernimiento, algo violento que tenía la intención de embestirlo y aplastarlo. Fischer, desesperado e incapaz de moverse, se echó hacia atrás sobre su silla, obligando a su conciencia a retroceder.
No lo consiguió a tiempo. Antes de que pudiera protegerse, la fuerza pasó rápidamente sobre él, entrando en su sistema a través del resquicio que seguía abierto en su armadura. Gritó con fuerza cuando tiró de sus órganos vitales, retorciéndolos y arañándolos, intentando destriparle y desmenuzarle el cerebro. Sus ojos se abrieron de par en par, aterrados. Doblándose sobre sí mismo, se golpeó en el estómago con ambas manos. Algo se estrelló contra su espalda y contra su cabeza, arrojándolo de la silla. Chocó contra el borde de una mesa y cayó al suelo, jadeando. La habitación empezó a dar vueltas a su alrededor. Su atmósfera era un remolino de fuerza bárbara. Fischer se encogió sobre sus rodillas con los brazos cruzados, intentando bloquear aquella fuerza salvaje. Ésta intentó arrancarle los brazos. Forcejeó con ella, gorgoteando y con los dientes apretados. Su rostro era como una máscara de piedra de resistencia agónica. ¡No lo conseguirás!, pensó. ¡No lo conseguirás! ¡No lo conseguirás!
La fuerza se desvaneció de repente, siendo absorbida por el aire. Fischer se tambaleó sobre sus rodillas, mientras se dibujaba en su rostro una expresión de un hombre al que acaban de clavarle una bayoneta en el estómago. Intentó ponerse de pie, pero no pudo. Se estaba asfixiando. Cayó sobre su costado y levantó las piernas, inclinando el cuello hacia delante hasta que adoptó la posición fetal. Tenía los ojos cerrados y su cuerpo temblaba descontrolado. Sintió la moqueta contra su mejilla. Cerca de él, oía los estallidos y el crepitar del fuego. Y tenía la impresión de que alguien estaba de pie junto a él. Alguien que lo miraba con frío y sádico placer, regodeándose al ver su cuerpo destrozado y la impotente disolución de su voluntad.
Alguien que se preguntaba vagamente, como por casualidad, cómo y cuándo iba a acabar con él.
6:27 P.M.
Barrett estaba de pie junto a la cama, mirando a Edith y preguntándose si debía despertarla o no. La comida se estaba enfriando pero… ¿Qué era lo que necesitaba? ¿Comer o descansar?
Se dirigió hacia su cama y se sentó, reprimiendo un gemido. Cruzó la pierna izquierda sobre la derecha y palpó la quemadura con sumo cuidado. No podía mover el dedo pulgar, a pesar de que el corte ya tendría que haberse cerrado. Sólo Dios sabía lo infectado que debía de estar. Incluso le daba miedo retirar el vendaje para examinarlo.
No sabía cómo iba a poder trabajar en su máquina, porque el menor de los esfuerzos le provocaba un enorme dolor en la pierna y en la base de la espalda. ¡Si el simple hecho de bajar las escaleras había sido un suplicio! Haciendo una mueca de dolor, se quitó el zapato izquierdo. Sus pies estaban muy hinchados. Mañana tenía que estar todo listo, pues dudaba que pudiera soportar el dolor por más tiempo.
El hecho de ser consciente de esto sólo le ayudó a perder un poco más su confianza.
Lo habían despertado unos ruidos: el sonido de algo golpeando la alfombra. Lentamente fue recuperando la conciencia, con la certeza de haber oído cerrarse una puerta en algún lugar.
Cuando abrió los ojos, Edith había desaparecido.
Estaba tan atontado que, durante unos instantes, pensó que habría ido al cuarto de baño. Su visión periférica le reveló que había algo en el suelo. Levantó un poco la cabeza y descubrió que las páginas del manuscrito se diseminaban por la alfombra; entonces observó el área contigua al armario y vio que había diversas fotografías y un libro en el suelo.
Sonó una alarma en su interior. Cogiendo el bastón, se levantó y centró su atención en la botella de brandy y la copa de plata que descansaban sobre la mesa. Al acercarse al armario, echó un vistazo a las fotografías y se estremeció al ver las imágenes.
—¿Edith? —miró hacia el cuarto de baño—. Edith, ¿estás ahí?
Cojeó hasta la puerta y llamó.
—¿Edith?
No hubo respuesta. Esperó un largo momento antes de girar el pomo. La puerta estaba abierta.
Se había ido.
Dio media vuelta, consternado, y se dirigió hacia la puerta lo más rápido que pudo, intentando no dejarse llevar por el pánico. El conjunto de la situación resultaba inquietante: su manuscrito estaba en el suelo junto a aquellas fotografías, la botella de brandy volvía a estar sobre la mesa y, por si todo eso fuera poco, Edith había desaparecido.
Al llegar al pasillo se dirigió hacia el dormitorio de Florence Tanner, llamó a la puerta, esperó varios segundos y volvió a llamar. Al no recibir respuesta, abrió y descubrió que la vidente estaba profundamente dormida. Retrocedió, cerró la puerta y se dirigió a la habitación de Fischer.
Al no encontrar a nadie allí, empezó a invadirle el pánico. Mientras avanzaba por el pasillo observó el vestíbulo, creyendo oír voces. Con el ceño fruncido, bajó las escaleras lo más rápido que pudo, apretando los dientes con fuerza debido al dolor que sentía en la pierna. ¡Le había dicho que no se apartara de él en ningún momento! ¿En qué diablos estaría pensando?
Mientras cruzaba el vestíbulo pudo oír su voz, diciendo con afectación: «¡Está delicioso!». Alarmado, apresuró sus pasos.
En cuanto cruzó la arcada se quedó paralizado, estupefacto. Edith estaba en el salón con la chaqueta abierta y el sujetador desabrochado, acariciándose los pechos y acercándose a Fischer, ordenándole que…
Barrett cerró los ojos y se los tapó con la mano. Desde que contrajeron matrimonio, nunca la había oído pronunciar unas palabras semejantes, nunca le había visto comportarse de esa forma, ni con él ni con ningún otro hombre. Siempre había sabido que estaba reprimida, pues su vida sexual era bastante limitada. Sin embargo, aquello…
Apartó la mano de los ojos y volvió a mirarla. Sintió un arrebato de dolor, de desconfianza, de cólera. El deseo de venganza lo invadió. Intentó contenerse. Deseaba creer que la casa era la única responsable, pero sabía que era muy posible que el verdadero motivo se encontrara en algún lugar muy profundo de la mente de Edith. Además, era consciente de que eso explicaba el súbito resquemor que sentía por lo que acababa de contarle Fischer.
Empezó a acercarse a ella. Tenían que hablar. No podía continuar con esas dudas. Le tocó la espalda.
Ella despertó con un grito de sorpresa, abriendo los ojos de par en par y doblando las piernas. Barrett intentó sonreír, pero fue incapaz.
—Te he traído la cena —dijo.
—Cena —pronunció esa palabra cómo si no la hubiera oído en su vida.
Él asintió.
—¿Por qué no vas a limpiarte las manos?
