21 de diciembre de 1970

11:19 a.m.

Los dos Cadillac negros avanzaban por la carretera, que serpenteaba a través de un bosque densamente poblado. En el primer automóvil viajaba el representante de Deutsch; el doctor Barrett, Edith, Florence Tanner y Fischer lo hacían en el segundo: una limusina con chófer. Fischer iba de espaldas a la carretera, mirando a sus tres compañeros.

Florence puso su mano sobre la de Edith.

—No me gustaría que pensara que soy una persona arisca —dijo—. Lo único que sucede es que me preocupa que usted vaya a la casa.

—Lo comprendo —respondió Edith, apartando la mano.

—Señorita Tanner —dijo Barrett—, le agradecería que no alarmara a mi mujer antes de tiempo.

—No tengo ninguna intención de hacerlo, doctor. Sin embargo… —Florence vaciló antes de continuar—. Espero que haya informado bien a la señora Barrett sobre la casa.

—Mi mujer sabe que se producirán acontecimientos.

—Es una forma bonita de decirlo —era la primera vez, en una hora, que Fischer abría la boca.

Barrett lo miró.

—También sabe —continuó— que ninguno de estos acontecimientos significará que la casa está encantada.

Fischer asintió, sacándose un paquete de tabaco del bolsillo.

—¿Les molesta que fume? —preguntó. Recorrió con la mirada sus rostros y, al ver que nadie objetaba, encendió uno.

Florence iba a decirle algo a Barrett, pero cambió de idea.

—Es extraño que un proyecto como éste haya sido financiado por un hombre como Deutsch —comentó—. Ignoraba que sintiera un interés tan genuino por estos temas.

—Ya es anciano —comentó Barrett—. Sabe que la hora de la muerte se aproxima, y desea creer que no es el final.

—Por supuesto que no lo es.

Barrett sonrió.

—Su cara me resulta conocida —dijo Edith, dirigiéndose a Florence—. ¿Es eso posible?

—Hace años trabajé como actriz… sobre todo en la televisión, aunque hice alguna película. Mi nombre artístico era Florence Michaels.

Edith asintió.

Florence miró a Barrett y después a Fischer.

—Estoy emocionada —dijo—. Nunca imaginé que trabajaría con dos fenómenos del mundo de la parapsicología. Estoy segura de que la casa se rendirá a nuestros pies.

—¿Por qué se llama Casa Infernal? —preguntó Edith.

—Porque su propietario, Emeric Belasco, creó un infierno privado en ella —explicó Barrett.

—¿Se supone que es él quien ha hechizado la casa?

—Entre otros —respondió Florence—. Los fenómenos observados son demasiado complejos para que sean obra de un único espíritu. Se trata de un caso de encantamiento múltiple.

—Yo simplemente diría que allí hay algo —dijo Barrett.

Florence sonrió.

—De acuerdo.

—¿Podrás deshacerte de él con tu máquina? —preguntó Edith.

Florence y Fischer observaron a Barrett.

—Se lo explicaré cuando estemos en la casa.

Todos miraron por la ventanilla cuando el vehículo dobló una curva cerrada.

—Estamos a punto de llegar. —El doctor Barrett miró a su mujer—. La casa se encuentra en el Valle Matawaskie.

Todos contemplaron el brumoso valle rodeado de colinas que se abría ante ellos. Fischer apagó el cigarrillo en el cenicero mientras echaba el humo por la boca. Cuando volvió a mirar por la ventanilla, esbozó una mueca.

—Estamos entrando.

De repente, el coche se sumergió en una niebla verdosa y el conductor redujo la velocidad. Todos lo miraron y advirtieron que se había inclinado sobre el volante, acercando su rostro al parabrisas. Al cabo de unos instantes, conectó los faros antiniebla y los limpiaparabrisas.

—¿Cómo es posible que alguien decidiera construir una casa en un lugar como éste? —preguntó Florence.

—Para Belasco, esto era el paraíso —respondió Fischer.

Todos miraron por las ventanillas hacia la encrespada niebla. Tenían la impresión de encontrarse en un submarino que se sumergía, lentamente, en un mar de leche condensada. Junto al vehículo aparecían árboles, arbustos o formaciones rocosas que desaparecían al instante. Sólo se oía el ronroneo del motor.

Por fin, el motor se detuvo. Al oír que se cerraba una puerta, todos miraron hacia delante, intentando ver el Cadillac. Segundos después, la figura del representante de Deutsch apareció entre la niebla. Barrett pulsó el botón para bajar su ventanilla y, al instante arrugó la nariz, pues un aroma fétido inundó sus fosas nasales.

El hombre se inclinó.

—Hemos llegado al desvío —anunció—. Su chófer nos acompañará a Caribou Falls, de modo que uno de ustedes tendrá que conducir el vehículo hasta la casa. No está muy lejos. El teléfono ha sido conectado, hay electricidad y sus habitaciones están preparadas.

Miró hacia el suelo antes de continuar.

—En esta cesta tienen la comida. La cena les será entregada a las seis. ¿Alguna pregunta?

—¿Necesitamos alguna llave para la puerta principal? —preguntó Barrett.

—No, está abierta.

—De todos modos, déjenos una —dijo Fischer.

Barrett lo miró unos instantes, antes de volver a dirigirse al representante.

—No estaría mal que la tuviéramos.

El hombre sacó un llavero del bolsillo de su abrigo, extrajo una llave y se la entregó al doctor.

—¿Algo más?

—Si necesitamos algo, le llamaremos por teléfono.

El hombre esbozó una pequeña sonrisa.

—De acuerdo. Entonces, hasta la vista —dijo, dando media vuelta.

—Espero que haya querido decir «hasta pronto» —comentó Edith.

Barrett sonrió mientras subía la ventanilla.

—Yo conduciré —Fischer trepó por el asiento y se puso al volante. Tras poner en marcha el motor, giró a la izquierda para acceder a la deteriorada carretera asfaltada.

—Ojalá supiera qué debo esperar —comentó Edith, dejando escapar un profundo suspiro.

—No espere nada —respondió Fischer, sin girarse.

11:47 a.m.

Durante los últimos cinco minutos, Fischer había conducido lentamente la limusina por aquella estrecha carretera cubierta de niebla. Ahora, pisó el freno y detuvo el motor.

—Hemos llegado —anunció, abriendo la puerta y saliendo al exterior, mientras se abotonaba el chaquetón.

Lionel abrió la puerta que tenía a su lado. Edith esperó a que saliera y, a continuación, se deslizó por el asiento. En cuanto sacó un pie del vehículo, se estremeció.

—Qué frío —dijo—. Y qué peste.

—Es probable que haya un pantano por aquí cerca —dijo Lionel.

Florence se reunió con ellos y todos permanecieron en silencio, mirando a su alrededor.

—Tenemos que ir por allí —dijo Fischer, mirando por encima de la capota del coche.

—Vayamos a echar un vistazo. Ya vendremos después a por el equipaje —propuso Barrett. Volviéndose hacia Fischer, preguntó—: ¿Nos muestra el camino?

Fischer se puso en marcha.

Sólo habían recorrido unos metros cuando llegaron a un estrecho puente de hormigón. Mientras lo cruzaban, Edith se asomó por la barandilla: si había agua debajo, la niebla la ocultaba. Miró hacia atrás y vio que la limusina ya había sido engullida por la niebla.

—Tenga cuidado, no vaya a caerse al pantano —dijo Fischer. Edith se giró y vio una superficie de agua delante de ella y un camino de gravilla que serpenteaba a su izquierda. El agua, que parecía gelatina oscura salpicada de restos de hojas y hierbajos, despedía un hedor fétido y decadente, y las rocas que bordeaban la orilla estaban cubiertas de un limo verdoso.

—Ahora sabemos de dónde procede el hedor —dijo Barrett, moviendo la cabeza—. Belasco tenía un pantano.

—La Ciénaga Bastarda —dijo Fischer.

—¿Por qué lo llama así?

Fischer no respondió.

—Se lo contaré más adelante —dijo, por fin.

Ahora avanzaban en silencio. Sólo se oía el crujido de la gravilla bajo sus pies. Aquel lugar era tan húmedo que todos tenían la impresión de que el frío había logrado adentrarse en sus huesos. Edith se levantó el cuello del abrigo y se acercó más a Lionel. Ambos siguieron caminando cogidos del brazo y mirando hacia el suelo. Florence les seguía.

Cuando Lionel se detuvo, Edith levantó la mirada.

Ante ellos, envuelta en la niebla, surgía amenazadora la silueta de una inmensa casa.

—Es un lugar espeluznante —dijo Florence, empleando un tono airado. Edith la miró.

—Ni siquiera hemos entrado, señorita Tanner —dijo Barrett.

—No necesito entrar para saberlo. —Observó a Fischer, que tenía los ojos fijos en la casa. Al ver que se estremecía, se adelantó y acercó su mano a la de él. Fischer se la cogió con tanta fuerza que la mujer esbozó una mueca de dolor.

Barrett y Edith contemplaron el edificio. Entre la niebla, parecía un acantilado fantasmagórico que les cerraba el paso. De pronto, Edith se adelantó unos pasos.

—No tiene ventanas —dijo.

—Belasco ordenó que las tapiaran —explicó Barrett.

—¿Por qué?

—No lo sé. Quizá…

—Estamos perdiendo el tiempo —les interrumpió Fischer, apartándose de Florence y volviendo a ponerse en marcha.

Recorrieron los últimos metros por el camino de gravilla y subieron los grandes escalones que conducían al porche. Edith advirtió que todos ellos estaban resquebrajados y que en las hendiduras crecían hongos y hierbajos amarillentos cubiertos de escarcha.

Se detuvieron ante la gigantesca doble puerta principal.

—Si se abre sola, me voy a casa —dijo Edith, intentando que su voz sonara divertida.

Barrett sujetó el pomo de la puerta y lo empujó hacia abajo. La puerta no se movió.

—¿Le sucedió esto alguna vez?

—En más de una ocasión.

—Entonces, me alegro de que tengamos la llave —Barrett la sacó del bolsillo de su abrigo y la introdujo en la cerradura, pero fue incapaz de girarla. Movió la llave de un lado a otro, intentando desatascar el cierre.

De repente, la llave giró y la pesada puerta empezó a abrirse hacia dentro. Edith se estremeció al ver que Florence contenía el aliento.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó.

Florence movió la cabeza.

—Nada que deba inquietarnos —respondió Barrett. Edith miró a su marido, recelosa.

—Sólo ha sido una reacción, señora Barrett —explicó Florence—. Su marido tiene razón. No debemos inquietarnos.

Fischer ya había entrado en la casa y estaba buscando el interruptor de la luz. Cuando lo encontró, sus compañeros oyeron que lo pulsaba una y otra vez, sin ningún éxito.

—Menos mal que habían restablecido el servicio eléctrico —comentó.

—El generador debe de ser muy viejo —dijo Barrett.

—¿Generador? —Edith estaba estupefacta—. ¿No hay servicio eléctrico en este lugar?

—En este valle hay tan pocas casas que no resultaría factible instalarlo —explicó Barrett.

—Entonces, ¿cómo es posible que hayan conectado el teléfono?

—Es un teléfono de campo —respondió su marido, observando el interior de la casa—. Bueno, el señor Deutsch tendrá que conseguirnos otro generador.

—Usted cree que así se solucionará todo, ¿verdad? —preguntó Fischer, con recelo.

—Por supuesto —replicó—. No podemos considerar que el hecho de que se haya estropeado un viejo generador sea un fenómeno psíquico.

—¿Y qué vamos a hacer? —preguntó Edith—. ¿Quedarnos en Caribou Falls hasta que instalen el nuevo?

—Eso podría llevar días —dijo Barrett—. Usaremos velas hasta que llegue.

—Velas —repitió Edith.

Barrett sonrió al ver su expresión.

—Sólo serán un par de días.

Ella asintió, esbozando una débil sonrisa. Barrett echó un vistazo al interior de la casa.

