7:01 a.m.
—Me temo que no podrá ser —dijo Barrett, sacando el pie del agua—. Puede que mañana por la mañana esté lo bastante caliente.
Se secó el pie y volvió a ponerse la chancleta. Mientras se levantaba, miró a Edith con una triste sonrisa.
—Podría haberte dejado dormir.
—No pasa nada —respondió ella.
El doctor miró a su alrededor.
—Me pregunto si la sauna funcionará.
Edith empujó la pesada puerta metálica y la mantuvo abierta para que pasara su marido. Barrett avanzó cojeando hasta su interior y se giró para indicarle que le siguiera. Cuando la puerta se cerró, levantó la vela y observó la sala. Después se inclinó hacia delante, entornando los ojos.
—¡Ah! —Dejando a un lado el bastón y la vela, se arrodilló. Entonces, bajó los brazos e intentó girar la llave de paso del vapor.
Edith se sentó delante de él y apoyó la espalda en la pared de azulejos pero, al sentir que el frío le traspasaba la ropa, se enderezó. Observó a Lionel, somnolienta. El movimiento oscilante de la luz de las velas en las paredes y el techo parecía palpitar en sus ojos. Los cerró unos instantes y volvió a abrirlos. Observó el movimiento de la sombra de Lionel en el techo: de alguna forma, parecía estar extendiéndose. ¿Cómo era eso posible? En la sala no había ninguna corriente de aire y las velas ardían con la llama completamente recta. En las paredes y el techo sólo se reflejaba la sombra de Lionel, que seguía intentado abrir la llave de paso.
Parpadeó y sacudió la cabeza. Se atrevería a jurar que los bordes de la sombra se estaban extendiendo como una mancha de tinta. Se agitó, nerviosa. La sala estaba en completo silencio, excepto por la respiración de Lionel. Salgamos de aquí, pensó. Intentó pronunciar aquellas palabras en voz alta, pero algo se lo impidió.
Contempló la sombra. Antes no llegaba hasta esa esquina, ¿verdad? Salgamos de aquí. Lo más probable es que no sea nada, pero salgamos de aquí.
Sintió que su cuerpo se ponía rígido. Estaba segura de que había visto cómo se oscurecía un trozo de pared iluminada.
—¿Lionel? —El sonido que emitió apenas fue audible, una débil agitación en su garganta. Tragó saliva con fuerza—. ¿Lionel?
Su voz salió con tanta brusquedad que Barrett se incorporó, sobresaltado.
—¿Qué pasa?
Edith parpadeó. Ahora, la sombra del techo parecía normal.
—¿Edith?
La mujer se llenó los pulmones de aire.
—¿Nos vamos?
—¿Estás nerviosa?
—Sí, estoy… viendo cosas —esbozó una sonrisa macilenta. No quería contárselo, pero tenía que hacerlo. Si significaba algo, él querría saberlo—. Creo que he visto crecer tu sombra.
Lionel se levantó y, tras recoger su bastón y el candelero, dio media vuelta para reunirse con ella.
—Puede ser —comentó—, pero después de haber pasado la noche en blanco en esta casa, me siento más inclinado a pensar que han sido imaginaciones.
Salieron de la sauna y avanzaron por el borde de la piscina. Han sido imaginaciones, pensó Edith, reprimiendo una sonrisa. ¿Quién había visto alguna vez un fantasma en una sauna?
7:33 a.m.
Florence llamó suavemente a la puerta del dormitorio de Fischer. Al no recibir respuesta, volvió a llamar antes de abrirla.
—¿Ben?
Estaba recostado en la cama, con los ojos cerrados y la cabeza apoyada en la pared. La vela que ardía en la mesita de su derecha estaba prácticamente consumida. Florence avanzó por la habitación, protegiendo la llama de su vela con la mano. Pobre hombre, pensó, deteniéndose junto a la cama. Estaba pálido. Se preguntó cuánto tiempo llevaría dormido. Benjamin Franklin Fischer: el médium físico americano más importante del siglo. Sus sesiones en la casa del Profesor Galbreath de la Universidad Marks habían sido el despliegue de poder más increíble desde el apogeo de Home y Palladino. Movió la cabeza con compasión. Ahora estaba emocionalmente inválido, como un Sansón moderno desprovisto de fuerza.
Regresó al pasillo y cerró la puerta con el mayor sigilo posible; entonces, sus ojos observaron la puerta de la habitación de Belasco. Fischer y ella habían estado allí la tarde anterior y, para su sorpresa, sólo había percibido una atmósfera tranquila, totalmente diferente a la que esperaba encontrar.
Cruzó el pasillo y entró. Era el único apartamento dúplex de la casa: el salón y el cuarto de baño se encontraban en el piso inferior; la habitación, en una galería a la que se accedía por una escalinata curvada. Florence se dirigió a las escaleras y subió.
La cama se había construido siguiendo el estilo francés del siglo XVII. Sus columnas laboriosamente talladas eran tan gruesas como los postes telefónicos y en el centro del cabecero se habían tallado las iniciales «E.B.». Tras sentarse en la cama, Florence cerró los ojos y abrió su mente a las sensaciones, deseando verificar que no había sido Belasco quien había entrado en su habitación la noche anterior. Liberó su mente todo lo posible, sin entrar en trance.
Por su conciencia pasaron imágenes confusas: la habitación durante la noche, con las lámparas encendidas; alguien acostado en la cama; una figura riendo; unos ojos atentos y lúcidos; un calendario de 1921; un hombre vestido de negro; un penetrante olor a incienso en sus fosas nasales; un hombre y una mujer en la cama; un cuadro; una voz blasfemando; una botella de vino arrojada contra la pared; una mujer sollozante lanzándose por la barandilla de la galería; sangre filtrándose por el suelo de madera de teca; una fotografía; una cuna; Nueva York; un calendario de 1903; una mujer embarazada.
El nacimiento de un bebé; un niño.
Florence abrió los ojos.
—Sí. —Asintió con la cabeza—. Sí.
Descendió las escaleras y abandonó la habitación. Un minuto después ya había llegado al comedor, donde Barrett y su mujer estaban desayunando.
—Buenos días —dijo Barrett—. El desayuno acaba de llegar.
Florence se sentó a la mesa y se sirvió una pequeña ración de huevos revueltos y una tostada. No habría más sesiones hasta bien entrado el día, pues tenían que esperar a que construyeran un gabinete. Intercambió algunos comentarios con la señora Barrett y respondió a algunas preguntas del doctor, diciéndole que, en su opinión, deberían dejar dormir a Fischer. Finalmente añadió:
—Creo que tengo una respuesta parcial sobre el espíritu que habita en esta casa.
—¿Sí? —Barrett la miró con interés, aunque era obvio que sólo lo hacía por educación.
—La voz que nos advirtió que nos marcháramos. Los golpes en la mesa. La entidad que estuvo en mi habitación por la noche. Es un hombre joven.
—¿Quién? —preguntó Barrett.
—El hijo de Belasco.
Ambos la miraron en silencio.
—¿Recuerdan que el señor Fischer lo mencionó?
—¿Pero no dijo que nadie sabía con certeza si Belasco tuvo un hijo o no? —preguntó Barrett.
Florence asintió.
—Pero lo tuvo. Y ahora está aquí, atormentado, sufriendo. Presiento que su espíritu ha ido a una edad más temprana, a los veinte años. Es muy joven y está muy asustado… y como está asustado, está muy enfadado y se muestra muy hostil. Creo que perdería gran parte de su fuerza si lográramos convencerlo de que siguiera adelante.
Barrett asintió. No te creas ni una palabra, pensó.
—Es muy interesante —comentó.
Sé que no me cree, pensó Florence, pero es mejor que le diga lo que pienso.
Estaba a punto de cambiar de tema cuando se oyeron unos fuertes golpes en la puerta principal. Edith, que estaba bebiendo café, dio un respingo y derramó parte de la bebida. Barrett sonrió.
—Supongo que es nuestro generador. Y un carpintero, espero.
Se levantó, cogió la vela y el bastón y empezó a alejarse hacia el vestíbulo. Tras dar unos pasos, se detuvo y miró a Edith.
—Supongo que puedes quedarte aquí tranquila. No va a pasar nada. Regresaré en cuanto les haya atendido —dijo.
Cruzó el salón y avanzó hacia el vestíbulo. Al abrir la puerta principal vio al representante de Deutsch en el porche, con el cuello del abrigo subido y el paraguas en la mano. Para su sorpresa, Barrett advirtió que estaba lloviendo.
—Les traigo un generador y un carpintero —informó.
Barrett asintió.
—¿Y qué hay del gato?
—También.
Barrett sonrió, satisfecho. Ahora podría trabajar.
1:17 P.M.
Cuando las luces se encendieron, los cuatro, al unísono, gritaron de alegría.
—Que me aspen —dijo Fischer. Todos intercambiaron sonrisas espontáneas.
—Nunca había imaginado que la luz eléctrica pudiera ser tan bella —comentó Edith.
Bañado en luz, el salón parecía un lugar completamente distinto. Ahora, su tamaño ya no resultaba siniestro, sino regio. Ya no había sombras amenazadoras ni parecía una cueva encantada, sino una de las gigantescas salas de un museo de arte. Edith miró de reojo a Fischer. Era obvio que se sentía satisfecho: su postura había cambiado y la aprensión se había borrado de sus ojos. Entonces observó a Florence, que estaba sentada con el gato en el regazo. Hay luz, pensó. Y el gato descansa tranquilo. Sonrió. Aquella casa ya no parecía estar encantada.
Jadeó al advertir que las luces centelleaban, se apagaban y volvían a encenderse. Al instante, empezaron a perder intensidad.
—Oh, no —murmuró.
—Tranquila —dijo Barrett—. Lo arreglarán.
Un minuto más tarde, las luces volvieron a brillar con normalidad. Cuando transcurrió otro minuto sin que hubiera ningún cambio, Barrett sonrió.