Edith observó la habitación. ¿Se estará preguntando dónde he dejado las fotografías?, pensó Lionel. Retrocedió mientras su mujer se sentaba, mirándose el cuerpo. Barrett le abrochó el sujetador y abotonó los escasos botones que quedaban en su chaqueta. Edith la sujetó con la mano derecha para acabar de cerrarla y, levantándose, desapareció en el cuarto de baño.
Mientras tanto, Lionel se acercó a la mesa octogonal y, tras recoger el manuscrito, lo dejó sobre el escritorio que se alzaba contra la pared. A continuación, llevó la silla que había junto a la cama de su esposa hasta la mesa octogonal y se sentó.
Observó las costillas de cordero y la verdura de su plato, suspirando con fuerza. No debería haber traído nunca a Edith a aquella casa. Había cometido un terrible error.
Se giró al oír que se abría la puerta del baño. Edith, peinada y con la cara lavada, se acercó a la mesa y se sentó. No cogió el tenedor, sino que permaneció con la cabeza agachada, como si fuera una niñita a la que acabaran de castigar. Barrett se aclaró la garganta.
—La comida está fría —dijo—, pero… bueno, necesitas comer algo.
Vio que hundía sus dientes en el labio inferior, intentando que dejara de temblar.
—No es necesario que seas amable conmigo —dijo, tras un prolongado silencio.
Barrett tenía ganas de gritarle, pero hizo grandes esfuerzos por reprimirse.
—No deberías haber vuelto a beber brandy —dijo—. Lo he analizado y, a no ser que me equivoque, contiene más de un cincuenta por ciento de absenta.
Ella lo miró con ojos inquisidores.
—Es un afrodisíaco.
Edith lo observó en silencio.
—Y por lo demás —se oyó decir a sí mismo—, existe una poderosa influencia en esta casa y creo que está empezando a afectarte.
¿Por qué estoy diciendo esto?, se preguntó. ¿Por qué la estoy disculpando?
Sin embargo, aquella mirada… Barrett sintió un escalofrío en el estómago.
—¿Eso es todo? —preguntó Edith, finalmente.
—¿Todo?
—¿Has…? ¿Has dado por zanjado el problema? —había cierto resentimiento en su voz.
Barrett se puso tenso.
—Estoy intentando ser racional.
—Ya veo —murmuró ella.
—¿Preferirías que empezara a pegarte gritos? ¿Qué te cantara las cuarenta? —se enderezó—. Lo único que intento, de momento, es echar la culpa a las fuerzas externas.
Edith guardó silencio.
—Sé que no te he demostrado el suficiente… amor físico —continuó, con cierta dificultad—. Siempre te he dicho que es por culpa de la polio, pero supongo que eso no es del todo cierto. Puede que se deba a la influencia de mi madre, o a que me entrego por completo a mi trabajo, o a mi incapacidad de…
—No…
—Considero que tanto yo como la casa somos los culpables de lo sucedido —añadió, con firmeza. Dándose cuenta de que tenía la frente empapada en sudor, se sacó un pañuelo del bolsillo—. Sólo te pido que tengas la bondad de permitir que lo haga. Si hay otros factores implicados… nos ocuparemos de ellos más adelante. Cuando hayamos abandonado esta casa.
Esperó. Edith asintió con la cabeza.
—Deberías haberme contado lo que sucedió anoche.
Su mujer levantó la mirada con rapidez.
—Cuando estuviste a punto de meterte en el pantano.
Lo miró como si estuviera a punto de hablar, pero como Lionel no dijo nada más, prefirió guardar silencio.
—No quería que te preocuparas —comentó.
—Comprendo —se levantó, esbozando una mueca de dolor—. Creo que descansaré un poco antes de bajar.
—¿Tienes que trabajar esta noche?
—Quiero tenerlo todo listo para mañana.
Edith lo acompañó hasta la cama y observó cómo se tumbaba, levantando la pierna derecha con gran esfuerzo. Lionel advirtió la preocupación que se dibujó en su rostro al ver lo inflados que estaban sus tobillos.
—Estoy bien —dijo para tranquilizarla.
Ella permaneció junto a la cama, observándolo con tristeza.
—¿Quieres que me vaya, Lionel? —preguntó.
Barrett meditó su respuesta unos instantes.
—No, pero sólo si me prometes que, a partir de ahora, no te separarás de mí en ningún momento.
—De acuerdo. —Pareció vacilar pero, entonces, se sentó junto a él—. Sé que en estos momentos no puedes perdonarme. No espero que lo hagas… No, por favor, no hables. Sé lo que he hecho. Y te juro que daría veinte años de mi vida para deshacerlo. —Agachó la cabeza—. No sé por qué me puse a beber de esa forma. Sólo sé que estaba muy nerviosa… muy asustada. Tampoco sé por qué bajé. Era consciente de lo que estaba haciendo, pero al mismo tiempo… —Levantó la mirada. Tenía los ojos llenos de lágrimas—. No te estoy pidiendo que me perdones. Lo único que deseo es que no me odies demasiado. Te necesito, Lionel. Te quiero. Y no sé qué me está pasando. —Apenas podía hablar—. No sé qué me está pasando.
—Querida. —A pesar del dolor, Barrett se sentó y la rodeó con sus brazos, presionando su mejilla contra la de ella—. Tranquila, no pasa nada. Todo esto acabará en cuanto nos vayamos de aquí.
Se giró para besarla en la cabeza.
—Yo también te quiero. Siempre lo has sabido, ¿verdad?
Edith lo abrazó con fuerza, sollozando. Todo va a salir bien, se dijo Barrett para sus adentros. Ha sido la casa. Todo se solucionaría en cuanto se marcharan de este lugar.
7:31 P.M.
Florence se estiró con un gemido y, apoyando el codo en el borde del colchón, empezó a levantarse, ¿Qué hora debe de ser?, se preguntó. Levantó el brazo para echar un vistazo al reloj. Qué tarde, pensó consternada.
Y él seguía estando allí.
Suspirando con fatiga, avanzó hasta el cuarto de baño y se lavó la cara con agua fría. Mientras se secaba, observó su reflejo en el espejo. Estaba demacrada.
Llevaba más de dos horas rezando, pidiendo que Daniel fuera liberado. Arrodillada delante de la cama y con las manos fuertemente entrelazadas, había invocado a todas las entidades del mundo espiritual que le habían ayudado en el pasado, suplicándoles que ayudaran a Daniel a romper las cadenas que le mantenían aprisionado a la Casa Infernal.
No había funcionado. Cuando las dos horas de oración acabaron, había percibido a Daniel en las proximidades.
Esperando.
Colgó la toalla y salió del baño. Tras cruzar la habitación, salió al pasillo y se dirigió hacia las escaleras. Cada vez le inquietaba más la estrecha relación que mantenía con Daniel. Debería estar haciendo más, pensó. Había muchas otras almas esperando a ser liberadas. ¿Realmente sería capaz de permanecer en la Casa Infernal durante todo el tiempo que le llevara culminar su trabajo? ¿Cómo iba a ser capaz de sobrevivir sin luz, sin calefacción y sin comida? Estaba segura de que, después del domingo, Deutsch cerraría la casa.