—Ahora, la pregunta es: ¿de dónde sacamos las velas? Supongo que habrá alguna por aquí dentro. —Guardó silencio al ver que Fischer sacaba una linterna del bolsillo de su abrigo—. ¡Ah!

Fischer encendió la linterna, proyectó la luz hacia el interior y entonces, armándose de valor, cruzó el umbral.

Barrett fue el siguiente en entrar. En cuanto cruzó la puerta, se detuvo al otro lado y escuchó unos instantes. A continuación, se giró y le tendió la mano a Edith, que avanzó sujetándole con fuerza.

—Aquí dentro huele peor que fuera —dijo la mujer.

—Es una casa muy antigua que carece de ventilación. Aunque el olor también podría proceder de la chimenea, pues hace más de veintinueve años que no se utiliza —explicó su marido. Entonces, volviéndose hacia Florence, preguntó—: ¿Va a entrar, señorita Tanner?

Ésta asintió, con una pequeña sonrisa.

—Sí. —Tras enderezar la espalda y coger aire con fuerza, entró en la casa. Entonces miró a su alrededor, intentando reprimir las náuseas—. La atmósfera es…

—Una atmósfera de este mundo, no del próximo —dijo Barrett, con sequedad.

Fischer enfocó con la linterna la oscura inmensidad del vestíbulo. El estrecho haz de luz saltaba caprichosamente de un lugar a otro, deteniéndose momentáneamente en voluminosos muebles, inmensos cuadros de colores plomizos y tapices gigantescos cubiertos de polvo. Vieron una escalera amplia y ondulada que subía hacia la oscuridad, el pasillo del segundo piso que daba al vestíbulo y, mucho más arriba, envuelta en sombras, una amplia extensión de techo revestido con paneles.

—Parece el hogar de una persona sencilla —comentó Barrett.

—En absoluto —respondió Florence—. Apesta a arrogancia.

Barrett suspiró.

—No sé si será a arrogancia, pero sí que apesta. —El doctor miró hacia la derecha—. Según el plano, la cocina debe de estar por ahí.

Edith permaneció a su lado mientras cruzaban el vestíbulo. El sonido de sus pasos retumbaba con fuerza en el suelo de madera noble.

—Sabe que estamos aquí —comentó Florence, mirando a su alrededor.

Barrett frunció el ceño.

—Señorita Tanner, espero que no piense que intento coartarla, pero…

—Lo siento —respondió Florence—. Intentaré guardarme para mí misma mis observaciones.

Llegaron a un pasillo y avanzaron por él. Fischer iba delante, Barrett y Edith lo seguían y Florence cerraba la marcha. Al final del pasillo se alzaban un par de puertas giratorias revestidas de metal. Fischer empujó una de ellas y, tras entrar en la cocina, la mantuvo entornada para que pasaran los demás. Cuando todos estuvieron dentro, soltó la puerta para que volviera a su lugar y giró sobre sus talones.

—Dios mío —exclamó Edith, siguiendo con la mirada la luz de la linterna.

La habitación medía aproximadamente ciento veinte metros cuadrados y sus paredes estaban rodeadas de muebles metálicos y estanterías revestidas de paneles oscuros. Había un enorme fregadero de doble pila, una cocina gigantesca con tres hornos y una inmensa sala frigorífica. En el centro de la sala, como si fuera un colosal ataúd coronado de acero, se alzaba una descomunal mesa de cocina.

—Debía de tener un montón de invitados —comentó Edith.

Fischer enfocó con la linterna un gran reloj de pared electrónico que se alzaba sobre los fogones. Sus agujas se habían detenido a las 7:31, a.m. o p.m. ¿De qué día?, se preguntó Barrett, mientras avanzaba cojeando hacia la pared de su derecha y empezaba a abrir cajones. Edith y Florence estaban juntas, observándolo. A continuación, el doctor abrió las puertas de uno de los armarios y musitó algo cuando Fischer lo iluminó con la linterna.

—Espirituosos auténticos —dijo, mirando las hileras de botellas cubiertas de polvo—. Podríamos abrir una después de cenar.

Fischer abrió otro cajón y sacó una lámina de cartulina con los bordes amarillentos. La enfocó con la linterna.

—¿Qué es eso? —preguntó Barrett.

—Uno de los menús. Según la fecha, es del 27 de marzo de 1928. Sopa de marisco. Mollejas de ternera en salsa. Estofado de capón. Sopa de pan. Crema de coliflor. Y de postre, amandes crème: almendras picadas con nata y clara de huevo batida.

—Supongo que todos sus invitados acabaron con acidez de estómago —dijo Barrett, riendo.

—Creo que las comidas tenían un objetivo distinto al de llenarles el estómago —respondió Fischer, sacando un paquete de velas del cajón.

Tras coger una vela y un candelero cada uno, regresaron al vestíbulo. A medida que avanzaban, las titilantes llamas hacían que sus sombras ondearan en las paredes y el techo.

—Allí debe de estar el comedor —dijo Barrett.

Avanzaron bajo una arcada de dos metros de ancho y se detuvieron. Edith y Florence jadearon simultáneamente; Barrett, dejando escapar un silbido, levantó la vela para iluminar mejor la estancia.

Aquel comedor debía de medir unos cuatrocientos cincuenta metros cuadrados. Las paredes, de dos pisos, estaban revestidas de madera de nogal hasta los dos metros y medio de altura y, a continuación, por bloques de piedra. Enfrente de ellos se alzaba una chimenea gigantesca con el manto de piedra tallada.

Todos los muebles eran antiguos, excepto las sillas que se diseminaban por todas partes y los sofás, que habían sido tapizados siguiendo la moda de los años veinte. En diversos puntos de la sala había estatuas de mármol sobre sus pedestales; en el rincón noroeste descansaba un piano de cola de ébano; y en el centro de la estancia se alzaba una mesa circular de más de seis metros de diámetro, rodeada por dieciséis sillas de respaldo alto. Sobre ella pendía una enorme araña de luces. Es el lugar perfecto para instalar el equipo, pensó Barrett. Era evidente que alguien había limpiado el comedor.

—Sigamos adelante —propuso, bajando la vela.

Abandonaron el salón, cruzaron el vestíbulo pasando bajo las escaleras y doblaron a la derecha para acceder a otro pasillo. Cuando ya habían recorrido varios metros, vieron a su izquierda un par de puertas giratorias de nogal. El doctor empujó una de ellas y se asomó.

—Es el teatro —explicó.

Cuando entraron, fueron recibidos por un olor rancio. Las paredes de aquel teatro habían sido revestidas de un antiguo brocado rojo y el suelo, inclinado y con tres pasillos, estaba enmoquetado también en rojo. En el escenario, diversas columnas renacentistas de color dorado flanqueaban la pantalla y a lo largo de las paredes pendían candelabros de plata conectados a la corriente. Las cien butacas que se alineaban en la sala habían sido hechas a medida y tapizadas con terciopelo de color vino.

—¿Cuánto dinero tenía Belasco? —preguntó Edith.

—Creo que al morir dejó más de siete millones de dólares —respondió Barrett.

—¿Al morir? —comentó Fischer, que estaba sujetando una de las puertas para mantenerla abierta.

—Si hay algo que quiera contarnos… —dijo Barrett, mientras regresaba al pasillo.

—¿Qué podría decirles? Esta casa intentó matarme… y estuvo a punto de conseguirlo.

El doctor parecía estar a punto de decir algo, pero cambió de idea y observó el pasillo.

—Creo que esa escalera conduce a la piscina y a la sauna —comentó—. Pero no tiene ningún sentido que bajemos hasta que no haya electricidad.

Cruzó cojeando el pasillo y abrió una pesada puerta de madera.

—¿Qué es? —preguntó Edith.

—Parece una capilla.

—¿Una capilla? —Florence palideció. Empezó a aproximarse a la puerta, gimiendo con aprensión. Edith la observó, inquieta.

—¿Señorita Tanner? —dijo Barrett.

La mujer no respondió. Cuando ya estaba junto a la puerta, vaciló.

—Será mejor que no entre —le advirtió Fischer.

Florence movió la cabeza.

—Debo hacerlo —respondió, entrando en la sala.

Retrocedió al instante, sofocando un grito.

—¿Qué sucede? —preguntó Edith, sobresaltada.

Florence fue incapaz de responder. Cogió aire con fuerza y movió la cabeza lentamente. Barrett apoyó la mano en el brazo de su esposa.

—Todo va bien —le dijo en voz muy baja, intentando reconfortarla.

—En estos momentos me resulta imposible entrar ahí —dijo Florence, a modo de disculpa. Tragó saliva antes de añadir—: Soy incapaz de soportar esa atmósfera.

—Sólo estaremos un momento —dijo Barrett.

Florence asintió y dio media vuelta.

Mientras entraba en la capilla, Edith fue armándose de valor, preparándose para recibir cualquier tipo de susto. Al ver que no ocurría nada, se volvió hacia su marido, confusa. Abrió la boca para decirle algo, pero decidió esperar a que Fischer se alejara un poco.

—¿Por qué no puede entrar aquí? —preguntó, en un susurro.

—Porque su sistema armoniza con la energía psíquica —explicó su marido—, y es obvio que esa energía es muy fuerte en este lugar.

—¿Y por qué aquí?

—Puede que por contraste: una iglesia en el infierno.

Edith asintió, mirando de reojo a Fischer.

—¿Y por qué a él no le molesta? —preguntó.

—Puede que sepa cómo protegerse.

Edith asintió de nuevo. Permaneció junto a su marido mientras éste observaba el bajo techo de la capilla. Delante de las hileras de bancos que daban cabida a cincuenta personas se alzaba un altar; sobre éste, reluciendo a la luz de las velas, colgaba una figura de Jesús crucificado de tamaño natural y pintada en color carne.

—Parece una verdadera capilla —empezó a decir Edith, pero se interrumpió, escandalizada, al ver el enorme pene que sobresalía de la imagen de Jesucristo. Era incapaz de apartar la mirada de aquel obsceno crucifijo. De pronto, sintió que el aire se había espesado, que se coagulaba en su garganta. Intentó reprimir las náuseas.

Entonces, descubrió los murales pornográficos que colgaban de las paredes. Su mirada se detuvo en el que tenía a su derecha, que describía una orgía de monjas y sacerdotes medio desnudos. Todos ellos babeaban, tenían el rostro enrojecido de excitación y sus ojos reflejaban una lascivia maníaca.

—La profanación de lo sagrado —comentó Barrett—. Una enfermedad venerable.

—Era un enfermo —murmuró Edith.

—Sí, lo era —Barrett la cogió del brazo. Mientras recorrían juntos la nave, Edith advirtió que Fischer ya había salido.

Lo encontraron en el pasillo.

—Florence ha desaparecido —anunció.

Edith lo miró fijamente.

—¿Cómo puede haberse…? —guardó silencio, mirando a su alrededor.

—Estoy seguro de que está bien —dijo Barrett.

—¿En serio? —Fischer parecía enfadado.

—Estoy seguro de que está bien —repitió Barrett con firmeza—. ¡Señorita Tanner! ¡Venga!

Empezó a avanzar por el pasillo, llamándola.

—¡Señorita Tanner!

Fischer lo siguió, en silencio.

—Lionel, ¿por qué iba a querer…?

—No saquemos conclusiones precipitadas —le dijo su marido—. ¡Señorita Tanner! ¿Puede oírme?

Cuando llegaron al vestíbulo principal, Edith señaló con un dedo el comedor, donde centelleaba la luz de una vela.

—¡Señorita Tanner! —gritó Barrett.

—¡Estoy aquí!

Lionel sonrió a su mujer y, a continuación, miró de reojo a Fischer. Éste seguía muy tenso.

Florence se encontraba en el extremo más alejado del comedor. Avanzaron hacia ella, oyendo cómo resonaban sus pasos por el suelo.

—No debería haber hecho eso, señorita Tanner —le reprendió el doctor Barrett—. Ha conseguido alarmarnos.

—Lo siento —respondió Florence—: Oí una voz que procedía de este lugar.