—Ya está.
Edith asintió, pero ya no se sentía aliviada. Al principio había sentido una confianza absoluta, pero ésta se había desvanecido cuando se apagaron las luces y había sido reemplazada por el molesto temor de saber que, en cualquier instante, se podían volver a quedar a oscuras.
Florence miró a Fischer y, al ver que también la miraba, esbozó una sonrisa. Él no se la devolvió. Qué idiotas, pensaba. Sólo porque se han encendido unas bombillas creen que ha pasado el peligro.
1:58 P.M.
El gabinete se había construido en el rincón noreste del salón, instalando una barra redonda de madera de dos metros y medio de largo entre las paredes. Un par de pesadas cortinas verdes colgaban sobre la barra, formando un cerco triangular de dos metros de altura. En el interior del cerco había una butaca de madera de respaldo recto.
Barrett apartó las cortinas por ambos lados hasta que, en medio, hubo espacio suficiente para acomodar una mesa de madera que le había pedido a Fischer que llevara hasta allí. Tras empujar la mesa hasta la abertura, dejó sobre ella una pandereta, una guitarra pequeña, una campanilla y un trozo de cuerda. Observó el gabinete con aprobación antes de regresar junto a los demás.
Todos le observaron mientras rebuscaba en el baúl de madera del que había sacado la cuerda, la campanilla, la guitarra y la pandereta. Cogió un par de medias negras y un guardapolvo negro de manga larga y se los tendió a Florence.
—Creo que le valdrán —dijo.
Florence lo miró fijamente.
—No tiene ninguna objeción, ¿verdad?
—Bueno…
—Sabe que éste es el procedimiento estándar.
—Sí, pero… —Florence vaciló—, se trata de una medida contra el fraude.
—Principalmente.
En el rostro de Florence se dibujó una sonrisa embarazosa.
—Estoy segura de que no me cree capaz de estafarle con una habilidad que, hasta ayer por la noche, ignoraba que poseía.
—No estoy insinuando eso, señorita Tanner. Simplemente, debo ceñirme a las normas. Si no lo hago, los resultados de la sesión serán científicamente inaceptables.
—De acuerdo —dijo, con un suspiro. Cogió las medias y el guardapolvo, miró a su alrededor y entró en el gabinete para cambiarse, cerrando las cortinas.
Barrett se volvió hacia Edith.
—¿Te importaría examinarla, cariño? —preguntó.
Inclinándose sobre la caja, sacó una bobina de hilo negro con una aguja clavada y se la pasó.
Edith se dirigió hacia el gabinete con una expresión de incomodidad en el rostro. Odiaba tener que hacer ese tipo de cosas, pero nunca se lo había dicho a su marido. Al llegar junto al gabinete, se detuvo y se aclaró la garganta.
—¿Puedo entrar?
—Sí —respondió Florence, tras un largo silencio.
Edith se abrió paso entre los extremos de las cortinas.
Florence, que ya se había quitado la falda y el jersey, estaba inclinada hacia delante, bajándose la combinación. Tras enderezarse, la colgó sobre el respaldo de la silla y se llevó los brazos a la espalda para desabrocharse su sujetador blanco. Edith se apartó.
—Lo siento —murmuró—. Sé que es…
—No se preocupe —dijo Florence—. Su marido tiene razón. Es el procedimiento habitual.
Edith asintió, manteniendo los ojos fijos en su rostro mientras la médium colgaba el sujetador en el respaldo de la silla. Cuando la médium se inclinó para quitarse las bragas, Edith bajó la mirada y se quedó sorprendida al ver la abundancia de sus pechos. Levantó los ojos rápidamente. Florence se enderezó.
—Adelante —dijo.
Al mirarle los brazos, Edith advirtió que la mujer tenía la piel de gallina.
—Lo haremos lo más rápido posible para que pueda volver a vestirse —dijo—. ¿Su boca?
Florence la abrió y Edith examinó su interior. Se sentía ridícula.
—Bueno, a no ser que tenga una muela hueca o algo así…
La médium cerró la boca y sonrió.
—Sólo es un tecnicismo. Su marido sabe perfectamente que no escondo nada.
Edith asintió.
—¿El cabello?
Florence se llevó ambas manos a la cabeza para quitarse las horquillas. Con el movimiento, sus pechos se impulsaron hacia delante y sus duros pezones rozaron el jersey de Edith. Ésta retrocedió al instante, observando los densos mechones de cabello rojo que caían sobre sus cremosos hombros. Era la primera vez que examinaba a una mujer tan bella.
—Ya está —dijo Florence.
Edith empezó a pasar los dedos por el cabello de la médium. Era cálido y de tacto sedoso. Entonces advirtió la fragancia de su perfume. Bdenaaga. Cogió aire con dificultad. Podía sentir el apremiante peso de sus pechos contra los suyos. Quería retroceder, pero no podía hacerlo. Miró sus ojos verdes, pero apartó la mirada rápidamente y le movió un poco la cabeza para examinarle las orejas. No voy a mirarle la nariz, pensó. Apartó las manos con torpeza.
—¿Las axilas? —preguntó.
Florence levantó los brazos y sus pechos volvieron a proyectarse hacia delante. Edith echó un vistazo a sus axilas afeitadas y asintió, indicándole que ya podía bajarlos. Su corazón latía con fuerza. Contempló a Florence con tristeza. Era como si el tiempo se hubiera detenido. Al advertir que la médium bajaba la mirada, desvió sus ojos hacia el suelo y se sorprendió al ver que había puesto las manos bajo sus pechos para levantarlos. Esto es ridículo, pensó. Asintió y Florence apartó las manos. Ya basta, decidió Edith. Diré que he seguido todos los pasos. Es obvio que no tiene ninguna intención de estafarnos.
La médium se sentó en la butaca, silbando de frío, y la miró. Diré que he seguido todos los pasos, pensó de nuevo Edith.
Tras apoyar la espalda en el respaldo, Florence separó las piernas.
Edith contempló su cuerpo con atención: la pesada redondez de sus pechos, la curvatura de su estómago, la abundancia de sus níveas caderas, el lustroso vello cobrizo de su entrepierna… Era incapaz de apartar la mirada. Sintió un intenso calor en el estómago.
Levantó la cabeza con tanta brusquedad que se dio un tirón en la nuca.
—¿Qué sucede? —preguntó Florence.
Edith tragó saliva, con la mirada perdida en la barra de madera. No había nada, excepto el techo. Miró a Florence.
—¿Qué sucede? —repitió la médium.
Edith movió la cabeza.
—Creo que podemos asumir… —se interrumpió, gesticulando con una mano temblorosa. Entonces, dio media vuelta y salió a toda velocidad del gabinete.
Tras indicarle a Lionel que había terminado, se dirigió hacia la chimenea. Era consciente de que todos habían advertido su desconcierto, pero tenía la esperanza de que su marido no le preguntara la razón.
Se quedó mirando el fuego y advirtió que tenía algo en la mano. Lo miró: era la bobina de hilo. Ahora tendría que regresar. Cerró los ojos. Aún le dolía el cuello por el tirón. ¿Realmente había percibido un movimiento? Allí no había nada. Sin embargo, podría haber jurado que allí arriba había alguien mirando…
Mirándola.
2:19 P.M.
—¿Están demasiado apretados? —preguntó Barrett.
—No, están bien —respondió Florence con suavidad.
Barrett acabó de atarle los guantes a las muñecas. Mientras tanto, la médium miró de reojo a Edith, que estaba sentada junto a la mesa del equipo con el gato en el regazo.
—Ponga las manos en las placas de la silla —dijo Barrett.
Los guantes tenían placas metálicas en las palmas. Cuando Florence apoyó las manos en las placas que habían sido clavadas en los brazos de la silla, se iluminaron un par de diminutas bombillas en la mesa del equipo.
—Esas luces brillarán mientras mantenga las manos apoyadas en las placas —explicó Barrett—. Si rompe el contacto…
Le levantó las manos y las luces se apagaron.
Florence le observó mientras desenrollaba el cable de las placas de los zapatos. Le inquietaba que Edith hubiera mirado hacia arriba de aquella forma, puesto que ella no había percibido nada.
—¿Las placas de los pies activan las mismas bombillas? —preguntó.
—No, dos más.
—¿Pero no será demasiada luz?
—La potencia de esas cuatro bombillas juntas no alcanza los diez vatios —respondió el doctor, conectando las placas.
—Daba por hecho que estaríamos a oscuras.
—No puedo aceptar la oscuridad como una condición de la prueba —explicó Barrett, levantando la mirada—. ¿Le importaría probar las placas de los zapatos?
Florence colocó las suelas de sus zapatos, que ahora también estaban cubiertas por placas metálicas, sobre las placas que el doctor había colocado en el suelo. En la mesa del equipo se iluminaron dos lucecitas más. El doctor se incorporó, esbozando una mueca de dolor.
—No se preocupe —dijo—. Sólo habrá la iluminación necesaria para poder observar.
Florence asintió, pero sus palabras no la reconfortaron. ¿Por qué estoy tan preocupada?, se preguntó.
Fischer se sentó enfrente de la médium, cuyo ceñido atuendo perfilaba su exuberante figura… pero el espectáculo no le puso de mejor humor. Malditos trajes negros, pensó. ¿Cuántos habría llevado él? Recordaba infinitas sesiones como aquélla: durante sus primeros años de adolescencia, su madre y él iban de una ciudad a otra en autobús para participar en ese tipo de pruebas.
Encendió otro cigarrillo y observó a Barrett que, tras conectar diversos cables a los brazos y muslos de Florence, la ató a la silla. A continuación, cogió una mosquitera en cuyos extremos se habían cosido diversas campanitas, la extendió y la sujetó a la barra de madera para que colgara en el hueco que quedaba entre las dos cortinas del gabinete. Finalmente, arrastró la mesa hacia él. Ahora, la mosquitera cubría el espacio que separaba a Florence de la mesa, y los pesos que tenía en el extremo inferior la tensaban.