¿Y qué había de las otras entidades con las que había contactado desde el lunes? Estaba convencida de que sólo eran una pequeña parte de la cantidad real. Mientras bajaba las escaleras, recordó todo lo que había sucedido desde su llegada: la «entidad» de su cuarto, que estaba segura de que no había sido Daniel; la sensación de dolor y pesar que había experimentado al salir del garaje el lunes por la tarde; la furiosa entidad de las escaleras del sótano que había dicho que la casa era una «maldita cloaca»; el mal corrupto de la sauna. Aún se sentía terriblemente culpable por no haberle dicho al doctor Barrett que no entrara en ese lugar. El espíritu Nube Roja lo había descrito como un troglodita cubierto de llagas. Aunque ignoraba qué era lo que le impedía entrar en la capilla, tenía la certeza de que no se trataba de Belasco. Recordó la figura que había intentando agarrar a la señora Barrett durante la sesión de espiritismo. Florence movió la cabeza. Son tantas, pensó. Fuera adonde fuera, la casa estaba repleta de entidades infelices. Incluso ahora tenía la impresión de que, si se abría, encontraría muchas más. Estaban por todas partes. En el teatro, en el salón de baile, en el comedor… por todas partes. ¿Un año entero bastaría para entrar en contacto con todas ellas?
Pensó, angustiada, en la lista del doctor Barrett. Apariciones; Aportes… Bilocación… Fenómenos químicos… Clariconciencia… Voz directa… Elongación… Ideoplasma… Huellas… Debía de haber más de cien entradas en ella. Apenas habían arañado la superficie de la Casa Infernal. Le invadió una profunda desesperación. Intentó luchar contra ella, pero le resultó imposible. Una cosa era hablar de resolver el enigma paso a paso, disponiendo de un tiempo ilimitado, pero sólo tenía una semana… No, menos: ahora sólo quedaban cuatro días.
Enderezó la espalda y siguió caminando muy erguida. Estoy haciendo todo lo que puedo, se dijo a sí misma. No puedo hacer más. Si lo único que conseguía durante esos siete días era conseguir que Daniel descansara en paz, sería suficiente. Avanzó por el vestíbulo con determinación. Necesitaba comer algo. No volvería a sentarse, así que se aseguraría de comer para el resto de la semana. Al llegar a la mesa, empezó a servirse la cena.
Ya estaba a punto de sentarse cuando lo vio delante de la chimenea, contemplando las llamas. Ni siquiera se había girado para mirarla.
—No lo había visto —dijo Florence, acercándose a él y llevándose consigo el plato—. ¿Puedo sentarme con usted?
Él la miró como si fuera una desconocida. Florence ocupó la otra butaca y empezó a comer.
—¿Qué sucede, Ben? —preguntó, al ver que no había indicado en ningún momento que aceptaba su compañía.
—Nada.
Florence vaciló.
—¿Ha sucedido algo?
Fischer guardó silencio.
—Cuando estuvimos hablando antes, parecía tan optimista…
Silencio.
—¿Qué ha sucedido, Ben?
—Nada.
Florence se sobresaltó al advertir la cólera de su voz.
—¿He hecho algo malo?
Fischer cogió aire, pero siguió callado.
—Creía que confiábamos el uno en el otro, Ben.
—Yo no confío en nada ni en nadie —respondió—. Y cualquiera que haga lo contrario en esta casa está loco.
—Ha sucedido algo.
—Han pasado muchas cosas —espetó él.
—Nada que no podamos manejar.
—Se equivoca. —La miró. Sus ojos negros estaban llenos de veneno… y de miedo, advirtió Florence—. En esta casa no hay nada que podamos manejar. Nadie lo conseguirá nunca.
—Eso no es cierto, Ben. Hemos hecho grandes progresos.
—¿Hacia dónde? ¿Hacia nuestra tumba?
—No. —Movió la cabeza—. Hemos descubierto muchas cosas. A Daniel, por ejemplo. Y también sabemos cómo se mueve Belasco.
—Daniel —dijo él, con desdén—. ¿Cómo sabe que existe un Daniel? Barrett opina que se lo ha inventado. ¿Cómo sabe que no se equivoca?
—Ben, encontramos el cadáver, el anillo…
—Un cadáver, un anillo —le interrumpió él—. ¿Son ésas sus pruebas? ¿Es ésa la lógica que utiliza para subastar su cabeza?
A Florence le sorprendió el resquemor que había en su voz. ¿Qué le habría pasado?
—¿Cómo sabe que no se ha estado engañando a sí misma desde el mismo instante en que pisó la casa? —preguntó—. ¿Cómo sabe que Daniel Belasco no es producto de su imaginación? ¿Cómo sabe que no es tal y como usted lo ha imaginado y que sus problemas son, exactamente, los que usted ha inventado? ¿Cómo lo sabe? —Se levantó, mirándola fijamente—. Usted tenía razón —continuó diciendo—. Estoy bloqueado, apagado… y pienso permanecer así hasta que termine la semana. Entonces, recogeré mis cien mil dólares y no volveré a acercarme a menos de mil kilómetros de esta puta casa. Y le sugiero que haga lo mismo.
Giró sobre sus talones y se alejó a grandes zancadas.
—¡Ben! —gritó ella.
Él la ignoró. Florence intentó levantarse para seguirlo, pero no tenía fuerzas. Se dejó caer sobre la silla, mirando hacia el vestíbulo. Momentos después, dejó el plato a un lado. Las palabras de Fischer habían tenido un terrible impacto sobre ella. Intentó ignorarlas, pero le resultó imposible. Todas sus dudas regresaron. Siempre había sido una médium mental. ¿Por qué, de repente, se había convertido en una médium física? No tenía sentido. Era un hecho sin precedentes.
Su fe se sentía amenazada.
—No —movió la cabeza. No era cierto. Daniel existía. Tenía que creerlo: le había salvado la vida, había hablado con ella, le había suplicado.
Suplicado. Hablado. Salvado.
¿Cómo sabes que Daniel Belasco no es producto de tu imaginación?
Intentó apartar de su mente aquel pensamiento, pero no pudo. Sólo podía pensar que, si realmente fuera un producto de su imaginación, habría hecho que le salvara la vida del mismo modo: estando en trance, habría ido hasta el pantano para demostrar el intento de asesinato de Belasco y, cuando hubiera estado a punto de meterse en el pantano, habría despertado para demostrar que Daniel existía y quería salvarle la vida; incluso lo habría visto de pie junto a ella, cerrándole el paso, mientras Belasco huía a sus espaldas.
—No —movió la cabeza de nuevo. No era cierto. Daniel existía. Existía.
¿Estás contenta?, pensó. Inesperadamente, su conciencia recordó estas palabras. Sí, mucho. Eran las palabras que había intercambiado con Daniel mientras bailaba con él… o mientras pensó que estaba bailando con él. ¿Estás contenta? Sí. Mucho. ¿Estás contenta? Sí. Mucho.
—Oh, Dios mío —murmuró.
Eran las palabras del diálogo de una comedia televisiva en la que había participado.