Edith se estremeció.

Florence señaló el mueble tras el cual se había detenido: una vitrina de estilo español en cuyo interior descansaba un gramófono. Acercó la mano al plato giratorio y levantó un disco para enseñárselo.

—Era esto.

Edith no entendía nada.

—¿Cómo ha podido sonar si no hay electricidad?

—Olvidas que los antiguos gramófonos funcionaban con cuerda —explicó Barrett, dejando el candelero encima de la vitrina para examinar el disco que Florence sostenía entre sus manos—. Es de fabricación casera.

—Belasco.

Barrett lo miró, intrigado.

—¿Era su voz? —Al ver que la mujer asentía, dejó el disco sobre el plato giratorio. Florence observó a Fischer, que se encontraba a varios metros de distancia y tenía los ojos fijos en el gramófono.

Barrett dio unas vueltas a la manivela, deslizó la yema del dedo por el extremo de la aguja y la colocó sobre el borde del disco. El altavoz emitió un chasquido; después sonó una voz.

—Bienvenidos a mi hogar —dijo Emeric Belasco—. Me alegro de que hayan podido venir.

Edith cruzó los brazos, temblando.

—Estoy seguro de que su estancia en este lugar les resultará sumamente esclarecedora. —La voz de Belasco era suave y melosa, pero también aterradora: era la voz de un demente muy disciplinado—. Lamento no poder acompañarles, pero tuve que partir antes de su llegada.

Hijo de puta, pensó Fischer.

—De todos modos, no deseo que mi ausencia física les incomode. Consideren que soy su anfitrión invisible y sepan que, durante su estancia, estaré con ustedes en espíritu.

Edith estaba aterrada. Esa voz.

—Todas sus necesidades están cubiertas —continuó diciendo la voz de Belasco—. No hemos pasado por alto ningún detalle. Pueden ir donde quieran y hacer lo que les apetezca. Ésta es la regla principal de mi hogar: siéntanse libres de hacer lo que prefieran. En mi casa no hay responsabilidades ni normas. Podría decirse que mi única regla es la siguiente: «que cada uno se las apañe como pueda». Espero que encuentren la respuesta que están buscando. Está aquí, se lo aseguro.

Hubo una pausa.

—Y ahora… auf Wiedersehen.

Cuando la aguja llegó al final del disco, Barrett la levantó y apagó el gramófono. El comedor estaba en completo silencio.

Auf Wiedersehen —repitió Florence—. Hasta que nos volvamos a ver.

—¿Lionel…?

—No realizó esta grabación pensando en nosotros —dijo.

—Pero…

—La grabó hace más de medio siglo —explicó Barrett, sosteniendo el disco en lo alto—. Fíjense bien. El hecho de que esas palabras nos resulten pertinentes no es más que una simple coincidencia.

—Entonces, ¿por qué se puso en marcha el gramófono? —preguntó Florence.

—Ése es un tema completamente distinto —respondió Barrett—. Ahora sólo estoy hablando del disco.

Miró a Fischer antes de continuar.

—¿En 1940 también se puso solo en marcha? Los informes no dicen nada de eso.

Fischer movió la cabeza.

—¿Usted sabía algo de este disco?

Justo cuando todos pensaban que no iba a responder, Fischer empezó a hablar.

—Cuando llegaban los invitados, descubrían que se había ido; entonces sonaba este disco —hizo una pausa—. Era uno de sus juegos favoritos. Mientras sus huéspedes estaban aquí, Belasco se escondía para espiarlos.

Barrett asintió.

—Pero puede que fuera invisible —continuó Fischer—. Él afirmaba tener ese poder. Decía que podía dirigir la atención de un grupo de personas hacia cierto objeto y moverse entre ellos sin que nadie lo viera.

—Lo dudo —dijo Barrett.

—¿En serio? —Fischer contempló el gramófono esbozando una extraña sonrisa—. Hace unos instantes, todos estábamos absortos en ese aparato. ¿Cómo sabe que no ha pasado junto a nosotros mientras escuchábamos sus palabras?

12:46 P.M.

Estaban subiendo las escaleras cuando una gélida brisa pasó sobre ellos, haciendo que las llamas titilaran. La vela de Edith se apagó.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó en un susurro.

—Una brisa —respondió Barrett, inclinando su vela para volver a encender la de su esposa—. Ya hablaremos de esto después.

Edith tragó saliva, mirando a Florence. Su marido la cogió del brazo y ambos continuaron subiendo las escaleras.

—Sucederán muchas cosas como ésta durante toda la semana —explicó—. Pronto te acostumbrarás.

Edith no dijo nada. Mientras continuaban subiendo, Florence y Fischer intercambiaron una mirada.

Al llegar al segundo piso, giraron a la derecha y avanzaron por la galería. A mano derecha se extendía la pesada balaustrada; a mano izquierda, a lo largo de la pared revestida de madera, se abrían diversas puertas. Barrett se acercó a la primera de ellas y la abrió. Tras echar un vistazo a su interior, se volvió hacia Florence.

—¿Le gusta ésta? —preguntó.

La mujer cruzó el umbral.

—No está mal —dijo, regresando al pasillo—. Pero creo que la señora Barrett estará más cómoda en esta habitación.

Barrett estuvo a punto de decir algo, pero prefirió guardar silencio.

—De acuerdo —dijo, indicando a su esposa que entrara.

Siguió a Edith hasta el interior y, tras cerrar la puerta, recorrió el cuarto, cojeando. Edith miró a su alrededor. A su izquierda había un par de camas renacentistas de nogal tallado, entre las que se alzaba una mesita de noche, con una lámpara y un teléfono de estilo francés. En el centro de la pared contraria se abría una chimenea y, enfrente de ésta, descansaba una robusta mecedora de nogal. Una alfombra persa de color azul, de cincuenta y cinco metros cuadrados, cubría casi por completo el suelo de madera de teca. En medio de la alfombra se alzaba una mesa octogonal y una silla a juego, tapizada en cuero rojo.

Tras echar un vistazo al cuarto de baño, Barrett regresó junto a su mujer.

—Respecto a esa brisa… La verdad es que no me apetecía empezar una discusión con la señorita Tanner. Por eso he preferido omitir el tema.

—Realmente ha sucedido, ¿verdad?

—Por supuesto —respondió, con una sonrisa—. Pero no ha sido más que una simple manifestación de energía cinética. Piense lo que piense la señorita Tanner, esa energía carece de inteligencia. Debería haberte mencionado eso antes de salir de casa.

—¿Haberme mencionado qué?

—Que tendrías que insensibilizarte a todo lo que esa mujer pueda decir durante la próxima semana. Ya sabes que es espiritista. Sus creencias se basan en la vida más allá de la muerte y en la comunicación con los desencarnados… una base que es completamente errónea. Eso es lo que intento demostrar pero, hasta que no lo consiga —dijo, sonriendo—, te tocará escuchar muchas de sus… opiniones. No puedo pedirle que se abstenga de hacer comentarios en todo momento.

A su derecha, apoyadas contra la pared, descansaban un par de camas con unas cabeceras laboriosamente talladas, entre las que se alzaba una inmensa cómoda. Sobre ésta, suspendida del techo, había una gran lámpara italiana de plata.

Justo enfrente de ella, junto a las contraventanas de madera, se alzaba una mesa de estilo español con una silla a juego. Encima de la mesa había una lamparilla china y un teléfono de estilo francés. Florence cruzó la habitación y descolgó el aparato. No había línea. ¿Tenía alguna esperanza de que estuviera conectado?, pensó divertida. Estaba segura de que, antaño, con ese teléfono sólo podían efectuarse llamadas internas.

Se giró y observó la habitación. Había algo. ¿Qué era? ¿Un ente? ¿Una emoción residual? Florence cerró los ojos y esperó. Estaba segura de que había algo en el aire. Sentía cómo se movía y palpitaba, acercándose a ella para retroceder al instante, como una bestia invisible y huidiza.

Después de varios minutos abrió los ojos. Ya vendrá, pensó. Cruzó la habitación para dirigirse al cuarto de baño y entrecerró los ojos cuando sus blancas paredes de baldosa relucieron a la luz de la vela. Tras dejar el candelero en la pila, abrió el grifo de agua caliente. Durante unos momentos no sucedió nada. Entonces, se oyó un borboteo y una gota oscurecida por el óxido salpicó la cuenca. Florence esperó a que el agua saliera limpia antes de mojarse las manos. Estaba tan fría que se le escapó un silbido. Espero que el calentador no esté estropeado, pensó. Tras inclinarse un poco, se humedeció la cara.

Tendría que haber entrado en la capilla, pensó. No debería haberme echado atrás al primer desafío. Esbozó una mueca al recordar las fuertes náuseas que había sentido cuando estaba a punto de entrar. Es un lugar espantoso. Tenía que encontrar la forma de entrar, pero sabía que tardaría algún tiempo en poder hacerlo. Pronto entraré, se prometió a sí misma. Cuando llegue el momento, Dios me concederá la fuerza necesaria.

Su habitación era más pequeña que las otras dos. En ella sólo había una cama con dosel. Fischer se sentó a los pies, contemplando el intrincado dibujo de la moqueta. Podía sentir que la casa que le rodeaba era como un ser enorme e invisible. Sabe que estoy aquí, pensó. Belasco lo sabe. Todos ellos lo saben, porque soy su único fracaso. Lo estaban observando, esperando a ver qué hacía.

Pero no tenía intenciones de dar ningún paso antes de tiempo. No pensaba hacer nada hasta que lograra sentir ese lugar.

2:21 P.M.

Fischer fue hasta el comedor, iluminándose con la linterna. Se había cambiado de ropa y ahora llevaba un jersey negro de cuello alto, unos pantalones negros de pana y unas zapatillas de deporte gastadas. Avanzó silenciosamente hasta la enorme mesa redonda. Barrett y Edith estaban allí, él sentado y ella de pie, abriendo unas cajas de madera y dejando su contenido sobre la mesa. En la chimenea crepitaba el fuego.

Edith dio un respingo cuando Fischer surgió de entre las sombras.

—¿Necesitan ayuda? —preguntó.

—Ya estamos acabando —respondió Barrett, sonriendo—. Pero gracias por ofrecerse.

Fischer se sentó en una de las sillas y observó a Barrett con atención, viendo cómo desembalaba un instrumento, lo limpiaba cuidadosamente con un trapo y lo dejaba sobre la mesa. Qué quisquilloso es con su equipo, pensó. Se sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo y encendió uno, siguiendo a Edith con la mirada. Cuando ésta cogió otra caja y la llevó hasta la mesa, advirtió el movimiento de su deforme sombra en la pared.

—¿Sigue dando clases de física? —preguntó.

—Con ciertas limitaciones, por motivos de salud. —Barrett vaciló, pero decidió continuar—. Tuve la polio a los doce años y mi pierna derecha está parcialmente paralizada.

Fischer lo observó en silencio. Barrett sacó otro instrumento de su caja y lo limpió con el trapo. Tras dejar el instrumento sobre la mesa, volvió a mirar a Fischer.

—Pero eso no afectará de ningún modo al proyecto —dijo.

Fischer asintió.

—Antes se refirió al pantano como la Ciénaga Bastarda —comentó el doctor, prosiguiendo con su trabajo—. ¿Por qué?

—Algunas de las invitadas de Belasco se quedaron embarazadas durante su estancia en la casa.

—¿Y los bebés acabaron…? —preguntó Barrett, levantando la mirada.

—En trece ocasiones.

—Eso es terrible —exclamó Edith.

Fischer dejó escapar el humo por su boca.

—En este lugar sucedieron muchas cosas terribles.

Barrett observó los instrumentos que ya estaban sobre la mesa: el galvanómetro astático, el galvanómetro reflectante, el electrómetro de cuadrantes, la balanza Crookes, la cámara, la jaula de tela metálica, el absorbedor de humo, el manómetro, los platos de la balanza y la grabadora. Aún tenía que desempaquetar el reloj de contacto, el electroscopio, las luces (estándar e infrarrojas), el termómetro de máximas y mínimas, el higroscopio, la pantalla de sulfuro fosforescente, el hornillo eléctrico, la caja de cubetas y tubos de ensayo, el material moldeable y el equipo de primeros auxilios. Y el instrumento más importante de todos, pensó Barrett con satisfacción.