Barrett colocó las luces infrarrojas de modo que alumbraran la superficie de la mesa que había delante del gabinete. Tras conectar aquellas luces invisibles, movió la mano sobre la mesa y los obturadores de las dos cámaras se activaron de forma sincronizada, con un chasquido. Satisfecho, el doctor comprobó el dinamómetro y la esfera del telequinetoscopio. Acto seguido, preparó la arcilla para modelar y removió durante unos instantes el aceite de parafina que había derretido en el hornillo eléctrico.
—Ya estamos listos —anunció.
Como si hubiera entendido sus palabras, el gato saltó del regazo de Edith y salió corriendo de la sala, dirigiéndose al vestíbulo.
—Resulta reconfortante, ¿verdad? —dijo la mujer.
—Eso no significa nada —respondió Barrett. Tras ajustar las luces rojas y amarillas para que brillaran con la menor intensidad posible, se acercó al interruptor de la pared y lo apretó. El salón quedó sumido en la oscuridad. Acto seguido, el doctor ocupó su asiento en la mesa y conectó la grabadora.
—22 de diciembre de 1970 —dijo por el micrófono—. Participan en la sesión: Doctor Lionel Barrett y señora, señor Benjamin Franklin Fischer. Médium: señorita Florence Tanner.
A continuación, describió brevemente los preparativos efectuados y las precauciones tomadas.
—Proceda —dijo, recostándose sobre su asiento.
Los tres guardaron silencio mientras Florence pronunciaba la invocación y entonaba un himno. En cuanto terminó, empezó a respirar profundamente; pronto, sus manos y piernas empezaron a crisparse, como si estuviera recibiendo una serie de descargas galvánicas. Su cabeza se movía de un lado a otro y su rostro cada vez estaba más colorado. Unos graves gemidos reverberaron en su garganta.
—No —murmuró—. No, ahora no.
Lentamente, los gemidos fueron perdiendo intensidad hasta que, tras un resuello final, permaneció en absoluto silencio.
—Dos treinta y ocho p.m. La señorita Tanner se encuentra en evidente estado de trance —anunció el doctor Barrett por el micrófono—. Pulso: cinco ocho. Respiración: quince. Cuatro contactos eléctricos mantenidos.
Comprobó el termómetro automático.
—Ningún cambio en la temperatura. Permanece estable en veintidós con ocho grados. Lectura del dinamómetro: mil ochocientos setenta.
Veinte segundos más tarde, habló de nuevo.
—La lectura del dinamómetro ha descendido a mil ochocientos veintitrés. Temperatura en descenso; en este momento es de diecinueve con dos grados. Pulso: noventa y cuatro con cinco y subiendo.
Edith juntó las piernas al sentir el frío que llegaba por debajo de la mesa. Fischer permanecía inmóvil. Aun estando protegido, era capaz de sentir el poder que se estaba congregando a su alrededor.
Barrett comprobó de nuevo el termómetro.
—La temperatura ha descendido a menos siete grados. La tensión del dinamómetro se ha reducido a mil setecientos setenta y nueve. Presión negativa. Se mantienen los contactos eléctricos. Ritmo de respiración en aumento. Cincuenta… cincuenta y siete… sesenta; aumenta de forma constante.
Edith observó a Florence con atención. Bajo la mortecina luz, lo único que lograba entrever era su rostro y sus manos. Parecía estar recostada sobre su asiento, con los ojos cerrados. Edith tragó saliva. Sentía un frío nudo en el estómago que ni siquiera la voz confiada de su marido lograba disipar.
Se sobresaltó al oír el chasquido de los obturadores de las cámaras.
—Los rayos infrarrojos han sido perturbados; cámaras activadas —anunció Barrett. Mientras se enderezaba sobre la silla, observó emocionado el instrumento de color azul oscuro—. Se inicia la evidencia de REM.
Fischer lo miró. ¿Qué debía de ser REM? Obviamente, algo que Barrett consideraba vital.
—La respiración de la médium es, en este momento, de doscientos diez —estaba diciendo el doctor—. Dinamómetro: mil cuatrocientos sesenta. Temperatura…
Interrumpió las lecturas al oír jadear a Edith.
—Ozono presente en el aire —dijo. Asombroso, pensó.
Transcurrió un minuto, luego dos; el olor y el frío iban en aumento. De pronto, Edith cerró los ojos. Tras esperar unos segundos, los abrió y contempló de nuevo las manos de Florence. ¡No eran imaginaciones!
De las yemas de los dedos de la médium rezumaban hebras de una sustancia viscosa y pálida.
—Formación de ectoplasma. Los filamentos aislados están uniéndose en una única hebra membranosa. Intentaremos realizar prueba de penetración de materia. —Esperó a que la hebra ectoplasmática fuera más larga y entonces le dijo a Florence—: Levante la campana.
Hizo una pausa antes de repetir la instrucción.
El tentáculo viscoso empezó a alzarse lentamente, como una serpiente. Edith retrocedió sobre su asiento, observando cómo se deslizaba por el aire, traspasaba la mosquitera y se dirigía hacia la mesa.
—El tallo ectoplasmático ha cruzado la red y avanza hacia la mesa —anunció Barrett—. Lectura de dinamómetro: trece mil cuarenta, descendiendo a un ritmo constante. Los contactos eléctricos se siguen manteniendo.
Su voz se convirtió en una confusión de sonidos absurdos para Fischer, que era incapaz de apartar los ojos del húmedo tentáculo que se deslizaba por la mesa como un gusano gigantesco. En su mente apareció, brevemente, una fotografía: él, a los catorce años, en trance profundo, expulsando algo similar por la boca. Se estremeció cuando la membrana alcanzó el mango de la campana y empezó a enroscarse lentamente a su alrededor hasta que, de pronto, la levantó. Sus piernas temblaron al oír que tintineaba.
—Gracias. Déjela en su sitio, por favor —dijo Barrett. Edith lo miró sorprendida. ¿Cómo podía estar tan sereno? Cuando volvió a centrar su atención en la mesa, vio cómo el tentáculo acababa de desenroscarse del mango de la campana y empezaba a alejarse.
—Iniciamos intento de captura del espécimen —anunció Barrett.
Se levantó para dejar un cuenco de porcelana sobre la mesa del gabinete. Al acercarse, el tentáculo retrocedió de un salto.
—Deje una parte en el cuenco, por favor —dijo, regresando a su silla.
El apéndice grisáceo empezó a balancearse de un lado a otro, como si fuera el tallo de alguna planta submarina meciéndose con la corriente.
—Deje una parte en el cuenco, por favor —repitió el doctor, mientras echaba un vistazo al registro de REM. La aguja había superado la marca de 300. Sintiendo una enorme satisfacción, se volvió hacia el gabinete y repitió la orden una vez más.
Se vio obligado a repetir siete veces más aquellas palabras antes de que el filamento empezara a moverse lentamente hacia el cuenco. Edith lo observaba, sintiendo repulsión y fascinación al mismo tiempo. Parecía una serpiente ciega de escamas grises. En cuanto llegó al cuenco, empezó a ascender por el borde, pero de pronto retrocedió, haciendo que Edith diera un respingo. Avanzó de nuevo, moviéndose con sumo cuidado, pero volvió a retroceder bruscamente, sin hacer ningún ruido.
En su quinto intento, el tentáculo permaneció en su sitio y empezó a girar en espiral con movimientos lánguidos hasta que llenó el cuenco. Treinta segundos después se retiró. Edith observaba con asombro los movimientos del tentáculo.
Cuando Barrett se levantó y llevó el cuenco a la mesa del equipo, su mujer echó un vistazo al líquido transparente que había en su interior.
—Espécimen retenido en el cuenco —dijo Barrett, examinándolo—. No despide ningún olor, es incoloro y ligeramente turbio.
—Lionel —el apremiante susurro de Edith le obligó a levantar la mirada.
En la mitad inferior del rostro de Florence se estaba formando una masa borrosa.
—Se está generando materia ectoplasmática en la mitad inferior del rostro de la médium —dijo Barrett—. Emisión por la boca y las fosas nasales.
Siguió hablando por el micrófono, describiendo la materialización y registrando las lecturas de los instrumentos. Edith observó la formación, que ahora parecía un pañuelo raído y mugriento. La parte inferior colgaba en tiras, pero la superior empezó a extenderse con un movimiento oscilante, hasta ocultar la nariz de Florence, después sus ojos y finalmente, su frente. Los pálidos rasgos de la médium podían verse a través del velo andrajoso que cubría por completo su rostro.
—El velo ectoplasmático empieza a condensarse —anunció Barrett.
Esto sí que es sorprendente, pensó. No había precedentes de que una médium mental produjera un ectoplasma tan espectacular en su primera sesión física. El doctor observaba los acontecimientos con creciente interés.
La textura del velo de niebla empezó a coagularse y, en menos de medio minuto, el rostro de Florence desapareció por completo. Pronto, también su cabeza y sus hombros quedaron ocultos bajo los pliegues de lo que parecía un sudario húmedo y pardusco. El extremo de la tela mugrienta empezó a descender por su regazo, alargándose hasta convertirse en una tira sólida de varios centímetros de ancho. Mientras descendía, empezó a adoptar color.
—El filamento aislado se extiende hacia abajo —dijo Barrett—. Tono rojizo fundiéndose en gris. El tejido expandido parece encenderse. Cada vez es más brillante… más brillante. Ahora es del color de la carne viva.
Fischer, sintiéndose entumecido, observaba con atención el atuendo modificado que cubría la cabeza y el cuerpo de Florence. De pronto sintió pánico y se clavó las uñas en las palmas de las manos hasta que el dolor eclipsó todo lo demás.