Su mente, desesperada, forcejeaba por resistir la embestida de sus dudas, pero el dique de su resistencia se había derrumbado y las oscuras aguas empezaban a inundarlo todo. Te quiero. Yo también te quiero.
—No —dijo en un susurro, con los ojos llenos de lágrimas. Nunca me abandonarás, ¿verdad? ¿Siempre estarás a mi lado? Sí, amor mío, siempre; siempre.
Había visto a Daniel con el mismo aspecto que tenía él aquella tarde en el hospital: pálido, demacrado y con el brillo de la inminente muerte centelleando en sus ojos. Su querido David. Se quedó helada. Minutos antes, él le había estado hablando en susurros sobre Laura, la muchacha a la que amaba. Nunca había compartido con ella el amor físico… y ahora se estaba muriendo y ya era demasiado tarde.
Mientras hablaba, le había sujetado la mano con tanta fuerza que le había hecho daño. Su rostro era una máscara gris y arrugada, y sus labios estaban pálidos cuando pronunciaron aquellas palabras: Te quiero. Ella le había dicho en un susurro: Yo también te quiero. ¿David era consciente de que era ella quien estaba junto a él en la habitación? ¿En su agonía, había creído que era Laura? Nunca me abandonarás, ¿verdad?, había murmurado. ¿Siempre estarás a mi lado? Florence le había contestado: Sí, amor mío, siempre; siempre.
Un hipido de terror estalló en su interior. ¡No, no era cierto! Empezó a llorar. Pero era cierto. Se había inventado a Daniel Belasco. Daniel Belasco no existía. Sólo era el recuerdo de su hermano, de las circunstancias en las que había muerto, de la pérdida que sintió, del deseo que se había llevado a la tumba.
—No, no, no, no, no —sus manos se aferraban con fuerza a los brazos de la silla. Agachó la cabeza, temblando, mientras las lágrimas se deslizaban por sus mejillas. Sus hipidos eran tan fuertes que durante unos instantes creyó que le iban a estallar los pulmones. ¡No, no era cierto! ¡No podía haber hecho algo así, algo tan terrible y estúpido! ¡Tenía que haber algún modo de demostrarlo! ¡Tenía que haberlo!
Levantó la cabeza, jadeando, y contempló el fuego a través de sus gelatinosas lágrimas. Tenía la impresión de que alguien había susurrado en su oreja dos palabras:
La capilla.
Sus labios esbozaron una temblorosa sonrisa. Se levantó lentamente y empezó a dirigirse hacia el vestíbulo, frotándose los ojos. En la capilla había una respuesta. Siempre lo había sabido. Ahora, en un instante, sabía que era la respuesta que necesitaba. Era una prueba y una justificación.
En esta ocasión tenía que entrar.
Intentó ir despacio, pero no pudo controlarse. Cruzó a toda velocidad el vestíbulo y dejó atrás la escalera; su falda crujía, sus zapatos resonaban en el suelo. Al doblar la esquina se alejó por el pasillo lateral, sin parar de correr.
Al llegar a la puerta de la capilla apoyó las manos contra ella. Al instante, una oleada de fría resistencia recorrió sus órganos vitales, haciéndole sentir náuseas. Presionó ambas manos contra la puerta y empezó a rezar. Nada, ni de este mundo ni del más allá, podría detenerla ahora.
La fuerza que había en el interior de la capilla pareció vacilar. Florence presionó todo su peso contra la puerta.
—¡En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo! —dijo en voz alta, clara.
La fuerza empezó a retirarse, moviéndose hacia atrás y hacia dentro, como si se estuviera contrayendo. Los labios de Florence se movían muy deprisa.
—¡No puedes impedir que entre en este lugar, porque Dios está conmigo! ¡Entraremos ahora, juntos! ¡Abre! ¡No puedes seguir rechazándome! ¡Abre!
De pronto, la fuerza desapareció. Florence empujó la puerta y entró, encendiendo las luces. Entonces, apoyó la espalda contra la puerta y cerró los ojos.
—¡Te doy gracias, Señor, por haberme dado fuerzas!
Al cabo de unos instantes, abrió los ojos y miró a su alrededor. La tenue luz que proyectaban las lámparas de la pared apenas lograba imponerse sobre la oscuridad. Todo su cuerpo, excepto la cabeza, estaba envuelto en la penumbra. Examinó la habitación con la mirada. El silencio era tan intenso que sentía su presión en los tímpanos.
Empezó a avanzar por la nave, apartando la mirada del crucifijo que se alzaba sobre el altar. Ése era el camino. No tenía ninguna duda. Unas hebras invisibles la arrastraban hacia allí.
Llegó a los pies del altar y lo observó. Sobre él descansaba una voluminosa Biblia con cierres de metal. Una Biblia en este horrible lugar, pensó, estremeciéndose. Deslizó la mirada por la pared. El poder que le arrastraba era tan intenso que tenía la impresión de estar atada a unos hilos invisibles que tiraban de ella llevándola a… ¿dónde? ¿La pared? ¿El altar? Al crucifijo seguro que no. Florence sentía que seguían arrastrándola hacia delante, hacia delante.
Se quedó inmóvil, jadeando, al ver que las tapas de la Biblia se abrían con violencia y sus páginas empezaban a pasar con tanta rapidez que se difuminaron. Florence sintió una palpitación en las sienes. De pronto, las páginas se detuvieron. Inclinándose, observó la que había quedado abierta.
—¡Sí! —susurró con alegría—. ¡Oh, sí!
Al principio de la página aparecía la palabra: NACIMIENTOS. Debajo, se incluía una única y descolorida entrada: «Daniel Myron Belasco nació a las 2:00 a.m. del 4 de noviembre de 1903».
9:07 P.M.
—Seguro que hay algo que puedo hacer —dijo.
Barrett apartó los ojos de la máquina. Había retirado la tapa de un circuito para comparar el laberinto de cables y transistores con el que aparecía dibujado en los planos. Edith, que llevaba veinte minutos observándolo en impaciente silencio, se había dado cuenta de lo cansado que estaba y deseaba poder hacer algo para ayudarlo.
—Me temo que no —respondió su marido—. Es demasiado complicado. Tardaría muchísimo más en explicártelo que en hacerlo por mí mismo.
—Lo sé, pero… —interrumpió Edith, preocupada—. ¿Cuánto te falta?
—Resulta difícil saberlo. Tengo que asegurarme de que todo se ha hecho siguiendo al pie de la letra mis especificaciones, porque si no, la máquina podría fallar y todo mi trabajo se iría al traste… y eso es algo que no puedo permitir —intentó sonreír, aunque realmente pareció que esbozaba una mueca de dolor—. Acabaré lo antes posible.
Edith asintió sin estar convencida. Echó un vistazo al reloj de su marido, que descansaba sobre la mesa. Llevaba más de una hora trabajando en la máquina y apenas había acabado de comprobar el montaje de un circuito. A este paso, tendría que pasar la noche en vela, pues el Reversor era gigantesco. Pero Lionel estaba demasiado débil. Si hubiera servido de algo, habría llamado al doctor Wagman, pero sabía que su marido se negaría a detenerse, que trabajaría hasta desfallecer.