Estaba desempaquetando un soporte de luces rojas, amarillas y blancas cuando Fischer preguntó:

—¿Cómo piensa utilizarlo si no hay electricidad?

—He llamado a Caribou Falls —respondió Barrett—. Por cierto, el teléfono está en el vestíbulo. Me han dicho que instalarán un generador nuevo por la mañana.

—¿Y usted cree que funcionará?

Barrett reprimió una sonrisa.

—Funcionará.

Fischer no dijo nada más. El leño que ardía en la chimenea restalló y Edith, que estaba a punto de coger una de las cajas de madera más grandes, dio un respingo.

—No cojas ésa. Pesa demasiado —le dijo su marido.

—Yo lo haré —levantándose de la silla, Fischer se acercó a Edith y cogió la caja.

—¿Qué hay aquí dentro? —preguntó, mientras la llevaba a la mesa—. ¿Un yunque?

Barrett levantó la tapa de la caja, advirtiendo su mirada de curiosidad.

—¿Le importaría…? —preguntó. Fischer cogió entre sus manos el voluminoso instrumento de metal y lo dejó sobre la mesa. Éste tenía forma de cubo y estaba pintado de azul oscuro. En la parte frontal había un panel esférico y una minúscula aguja roja que señalaba el número cero. A la izquierda del cero aparecía el número novecientos. Sobre la parte superior del instrumento ponía, en letras negras: BARRETT - REM

—¿REM? —preguntó Fischer.

—Se lo explicaré más adelante —dijo Barrett.

—¿Es ésta su máquina?

Barrett movió la cabeza hacia los lados.

—La están construyendo.

Todos se volvieron hacia la arcada al oír unos pasos. Florence apareció en la entrada, con un candelero en la mano. Iba vestida con un pesado jersey verde de manga larga, una recia falda de tweed y zapatos de tacón bajo.

—Hola —dijo alegremente.

Mientras se aproximaba hacia ellos, recorrió con la mirada el despliegue de instrumentos que había sobre la mesa y sonrió.

—¿Le apetece venir a dar una vuelta? —preguntó, dirigiéndose a Fischer.

—¿Por qué no?

En cuanto se quedaron solos, Edith cogió una lista mecanografiada que descansaba sobre la mesa y la leyó. Llevaba por título «Fenómenos Psíquicos Observados en la Casa Belasco»:

Adivinación; Adivinación por bola de cristal; Admonición; Apariciones; Aportes; Asportes; Atado de nudos; Automatismo motor; Automatismo sensorial; Autoscopia; Bilocación; Brisas; Catalepsia; Clariaudiencia; Clariconciencia; Clariconciencia floral; Clarividencia; Comunicación; Comunicación onírica; Control; Desmaterialización; Dibujo automático; Dibujo directo; Ectoplasma; Eidolones; Elongación; Emanaciones; Escotografía; Escriptografía; Escritura automática; Escritura dérmica; Escritura directa; Escritura facsímil; Escritura sobre pizarra; Estigmas; Exteriorización de motricidad; Exteriorización de sensación; Extras; Fantasmas; Fantasmogénesis; Fenómenos biológicos; Fenómenos eléctricos; Fenómenos luminosos; Fenómenos magnéticos; Fenómenos poltergeist; Fenómenos químicos; Fotografía psíquica; Glosolalia; Golpes; Habla automática; Hiperestesia; Hipermnesia; Huellas; Ideomorfos; Ideoplasma; Impresiones químicas; Interpenetración de la materia; Levitación; Materia a través de materia; Materialización; Metagrafología; Moldes de parafina; Música trascendental; Obsesión; Olores; Paramnesia; Paraquinesia; Parestesia; Percepción extra-temporal; Percusión; Personificación; Pintura automática; Pintura directa; Posesión; Precognición; Presentimiento; Previsión; Profecías oníricas; Pruebas con libros; Pruebas impresas; Psícometría; Psicoquinesia; Radiestesia; Radiografías; Retrocognición; Salpicaduras de agua; Seudópodos; Sonambulismo; Sonidos psíquicos; Sueños; Teleplasma; Telequinesia; Telestesía; Tiptología; Roces psíquicos; Transfiguración; Transporte; Varas psíquicas; Vientos psíquicos; Visión ciega; Visión telescópica; Voces; Voz directa; Voz independiente; Xenoglosia.

Edith dejó la lista sobre la mesa, aturdida. Dios mío, pensó. ¿Qué tipo de semana nos espera?

2:53 P.M.

El garaje tenía capacidad para siete automóviles, pero ahora estaba vacío. Fischer apagó la linterna al entrar, pues por las mugrientas ventanas entraba luz del día suficiente para poder ver. Observó la niebla verdosa que presionaba los paneles de vidrio.

—Quizá deberíamos guardar el coche aquí —dijo.

Florence avanzó por aquel suelo salpicado de aceite, moviendo la cabeza de un lado a otro. Se detuvo ante un estante y tocó un martillo sucio y moteado de óxido.

—¿Qué ha dicho? —preguntó.

—Que quizá deberíamos guardar el coche aquí.

Florence le dijo que no con la cabeza.

—Si ha sido capaz de estropear el generador, hará lo mismo con el coche.

Fischer observó a la médium, que estaba dando vueltas por el garaje. Cuando pasó junto a él, alcanzó a oler su perfume.

—¿Por qué dejó de actuar? —preguntó.

Florence le miró, esbozando una leve sonrisa.

—Es una larga historia, Ben. Se la contaré cuando estemos un poco más tranquilos. En estos momentos prefiero captar las sensaciones del lugar —se detuvo junto a una mancha de luz y cerró los ojos.

Fischer la observó atentamente. Con su tez marfil y su lustroso cabello pelirrojo, la médium parecía una muñeca de porcelana.

Instantes después, Florence regresó junto a él.

—Aquí no hay nada —dijo—. ¿Está de acuerdo conmigo?

—Si usted lo dice…

Fischer conectó la linterna mientras subían los escalones que conducían al pasillo.

—¿Adónde vamos ahora? —preguntó Florence.

—No conozco bien este lugar. Sólo estuve tres días.

—Entonces, lo exploraremos. No es necesario…

De repente, Florence guardó silencio y se detuvo, ladeando la cabeza hacia la derecha, como si oyera un ruido a sus espaldas.

—Sí. Tristeza. Dolor —murmuró, frunciendo el ceño y moviendo la cabeza—. No, no.

Entonces suspiró y miró a Fischer.

—Usted puede sentirlo.

Fischer no respondió. La mujer sonrió y apartó la mirada.

—Bien, veamos qué más encontramos. —Cuando empezaron a alejarse por el pasillo, ella le preguntó—: ¿Ha leído ese artículo del doctor Barrett en el que compara a las personas sensitivas con contadores Geiger?

—No.

—La verdad es que la comparación es buena. En cierto modo, somos como contadores Geiger: si quedamos expuestos a las emanaciones psíquicas, las detectamos al instante. La única diferencia es que, además de instrumentos, somos jueces; no sólo captamos las sensaciones, sino que también las analizamos.

—Hum… —dijo Fischer. Florence lo miró de reojo.

Empezaron a descender las escaleras que había delante de la capilla.

—Me pregunto si realmente necesitaremos una semana entera —dijo Florence.

—Pues yo creo que no lo conseguiremos ni en un año —comentó él, iluminando el suelo con la linterna.

—He visto cómo se resolvían problemas psíquicos sumamente complejos de la noche a la mañana —dijo ella, empleando un tono neutro—. No deberíamos…

Se interrumpió, sujetándose a la barandilla.

—Esa maldita cloaca —murmuró con fiereza. Entonces, dio un respingo y movió la cabeza—. ¡Oh! Qué furia. Qué veneno tan destructivo. Es un hombre muy hostil, pero no me sorprende. ¿Quién puede culparle, si está encerrado en esta casa?

Temblando, miró de reojo a Fischer.

Al llegar al pasillo inferior, vieron un par de puertas giratorias de metal con ojos de buey. Fischer empujó una y la mantuvo abierta para que pasara su compañera. Sus pasos resonaron con fuerza en el suelo de baldosas y reverberaron en el bajo techo.

En aquella estancia había una piscina olímpica. Fischer alumbró con la linterna sus turbias y verdosas profundidades. Avanzó hasta el borde y, tras arrodillarse, se subió la manga del jersey y hundió la mano en el agua.

—No está fría. —Sorprendido, examinó la piscina—. Y está entrando agua. Debe de tener un generador independiente.

Florence contempló la piscina. Las ondas que había provocado la mano de Fischer se deslizaban por la superficie.

—Aquí hay algo —comentó, sin mirar a su compañero.

—La sauna está al otro lado —dijo Fischer, regresando junto a ella.

—Vayamos a echar un vistazo.

Mientras avanzaban por el borde de la piscina, sus pasos reverberaron con tanta fuerza que parecía que les estaba siguiendo alguien. Florence miró por encima del hombro.

—Sí —murmuró, sin darse cuenta de que había hablado en voz alta.

Fischer abrió la pesada puerta metálica y la mantuvo entornada mientras alumbraba el interior con la linterna. La sauna medía dieciséis metros cuadrados y sus paredes, suelo y techo estaban alicatados en blanco. Diversos bancos de madera se alineaban a las paredes y, recorriendo el suelo en espiral como si fuera una serpiente petrificada, había una manguera de color verde apagado conectada a la toma de agua.

Florence hizo una mueca.

—Corrompido. Aquí… —Tragó saliva, como si deseara liberar su garganta de la amarga bilis—. Aquí. ¿Pero qué?

Fischer soltó la puerta, que se cerró con un fuerte golpe. Florence lo miró y, al ver que daba media vuelta, empezó a caminar junto a él.

—El doctor Barrett ha venido muy bien equipado, ¿verdad? —dijo, intentando animarlo—. Resulta extraño que esté tan convencido de que la ciencia podrá acabar con el poder de esta casa.

—¿Y qué podrá hacerlo?

—El amor —respondió ella, apretándole el brazo—. Ambos lo sabemos, ¿verdad?

Fischer volvió a sujetar la puerta para que pasara y ambos se alejaron por el pasillo.

—¿Qué hay allí? —Florence cruzó el vestíbulo y abrió una puerta de madera. Fischer dirigió el haz de luz hacia su interior.

Era una bodega, aunque todos sus estantes y repisas estaban vacíos.

Florence hizo una mueca.

—Veo esta sala llena a rebosar de botellas —dijo, dando media vuelta—. Preferiría no entrar.

Regresaron a las escaleras y subieron hasta el vestíbulo del primer piso. Al pasar por delante de la puerta de la capilla, Florence se estremeció.

—Este lugar es el peor de todos. Aunque no haya visto la casa entera, tengo la sensación de que… —A medida que hablaba, su voz fue perdiendo intensidad. Se aclaró la garganta antes de añadir—: Pero conseguiré entrar.

Accedieron al pasillo contiguo. Unos veinte metros más adelante, en la pared de la derecha, se abría una arcada.

—¿Qué hay aquí?

En cuanto cruzó la arcada, Florence contuvo el aliento.

—Esta casa —dijo.

El salón de baile era inmenso. Sus elevadas paredes estaban adornadas con brocados y pañería de terciopelo rojo. Tres enormes arañas de luz pendían del techo revestido de madera. El suelo era de roble, con detalles muy laboriosos. En el extremo más alejado de la estancia había un velador para los músicos.

—Un teatro, quizá… ¿pero esto? —dijo Florence—. ¿Realmente un salón de baile puede ser un lugar maligno?

—El mal llegó después —respondió Fischer.

Florence sacudió la cabeza.

—Contradicciones. Tenía razón cuando dijo que nos llevaría más de una semana. Me siento como si estuviera en el centro de un laberinto de tan inmensurable complejidad que la perspectiva de salir resulta… —Guardó silencio—. Sin embargo, lo conseguiremos.