El sudario de la médium, cada vez más albicante, parecía lino sumergido en pintura blanca, transparente en algunos lugares y consistente en otros. Aparecieron tiras y parches en otros puntos de su cuerpo: el brazo y la pierna derechos, el pecho derecho, el centro de su regazo. Era como si hubieran sumergido una sábana en algún líquido irisado, la hubieran roto en pedazos y la hubieran arrojado sobre la médium, consiguiendo que el trozo más grande cayera sobre su cabeza y sus hombros.
Inconscientemente, Edith se sujetó con fuerza a la silla. Había presenciado fenómenos físicos con anterioridad, pero nunca nada semejante. Las secciones ectoplasmáticas empezaron a unirse lentamente hasta que cobraron forma. El filamento, que volvía a ser pálido, parecía un brazo con su muñeca.
—Algo está cobrando forma —dijo Barrett.
Veintisiete segundos después, una figura blanca, asexual, incompleta y vestida con una holgada túnica se alzó ante el gabinete. Sus manos parecían garras. Tenía boca, dos puntos oscuros como fosas nasales y dos ojos que parecían observarlos. Edith cogió aire, nerviosa.
—Figura ectoplasmática formada —dijo Barrett—. Imperfecta…
Guardó silencio al oír que la figura reía.
Edith gimió, aterrada.
—Tranquila —dijo su marido.
La figura siguió riéndose: era una risa envolvente, profunda y resonante, que parecía engullir el aire. Edith sintió que se le ponían los pelos de punta. La figura se estaba girando para mirarla. Parecía estar aproximándose. Un sollozo de miedo subió por su garganta.
—Quédate quieta —susurró Barrett.
De repente, la figura se abalanzó hacia ella y Edith gritó, protegiéndose con los brazos. Con un sonido similar al del restallido de una cinta adhesiva gigantesca, la figura se desvaneció. Florence gritó con voz ronca, haciendo que Edith volviera a saltar sobre su asiento. Fischer se levantó.
—¡Quieto! —ordenó Barrett.
Fischer se quedó de pie, rígido, junto a la mesa, mientras Barrett levantaba la mosquitera y dirigía la luz roja de su linterna hacia el rostro de Florence. Inmediatamente, la apagó y comprobó sus instrumentos.
—La señorita Tanner está saliendo del trance —dijo—. La retracción prematura ha provocado un breve shock sistémico.
Miró a Fischer.
—Ahora puede ayudarla.
4:23 P.M.
Edith despertó sobresaltada. Al echar un vistazo al reloj, descubrió que había dormido más de una hora.
Lionel estaba sentado delante de la mesa octogonal, mirando por el microscopio y tomando notas. Edith deslizó los pies por el borde del colchón y se puso los zapatos. Entonces se levantó y avanzó por la alfombra.
—¿Te encuentras mejor? —su marido levantó la mirada, sonriente.
Ella asintió.
—Quería pedirte disculpas por lo de antes.
—No te preocupes.
En el rostro de Edith se dibujó una expresión de pesar.
—Yo causé la «retracción prematura», ¿verdad?
—No te preocupes; se pondrá bien. Estoy seguro de que no es lo peor que le ha sucedido durante una sesión. —Tras mirarla durante unos instantes, Lionel le preguntó—: ¿Qué fue lo que te incomodó antes de la sesión? ¿El reconocimiento?
Edith era consciente de que tenía que ser precavida.
—Sí, fue muy embarazoso.
—Pero no era la primera vez que lo hacías.
—Lo sé. —Se estaba poniendo tensa—. Pero en esta ocasión me resultó embarazoso.
—Tendrías que habérmelo dicho. Lo habría hecho yo.
—Me alegro de que no lo hicieras. —Esbozó una sonrisa—. Comparada con ella, yo parezco un chico.
Barrett soltó una risita.
—Ya será menos.
—De todos modos, lamento haber estropeado la sesión —Edith deseaba cambiar de tema.
—No has estropeado nada. Además, te aseguro que estoy muy satisfecho con los resultados.
—¿Qué estás haciendo?
Barrett señaló el microscopio.
—Echa un vistazo.
Edith se acercó al instrumento y pudo ver diversos grupos de masas informes y cuerpos ovales y poligonales.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—Una muestra de ectoplasma dispuesta en agua. Lo que ves son conglomerados de cuerpos decolorados, laminares y cohesivos, además de una lámina de formas variadas similares a un epitelio carente de núcleo.
Edith levantó la mirada.
—¿Crees que he entendido algo de lo que has dicho? —le reprendió.
Barrett sonrió.
—Sólo intentaba impresionarte. Lo que he dicho significa que la muestra está formada por restos de células: células del epitelio, capas finas de células, cuerpos membranosos, granos aislados de grasa, mucosidades y cosas similares.
—¿Y eso significa…?
—Que lo que los espiritistas denominan ectoplasma deriva casi por completo del cuerpo del médium y que el resto son partículas procedentes del aire y de la ropa del médium: restos de fibra vegetal, esporas bacterianas, granos de almidón, partículas de polvo y alimentos, etcétera. Sin embargo, el conjunto es orgánico, materia viva. Piensa en ello, querida. Una exteriorización orgánica del pensamiento. La mente reducida a materia, sujeta a observación, cálculos y análisis científicos. —Movió la cabeza con admiración—. Comparado con esto, la noción de fantasmas resulta terriblemente prosaica.
—¿Estás diciendo que la señorita Tanner hizo esa figura con su propio cuerpo?
—Fundamentalmente, sí.
—¿Por qué?
—Para demostrar su teoría. Sin duda alguna, esa figura era el hijo de Belasco… un hijo que estoy seguro de que nunca existió.
4:46 P.M.
El gato descansaba junto a ella. Florence le acarició el cuello y éste empezó a ronronear.
Cuando subió a su habitación, lo encontró agazapado de miedo delante de su puerta y, a pesar de lo cansada que se sentía, lo había cogido en brazos y lo había tenido en su regazo hasta que paró de temblar; entonces, dejándolo sobre la cama, había ido a darse una ducha de agua caliente. Ahora, Florence estaba tumbada en bata sobre la cama, tapada con la colcha.
—Pobre gatito —murmuró—. A menudo lugar te han traído.
Deslizó la yema del dedo por su cuello y el animal levantó la cabeza con un movimiento lánguido, sin abrir los ojos. El doctor Barrett le había dicho que era un medio adicional para verificar si había «presencias» en la casa, pero ella consideraba que se trataba de un método cruel cuyo único propósito era el de conseguir una pequeña validación científica. Quizá, podría sacarlo de la casa con la ayuda de la pareja que les llevaba la comida. Le diría al doctor Barrett que le avisara cuando el gato ya hubiera cumplido su cometido.
Florence cerró los ojos de nuevo. Deseaba quedarse dormida, pero tenía demasiadas cosas en la cabeza: el bochorno de la señora Barrett y su expresión al mirar hacia el techo, como si hubiera alguien observándola; las excesivas medidas contra el fraude que había tomado el doctor; sus primeras sesiones como médium física; su incapacidad de entrar en la capilla; su preocupación por Fischer y lo decepcionada que se sentía con él; el temor de estar dándole más importancia de la necesaria al hijo de Belasco. Al fin y al cabo…
Dio un respingo cuando el gato saltó de la cama. Al enderezarse; vio que el animal se precipitaba hacia la puerta y se agazapaba; tenía la espalda arqueada, el pelo erizado y las pupilas tan dilatadas que sus ojos parecían negros. Se levantó a toda prisa y avanzó hacia él. En el mismo instante en que abrió la puerta, el animal salió disparado al pasillo y desapareció.
Algo aleteaba a sus espaldas. Al girarse, vio que la colcha y las mantas estaban aterrizando sobre la moqueta.
Había algo debajo de la sábana.
Florence lo miró con atención. Era la figura de un hombre. Dio unos pasos hacia la cama y se puso tensa al descubrir que estaba desnudo. Podía distinguir todos los detalles de aquel cuerpo, desde la amplitud de su pecho hasta la protuberancia de sus genitales. Sintió en sus entrañas un fuerte deseo sexual. No, se dijo para sus adentros, eso es lo que él quiere.
—Si sólo ha venido a impresionarme con su inteligencia, ya sabe dónde está la puerta —dijo.
La figura no emitió ningún sonido. Yacía inmóvil bajo la sábana; sólo su pecho se expandía y se contraía, imitando perfectamente el movimiento de la respiración. Florence observó su rostro.
—¿Es usted el hijo de Emeric Belasco? —preguntó, avanzando junto al borde de la cama—. Si lo es, usted dijo que las cosas no cambian, pero puedo asegurarle que, con amor, todo es posible. Ésa es una de las verdades de la vida… y también del más allá.
Se inclinó un poco, intentando distinguir sus rasgos.
—Dígame quien es —exigió.
—¡Bu! —gritó la figura. Florence retrocedió de un salto, mientras un grito escapaba por su garganta. Al instante, la sábana cayó al suelo. Ya no había nada en la cama, pero en el aire resonaba una risa burlona.
—Qué divertido —dijo, molesta. La risa fue subiendo de tono, hasta parecer la de un demente. Florence se cogió con fuerza las manos y gritó—: ¡Si sólo le interesan las bromas pesadas, manténgase apartado de mí!
Durante casi veinte segundos, la habitación se sumió en un silencio sepulcral. Florence advirtió que los músculos de su estómago se tensaban lentamente. De pronto, la lámpara china cayó al suelo y la bombilla se rompió en mil pedazos. Ahora, sólo la luz del cuarto de baño impedía que la habitación estuviera en la más completa oscuridad. Florence se giró al oír unos pasos sobre la moqueta. La puerta que daba al pasillo se abrió con tanta fuerza que se estrelló contra la pared.
Esperó un momento antes de cruzar el cuarto para cerrarla. Tras encender la luz del techo, recogió la lámpara del suelo. Menuda cólera, pensó. Sin embargo, no sólo había cólera.