Siguió observándolo, sintiendo que el frío peso de su estómago la oprimía. Lionel ya no estaba tan seguro como antes. Aunque había intentado ocultárselo, Edith sabía que sus convicciones habían sufrido un fuerte revés tras el incidente de la sauna. Ella misma se sentía muy vulnerable después de lo que había hecho.
A pesar de que intentaba mostrarse confiado, sabía que Lionel se sentía igual que ella.
—¿Qué se supone que hace esta máquina?
Lionel la miró por encima del hombro.
—Preferiría no tener que explicártelo ahora, querida. Es bastante complejo.
—¿No puedes decirme nada?
—Bueno, básicamente taponará el poder de esta casa. —Tragó saliva con esfuerzo y se giró para coger un vaso de agua—. Mañana te lo explicaré con todo detalle. —Bebió un poco de agua—. Cualquier forma de energía puede disiparse —continuó—. Y eso es lo que voy a hacer. —Lionel cogió una pastilla de codeína y la tragó. Entonces, tras coger aire con fuerza, sonrió a Edith—. Sé que esta explicación no resulta demasiado satisfactoria, pero ya verás —dijo, apartando el vaso—. Mañana, a estas horas, la Casa Infernal quedará vacía, sin energía.
Se giraron bruscamente al oír el sonido de un moderado aplauso. Fischer se encontraba en el arco de la entrada, sujetando una botella bajo el brazo derecho.
—¡Bravo! —exclamó.
Edith desvió la mirada, sonrojándose.
—¿Ha estado usted bebiendo, señor Fischer? —preguntó Barrett.
—Sí, y lo seguiré haciendo —respondió—. No tanto como para perder el control, pero sí lo suficiente para entumecer los sentidos. Nada de esta casa conseguirá entrar en mí. Ya basta. Ya basta.
—Lo siento —dijo Barrett momentos después. De algún modo, se sentía responsable del mal humor de Fischer.
—No sienta lástima por mí. Siéntala por usted. —Fischer señaló el Reversor—. Ese jodido montón de chatarra no va hacer nada más que un montón de ruido… asumiendo que funcione, claro. ¿Cree que esta casa va a cambiar sólo porque usted piensa abrir su maldita caja de música? Esto es el infierno. Belasco va a reírse en su cara. Todos van a reírse en su cara… del mismo modo que se han estado riendo durante todos estos años de los idiotas que han entrado aquí para intentar… eliminar la energía de este lugar. Eliminar la energía… menuda estupidez. —Señaló a Edith—. Sáquela de aquí. Y váyase usted también. No tiene ninguna posibilidad.
—¿Y qué me dice de usted? —preguntó Barrett.
—Estoy bien. Sé perfectamente lo que tengo que hacer. Este lugar no puede hacerte daño si no te enfrentas a él. Si impides que entre en tu piel, estás a salvo. A la Casa Infernal no le importa tener un par de huéspedes. Cualquiera a quien le guste la diversión y los juegos puede permanecer en este lugar. Sin embargo, a esta casa no le gustan las personas que le atacan. A Belasco no le gusta, ni tampoco a los demás. No les gusta nada, y se enfrentarán a usted y lo matarán. Belasco es el general, ¿sabe? Un general con un ejército. ¡Él es quien da las órdenes! —Fischer movió los brazos con muchas florituras—. Los dirige como si fuera su… puto ejército. Nadie da un paso si él no lo ordena, ni siquiera su hijo. —Fischer señaló a Barrett, con una expresión rabiosa—. ¡Se lo advierto! ¡Se lo advierto! ¡Acabe con toda esta mierda! Olvídese de su jodida máquina y dedíquese a pasar lo que queda de semana comiendo y descansando. No haga nada. Cuando llegue el domingo, dígale al viejo Deutsch lo que quiere oír y guárdese su dinero. ¿Me oye, Barrett? Sin embargo, si intenta algo, sepa que será hombre muerto. ¡Hombre muerto! —Miró a Edith antes de añadir—: Con una esposa muerta a su lado. —Dio media vuelta y empezó a alejarse—. ¡Diablos! ¿Para qué molestarme? Nadie escucha. Florence no escucha; ustedes no escuchan. Nadie escucha. Morid, entonces. ¡Morid! Yo fui el único que logró salir de aquí con vida en 1940 y seré el único que salga con vida en 1970 —exclamó, mientras avanzaba tambaleándose hacia el vestíbulo—. ¿Me oyes, Belasco? ¡Maldito hijo de puta! ¡Estoy cerrado! ¡Intenta atraparme! ¡Nunca lo conseguirás! ¿Me oyes?
Edith permaneció inmóvil, mirando fijamente a su marido, que a su vez observaba con preocupación a Fischer.
Finalmente miró a su mujer.
—Pobre hombre. La casa lo ha derrotado.
Fischer tiene razón; Edith oyó estas palabras en su mente, pero no tuvo el valor necesario para pronunciarlas en voz alta.
Barrett se acercó cojeando a su mujer y se sentó junto a ella, gimiendo de dolor. Permanecieron en silencio durante largo rato. Por fin, cogió aire con fuerza antes de decir:
—Se equivoca.
—¿De verdad? —preguntó Edith, con un hilo de voz.
Lionel asintió.
—Puedo asegurarte que lo que él ha llamado «montón de chatarra» —sonrió al decir estas palabras— es la llave de la Casa Infernal. —Levantó una mano—. De acuerdo, reconozco que en este lugar han sucedido diversas cosas que no acabo de comprender… pero lo haría si dispusiera del tiempo necesario. —Se frotó los ojos—. Sin embargo, el hombre controla la electricidad sin entender su verdadera naturaleza. Los detalles sobre la energía que hay en el interior de esta casa no son tan importantes como el hecho de que esta máquina… tenga poder sobre la vida y la muerte. —Se puso de pie—. Y lo digo de verdad. Desde un principio te dije que la señorita Tanner se equivocaba en sus creencias, y ahora te aseguro que Fischer también está equivocado. Mañana te demostraré que tengo razón.
Dio media vuelta para regresar junto al Reversor. Edith lo observó. Deseaba creerle, pero las palabras de Fischer habían logrado que el miedo se arraigara en lo más profundo de su ser y ahora podía sentirlo en su sangre, frío y ácido, devorándola.
10:19 P.M.
… Daniel, por favor. Tienes que comprenderlo. Lo que pides es inconcebible. Y lo sabes. No se trata de que no sienta simpatía por ti. Te aprecio. Te he abierto por completo mi corazón. Creo y confío en ti. Me has salvado la vida. Ahora permite que salve yo tu alma.
No tienes que quedarte en esta casa ni un minuto más. Cuentas con ayuda; sólo tienes que pedirla. Créeme, Daniel. Hay personas que te quieren y que te ayudarán si se lo pides. Tu padre carece de poder para retenerte en este lugar. No podrá hacerlo si buscas a aquellos del más allá y tomas la mano que te ofrecen. Permíteles ayudarte. Acepta su mano. Si supieras lo bello que es aquello que te espera, Daniel… Si supieras lo bellos que son los reinos que se extienden más allá de esta casa… ¿Por qué vas a quedarte encerrado en un calabozo cuando toda la belleza del universo te está esperando en el exterior? ¡Piénsalo bien! ¡Acéptalo! No des la espalda a aquellos que te ayudarían de buena gana. Inténtalo. Inténtalo. Te están esperando con los brazos abiertos. Te ayudarán; te ofrecerán consuelo. No te quedes entre estas tristes paredes. Puedes ser libre. Créeme, Daniel. Créeme. Te lo suplico. Confía en mí. Aléjate de este lugar. Márchate.