Oyeron un tintineo sobre sus cabezas. Fischer levantó la linterna para iluminar la pesada lámpara de cristal que pendía sobre ellos. Los cristales refractaron la luz, proyectando todos los colores del espectro por el techo. La araña no se movía.

—Acaban de retarnos —susurró Florence.

—Pero no se dé demasiada prisa en aceptar —le advirtió Fischer.

Florence le miró bruscamente.

—Usted le está cerrando el paso —dijo.

—¿Qué?

—Usted le está cerrando el paso, por eso no ha sentido aquellas cosas.

Fischer esbozó una fría sonrisa.

—No las he sentido porque no eran ciertas. Yo también he sido espiritista, ¿recuerda? Sé que, si se lo proponen, ustedes son capaces de encontrar cosas en cualquier esquina.

—Ben, eso no es cierto. —Florence parecía dolida—. Esas cosas estaban allí y usted las hubiera percibido con la misma claridad que yo si no estuviera obstruyendo…

—No estoy obstruyendo nada —le interrumpió—. Lo único que estoy haciendo es evitar caer en el mismo error por segunda vez. Cuando vine aquí en el año 1940, yo era como usted… No, era peor, mucho peor. Realmente creía que era algo, creía que era el regalo que Dios había hecho a la investigación psíquica.

—Usted fue el médium más poderoso de este país, Ben.

—Y lo sigo siendo, Florence, pero ahora intento ser más cauteloso. Y le sugiero que haga lo mismo. Se está moviendo por esta casa como si fuera un nervio en carne viva… y cuando realmente encuentre algo, ese algo le arrancará las entrañas. Este lugar se llama Casa Infernal por una buena razón, ¿sabe? Está decidida a matarnos a todos, de modo que debería aprender a protegerse hasta que esté preparada para enfrentarse a ella. Si no, se convertirá en una víctima más de su lista.

Se miraron en silencio durante un prolongado momento.

—Pero aquel que entierra su talento… —empezó a decir Florence, tocándole la mano.

—Oh, mierda —Fischer giró sobre sus talones y se alejó.

6:42 P.M.

El comedor medía dieciocho metros de largo y era tan alto como ancho: ocho metros en ambas direcciones. Tenía dos entradas: una arcada que conducía hasta el vestíbulo y una puerta giratoria que daba a la cocina.

El techo estaba cubierto por paneles de madera exquisitamente tallados, el suelo era de travertino pulido y las paredes estaban revestidas de madera hasta los tres metros y medio de altura y, a continuación, por bloques de piedra. En el centro de la pared occidental se alzaba una gigantesca chimenea, cuyo manto gótico se fundía con el techo. Cuatro lámparas inmensas, conectadas a la corriente, pendían sobre la mesa de doce metros que se alzaba en el centro del comedor. La mesa estaba rodeada por treinta sillas de madera de nogal envejecida, tapizadas de terciopelo de color vino.

Los cuatro estaban sentados a un extremo de la mesa, presidida por Barrett. La pareja invisible de Caribou Falls les había llevado la cena a las seis y cuarto.

—Si nadie tiene nada que objetar, me gustaría realizar una sesión esta noche —anunció Florence.

Barrett se quedó paralizado unos instantes.

—No tengo nada que objetar —dijo finalmente, mientras continuaba sirviéndose una segunda ración de brécol.

Florence miró a Edith, que movió la cabeza para indicarle su conformidad; entonces, sus ojos se detuvieron en Fischer.

—De acuerdo —dijo éste, alcanzando la cafetera.

Florence asintió.

—Entonces, la haremos después de cenar. —Desde que se habían sentado a la mesa, la mujer sólo había bebido agua.

—¿Le gustaría realizar una sesión por la mañana, señor Fischer? —preguntó Barrett.

Fischer movió la cabeza.

—Todavía no.

Barrett asintió. Ya está, pensó. Se lo había pedido y se había negado. Como su trabajo en este proyecto requería los servicios de un médium físico, Deutsch tendría que enviarle a alguien de su propio equipo. Excelente, pensó. Mañana haré los arreglos pertinentes.

—Debo decir que, de momento, la casa no ha hecho honor a su reputación.

Fischer apartó la mirada de su plato.

—Todavía no ha acabado de analizarnos —en su rostro se dibujó una sonrisa torcida.

—En mi opinión, la casa carece de fuerza —comentó Florence—. Es obvio que el conflicto lo provocan las entidades supervivientes… sean quienes sean. Por ahora, sólo estamos seguros de la presencia de Belasco.

—¿Ha contactado con él hoy? —preguntó Barrett. Aunque utilizó un tono moderado, Florence advirtió su sarcasmo.

—No —respondió—, pero sí que lo hizo el señor Fischer cuando estuvo aquí en el año 1940. Además, la presencia de Belasco ha sido documentada.

—Comunicada —le corrigió Barrett.

Florence vaciló.

—Creo que será mejor que pongamos nuestras cartas sobre la mesa, doctor Barrett —dijo finalmente—. Doy por sentado que usted está convencido de que los fantasmas no existen.

—Si con eso se refiere a las entidades supervivientes, está usted en lo cierto —respondió.

—¿A pesar de que hayan sido percibidas a lo largo de los siglos? —preguntó ella—. ¿A pesar de que hayan sido vistas por varias personas a la vez? ¿A pesar de que hayan sido fotografiadas y de que los animales hayan podido verlas? ¿A pesar de que hayan generado información que más tarde se ha verificado? ¿A pesar de que hayan tocado a diversas personas y hayan movido objetos?

—Esos hechos confirman la existencia de un fenómeno, señorita Tanner, pero no la existencia de fantasmas.

Florence sonrió con fatiga.

—No sé cómo responder a eso.

Barrett le devolvió la sonrisa a la vez que gesticulaba con las manos, como si intentara decirle: «Como no vamos a ponernos de acuerdo, ¿por qué no dejamos las cosas como están?».

—Entonces, usted no acepta la supervivencia —insistió Florence.

—Considero que se trata de un concepto fascinante —respondió Barrett—. Aunque no tengo nada en contra, no creo que sea posible comunicarse con los supuestos supervivientes.

Florence lo miró con tristeza.

—¿Cómo puede decir eso, después de haber oído sollozos de alegría en las sesiones de espiritismo?

—Porque he oído sollozos parecidos en las instituciones mentales.

—¿En las instituciones mentales?

Barrett suspiró.

—No pretendía ofender. Sin embargo, creer en la posibilidad de comunicarse con los muertos ha conducido a más personas a la locura que a la paz mental.

—Eso no es cierto —espetó Florence—. Si lo fuera, las comunicaciones espirituales habrían acabado hace mucho tiempo. Pero eso no ha sucedido; llevan siglos realizándose.

Miró a Barrett fijamente, como si intentara comprender su punto de vista.

—Puede decir que es una noción fascinante, doctor —continuó—. Sin embargo, estoy segura de que es mucho más que eso. ¿Qué me dice de aquellas religiones que aceptan que hay vida después de la muerte? ¿Acaso no recuerda estas palabras de San Pablo: «Si los muertos no se levantaran de la tumba, nuestra religión sería vana»?

Barrett no contestó.

—Pero usted no lo cree —añadió Florence.

—No, no lo creo.

—¿Y podría ofrecernos una alternativa?

—Sí —Barrett le devolvió la mirada, desafiante—. Una alternativa mucho más interesante, pero también más compleja y exigente. El ego subliminal: esa vasta y oculta extensión de la personalidad humana que, al igual que un iceberg, forma parte del supuesto umbral de la conciencia. Ahí es donde radica la fascinación, señorita Tanner. No en los reinos especulativos del más allá, sino del aquí, del hoy; el desafío de nosotros mismos. Los misterios desconocidos del espectro humano, las capacidades infrarrojas de nuestro cuerpo, las capacidades ultravioletas de nuestra mente. Ésa es la alternativa que ofrezco: las extensas facultades del sistema humano que todavía no han sido demostradas. Las facultades mediante las cuales, estoy convencido, se producen todos los fenómenos psíquicos.

Florence guardó silencio durante unos instantes. Entonces, sonrió.

—Ya veremos —dijo.

Barrett asintió.

—Por supuesto que lo veremos.

Edith contempló el comedor.

—¿Cuándo se construyó esta casa? —preguntó.

Barrett miró a Fischer.

—¿Usted lo sabe?

—En el año 1919 —respondió.

—Por las diversas cosas que ha dicho usted hoy, tengo la impresión de que sabe bastante sobre Belasco. ¿Le importaría compartir con nosotros esa información? No nos iría mal… —Barrett reprimió una sonrisa— conocer a nuestro adversario.

¿Esto le divierte?, pensó Fischer. Seguro que deja de sonreír cuando Belasco y los demás se pongan manos a la obra.

—¿Qué desea saber? —preguntó.

—Lo que pueda decirnos —dijo Barrett—. Una descripción general de su vida resultaría muy útil.

Fischer se sirvió otra taza de café y, tras volver a dejar la cafetera sobre la mesa, envolvió la taza con las manos y empezó a hablar.

—Nació en el año 1879. Era el hijo ilegítimo de Myron Sandler, un fabricante de armas americano, y de Noe Belasco, una actriz inglesa.

—¿Por qué adoptó el nombre de su madre? —preguntó Barrett.

—Sandler estaba casado. —Hizo una pausa antes de continuar—. No sabemos nada sobre su infancia, salvo algún incidente aislado. A los cinco años colgó a un gato para ver si lograba revivir a la segunda de sus siete vidas. Como no fue así, se puso furioso, cortó al gato en pedazos y arrojó los trozos por la ventana de su habitación. Después de aquello, su madre empezó a llamarlo Emeric el Malvado.

—Supongo que se crió en Inglaterra —interrumpió Barrett.

Fischer asintió.

—El siguiente incidente del que tenemos conocimiento fue una agresión sexual a su hermana pequeña.

Barrett frunció el ceño.

—¿Va a ser todo así?

—No tuvo una vida ejemplar, doctor —explicó Fischer, usando un tono ligeramente cáustico.

Barrett vaciló.

—De acuerdo. —Se volvió hacia su esposa—: ¿Algo que objetar, cariño?

En cuanto ésta le dijo que no con la cabeza, el doctor miró a Florence.

—¿Señorita Tanner?

—No, si eso puede ayudarnos a comprender —respondió.

Barrett hizo un ademán a Fischer, invitándole a continuar.

—Debido a la agresión, su hermana estuvo dos meses hospitalizada —explicó Fischer—. Pero no entraré en detalles. Belasco fue enviado a un colegio privado. En aquel entonces ya tenía diez años. Allí abusaron de él durante varios años, sobre todo uno de sus profesores homosexuales. Más adelante, Belasco le invitó a pasar una semana en este lugar; después de la visita, el profesor regresó a su casa y se colgó.

—¿Cómo era físicamente? —preguntó Barrett, intentando cambiar de tema.

Fischer buscó en su memoria. Momentos después, empezó a recitar:

«Sus dientes son los de un carnívoro y, cuando sonríe, parece un animal gruñendo. Tiene la tez pálida porque odia el sol y evita el aire libre. Sus ojos, sorprendentemente verdes, parecen estar dotados de una energía interna propia. Su frente es amplia; su cabello y su acicalada barba, de color azabache. Aunque es atractivo, su rostro es aterrador, pues es el de un demonio que ha adoptado un aspecto humano».

—¿Quién lo describió así? —preguntó Barrett.

—Su segunda mujer. Se suicidó aquí, en el año 1927.

—Se sabe de memoria esa descripción —comentó Florence—. Debe de haberla leído muchas veces.

El rostro de Fischer era sombrío.

—Como bien ha dicho el doctor —respondió—, es bueno conocer al adversario.

—¿Era alto o bajo? —preguntó Barrett.

—Alto. Medía casi dos metros. Lo llamaban el Gigante Rugidor.

Barrett asintió.

—¿Educación?