También había una súplica.
6:21 P.M.
Florence entró en el comedor.
—Buenas noches —saludó.
Fischer esbozó una precipitada sonrisa.
—¿Ha visto ya a la pareja? —preguntó ella, señalando la mesa, que ya estaba preparada para la cena.
—No.
—Sería divertido que, en realidad, no hubiera ninguna pareja —comentó, con una sonrisa.
A Fischer no pareció hacerle gracia el comentario. Florence recorrió el salón con la mirada.
—Me pregunto dónde estarán los Barrett —dijo, antes de observar de nuevo a su compañero—. Bueno, ¿qué ha estado haciendo?
—Explorar. —Fischer levantó la tapa de una de las bandejas, que estaba llena a rebosar de chuletas de cordero, y volvió a taparla.
—Debería empezar a comer —dijo Florence.
Fischer empujó la bandeja hacia ella.
—Ambos deberíamos empezar a comer —rectificó la mujer.
—Adelante.
—Tomaré un poco de ensalada —dijo. Tras servirse un poco en el plato, miró a su compañero—. ¿Quiere que le sirva?
Él le dijo que no con la cabeza.
Florence comió un poco de ensalada antes de volver a hablar.
—¿Contactó con el hijo de Belasco la primera vez que estuvo en la casa?
—Sólo estuve en contacto con un hilo conductor.
Ambos giraron la cabeza al oír unos pasos.
—Buenas noches —saludó Florence.
—Buenas noches. —El doctor sonrió con educación, mientras Edith inclinaba la cabeza—. ¿Se encuentra mejor?
—Sí, estoy bien.
—Me alegro.
Barrett y su mujer se sentaron y empezaron a comer.
—Estábamos hablando del hijo de Belasco —comentó Edith.
—Ah, sí. El hijo de Belasco.
A Florence le molestó el tono del doctor. De repente, se sintió indignada por haber tenido que someterse a la ignominia de su examen físico y sus ridículas precauciones: la ropa, las cuerdas, la mosquitera, las luces infrarrojas, las placas de las manos y los pies, las cámaras… Intentó reprimir su creciente cólera, pero no pudo. ¿Cómo se atrevía a tratarla de esa forma? Su presencia en aquel proyecto era igual de importante que la de él.
—¿No acabará nunca? —preguntó.
Los demás la miraron.
—¿Se está dirigiendo a mí? —preguntó Barrett.
—Sí. —Intentó reprimir de nuevo su cólera, pero el recuerdo del examen físico brilló en su mente. Y el traje. Y las absurdas precauciones contra el fraude.
—¿Qué es lo que no acabará nunca? —preguntó el doctor.
—Su actitud recelosa, su desconfianza.
—¿Desconfianza?
—¿Por qué supone que los médium sólo podemos producir fenómenos con las condiciones que dicta la ciencia? —preguntó—. No somos máquinas, sino seres humanos. Los rígidos e inflexibles requisitos de la ciencia no han hecho ningún bien a la parapsicología.
—Señorita Tanner… —Barrett parecía confundido—. ¿A qué viene esto? ¿Acaso le he…?
—No soy médium por amor al arte, ¿sabe? —le interrumpió Florence. Cuanto más hablaba, más enfadada se sentía—. Esta tarea suele ser dolorosa y, a menudo, poco gratificante.
—¿No cree usted que…?
Florence era incapaz de detenerse.
—Pero sostengo la creencia de que nuestras dotes son una manifestación de Dios en el hombre —continuó, antes de citar, furiosa—: «Cuando hable contigo, abriré la boca y tú deberás decirles: así dice el Señor».
—Señorita Tanner…
—No hay nada en la Biblia, ni un sólo fenómeno registrado, que no suceda en la actualidad: pueden ser señales o sonidos, que las casas tiemblen o que las personas crucen puertas cerradas. Ráfagas de viento, levitaciones, escritura automática o hablar en diversas lenguas.
Se produjo un incómodo silencio. Florence observó a Barrett, consciente de que Fischer y Edith la estaban mirando atentamente. En algún lugar, en lo más profundo de su mente, oyó un grito de precaución, pero su furia logró acallarlo. Barrett se sirvió un poco de café y levantó la taza.
—Señorita Tanner —dijo, mirándola—. No sé qué es lo que le molesta, pero…
Se interrumpió cuando la taza estalló en sus manos. Edith saltó sobre su asiento, sofocando un grito. Barrett, paralizado, observó boquiabierto el trozo de asa que aún sostenía entre los dedos, advirtiendo que le salía sangre del pulgar. Florence sintió unas palpitaciones en las sienes. Fischer miró a su alrededor, asombrado.
—¡Por el amor de Dios! ¿Qué ha…? —empezó a decir Barrett.
Se vio obligado a guardar silencio al ver que el vaso que había delante de su plato estallaba, proyectando los fragmentos rotos por toda la mesa. Edith apartó las manos cuando su plato saltó por los aires y empezó a girar con rapidez, esparciendo la comida por toda la sala antes de aterrizar y romperse en pedazos. Al instante, la parte superior de su vaso se rompió con un crujido y salió disparada hacia su marido, que estaba sacándose un pañuelo del bolsillo para cortar la hemorragia. Barrett logró apartarse a tiempo, pero la parte superior del vaso logró golpearle en el brazo antes de estrellarse contra el suelo. Entonces, el vaso de Fischer explotó, y éste retrocedió tambaleándose, protegiéndose la cara con los brazos.
El plato de Florence dio un salto mortal, esparciendo la ensalada por toda la mesa. La mujer extendió el brazo para detenerlo, pero retrocedió asustada al ver que cruzaba la mesa volando. Barrett movió la cabeza hacia un lado. El plato le rozó la oreja y aterrizó de canto; entonces, rodó a toda velocidad por la sala y reventó contra la pared. Edith gritó cuando una bandeja se deslizó por la mesa, dirigiéndose hacia su marido. Barrett se levantó de un salto, derribando la silla. Estuvo a punto de caerse, pero logró sujetarse a la mesa. Al llegar al borde, la bandeja cayó al suelo y se rompió en mil pedazos, salpicando de puré de patatas los zapatos y pantalones del doctor.
Fischer ya estaba de pie, intentando escapar, pero la silla le golpeó con fuerza en las piernas, derribándolo contra la mesa. Vio que su taza cruzaba la mesa dando saltos y se estrellaba contra el pecho de Barrett, manchándole de café la camisa. Los gritos de Edith se sofocaron cuando el plato de Fischer fue catapultado desde la mesa y pasó volando muy cerca de su cabeza. La silla se retiró y Fischer cayó de rodillas, con una expresión de terror en el rostro.
Barrett intentaba envolverse el pulgar con el pañuelo cuando la cafetera de plata volcó y empezó a rodar sobre la mesa, proyectando el café por los aires. Barrett se apartó hacia un lado para esquivarla, resbaló con el puré de patatas y cayó sobre su costado derecho. Al llegar al final de la mesa, la cafetera se precipitó hacia el suelo, rebotando en su pantorrilla izquierda. El ardiente impacto le hizo gritar de dolor. Edith intentó levantarse para ayudarle, pero su silla se balanceó hacia atrás y perdió el equilibrio. Un cuchillo y una cuchara pasaron volando junto a su mejilla.
Florence se encogió sobre su asiento al ver que otra bandeja empezaba a rodar por la mesa, dirigiéndose hacia Barrett. Éste logró apartarse, jadeando, y la bandeja cayó junto a él, pero la tapa le alcanzó en la espinilla. Edith intentó ponerse en pie.
—¡Debajo de la mesa! —gritó Fischer.
De un salto, Fischer se ocultó bajo la mesa; Florence se deslizó por la silla y cayó al suelo de rodillas. Entonces, la lámpara que se alzaba sobre ellos empezó a oscilar, cada vez a mayor velocidad.
Instantes después, los objetos de la mesa que se alzaba frente a la pared oriental cobraron vida. Un pesado escalfador de plata cruzó la habitación formando un arco y golpeó la mesa con un ruido ensordecedor. Edith gritó. Barrett extendió el brazo hacia ella, pero lo retiró al ver que la herida del pulgar seguía sangrando. Un cuenco de plata se abalanzó sobre ellos, golpeó una pata de la mesa y empezó a girar sobre sí mismo con tanta rapidez que su contorno se difuminó. Florence miró a Fischer, que estaba de rodillas, con los ojos abiertos de par en par y una expresión de terror congelada en su rostro. Deseaba ayudarle, pero estaba demasiado aturdida. Sentía un frío cosquilleo en el estómago.
Los cuatro levantaron la cabeza, sobrecogidos, cuando la mesa empezó a balancearse de un lado a otro. El recipiente de la nata aterrizó cerca de ellos, esparciendo su contenido por el suelo como si fuera pintura de color marfil. Segundos después cayó el azucarero de plata. La mesa se balanceaba cada vez con mayor violencia; sus patas golpeaban el suelo como los cascos de un caballo. De pronto, la mesa se desplomó y Barrett tuvo que apartar la mano para que no se la aplastara. Las sillas empezaron a estrellarse de una en una contra el suelo, con un sonido similar al de los disparos de un rifle.
De repente la mesa se deslizó por el suelo encerado, alejándose de ellos, y se estrelló contra la pantalla de la chimenea, deformándola. Entonces advirtieron que todas las lámparas del comedor estaban oscilando violentamente. Una de ellas se rompió, salió disparada hacia un lado y levantó una lluvia de chispas al chocar contra el manto de piedra de la chimenea, antes de derrumbarse sobre la mesa. Un candelabro de plata voló por la habitación y aterrizó junto a Barrett, golpeándolo en el costado. Éste se desplomó con un grito de dolor.
—¡No! —gritó Florence.