Le costó un gran esfuerzo levantarse. Avanzó hasta el baño arrastrando los pies, se lavó y se puso el camisón con movimientos temblorosos. Tenía las extremidades tan entumecidas que parecían de hierro. Nunca se había sentido tan débil como ahora.
Daniel no la escucharía. No le haría caso.
Regresó a su habitación y se metió en la cama. Entonces, mañana, pensó. Tarde o temprano tendría que escucharla. Por la mañana empezaría de nuevo. Dejó caer la cabeza sobre la almohada, haciendo una mueca al sentir un intenso dolor en el pecho. Se acostó sobre su espalda y contempló el techo con los ojos entrecerrados. Mañana, pensó.
Giró la cabeza.
Había una figura en la puerta. La observó sin sentir miedo. No parecía amenazadora.
—¿Daniel?
La figura se acercó. A la tenue luz del cuarto de baño pudo ver sus rasgos con claridad: joven, atractivo, de expresión seria y ojos repletos de desesperación.
—¿Puedes hablar? —preguntó.
—Sí —tenía una voz suave y atormentada.
—¿Por qué no abandonas esta casa?
—No puedo.
—Pero tienes que hacerlo.
—No sin…
—Daniel, no —le interrumpió ella.
Apartó su mirada.
—Daniel…
—Te quiero —dijo él—. Es la primera vez que le digo esto a una mujer. Nunca he conocido a nadie como tú. Eres tan buena… tan buena… Eres la persona más bondadosa que he conocido jamás. —Volvió a mirarla. Sus ojos negros buscaban su rostro—. Necesito… —se interrumpió, girándose hacia la puerta—. ¡Hablaré con ella! —Parecía asustado—. ¡No puedes detenerme! —Volvió a mirarla—. No puedo quedarme mucho más; él no me lo permitirá. Te lo suplico. Por favor, dame lo que pido. Si me echan de esta casa sin que haya culminado mi…
—¿Si te echan? —Florence se puso tensa.
—El doctor Barrett cuenta con los medios…
Ella lo observó, atónita.
—Conoce los mecanismos de mi existencia y puede echarme de esta casa —explicó—. Pero eso es lo único que sabe. No sabe nada de mi corazón, de mi mente ni de mi alma, aunque tampoco le importa. Me sacará de este infierno para llevarme a otro. ¿No te das cuenta? Sólo tú puedes ayudarme. Si lo haces, podré abandonar la casa esta misma noche. Por favor. —Su voz perdió intensidad—. Si de verdad te preocupas por mí, ten piedad. Por favor, ten piedad…
—Daniel…
Durante un largo momento sólo pudo oír sus tristes sollozos. Entonces, la habitación quedó en silencio. Miró hacia el lugar que había ocupado.
—Sabes que no puedo hacerlo —dijo—. Daniel, por favor. Sabes que no puedo hacerlo. Sabes que no puedo.
10:23 P.M.
Apenas era capaz de mantener los ojos abiertos mientras subía lentamente las escaleras, con el brazo alrededor de los hombros de Edith. Intentaba no hacerle cargar con su peso ni gemir de dolor. Hoy ya había sufrido suficiente. Además, su dolor sólo era pasajero. Tomaría otra pastilla, dormiría plácidamente y, mañana por la mañana, volvería a estar en forma. Podría soportarlo un día más. El Reversor estaba prácticamente listo. Sólo le faltaba una hora más de trabajo y, entonces, podría demostrar su teoría. Después de todos estos años, estaba a punto de encontrar la prueba definitiva. ¿Qué era un poco de dolor comparado con aquello?
Cuando acabaron de subir las escaleras, Barrett intentó caminar sin ayuda, a pesar de las palpitaciones que sentía en la pierna y en la espalda. Cojeando suavemente, dejó escapar un sonido que pretendía que fuera divertido, aunque pareció un gemido de dolor.
—En cuanto regresemos a casa —dijo— voy a tomarme un mes de vacaciones. Acabaré las últimas páginas que faltan del libro. Me relajaré. Disfrutaré de tu compañía.
—Bien —dijo ella, aunque no parecía convencida.
Barrett le dio unas palmaditas en la espalda.
—Todo saldrá bien —intentó reconfortarla.
Edith abrió la puerta de la habitación y lo acompañó hasta la cama. Lo observó, consternada, mientras se dejaba caer con pesadez sobre el colchón.
—Túmbate —dijo, colocando algunas almohadas contra el cabecero. Cuando se recostó sobre ellas, Edith le ayudó a poner las piernas sobre el colchón.
Barrett esbozó una sonrisa forzada.
—Bueno… nadie podrá decirnos que no hemos hecho nada para ganarnos ese dinero.
—Al menos a ti. —Edith retrocedió un poco para quitarle los zapatos, pero tenía los pies tan hinchados que tuvo que forcejear para conseguirlo. Tras quitarle los calcetines, empezó a masajearle los pies y los tobillos. Barrett se dio cuenta de que intentaba ocultar su preocupación—. Creo que me tomaré otra pastilla de codeína —comentó.
Edith se levantó y abrió el maletín. Barrett intentó girarse sobre el colchón, gruñendo por el esfuerzo. Se sentía tan pesado como una estatua. No pensaba comentárselo a su mujer, por supuesto, pero estaba seguro de que, en cuanto regresaran a casa, tendría que pasar una breve temporada en el hospital.
Estaba dando cuerda al reloj cuando Edith regresó con la pastilla y un vaso de agua. Tras dejar el reloj sobre la mesita de noche, se tomó el calmante. Entonces, Edith empezó a quitarle el jersey.
—No te molestes —dijo Lionel—. Esta noche dormiré vestido. Será más sencillo.
Ella asintió.
—De acuerdo. —Le desabrochó el cinturón y le soltó el primer botón de los pantalones—. Yo también dormiré vestida.
—Como quieras.
Edith se sentó junto a él en la cama y lo abrazó. Estaba oprimiéndole el pecho, haciendo que le costara respirar, pero prefirió no decirle nada.
—Ojalá el día de hoy no hubiera existido nunca —dijo Edith.
—Todo saldrá bien —Barrett le acarició la espalda, deseando encontrar alguna excusa para hacerla levantar sin herir sus sentimientos.
—¿Podrías acercarme la corbata? —preguntó, al cabo de unos instantes.
Edith se enderezó, mirándolo con curiosidad.
—Está colgada en el armario.
Se levantó para recogerla y se la entregó.
—Supongo que querrás lavarte y cepillarte los dientes antes de acostarte.
—Por supuesto.