—Nueva York. Londres. Berlín. París. Viena. No siguió ningún curso específico: Lógica, Ética, Religión, Filosofía.

—Lo suficiente para racionalizar sus acciones, supongo —comentó Barrett—. Heredó el dinero de su padre, ¿verdad?

—En su mayoría. Su madre le dejó varios miles de libras; su padre, diez millones y medio de dólares: el dinero que había conseguido vendiendo rifles y pistolas.

—Puede que eso le hiciera sentirse culpable —comentó Florence.

—Belasco no sintió el menor remordimiento en toda su vida.

—Pero eso demuestra su ofuscación mental —dijo Barrett.

—Puede que su mente estuviera ofuscada, pero era un hombre brillante. Era capaz de dominar a la perfección cualquier tema que decidiera estudiar. Hablaba y leía en una docena de idiomas. Estaba versado en Filosofía natural y Metafísica. Estudió todas las religiones, doctrinas cabalísticas y cultos arcanos. Su mente era un almacén de información, una central energética… —Hizo una pausa—.Una morgue de fantasías.

—¿Amó a alguien durante su vida? —preguntó Florence.

—No creía en el amor —respondió Fischer—. Sólo creía en la voluntad. «La extraña vis viva del ego, el magnetismo, el placer más secreto e imperante de la mente: la influencia». Se cierran las comillas. Emeric Belasco, 1913.

—¿A qué se refería por «influencia»? —preguntó Barrett.

—Al poder de dominación de la mente —explicó Fischer—. Al control que puede ejercer un ser humano sobre otro. Es obvio que poseía la misma personalidad hipnótica que ciertos hombres como Cagliostro y Rasputin. «Nadie se acercó demasiado a él, por miedo a que su terrible presencia lo subyugara y lo engullera». Esta cita también es de su segunda mujer.

—¿Belasco tuvo hijos? —preguntó Florence.

—Se dice que uno, pero nadie lo sabe con certeza.

—Antes dijo que la casa fue construida en 1919 —comentó Barrett—. ¿La corrupción empezó inmediatamente?

—No, al principio todo era inocente: cenas para las altas esferas, festejos, espléndidos bailes en el salón. Sus invitados recorrían el mundo entero para pasar una semana en este lugar, pues Belasco era el anfitrión perfecto. Sofisticado, encantador. Entonces, en 1920… —Levantó la mano derecha, juntando los dedos índice y pulgar—. Un peu, como solía decir él, una pizca de envilecimiento: la lenta introducción de la sensualidad abierta, primero de palabra y luego de obra. Chismes. Intrigas amorosas. Maquinaciones aristocráticas. Vino en abundancia y saltos de alcoba. Todo ello inducido por Belasco y sus influencias. Durante esta fase, lo que hizo fue crear una alta sociedad similar a la que existía en la Europa del siglo XVIII. Llevaría demasiado tiempo describir en detalle cómo lo logró; sin embargo, lo hizo de una forma muy sutil, con gran delicadeza.

—Supongo que el resultado de eso fue, principalmente, el libertinaje sexual —comentó Barrett.

Fischer asintió.

—Belasco formó un club llamado Las Afroditas. Cada noche… y posteriormente, dos o tres veces al día, celebraban una reunión que Belasco denominaba «Simposium»… es decir, una asamblea pecaminosa. Después de que todos hubieran consumido drogas y afrodisíacos, se sentaban alrededor de la mesa del salón y hablaban sobre sexo hasta que todos estaban «lúbricos», como solía decir Belasco. Entonces, empezaba la orgía. Sin embargo, no todo se ceñía al sexo pues, en este lugar, los excesos se aplicaban a todos los detalles de la vida: los invitados comían hasta la saciedad y bebían hasta la embriaguez. La drogadicción iba en aumento… y a medida que se corrompía el espectro físico de los huéspedes, también se iban corrompiendo sus mentes.

—¿Cómo? —preguntó Barrett.

—Imagine a veinte o treinta personas con la mente completamente liberada, a quienes se les incita a hacer lo que quieran con sus compañeros… sin ningún tipo de límite, excepto el impuesto por la imaginación. A medida que sus mentes se iban abriendo (o cerrando, si prefieren llamarlo así), también se abrieron los demás aspectos de sus vidas. Hubo personas que pasaron meses e incluso años enteros en este lugar, de modo que la casa se convirtió en su forma de vida, una forma de vida que cada día era un poco más insana. Al permanecer aisladas de la sociedad normal, la sociedad de esta casa se convirtió en la norma. La autoindulgencia total se convirtió en la norma. El libertinaje se convirtió en la norma. Y pronto, la brutalidad y la masacre se convirtieron en la norma.

—¿Cómo es posible que todas esas… bacanales no tuvieran repercusión alguna? —preguntó el doctor—. Estoy seguro de que alguien debió… llamar la atención de Belasco.

—La casa estaba aislada, realmente aislada. No había teléfonos que permitieran comunicarse con el exterior. Pero lo más importante es que nadie se atrevía a denunciar a Belasco. Le tenían demasiado miedo. De vez en cuando se acercaba algún detective privado, pero ninguno logró descubrir nada pues, mientras tenía lugar la investigación, la conducta de los huéspedes era intachable. Nunca hubo ninguna prueba… y si la hubo, Belasco la compró.

—Y a pesar de todo, ¿la gente seguía viniendo a esta casa? —dijo Barrett, con incredulidad.

—En rebaños —respondió Fischer—. Sin embargo, Belasco acabó tan harto de tener la casa llena de ávidos pecadores que empezó a viajar por el mundo en busca de jóvenes creativos que quisieran visitar su «retiro artístico» para escribir o componer, pintar o meditar. Por supuesto, en cuanto los tenía aquí… —Movió los brazos—. Influencias.

—El peor de los pecados —dijo Florence—. Corromper a los inocentes.

Observó a Fischer con ojos suplicantes.

—¿Ese hombre no tenía ni un ápice de decencia? —preguntó.

—No —respondió—. Uno de sus pasatiempos favoritos era destruir a las mujeres. Era tan alto e imponente y poseía tanto magnetismo que, si se lo proponía, conseguía que se enamoraran de él… pero en cuanto se sumían en las profundidades de la adoración, se deshacía de ellas. Lo hizo con su propia hermana, la misma a la que violó. Fue su amante durante un año. Cuando él la rechazó, cayó en la drogadicción y se convirtió en la primera dama de su pequeña compañía de teatro. Murió aquí, en el año 1923, de una sobredosis de heroína.

—¿Belasco consumía drogas? —preguntó Barrett.

—Al principio sí. Después empezó a distanciarse de todo aquello que hacían sus huéspedes porque deseaba realizar un estudio del mal y consideraba que no lo conseguiría hacer si participaba activamente. Entonces empezó a alejarse de todo aquello y centró sus energías en la corrupción masiva de sus invitados. En el año 1926 decidió dar el impulso final, incitando a sus huéspedes a realizar todo tipo de crueldades, perversiones y horrores que pudieran concebir: organizó concursos para ver a quién se le ocurrían las ideas más deleznables; implementó lo que él denominaba «Los Días de Profanación», que eran periodos de veinticuatro horas de frenéticas depravaciones; les incitó a representar, al pie de la letra, los 120 días de Sodoma del Marqués de Sade; y llevó a su hogar a monstruosidades del mundo entero: jorobados, enanos, hermafroditas, seres grotescos de todo tipo…

Florence cerró los ojos e inclinó la cabeza, apoyando la frente entre sus manos.

—Entonces, todo empezó a descontrolarse —continuó Fischer—. No había criados que atendieran la casa, porque ya no había ninguna diferencia entre ellos y los huéspedes. El servicio de lavandería se interrumpió y todos se vieron obligados a lavarse la ropa… algo que se negaron a hacer, por supuesto. Al no haber cocineros, todos tenían que contentarse con comer lo primero que encontraban… que cada vez era menos, porque tampoco había nadie que se encargara de llenar la despensa.

»En el año 1927, una epidemia de gripe azotó la casa. Cuando los médicos que se alojaban en ella aseguraron que la niebla del Valle de Matawaskie era perjudicial para la salud, Belasco ordenó que se tapiaran las ventanas. Para entonces, el generador principal empezó a fallar, pero como nadie se encargó de repararlo, todos se vieron obligados a usar velas. La calefacción se apagó durante el invierno de 1928, pero como nadie se preocupó de volver a encenderla, la casa empezó a ser tan fría como una nevera. La neumonía acabó con la vida de trece inquilinos, pero a nadie le importó. Para aquel entonces, ya estaban tan perturbados que sólo eran capaces de pensar en su «dieta diaria de depravaciones», según decía Belasco. Tocaron fondo en el año 1928, explorando la mutilación, el asesinato, la necrofilia y el canibalismo.

Los tres le escuchaban en silencio. Barrett y Edith lo miraban fijamente, pero Florence había agachado la cabeza. Fischer continuó su relato en voz baja y sin reflejar emoción alguna, como si estuviera explicando algo absolutamente normal.

—En junio de 1929, en este teatro se representó una versión del circo romano —explicó—. El momento culminante llegó cuando un leopardo famélico devoró a una virgen en el escenario. En el mes de julio de aquel mismo año, un grupo de doctores drogadictos empezaron a experimentar con animales y con humanos, comprobando los umbrales del dolor, intercambiando órganos y creando monstruosidades. Para aquel entonces todos, excepto Belasco, eran poco más que animales: casi nunca se lavaban, vestían ropas harapientas y llenas de mugre, comían y bebían todo aquello que llegaba a sus manos y se mataban entre sí por comida, agua, licores, drogas, sexo, sangre o incluso por el sabor de la carne humana, un placer del que ya disfrutaban muchos de ellos.

»Y cada día, Belasco los observaba, frío, distante, impasible. Belasco, un Satán tardío observando a su chusma. Siempre vestido de negro. Una figura gigantesca, aterradora, que contemplaba la encarnación del infierno que había creado.

—¿Cómo acabó todo? —preguntó Barrett.

—¿Estaríamos aquí si hubiera acabado?

—Ahora llegará a su fin —dijo Florence.

—¿Qué sucedió con Belasco? —insistió Barrett.

—Nadie lo sabe —respondió Fischer—. Cuando los familiares de algunos de sus huéspedes entraron en la casa por la fuerza en noviembre de 1929, todos estaban muertos. Veintisiete personas… pero Belasco no se encontraba entre ellas.

8:46 P.M.

Florence se acercó a ellos. Durante los últimos diez minutos había permanecido en un rincón del salón, «preparándose», según les había dicho. Ahora estaba lista.

—Tanto como lo podría estar cualquiera en este ambiente —comentó, con una sonrisa—. El exceso de humedad siempre es un problema. ¿Ocupamos nuestros asientos?

Los cuatro se sentaron alrededor de la inmensa mesa redonda: Fischer enfrente de Florence, Barrett a varias sillas de ésta y Edith junto a él.

—Tengo la impresión de que el mal de esta casa está tan intensamente concentrado —dijo Florence, poniéndose cómoda— que podría ser un señuelo para todos los espíritus que están atados a la tierra. En otras palabras, creo que la casa podría estar actuando como un imán gigantesco para las almas perdidas. Eso podría explicar su complicada textura.

¿Qué se supone que debemos decir?, se preguntó Barrett. Miró de reojo a Edith y, al ver su expresión, se vio obligado a reprimir una sonrisa.

—¿Seguro que el equipo no va a molestarle? —preguntó.

—En absoluto. De hecho, le agradecería que conectara la grabadora en cuanto empiece a hablar Nube Roja. Puede que diga algo importante.

Barrett se limitó a asentir con la cabeza, para no comprometerse.

—También funciona con batería, ¿verdad?

Barrett asintió de nuevo.

—Bien —Florence sonrió—. En lo que a mí respecta, los demás instrumentos carecen de utilidad.

Entonces, mirando a Edith, añadió:

—Supongo que su marido le habrá explicado que no soy una médium física. Sólo establezco contacto mental con los espíritus; es decir, sólo los admito en forma de pensamiento. —Miró a su alrededor—. ¿Pueden apagar las velas?