Todos los objetos se detuvieron al instante, excepto las lámparas del techo, que siguieron oscilando con menor intensidad. Edith se inclinó sobre Barrett, preocupada.
—¿Lionel? —le tocó el hombro y su marido movió ligeramente la cabeza.
—Ben, tiene que abandonar esta casa.
Fischer miró a Florence, desconcertado por sus palabras.
—No está preparado para esto —explicó.
—¿De qué diablos está hablando?
Florence se volvió hacia Barrett en busca de apoyo.
—Doctor… —empezó a decir, pero se interrumpió al ver cómo le miraba mientras Edith le ayudaba a incorporarse—. ¿Se encuentra bien?
Barrett se apoyó en la mesa con un gemido, sin responder. Edith lo miró, asustada.
—¿Lionel?
—Estoy bien —dijo, atándose con fuerza el pañuelo alrededor del pulgar. El corte era muy profundo y sentía punzadas de dolor en diversas partes del cuerpo: el brazo, el pecho, la espinilla, el tobillo, el costado y la pierna, que le dolía terriblemente.
Florence lo miró desconcertada. ¿Por qué la habría mirado de esa forma? De pronto, creyó conocer la respuesta.
—Siento haberle hablado con tanta furia —dijo—, pero por favor, apóyeme en esto. Creo que es importante que Ben… que el señor Fischer abandone la casa.
Barrett apretó los dientes con fuerza, debido al dolor.
—¿Intenta deshacerse de nosotros dos? —murmuró.
Florence lo miró, sorprendida.
El doctor se volvió hacia su esposa.
—¿Me ayudas a llegar a nuestra habitación? —preguntó.
Edith asintió débilmente y, tras acercarle el bastón, le cogió del brazo.
Florence no entendía nada.
—¿Qué ha querido decir, doctor Barrett?
Éste recorrió con la mirada la asolada habitación.
—Creo que es obvio —respondió.
Florence, desconcertada, observó cómo se alejaban los Barrett. En cuanto desaparecieron, miró a Fischer.
—¿Qué estaba diciendo? —preguntó—. ¿Qué yo…?
Fischer le dio la espalda.
—¡Ben, eso no es cierto!
Empezó a alejarse, tambaleante. Entonces, sin dejar de caminar, se volvió hacia ella.
—Es usted quien debería irse —dijo—. No soy yo quien está siendo utilizado, sino usted.
6:48 P.M.
Barrett se sentó en la cama con cuidado.
—Mi maletín —murmuró.
Edith le soltó el brazo y corrió hacia la mesa de estilo español para coger el maletín donde guardaba la codeína y el botiquín de primeros auxilios. Cuando regresó junto a él, éste estaba desenrollando el pañuelo lentamente, con los dientes apretados por el dolor.
Al ver el profundo corte, Edith silbó.
—No pasa nada —dijo Barrett. Alcanzando el maletín, sacó el botiquín de primeros auxilios y cogió un sobre de polvos de sulfamida de su interior—. ¿Puedes traerme un vaso de agua, por favor?
Mientras Edith se dirigía al cuarto de baño, Lionel sacó una caja de gasas y empezó a romper el precinto de la tapa. Cuando su mujer regresó, le tendió la caja.
—¿Podrías vendármelo? —preguntó. Ella le dio el vaso de agua, asintiendo con la cabeza.
El doctor sacó su pastillero del maletín negro, cogió una píldora y se la tragó, ayudándose con el agua.
Edith hizo una mueca cuando le empezó a vendar el dedo.
—Este corte necesita unos puntos.
—Yo no lo creo. —Barrett apretó los dientes y cerró los ojos con fuerza mientras su mujer envolvía el pulgar con la gasa—. Aprieta fuerte.
En cuanto el dedo estuvo vendado y envuelto en esparadrapo, Barrett levantó la pernera derecha de su pantalón. Tenía una quemadura de color rojo oscuro en la pantorrilla. Edith lo miró, consternada.
—Es necesario que te vea un médico.
—Ponle un poco de pomada de picrato.
Edith lo miró fijamente, indecisa. Entonces, arrodillándose junto a él, extendió la crema amarilla sobre la quemadura. Barrett silbó, cerrando los ojos.
—Estoy bien —murmuró, consciente de que su mujer lo estaba mirando.
Después de envolverle la pierna con gasas, Edith le ayudó a tumbarse. Gruñendo, Barrett se acostó sobre el costado izquierdo.
—Soy una masa gigante de magulladuras —comentó, intentando que pareciera una broma.
—Lionel, vayámonos a casa.
Barrett bebió otro sorbo de agua y le devolvió el vaso. Entonces, se dejó caer sobre los almohadones que le había colocado Edith debajo de la espalda.
—Estoy bien —dijo.
—¿Y si se vuelve a repetir?
Movió la cabeza.
—Eso no sucederá. —Miró a Edith unos instantes—. De todos modos, tú puedes irte, si así lo deseas.
—¿Y dejarte aquí?
Barrett levantó la mano derecha, como si fuera a hacer una promesa.
—Créeme. Esto no se volverá a repetir.
—Entonces, ¿por qué debería irme?
—Simplemente, porque no deseo que te hagan daño.
—Tú eres el único que ha resultado herido.
Barrett sonrió.
—Es cierto. Y tenía que ser así, por supuesto, pues he sido yo quien le ha hecho enfadar.
—Estás diciendo… —Edith vaciló—. ¿Estás diciendo que ella ha hecho todo eso?
—Utilizando el poder de la sala —respondió—, para convertirlo en un fenómeno de tipo poltergeist dirigido contra mi persona.
Edith pensó en la violencia de los acontecimientos: la mesa gigantesca balanceándose de un lado a otro y deslizándose por el suelo como si fuera un tren expreso; el movimiento oscilante de las enormes lámparas que colgaban del techo.
—¡Dios mío! —exclamó.
—He cometido un error —explicó Lionel—. Acepté su actitud cordial de buenas a primeras… a pesar de saber perfectamente que no se debe confiar ciegamente en un médium, pues resulta imposible saber qué esconde. Puede tratarse de una hostilidad absoluta… —Sacó aire con fuerza—, y si utiliza su poder de forma inconsciente, puede infligir un daño tremendo. Sobre todo porque la energía que inunda esta casa es capaz de multiplicar por cien ese poder. —Esbozó una sombría sonrisa—. Pero no volveré a cometer ese error —añadió.
—¿Es tan importante que nos quedemos? —preguntó Edith.
—Sabes que lo significa todo para mí —respondió Lionel, en voz baja.
Edith asintió, intentado reprimir el pánico que sentía. Cinco días más como éste, pensó.
8:09 P.M.
Florence paseaba inquieta por su cuarto. Su mente daba vueltas una y otra vez a lo ocurrido. ¿Barrett tenía razón? Se negaba a creerlo, pero las pruebas eran evidentes: estaba furiosa con él y el fenómeno poltergeist se había dirigido, principalmente, contra su persona. Además se sentía muy débil, como sucedía cada vez que utilizaba sus dotes psíquicas.
Dio media vuelta y volvió a cruzar la habitación. Estaba enfadada con él, sí, pensó, pero nunca le haría daño a nadie… y menos aún si el único motivo fuera que tuviésemos formas de pensar diferentes.
No. No iba a aceptarlo. Respetaba al doctor Barrett; lo amaba como ser humano, como alma amiga. Antes de hacerle daño, preferiría estar muerta. ¡De verdad! ¡De verdad!
Sollozando, se arrodilló junto a la cama, inclinó la cabeza y la apoyó entre sus manos, que tenía fuertemente entrelazadas. ¡Dios mío, ayúdame, por favor! Muéstrame el camino que debo seguir. Haz en mí tu voluntad. Mi corazón y mi alma están consagrados a tus gloriosas obras. Mi Señor, imploro una respuesta. Extiende tu mano y eleva mi espíritu, ayúdame a caminar bajo la luz de tu bendito camino.
De repente, abrió los ojos y levantó la mirada. Durante un largo momento permaneció inmóvil, con una expresión de indecisión en el rostro. Entonces, sus labios esbozaron una sonrisa radiante. Se levantó con impaciencia y cruzó la habitación. Una vez en el pasillo, echó un vistazo al reloj para comprobar la hora. Aún deben de estar despiertos. Al llegar al dormitorio de los Barrett, dio cuatro golpecitos en la puerta.
Edith abrió. Florence pudo ver, por encima de su hombro, que el doctor Barrett estaba sentado en la cama, con las piernas tapadas.
—¿Puedo hablar con usted? —preguntó.
El doctor vaciló. Tenía el rostro retorcido del dolor.
—Sólo será un momento —aseguró.
—De acuerdo.
Edith se hizo a un lado para dejarla pasar.
—Ya sé qué ha sucedido —dijo, acercándose a la cama de Barrett—. No fui yo. Fue el hijo de Belasco.
Barrett la miró fijamente, sin decir nada.
—¿Acaso no lo ve? Desea separarnos. Si no estamos unidos, no suponemos ningún riesgo para él.
Barrett seguía callado.
—Por favor, créame. Sé que tengo razón. Está intentando enemistarnos. —Lo miró con ojos ansiosos—. Si no me cree, habrá ganado. ¿No se da cuenta?
Barrett suspiró.
—Señorita Tanner…
—Lo primero que haré por la mañana será celebrar una sesión para usted —le interrumpió—. Ya verá como tengo razón.
—No habrá más sesiones.
Florence lo miró, incrédula.
—¿Cómo que no habrá más sesiones?
—No es necesario.
—Pero si apenas hemos empezado… No podemos parar ahora. Aún nos queda mucho que aprender.
—Yo ya sé todo lo que quería saber. —Barrett estaba intentando controlar su malhumor, pero el dolor se lo estaba poniendo difícil.
—Desea prescindir de mí por lo que ha sucedido antes —dijo Florence—, pero ya le he dicho que no fue culpa mía.