Barrett permaneció en la cama medio sentado, escuchando los sonidos que llegaban desde el cuarto de baño: cómo chapoteaba el agua mientras se lavaba, cómo se cepillaba los dientes, cómo se enjuagaba la boca. Symphonie Domestique, pensó.
En el infierno.
Observó la habitación. Resultaba difícil creer que sólo llevaban allí tres días. Contempló la mecedora. Dos noches atrás se había movido por sí sola, aunque habían sucedido tantas cosas desde su llegada que tenía la impresión de que eso había ocurrido hacía dos semanas o incluso dos meses.
Su mirada recorrió lentamente la habitación. Resulta grotesco, pensó. Podría ser la sala de exposiciones de algún museo. Aquella casa era un valioso tesoro de obras de arte: miles y miles de creaciones concebidas y realizadas en nombre de la belleza habían acabado en este lugar, que debía de ser el epítome de la fealdad.
Parpadeó y enfocó de nuevo sus ojos al ver que Edith regresaba a la habitación.
—¿Te importaría pasar la noche a mi lado en esta cama diminuta? —preguntó.
—Me encantaría.
En cuanto se tumbó junto a él y ambos se taparon, Barrett le ató un extremo de la corbata a la muñeca.
—Sólo lo hago para que no camines en sueños —explicó, mientras ataba el otro extremo a uno de los barrotes del cabecero—. Esto te dejará suficiente libertad de movimiento.
Edith asintió. Cuando Barrett la rodeó con el brazo, ella se acercó más a él y apoyó la cabeza en el hueco que quedaba entre su brazo y el pecho.
—Ahora me siento segura —dijo, con un suspiro.
11:02 P.M.
Daría lo que fuera por poder dormir, pensó con una árida sonrisa. Qué extraña es la mente humana. Por la tarde había deseado permanecer despierta hasta que su estancia en la Casa Infernal hubiera finalizado. Ahora, lo único que deseaba era sumirse en la inconsciencia, eliminar ocho o nueve horas del tiempo que tenía que permanecer en aquel lugar.
Volvió a cerrar los ojos. ¿Cuántas veces los había cerrado y había vuelto a abrirlos? ¿Cuarenta? ¿Cincuenta? ¿Cien? Respiró profundamente. Aquel hedor; siempre se percibía aquel fétido hedor.
La Casa Infernal debería arder desde sus cimientos.
Abrió los ojos y miró a Lionel. Estaba profundamente dormido. Al mover la mano derecha sintió el tirón de la corbata en la muñeca. ¿Realmente le había atado porque se había levantado sonámbula la noche anterior? ¿Acaso era Fischer lo que le preocupaba? ¿Temía que regresara junto a él? No sabía por qué se había comportado de esa forma con él. ¿Realmente había sido la casa? ¿Había sido algo que había en su interior? Nunca había tenido unos deseos sexuales tan evidentes, ni con Lionel ni con ningún otro hombre… o mujer. Se estremeció. Le asombraban y desconcertaban las cosas que había dicho y hecho desde que había llegado a esa casa.
Apretó los labios con fuerza. No podía ser ella; tenía que haber algo más. Algo había invadido su ser, algún virus o corrupción que, incluso mientras yacía en la cama, estaba propagando la enfermedad por todo su cuerpo y mente. No estaba dispuesta a creer que algún mal desconocido de su propia naturaleza hubiera decidido aparecer justo ahora. Tenía que ser la casa. Había afectado a otros. Era imposible que ella hubiese quedado inmune.
Levantó la barbilla y miró a su alrededor.
La mecedora había empezado a moverse.
—Lionel —murmuró. No. Necesita descansar. Es una fuerza, se dijo a sí misma. Una fuerza que carece de inteligencia; energía cinética siguiendo el camino de la mínima resistencia: portazos, brisas, pasos, mecedoras.
Deseaba cerrar los ojos pero sabía que, por mucho que lo intentara, seguiría oyendo los rítmicos chirridos de la silla. La observó con atención. Dinámica. Fuerza. Energía residual. Su mente repetía estas palabras una y otra vez.
Pero sabía, sin sombra de dudas, que había alguien sentado en la mecedora… alguien a quien no podía ver. Un ser cruel e implacable que deseaba destruirla, que deseaba destruirlos a todos. ¿Será Belasco?, pensó aterrada. ¿Y si se aparecía de repente ante ella, gigantesco y terrorífico, sonriéndole desde la mecedora? ¡Ahí no hay nadie!, intentó convencerse a sí misma. ¡No hay nadie!
La silla siguió meciéndose lentamente, de atrás adelante, de atrás adelante.
11:28 P.M.
Hacía mucho calor en la habitación. Refunfuñando, Florence apartó la colcha y la dejó caer al suelo. Giró sobre un costado y cerró los ojos de nuevo. Duerme, se dijo a sí misma. Mañana lo intentaremos de nuevo.
Minutos después se apoyó sobre la espalda y contempló el techo. Es inútil, pensó. Esta noche no lograría conciliar el sueño.
Las palabras de Daniel le habían desconcertado. Siempre había pensado en la posibilidad de trabajar con el doctor Barrett, pero nunca había creído que dicha alianza fuera absolutamente necesaria.
Había estado a punto de ir a verlo para decirle que tenían que solucionar juntos el problema de Daniel Belasco, pero se había dado cuenta de que sería una pérdida de tiempo. El doctor Barrett consideraba que no existía ningún Daniel Belasco y que éste sólo era producto de su imaginación. ¿De qué serviría hablar con él? Si no había aceptado la prueba del cadáver y el anillo, ¿acaso iba a cambiar de idea sólo porque en la Biblia aparecía una entrada con su nombre?
Apartó las mantas con impaciencia y se sentó. ¿Qué podía hacer? No podía quedarse de brazos cruzados y permitir que el doctor expulsara de la casa a Daniel, antes de que éste hubiera encontrado la paz. Esa idea le aterraba. Enviar al limbo a un alma desconsolada sería un crimen contra Dios.
¿Pero cómo podía impedirlo? No quería ni pensar en lo que Daniel le había pedido. Eso no.
Con un suspiro de tristeza, se levantó y se dirigió al cuarto de baño para beber un vaso de agua. ¿Qué otras posibilidades había? Había rezado sin parar desde la mañana, suplicando e importunando, pero no había servido de nada.
Y mañana, la máquina del doctor Barrett estaría lista para ponerse en marcha.
Durante un instante, sintió el impulso de bajar las escaleras y destruir la máquina. Apartó aquella idea de su mente, enfadada consigo misma por haber pensado algo semejante. No tenía ningún derecho a obstaculizar el trabajo del doctor. Era un hombre honesto y concienzudo que había consagrado su vida a ese trabajo. Resultaba increíble que se encontrara tan cerca de la verdad, pero no era culpa suya que la respuesta que había encontrado sólo fuera parcial. Si no creía en la existencia de Daniel Belasco, tampoco se sentiría culpable si acababa con él.
Florence dejó el vaso y dio la espalda al lavabo. Tenía que haber una respuesta. Tenía que haberla. Regresó de nuevo a la habitación.
Se detuvo boquiabierta, incapaz de apartar los ojos de la mesa de estilo español.
El teléfono estaba sonando.