Edith se puso tensa. Lionel se humedeció los dedos para apagarla y Fischer optó por soplar. Ahora sólo quedaba la suya: una diminuta y centelleante aura en la inmensidad del salón, pues el fuego de la chimenea se había consumido hacía una hora. Edith era incapaz de apagar su vela, así que lo hizo su marido.

Entonces tuvo la impresión de que la oscuridad se abalanzaba sobre ella como un tsunami, dejándola sin aliento. Buscó a tientas la mano de Lionel, recordando el día que visitó las Cuevas de Carlsbad: en una de las cavernas, el guía apagó las luces y la oscuridad fue tan intensa que pudo sentir cómo presionaba sus ojos.

—Oh Espíritu del Amor y la Ternura —dijo Florence—. Nos hemos reunido aquí esta noche para hallar una comprensión más perfecta de las leyes que gobiernan nuestro ser.

Barrett advirtió lo fría que estaba la mano de su mujer y sonrió compasivo. Sabía perfectamente qué sentía, pues durante sus primeros años de trabajo, él había sentido lo mismo docenas de veces. Sí, le había acompañado a alguna sesión, pero nunca en un lugar con unas dimensiones y una historia tan espeluznantes como éste.

—Danos, Oh Profesor Divino, vías de comunicación con los del más allá, en particular con aquellos que caminan atormentados por esta casa.

Fischer respiró con fuerza. Recordaba su primera sesión en aquella casa, en el año 1940. Fue en ese mismo salón, en esa misma mesa: empezaron a caer objetos por todas partes y el doctor Graham quedó inconsciente al ser golpeado por uno de ellos. También recordaba la niebla verdosa e incandescente que había inundado el aire. Le ardía la garganta. No debería estar participando en esta sesión, pensó.

—Que la obra de tender un puente por el abismo de la muerte sea realizada por nosotros tan fielmente que el dolor se transforme en alegría y el pesar, en paz. Pedimos esto en el nombre de nuestro Padre infinito. Amén.

Tras guardar silencio unos instantes, empezó a cantar con voz suave y melodiosa, haciendo que Edith se estremeciera.

—El mundo ha sentido el aliento avivador de la orilla eterna. Y las almas, triunfantes sobre la muerte, regresan a la tierra una vez más.

El sonido de aquella enmudecida canción en la oscuridad hizo que se le erizara la piel. Cuando el himno finalizó, Florence empezó a respirar profundamente, a la vez que movía las manos por delante de su rostro. Minutos después, empezó a acariciarse los brazos y los hombros y, a continuación, deslizó las manos por el pecho, el estómago y los muslos. Siguió masajeándose el cuerpo con los labios separados, los ojos entrecerrados y una expresión de torpe abandono en el rostro. Su respiración se hizo más pausada e intensa, hasta que sólo fue un ronco sonido sibilante. Sus manos descansaban flácidas sobre el regazo y sus brazos y piernas temblaban. Lentamente, inclinó la cabeza hacia atrás hasta apoyarla en el respaldo de la silla. Respiró larga y vibrantemente, y entonces se quedó inmóvil.

El salón se sumió en el más absoluto silencio. Barrett observó el lugar que ocupaba Florence, pero no pudo ver nada. Edith había cerrado los ojos, pues prefería la oscuridad individual a la de la habitación. Fischer estaba muy tenso, expectante.

La silla de Florence crujió.

—Yo Nube Roja —dijo, con una voz sonora. En la oscuridad, su rostro era pétreo y su expresión, imperiosa—. Yo, Nube Roja.

Barrett suspiró.

—Buenas noches.

Florence refunfuñó, inclinando la cabeza.

—Yo vengo de lejos. Os traigo saludos del reino de la Paz Eterna. Nube Roja contento de veros. Siempre contento de ver criaturas terrenales reunidas en círculo de fe. Yo siempre con vosotros, vigilo y protejo. Muerte no fin del camino. Muerte es puerta a mundo sin fin. Eso sabemos.

—¿Podría…? —empezó a decir Barrett.

—Almas de criaturas terrenales aprisionadas —le interrumpió Florence—. Atadas en mazmorras de carne.

—Sí —dijo Barrett—. ¿Podría…?

—Muerte es perdón, liberación. Deja atrás lo que el poeta llama «vestidura limosa de decadencia». Encuentra libertad… luz… alegría eterna.

—Sí, ¿pero usted cree…?

Cuando Florence le interrumpió de nuevo, Edith se mordisqueó el labio inferior para evitar reírse.

—Mujer Tanner dice pon máquina, pon voz en cinta. No sé qué significa. ¿Lo hace?

Barrett refunfuñó.

—De acuerdo. —Tras buscar a tientas la grabadora, la conectó y empujó el micrófono hacia Florence—. Ahora, si usted…

—Nube Roja guía a mujer Tanner. Guía a segundo médium a su lado. Habla con mujer Tanner. Lleva otros espíritus a ella.

De repente, Florence miró a su alrededor, enseñando los dientes. Tenía el ceño fruncido y un gruñido de desaprobación retumbaba en su garganta.

—Casa mala. Lugar enfermo. Diablo aquí. Mala medicina. —Movió la cabeza y gruñó de nuevo—. Mala medicina.

Se giró hacia el otro lado, gruñendo, como si alguien hubiera aparecido a sus espaldas por sorpresa.

—Hombre aquí. Hombre feo. Como troglodita. Pelo largo. Cara sucia. Arañazos. Llagas. Dientes amarillos. Hombre inclinado, retorcido. Sin ropa. Como animal. Respira fuerte. Con dolor. Muy enfermo. Dice: Dame paz. Libérame.

Edith sujetó con fuerza la mano de su marido, negándose a abrir los ojos porque temía ver la figura que Florence había descrito.

La médium sacudió la cabeza. Levantando el brazo lentamente, señaló la entrada del salón.

—Vete. Deja la casa. —Miró hacia la oscuridad y volvió a girarse con un gruñido—. No bueno. Mucho tiempo aquí. No escucha. No comprende.

Se dio unos golpecitos en la cabeza con el dedo índice.

—Demasiado enfermo por dentro.

Dejó escapar un sonido de sorpresa, como si alguien le hubiera dado a conocer algo interesante.

—Límites. Naciones. Términos. No sé qué significa. Extremos y límites. Terminaciones y extremidades. —Sacudió la cabeza—. No sé.

Se sacudió, como si alguien le hubiera agarrado con fuerza por los hombros.

—No. Vete —gruñó—. Hombre joven aquí. Dice tenemos que hablar… tenemos que hablar —refunfuñó de nuevo y guardó silencio.

Los tres se crisparon cuando Florence gritó:

—¡No os conozco! —recorrió la mesa con la mirada, con una expresión furiosa—. ¿Por qué estáis aquí? No hacéis ningún bien. Nada cambia. ¡Nunca! Idos de aquí. ¡Os haré daño! No puedo evitarlo. ¡Que Dios os maldiga, hijos de puta!

Edith se recostó con fuerza sobre su silla. Aquella voz era completamente distinta a la de Florence: histérica, desequilibrada, amenazadora.

—¿No veis que estoy indefenso? No os quiero hacer daño, pero debo hacerlo. —La cabeza de Florence se abalanzó hacia delante, con los ojos cerrados y los labios estirados debido a la fuerza con la que apretaba los dientes. Instantes después dijo, con una voz gutural—: Os lo advierto. Idos de esta casa antes de que os mate.

Edith gritó cuando algo empezó a golpear la mesa.

—¿Qué es eso? —preguntó. Su voz se perdió bajo aquella sucesión de porrazos salvajes. Era como si un hombre frenético estuviera golpeando la mesa con un martillo, con la mayor fuerza y rapidez posibles. Barrett extendió el brazo para conectar sus instrumentos, pero recordó que no había electricidad. ¡Mierda!, pensó.

De pronto, los golpes cesaron. Edith observó a Florence, que había empezado a gemir. Los porrazos seguían resonando en sus oídos y sentía que su cuerpo estaba entumecido, como si las vibraciones lo hubieran insensibilizado.

Se sorprendió al ver que Lionel le había soltado la mano. Oyó el crujido de su ropa y se sorprendió de nuevo al ver aparecer una lucecita roja en el lugar en donde estaba sentado. Se había sacado del bolsillo una diminuta linterna con la que estaba iluminando a Florence. Bajo la débil luz, Edith pudo ver que la médium tenía la cabeza hacia atrás, los ojos cerrados y la boca abierta.

Se enderezó al advertir el frío que llegaba por debajo de la mesa. Cruzó los brazos, temblando. Fischer, que apretaba los dientes con fuerza, intentaba obligarse a sí mismo a no saltar de su silla.

Barrett tiró del cable del micrófono y lo arrastró por la mesa. Edith se estremeció ante el sonido. Cuando lo tuvo en sus manos, dijo con rapidez:

—Descenso de la temperatura. Estrictamente tangible. Lectura de instrumentos imposible. Los fenómenos físicos se iniciaron con una serie de fuertes percusiones. —Volvió a dirigir la linterna hacia Florence—. La señorita Tanner reacciona de forma irregular. Estado de trance contenido, pero variable. Posible confusión ante el inicio del inesperado fenómeno físico. Posible causa: ausencia de gabinete. Entrego al sujeto un tubo de solución de uranio y sal.

Edith vio que la lucecita roja se movía por encima de la mesa y que la oscura mano de Lionel cogía el tubo. Hacía tanto frío que empezaron a dolerle las piernas y los tobillos; sin embargo, se sentía un poco mejor, pues la voz serena de Lionel había tenido un efecto relajante en ella. Su marido presionó el tubo entre las manos de Florence.

Al instante, la mujer se enderezó y abrió los ojos.

Barrett frunció el ceño, decepcionado.

—El sujeto ha salido del trance. —Apagó la grabadora y encendió una cerilla. Florence apartó la mirada mientras encendía las velas.

Fischer se levantó y rodeó la mesa para coger una jarra de agua. Le temblaba tanto el pulso que el reborde de la jarra rechinó contra el borde del vaso mientras lo llenaba. A continuación, se acercó a Florence y le tendió el agua.

—Gracias —dijo ésta, con una sonrisa. Se la bebió de un sólo trago y dejó el vaso sobre la mesa, temblando—. ¿Qué ha sucedido?

Cuando Barrett se lo explicó, ella lo miró confundida.

—No lo entiendo. No soy una médium física.

—Pues acaba de serlo… al menos, el embrión de una.

Florence parecía inquieta.

—Eso no tiene ningún sentido. Después de todos estos años, ¿por qué iba a convertirme, de repente, en una médium física?

—No tengo ni idea.

Florence lo miró fijamente, pero acabó asintiendo con desgana.

—Sí, esta casa. —Miró a su alrededor, dejando escapar un suspiro—. Es la voluntad de Dios, no la mía. Si para limpiarla es necesario alterar mis dotes de médium, que así sea. No me importan los medios, sólo el fin.

No miró en ningún momento a Fischer. Le han quitado el peso de sus hombros para cargarlo sobre los míos, pensó.

—Esto significa que ahora podemos trabajar juntos, si usted lo desea.

—Por supuesto.

—Mañana por la mañana llamaré a Deutsch para que se encargue de construir un gabinete.

Barrett no estaba convencido de que lo que acababa de suceder significara que los poderes de médium físico de Florence fueran suficientes para cubrir sus necesidades, pero no perdía nada con intentarlo. Además, si era cierto, sería más rápido trabajar con ella que verse obligado a esperar a que Deutsch accediera a enviar a alguien de su equipo.

—¿Realmente quiere hacerlo? —preguntó de nuevo, viendo que su expresión aún reflejaba dudas e inquietud.

—Por supuesto —respondió ella, sonriendo desconcertada—. Lo único que sucede es… bueno, me resulta difícil comprenderlo. Durante todos estos años he sido una médium mental.

Movió la cabeza antes de continuar.