—El hecho de que me lo haya dicho no significa que me haya convencido —respondió Barrett, intentando controlarse—. Ahora, si no le importa…
—Doctor, no podemos interrumpir las sesiones.
—Pues pienso hacerlo, señorita Tanner.
—Cree que fui yo quien…
—No sólo lo creo, señorita Tanner, sino que lo sé —le interrumpió—. Ahora, por favor, retírese. Ya tengo suficiente con mi dolor.
—Doctor, yo no soy la responsable. ¡Fue el hijo de Belasco!
—¡Señorita Tanner, esa persona no existe!
Le habló con tanta acritud que Florence se acobardó.
—Sé que está dolorido… —empezó a decir, suavemente.
—Señorita Tanner, ¿quiere hacer el favor de irse? —Barrett apretaba los dientes con fuerza.
—Señorita Tanner… —dijo Edith.
Florence se volvió hacia ella. Deseaba con toda su alma convencer a Barrett, pero la mirada de preocupación de su mujer la detuvo. Miró de nuevo al doctor.
—Se equivoca. —Dio media vuelta, dirigiéndose a la puerta. Entonces, girándose hacia Edith, murmuró—: Lo siento. Discúlpeme, por favor.
Guardó la compostura hasta que llegó a su habitación. Entonces, se sentó a los pies de la cama y empezó a llorar.
—Se equivoca —susurró—. ¿No se da cuenta? Se equivoca. Se equivoca.
10:18 P.M.
Edith estaba tumbada sobre su espalda, contemplando el techo. Había cerrado los ojos una docena de veces, sólo para volverlos a abrir segundos después. Era incapaz de conciliar el sueño. Le resultaba imposible.
Giró la cabeza sobre la almohada y miró a Lionel. Estaba profundamente dormido. Era normal, después de todo lo que le había pasado. Cuando le ayudó a desvestirse y a ponerse el pijama, se quedó horrorizada al ver que tenía el cuerpo cubierto de cardenales.
Cerró los ojos de nuevo. Sentía una gran inquietud en su interior… estaba nerviosa, pero sin ningún motivo aparente. Probablemente, era la casa la que le hacía sentirse así. ¿Qué diablos era ese poder del que Lionel hablaba continuamente? Era innegable que estaba presente: lo que había sucedido en el comedor era una aterradora prueba de ello. Además, el hecho de que la señorita Tanner pudiera utilizarlo en su contra resultaba inquietante.
Edith se sentó y apartó las sábanas. Frunciendo el ceño, deslizó los pies en sus zapatillas y se levantó. Entonces, avanzó por la alfombra hasta la mesa octogonal, donde se detuvo para observar la caja en la que Lionel guardaba su manuscrito. De pronto, se giró y cruzó la habitación, dirigiéndose hacia la chimenea. El fuego ardía con poca intensidad, pues la madera prácticamente se había consumido. Pensó en poner otro leño, sentarse en la mecedora y contemplar el fuego hasta que le entrara el sueño. Observó inquieta la silla. ¿Qué haría si empezaba a moverse de nuevo?
Se pasó una mano por la cara. Sentía un hormigueo bajo la piel. Temblando, cogió aire y miró a su alrededor. Debería haber traído un libro. Algo ligero y de lectura fácil. Una novela de misterio hubiera estado bien. No, mejor aún, algo de humor. Eso sería perfecto. Algo de H. Alien Smith o de Perelman.
Avanzó hasta el armario de la derecha de la chimenea y abrió una de sus puertas.
—Oh, Dios —murmuró. Las estanterías de su interior estaban repletas de volúmenes con tapas de cuero. Advirtió que ninguno de ellos tenía título en la cubierta. Sacó uno y lo abrió. Era un tratado sobre Voluntad y Volición. Frunció el ceño y, tras dejarlo en la estantería, cogió otro. Estaba escrito en alemán.
—¡Genial! —Volvió a dejarlo en su sitio y sacó un tercer libro. Hablaba sobre las tácticas militares del siglo XVIII. Edith sonrió con tristeza. Agua, agua por todas partes, pensó. Suspirando, dejó el libro en su estante y sacó un volumen más grande, con cubiertas de cuero azul y páginas ribeteadas en oro.
El libro era falso: estaba hueco por dentro. Al abrirlo, se esparcieron por la moqueta diversas fotografías. Edith dio un respingo y el volumen estuvo a punto de caer de sus manos. Al ver las descoloridas imágenes, el latido de su corazón se aceleró.
Tragando saliva, se agachó y cogió una. Un escalofrío recorrió su espalda. Eran dos mujeres realizando un acto sexual. Empezó a pasar las fotografías y descubrió que todas ellas eran pornográficas: hombres y mujeres adoptando diferentes posturas. En algunas podía verse que estaban practicando el sexo sobre la enorme mesa redonda del salón, bajo la ávida mirada de otros hombres y mujeres que estaban sentados alrededor de la mesa.
Frunciendo el ceño, Edith recogió las fotografías. Qué casa tan horrible, pensó, guardándolas en su sitio y dejando el libro en la estantería. Mientras cerraba la puerta del armario vio, en uno de los estantes superiores, una bandeja de plata en la que había una botella de brandy y dos vasos.
Cruzó la habitación y se sentó en la cama. Se sentía incómoda e inquieta. ¿Por qué había tenido que abrir aquel armario? ¿Por qué, de todos los libros que había en su interior, había tenido que coger aquél?
Se tumbó sobre un costado y subió las piernas a la cama, a la vez que cruzaba los brazos. Se estremeció. Frío, pensó. Observó a Lionel. Si pudiera acostarse junto a él… pero no para practicar el sexo, sino para sentir su calor.
Pero no para practicar el sexo. Cerró los ojos con una expresión de reproche en el rostro. ¿Alguna vez había deseado practicar el sexo con él? Se le escapó un gemido de pesar. ¿Acaso se habría casado con él si no hubiera tenido veinte años más que ella y la polio le hubiera dejado impotente?
Edith se tumbó sobre su espalda y contempló el techo. ¿Qué me está pasando?, se preguntó. ¿Sólo porque mi madre me dijo que el sexo era pecaminoso y degradante voy a tenerle miedo toda mi vida? Mi madre era una mujer resentida que estaba casada con un alcohólico al que le gustaban demasiado las mujeres. Yo estoy casada con un hombre muy diferente. No tengo ningún motivo para sentirme así. Ninguno.
De repente, se enderezó y miró a su alrededor, aterrada. Alguien me está mirando otra vez, pensó. Sintió que la piel de la nuca se le erizaba. Un frío hormigueo recorrió su cuero cabelludo. Alguien me está mirando y sabe qué es lo que siento.
Levantándose, avanzó hasta la cama de Lionel y lo miró. No debería despertarle; necesita descansar. Dando media vuelta con rapidez, fue hasta la mesa octogonal, cogió la silla y la llevó a rastras hasta la cama de Lionel. Entonces se sentó y, con mucho cuidado, para no despertarlo, puso la mano sobre su brazo. Era imposible que hubiera alguien mirándola.
Los fantasmas no existían. Lionel se lo había dicho; Lionel lo sabía. Cerró los ojos. Los fantasmas no existen, intentó convencerse a sí misma. Nadie me está mirando. Los fantasmas no existen. Padre nuestro que estás en los cielos, los fantasmas no existen.
11:23 P.M.
Fischer rompió el precinto de la botella y desenroscó el tapón. Tras servirse dos dedos de bourbon en una copa, la movió para que el licor diera vueltas. No había bebido nada desde hacía años. Se preguntó si sería un error empezar de nuevo. Hubo una época en la que, en cuanto empezaba, era incapaz de detenerse. No quería volver a pasar por eso… sobre todo en ese lugar.
Bebió un sorbito, haciendo una mueca. Tosió. Sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. Secándoselos con un dedo, se apoyó contra la alacena y bebió unos sorbos más. El bourbon bajó por su garganta y se asentó en su estómago, proporcionándole un reconfortante calor.
Será mejor que lo diluya, pensó. Dio la vuelta a la mesa de la cocina para llegar al fregadero, abrió el grifo de agua fría y esperó a que dejara de salir turbia. Entonces, puso la copa de bourbon debajo del grifo y añadió un dedo de agua. Así estaba mejor. Ahora, podría relajarse sin correr el riesgo de emborracharse.
Fischer se sentó en el mueble del fregadero y siguió bebiendo pequeños sorbos mientras pensaba en la casa. ¿Qué estará haciendo en esta ocasión?, se preguntó. No le cabía duda de que tenía un plan, pues ése era el horror de aquel lugar: no era una casa encantada normal y corriente. La Casa Infernal tenía una estrategia. Actuaba en contra de los invasores de forma sistemática, pero nadie había podido descubrir cómo lo hacía. Hasta diciembre de 1970, pensó, cuando B.F. Fischer, actuando de un modo igual de sistemático…
La puerta del pasillo se abrió. Sobresaltado, movió el brazo de un modo tan brusco que derramó la mitad de la bebida. Florence entró en la cocina. Parecía atosigada y exhausta.
—¿Por qué no está en la cama? —le preguntó.
—¿Y usted? —respondió Fischer.
—Estoy buscando al hijo de Belasco.
El hombre guardó silencio.
—Usted tampoco cree que exista, ¿verdad?
Fischer no supo qué decir.
—Lo encontraré —añadió Florence, dando media vuelta.
Fischer la observó alejarse. Se preguntó si debería ofrecerse a acompañarla, pero movió la cabeza. Todos los fenómenos se habían desarrollado alrededor de esa mujer, porque se mostraba demasiado receptiva. Además, hoy ya había vivido demasiadas experiencias. Vio que la médium empujaba la puerta giratoria y desaparecía en el comedor. Sus pasos se desvanecieron. Todo volvió a quedar en silencio.