Es imposible, pensó. Hacía más de treinta años que no funcionaba.
No podía responder a la llamada. Sabía perfectamente quién era.
El teléfono seguía sonando. Su estridente sonido le apuñalaba los tímpanos, el cerebro.
No debía responder. No lo haría.
El sonido continuó.
—No —dijo ella.
Sonaba. Sonaba. Sonaba. Sonaba.
Sollozando, cruzó la habitación y dio un empujón al aparato, derribándolo. Se apoyó contra el borde de la mesa, presionando la superficie con las palmas. De repente, se sentía muy débil. Apenas podía respirar. Se preguntó, aturdida, si estaría a punto de desmayarse.
Oyó una vocecita que salía por el auricular. No pudo oír lo que decía (repetía sin cesar dos palabras), pero sabía que era la voz de Daniel.
—No —murmuró.
La voz siguió repitiendo aquellas palabras, una y otra vez.
—No —dijo Florence, desesperada, cogiendo el auricular.
—Por favor —dijo Daniel.
Florence cerró los ojos.
—No —susurró.
—Por favor —repitió él, con tristeza.
—No, Daniel.
—Por favor.
—No. No.
—Por favor. —Nunca había oído una voz que transmitiera tanto dolor—. Por favor.
—No. —Apenas podía hablar. Las lágrimas se deslizaban por sus mejillas. Sentía un tapón en la garganta.
—Por favor —suplicó.
—No —murmuró ella—. No, no.
—Por favor. —Era la voz de alguien que suplica por su propia existencia—. Por favor.
Florence era su única esperanza.
—Por favor. —Al día siguiente, el doctor Barrett lo enviaría a un lugar terrorífico—. Por favor.
Sólo había una salida.
—Por favor. —Empezó a llorar—. Por favor. Por favor.
El mundo había desaparecido. Ahora sólo estaban ellos dos.
—Por favor.
Tenía que ayudarle. Daniel siguió sollozando.
—Por favor.
¡Se le estaba rompiendo el corazón en pedazos!
—¡Por favor! ¡Por favor! ¡Por favor!
De pronto colgó el teléfono, sintiendo que un violento escalofrío recorría todo su cuerpo. ¡De acuerdo!, pensó. Era el único camino. Los espíritus que la guiaban la ayudarían y la protegerían. Dios también la ayudaría y la protegería. Era el único camino. El único camino. Creía en Daniel. Creía en sí misma. Sólo había un camino correcto. Ahora podía verlo con toda claridad.
Se dirigió hacia la cama con piernas temblorosas, se arrodilló junto a ella e inclinó la cabeza mientras juntaba las manos con fuerza. Entonces, cerró los ojos y empezó a rezar: «Querido Dios, extiende tu mano y concédeme tu protección. Ayúdame esta noche, para llevar junto a ti el alma atormentada de Daniel Belasco».
Estuvo rezando durante cinco minutos. A continuación, muy despacio, se levantó y empezó a desabotonarse el camisón. En cuanto se lo quitó, lo extendió sobre la otra cama. Se estremeció cuando la franela rozó su cabeza. Bajó la mirada para observar su cuerpo. Que éste sea el templo, pensó.
Tras apartar las sábanas, se tumbó sobre su espalda. La habitación se encontraba prácticamente a oscuras porque la puerta del cuarto de baño estaba entornada. Cerró los ojos y empezó a respirar profundamente. Daniel, dijo su mente. Ahora te entrego el amor que nunca conociste. Lo hago libremente, para que consigas la fuerza necesaria para abandonar esta casa. Con el amor de Dios y con el mío podrás descansar, esta noche, en el Paraíso.
Abrió los ojos.
—Daniel —dijo—. Tu novia está esperándote.
Advirtió un movimiento cerca de la puerta. Una figura se aproximó hacia ella.
—¿Daniel?
—Sí, amor mío.
Florence extendió los brazos.
Mientras avanzaba por la habitación, sintió que su cuerpo se excitaba. Apenas podía ver aquellos rasgos suaves y asustados que tanto la necesitaban. Se tumbó junto a ella en la cama. Florence se giró para mirarlo. Podía sentir su aliento. Acercó los labios a los suyos.
Él le dio un largo y cálido beso.
—Te quiero —susurró.
—Yo también te quiero.
Cerró los ojos y volvió a tumbarse sobre su espalda, sintiendo su peso sobre ella.
—Con amor —susurró—. Por favor, con amor.
—Florence —dijo él.
Ella abrió los ojos.
Se quedó petrificada. Su corazón empezó a latir con fuerza al ver qué yacía sobre ella.
Era un cadáver. Su rostro se encontraba en avanzado estado de descomposición y su carne, pálida y escamosa, se caía en pedazos. Sus labios podridos esbozaban una lasciva sonrisa que mostraba unos dientes angulosos y descoloridos, todos ellos putrefactos. Sólo tenían vida sus ojos amarillentos, que la miraban con demoníaca alegría. Una luz de color azul plomizo envolvía todo su cuerpo, y los gases de la putrefacción burbujeaban a su alrededor.
Un grito de horror inundó su garganta cuando la descompuesta figura se sumergió en su interior.
11:43 P.M.
Fischer dio un respingo al oír un grito en la habitación contigua.
Durante un largo momento permaneció inmóvil, paralizado por el miedo. Entonces, algo lo impulsó a levantarse y lo condujo hasta la puerta. Tras abrirla, corrió hacia la habitación de Florence, giró el pomo y empujó.
La puerta estaba cerrada.
—¡Dios mío! —miró a su alrededor, sintiendo que le invadía el pánico. El sonido de los gritos de Florence lo consumía. Advirtió que la puerta del dormitorio de los Barrett se abría y, al girarse, vio que Edith se había asomado, con una expresión tensa y angustiada en el rostro.
Se alejó tambaleante por el pasillo para coger una pesada silla de madera, la arrastró hasta la puerta y empezó a golpearla con ella. Los gritos se detuvieron. Siguió golpeando la puerta con la silla. Una de las patas se rompió.
—¡Mierda! —Mientras seguía aporreando la puerta como un demente, pudo ver por su visión periférica que Barrett y Edith corrían hacia él.
De pronto, la jamba se rompió y la puerta quedó abierta. Tiró la silla hacia un lado, entró en la habitación y encendió la luz.
Al ver a Florence sintió una arcada en el estómago y advirtió que Edith intentaba reprimir sus náuseas.
—Dios mío —murmuró Barrett.
Estaba desnuda, tumbada sobre la espalda, con las piernas separadas y los ojos abiertos de par en par, observando el techo con una expresión de profunda conmoción.
Tenía el cuerpo magullado y mordido, arañado y agujereado; cubierto de sangre.
Fischer observó de nuevo su rostro. Era el de una mujer que acababa de perder por completo la cordura. Movía los labios débilmente. Se acercó a ella y se inclinó para oír sus palabras. Al principio sólo fueron unos sonidos rechinantes en la garganta.
—Llena —susurró por fin, mirándolo con los ojos muy abiertos, sin pestañear—. Llena.
—¿De qué? —se vio obligado a preguntar.
De repente, Florence esbozó una terrible sonrisa.