—Y ahora esto —suspiró—. La verdad es que los caminos del Señor son inescrutables.

—Al igual que esta casa —dijo Fischer.

Florence lo miró, sorprendida.

—¿Considera que la casa tiene algo que ver con mi…?

—Simplemente le estoy diciendo que vigile sus pasos —le cortó—. Puede que el Señor no tenga demasiada influencia en la Casa Infernal.

9:49 P.M.

La ciencia es algo más que un conjunto de hechos. Es, ante todo, un método de investigación, de modo que no existe una razón aceptable por la que los fenómenos parapsicológicos no deban ser investigados mediante este método. Al igual que la física y la química, la parapsicología es una ciencia de lo natural.

Por lo tanto, ésta es la barrera intelectual que, inevitablemente, debe romper el hombre. La parapsicología no puede seguir considerándose un concepto filosófico. Es una realidad biológica, y la ciencia no puede seguir ignorándola eternamente. Ya ha perdido demasiado tiempo moviéndose por las fronteras de este reino irrefutable: ahora debe entrar, para estudiarla y aprender. Morselli lo expresó de este modo: «Ha llegado el momento de acabar con esta exagerada actitud negativa y de dejar de esbozar sonrisas sarcásticas que sólo sirven para proyectar una sombra de duda».

La triste condena de nuestros tiempos es que, aunque esas palabras fueron publicadas hace sesenta años, en nuestros días persiste la actitud negativa de la que habló Morselli. De hecho…

—¿Lionel?

Barrett levantó la mirada del manuscrito.

—¿Puedo ayudarte?

—No, estoy a punto de terminar. —Edith estaba recostada sobre un montón de almohadas. Llevaba un pijama de color azul cielo y, con su corto cabello y su cuerpo menudo, parecía un niño pequeño. Barrett le sonrió—. Bueno, creo que puede esperar.

Mientras dejaba el manuscrito en su caja, observó su título durante unos instantes: «Fronteras de la Facultad Humana, por Lionel Barrett, licenciado y máster en Ciencias, doctor en Filosofía». Se sentía orgulloso. La verdad es que todo estaba yendo a las mil maravillas: además de tener la posibilidad de demostrar su teoría y ampliar sus fondos para la jubilación, estaba a punto de terminar el libro. A lo mejor añadía un epílogo sobre su semana en la casa… y puede que incluso redactara un pequeño apéndice. Sonriendo, apagó la vela que descansaba sobre la mesa octogonal, se levantó y cruzó la habitación. Por un segundo, imaginó que era un noble que recorría una cámara de palacio para conversar con su dama. La imagen le resultó tan divertida que empezó a reírse entre dientes.

—¿Qué pasa? —preguntó su mujer.

Cuando se lo explicó, Edith sonrió.

—Es una casa fantástica, ¿verdad? Un museo de tesoros. Si no estuviera encantada… —La expresión de Lionel obligó a Edith a detenerse.

Barrett se sentó sobre la cama y dejó a un lado su bastón.

—¿Tuviste miedo? —preguntó—. Estuviste muy callada después de la sesión.

—Me resultó un poco inquietante, sobre todo por el frío. Nunca podré acostumbrarme a eso.

—Ya sabes qué es —respondió su marido—: el sistema de la médium absorbe el calor del aire y lo convierte en energía.

—¿Y qué hay de las cosas que dijo?

Barrett se encogió de hombros.

—Es imposible analizarlo. Llevaría años rastrear cada comentario y determinar su origen. Sólo tenemos una semana. La respuesta radica en los aspectos físicos.

Se interrumpió al ver que su mujer miraba boquiabierta algo que había a sus espaldas. Al girarse, vio que la mecedora había empezado a moverse.

—¿Qué es eso? —susurró Edith.

Barrett se levantó y cruzó cojeando la habitación. Se detuvo junto a la mecedora y la observó.

—Puede que sea la brisa —respondió.

—Se mueve como si hubiera alguien sentado. —Inconscientemente, Edith había retrocedido todo lo posible entre las almohadas.

—Te aseguro que no hay nadie sentado en ella —dijo Barrett—. Es fácil mover una mecedora; por eso este fenómeno es tan recurrente en las casas encantadas. Basta con ejercer una mínima presión.

—Pero…

—¿… qué aplica la presión? —Barrett terminó la frase por ella—. La energía residual.

Edith se puso tensa al ver que su marido alargaba el brazo y detenía la mecedora.

—¿Ves? —cuando apartó la mano, la silla se quedó inmóvil—. Ahora se ha disipado.

Empujó la mecedora, que se balanceó un poco y volvió a detenerse.

—Ya no hay —explicó, regresando a la cama y sentándose junto a ella.

—Me temo que no soy una buena parapsicóloga —anunció Edith.

Barrett sonrió y le acarició la mano.

—¿Y por qué la energía residual ha hecho que la silla empezara a mecerse de repente? —preguntó.

—Todavía no he sido capaz de encontrar una razón específica, aunque estoy convencido de que nuestra presencia en este cuarto tiene algo que ver. Es una especie de mecanismo aleatorio que sigue la línea de la mínima resistencia: aquellos sonidos y movimientos que han tenido lugar con frecuencia en el pasado establecen un patrón de dinamismo: brisas, portazos, golpes secos, pasos, el balanceo de las mecedoras.

Edith asintió. Entonces, le tocó la punta de la nariz con el dedo.

—Tienes que dormir —dijo.

Barrett le dio un beso en la mejilla, se levantó y se dirigió a la otra cama.

—¿Quieres que deje la vela encendida? —preguntó.

—¿Te molesta?

—No. Mientras estemos aquí, dormiremos con luz. No pasa nada.

Se acostaron. Edith contempló los paneles de nogal del techo, advirtiendo las conchas que habían sido talladas en ellos.

—¿Lionel? —preguntó.

—¿Sí?

—¿Estás seguro de que los fantasmas no existen?

Barrett rió.

—Completamente.

10:21 P.M.

El chorro de agua caliente roció el pecho de Florence y descendió por sus senos. Estaba de pie bajo el grifo de la ducha, con la cabeza inclinada hacia atrás y los ojos cerrados, sintiendo cómo las cintas de agua anudaban un lazo en su estómago y seguían descendiendo por sus muslos y piernas.

Estaba pensando en la grabación de la sesión. Consideraba que en ella sólo había un punto importante: la voz trastornada y temblorosa que les había dicho que se marcharan de la casa o les mataría. Allí había algo. Era una voz amorfa, pero apremiante. ¿No veis que estoy indefenso?, repitió aquella voz lastimosa en su mente. ¡No os quiero hacer daño, pero debo hacerlo!

Puede que eso formara parte de la respuesta.

Cerró los grifos, abrió la puerta de la ducha y salió, poniendo los pies en la alfombrilla. Hacía muchísimo frío. Cogió una toalla del colgador y se secó vigorosamente. Una vez seca, se pasó el camisón de franela por la cabeza, metió los brazos en las mangas y se cepilló los dientes. Entonces, cruzó la habitación iluminándose con la vela, la dejó sobre la cómoda y se metió en la cama más próxima a la puerta del baño. Estuvo moviendo las piernas un rato para calentar las sábanas y a continuación se tumbó, tapándose hasta la barbilla. En cuanto dejó de tiritar, humedeció dos dedos, extendió el brazo y apagó la vela.

La casa estaba en absoluto silencio. Me pregunto qué estará haciendo Ben, pensó. Se le escapó una risita nerviosa. Pobre hombre. Qué iluso. Apartó de su mente aquella idea. Mañana ya pensaría en eso; ahora tenía que centrarse en el proyecto. Aquella voz… ¿A quién pertenecía? Bajo aquellas amenazas había tanta desesperación, tanta angustia…

Florence giró la cabeza. La puerta que conducía al pasillo se acababa de abrir. Mientras la observaba desde la oscuridad, empezó a cerrarse lentamente.

Oyó unos pasos que se aproximaban hacia ella.

—¿Hola? —dijo.

Los pasos siguieron acercándose, ahora amortiguados por la moqueta. Florence extendió el brazo para alcanzar la vela, pero al instante se detuvo, pues estaba segura de que no era ninguno de sus tres compañeros.

—De acuerdo —murmuró.

Los pasos se detuvieron. Florence escuchó con atención. A los pies de la cama se oía el sonido de una respiración.

—¿Quién anda ahí? —preguntó.

Sólo la respiración. Florence intentó ver algo, pero la oscuridad era impenetrable. Cerró los ojos.

—¿Quién es, por favor? —dijo con voz serena, impávida.

La respiración continuó.

—¿Desea hablar conmigo?

Respiración.

—¿Es usted quien nos advirtió que nos marchásemos de aquí?

La respiración se aceleró.

—Sí —dijo ella—. Es usted, ¿verdad?

La respiración se hizo más pesada. Era la de un hombre joven. Casi podía visualizarle a los pies de la cama: su postura era tensa; su rostro, atormentado.

—Tiene que hablar o hacerme alguna señal —dijo Florence. Esperó, pero no hubo respuesta—. El amor de Dios me dará fuerzas para esperar cuanto sea necesario. Permita que le ayude a encontrar la paz que sé que tanto ansia.

¿Eso era un sollozo? Florence se puso tensa.

—Sí, lo oigo, comprendo. Dígame quién es y le ayudaré.

De pronto, la habitación quedó en silencio. Florence ahuecó las manos tras las orejas y escuchó con atención.

El sonido de la respiración se había detenido.

Con un suspiro de decepción, estiró el brazo derecho hasta que sus dedos encontraron la caja de fósforos. Prendió uno para encender la vela y miró a su alrededor. Todavía había algo en la habitación.

—¿Debo apagar la vela? —preguntó.

Silencio.

—De acuerdo —sonrió—. Ya sabe dónde estoy. Cuando desee….

Se detuvo en seco, boquiabierta, cuando la colcha saltó por los aires y se deslizó hasta los pies de la cama, donde se detuvo y empezó a descender, ondulando.

Bajo la colcha había una figura.

Florence recuperó el aliento.

—Sí, ahora puedo verlo —dijo, impresionada por su altura—. ¡Qué alto es usted!

Se estremeció al recordar las palabras de Fischer: «Le llamaban el Gigante Rugidor». Contempló la figura. Su amplio pecho subía y bajaba, como si respirara.

—No —dijo Florence de repente. No podía ser Belasco. Apartó las mantas para levantarse, sin dejar de mirar a la figura. Deslizó las piernas por el colchón hasta que tocaron el suelo y se levantó. La cabeza de la figura se giró, como si estuviera observando sus movimientos.

—Usted no es Belasco, ¿verdad? Tanto dolor no tiene cabida en ese hombre. Puedo sentir su angustia. Dígame quién…

De pronto, la colcha cayó al suelo. Florence la contempló unos instantes y, a continuación, se agachó para recogerla.

Retrocedió sobresaltada cuando una mano acarició sus glúteos. Enfadada, observó la habitación. Se oía una risita grave y maliciosa. Florence cogió aire, temblando.

—Bueno, por lo menos me ha dicho su sexo —comentó. La risita se intensificó. La mujer movió la cabeza, sintiendo una gran compasión—. Si es usted tan listo, ¿por qué está prisionero en esta casa?

La risa cesó y las tres mantas salieron volando de la cama, como si alguien hubiera tirado de ellas con rabia. Lo mismo sucedió con las sábanas, las almohadas y la funda del colchón. En siete segundos, la ropa de cama quedó diseminada por la moqueta y el colchón, apoyado sobre un costado.

Florence esperó. Al ver que no sucedía nada más, habló de nuevo.

—¿Ahora se siente mejor?

Sonriendo para sus adentros, empezó a recoger la ropa de cama.

Algo intentó arrancarle una manta de las manos. Florence tiró de ella.

—¡Ya basta! ¡No me hace ninguna gracia! —Se giró hacia la cama—. Váyase y no vuelva hasta que no esté preparado para comportarse como es debido.

Mientras empezaba a hacer la cama, la puerta del pasillo se abrió. Ni siquiera se giró para ver cómo se cerraba.