De acuerdo, la casa, pensó; su plan. Habían pasado dos días. Ya había captado las sensaciones de aquel lugar. Había llegado el momento de empezar a pensar cuál iba a ser su estrategia. Obviamente, ésta no podía consistir en trabajar con Barrett o Florence. Tenía que hacerlo sin la ayuda de nadie. ¿Pero cómo?
Fischer permaneció inmóvil, contemplando el suelo. Al cabo de un rato, dio otro sorbo a su bebida. Tengo que ser astuto, pensó. Debo hacer algo diferente, algo que sea capaz de frustrar la estrategia de esta casa.
Golpeó el escurridor con los dedos de la mano derecha. Astuto. Diferente. Florence no se había equivocado al decir que en la casa había múltiples entidades. Estaba de acuerdo con ella pues, además de Belasco, aquí vivieron muchas otras personas. ¿Cómo podría vencerlas?
Después de varios minutos, Fischer dejó la copa en la encimera, bajó de un salto al suelo y se dirigió hacia el vestíbulo de entrada. Daré una vuelta por la casa, pensó. En esta ocasión iría solo, sin una Florence Tanner que distrajera el curso de sus pensamientos. Jesús, esa mujer «percibe» demasiadas cosas. Movió la cabeza, con una sonrisa melancólica en los labios. Los espiritistas son demasiado exagerados.
Estaba cruzando el vestíbulo cuando, de repente, se quedó inmóvil. Su corazón empezó a latir con fuerza. Una figura estaba bajando las escaleras. Fischer pestañeó y entornó los ojos, intentando ver quién o qué era. Las luces estaban apagadas.
Al llegar al final de las escaleras, la figura se dirigió hacia la puerta principal. Era Edith, con un pijama de color azul cielo y la mirada fija hacia el frente. Fischer permaneció inmóvil mientras la mujer se deslizaba como un espectro por el vestíbulo y abría la puerta principal.
Al ver que salía, corrió tras ella, estupefacto. En cuanto cruzó el umbral advirtió que ya había desaparecido entre la niebla. Cruzó el porche, bajó los escalones y accedió al sendero, oyendo el crujido de la escarcha bajo sus zapatillas de deporte. Vio una forma borrosa delante de él. ¿Será realmente ella?, se preguntó, asustado. ¿O me habrán tendido una trampa? Empezó a avanzar más despacio, pero entonces se quedó sin aliento. La figura se estaba dirigiendo hacia…
—¡No! —se abalanzó sobre ella y la sujetó. Al instante, dos emociones invadieron su ser: alivio, porque la figura que tenía entre los brazos era de carne y hueso, y una alegría enorme, porque había sido capaz de frustrar la voluntad de la casa. Apartó a Edith del borde del pantano. Ella lo miró con ojos vidriosos, sin dar muestras de reconocerlo.
—Regresemos al interior —le dijo.
La mujer estaba rígida, sin expresión alguna en el rostro.
—Vamos. Aquí fuera hace frío. —Empezó a llevarla hacia la casa—. Vamos.
Edith empezó a temblar. Durante unos espeluznantes segundos, Fischer fue incapaz de orientarse. Tenía la certeza de que se estaban internando en la gélida noche y morirían congelados. Entonces vio, a través de los remolinos de niebla, el borroso rectángulo de la entrada principal y corrió hacia allí, sin soltar a Edith. Tras ayudarle a subir los escalones, entraron en la casa y cerró la puerta a sus espaldas. Con la mayor rapidez que le fue posible, la condujo hacia el salón. En cuanto llegaron a la chimenea, se inclinó para coger un leño y, tras dejarlo caer sobre las brasas, cogió el atizador y lo estuvo moviendo hasta que el leño empezó a arder. Las lenguas de fuego saltaron y crepitaron.
—Ya está —dijo, mientras se giraba para mirar a Edith. Ésta observaba fijamente el manto de la chimenea, con una expresión tensa, impenetrable. Fischer siguió su mirada y descubrió que en el manto había grabados pornográficos.
Al oír un gemido de revulsión, se giró y descubrió que Edith estaba temblando. Se quitó el jersey y se lo tendió. Ella no intentó cogerlo. Tenía los ojos fijos en su rostro.
—No —dijo.
Fischer se puso tenso cuando la mujer levantó los brazos y empezó a quitarse la parte superior del pijama.
—¿Qué está haciendo? —preguntó. Los latidos de su corazón se aceleraron cuando se pasó el pijama por la cabeza y lo dejó caer al suelo. Edith tenía la piel de gallina, pero no parecía ser consciente del frío. Entonces, empezó a bajarse los pantalones del pijama, con una expresión tan vacía que resultaba inquietante.
—Ya basta —le dijo Fischer.
No pareció haberle oído. Tiró hacia abajo con fuerza y los pantalones se deslizaron por sus piernas. Dio un paso, para acabar de quitárselos, y avanzó hacia Fischer.
—No —murmuró éste.
Se detuvo muy cerca de él, con un gemido, y lo abrazó, presionando su cuerpo contra el de él. Fischer se sobresaltó al sentir que le besaba el cuello. Cuando Edith empezó a acariciarle la espalda, se apartó de ella. Tenía los ojos en blanco. Armándose de valor, la abofeteó con toda la fuerza que pudo.
Del golpe, su cabeza salió proyectada hacia un lado y estuvo a punto de caerse. Fischer la cogió del brazo para ayudarle a recuperar el equilibrio. Edith lo miró, aturdida. Entonces, deslizó la mirada por su cuerpo y gritó, horrorizada, al descubrir que estaba desnuda. Se apartó de él de un modo tan brusco que estuvo a punto de caerse de nuevo. Tras recuperar el equilibrio, recogió el pijama del suelo y ocultó su cuerpo tras él.
—Estaba caminando en sueños —explicó Fischer—. La encontré fuera. Estaba a punto de meterse en el pantano.
Ella no respondió. Tenía los ojos abiertos de par en par. Asustada, empezó a retroceder, alejándose de él.
—Señora Barrett, ha sido la casa…
Guardó silencio al ver que daba media vuelta y salía corriendo de la habitación. Corrió tras ella, pero tras dar unos pasos, se detuvo y escuchó. Casi un minuto después, oyó que se cerraba una puerta en el piso superior. Encogiéndose de hombros, se giró y contempló el fuego.
Ahora, la casa también estaba entrando en Edith.
11:56 P.M.
Algo le estaba llevando hacia el sótano. Florence bajó las escaleras y empujó la puerta giratoria de metal que conducía a la piscina. Recordó la sensación que había tenido el día anterior, cuando Fischer y ella habían echado un vistazo a la sauna: había percibido algo perverso, algo malsano. Consideraba que ese sentimiento no era acorde con lo que sentía por el hijo de Belasco, pero quería asegurarse.
Sus pasos sonaban y resonaban mientras avanzaba por el borde de la piscina. Parpadeó. Tenía los ojos cansados. Necesitaba dormir pero, tal y como estaban las cosas, no podía irse a la cama. Antes de que pudiera dormir, tenía que demostrar (al menos a sí misma) que el hijo de Belasco era real.
Abrió la puerta de la sauna y echó un vistazo a su alrededor. Vio que la válvula ya estaba arreglada, pues la sala estaba llena de vapor. Observó con atención. Allí había algo, algo terriblemente malévolo. Pero el hijo de Belasco no era así. Él sólo utilizaba su furia para defenderse. Necesitaba ayuda urgentemente y deseaba que le ayudaran con desesperación; sin embargo, su alma estaba tan enferma que le obligaba a luchar contra esa ayuda de un modo prácticamente suicida.
Salió de la habitación y volvió a avanzar por el borde de la piscina. Debería advertirle al doctor Barrett que no usara la sauna. Miró a su alrededor. Si el hijo de Belasco no estaba aquí, ¿por qué había sentido el impulso de bajar al sótano? Allí sólo había una piscina y una sauna. No, eso no era cierto. De pronto recordó que había una bodega al otro lado del pasillo.
En el mismo instante en que se acordó de la bodega, sintió que un estallido de comprensión invadía su ser. Sus labios esbozaron una sonrisa de emoción mientras corría hacia la puerta giratoria y la empujaba. Recorrió el pasillo a toda velocidad, abrió la puerta de la bodega y palpó la pared en busca del interruptor. No tardó en encontrarlo. La luz era débil, pues la bombilla que colgaba del techo estaba cubierta de polvo y de mugre.
Florence entró en la habitación y miró a su alrededor. La sensación era muy intensa. Sus ojos iban de una pared a otra, observando los estantes vacíos. De pronto, su mirada se detuvo en la pared que había delante de la puerta. La miró con atención. Sí, pensó, avanzando hacia ella.
Gritó cuando unas manos invisibles la cogieron por el cuello. Forcejeó, intentando liberarse. Las manos eran frías y húmedas. Tiró con tanta fuerza que estuvo a punto de caerse. Al recuperar el equilibrio, corrió hacia la pared. Las manos le agarraron del brazo y la arrojaron hacia un lado. Rodó por el suelo y se estrelló contra un estante.
—¡No! —gritó. Se giró y observó la habitación—. ¡He venido a ayudarte!
Se levantó y avanzó de nuevo hacia la pared. Las manos volvieron a sujetarla, apresando con fuerza sus hombros. Tras obligarle a girarse, le dieron un fuerte empujón. Estuvo a punto de darse de bruces con la puerta antes de recuperar el equilibrio.
—No podrás detenerme.
Volvió a avanzar lentamente, rezando en voz baja pero con determinación. Las manos la sujetaron de nuevo, pero la soltaron en cuanto dijo, en voz alta:
—¡En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo!
Florence corrió hacia la pared y la tocó. Sintió que su ser se inundaba de comprensión.
—¡Sí! —gritó. Una visión saltaba por su mente: la guarida de un león… un joven mirándola con ojos suplicantes. Lloró de alegría—. ¡Daniel!
¡Lo había encontrado!
—¡Daniel!