3:17 P.M.
Llovía con gran intensidad desde las cinco de la mañana. Menudo tiempo, pensó el doctor Barrett, reprimiendo una sonrisa. Se sentía como el personaje de alguna novela gótica moderna: la lluvia torrencial, el frío, el viaje de dos horas desde Manhattan en una de las grandes limusinas de tapicería de cuero negro del señor Deutsch. La interminable espera en este pasillo, viendo cómo varios hombres y mujeres de aspecto desconcertado entraban y salían de la habitación de Deutsch, mirándole de reojo.
Se sacó el reloj de bolsillo del chaleco y levantó la tapa. Llevaba más de una hora en aquel lugar. ¿Qué querría el señor Deutsch? Seguramente algo relacionado con la parapsicología. Los periódicos y revistas del anciano editaban con frecuencia artículos relacionados con ese tema: Regresa de la tumba; La muchacha que no podía morir… unos artículos que siempre eran sensacionalistas y casi nunca verídicos.
Haciendo una mueca, el doctor Barrett puso, con gran esfuerzo, la pierna derecha sobre la izquierda. Era un hombre alto y ligeramente gordo de cincuenta y tantos años. Su escaso cabello rubio no había cambiado de color, pero en su cuidada barba empezaban a asomar las canas. Estaba sentado, bien erguido, en una silla de respaldo recto, observando la puerta de la habitación de Deutsch. Edith, que se había quedado en el piso inferior, debía de estar impacientándose. Lamentaba que le hubiera acompañado, pero en ningún momento había pensado que la entrevista iba a demorarse tanto.
La puerta del dormitorio de Deutsch se abrió y su secretario, Hanley, apareció en el umbral.
—Doctor —dijo.
Barrett alcanzó su bastón y, tras levantarse, avanzó cojeando hasta la puerta. Se detuvo enfrente de Hanley, esperando a que le anunciara.
—El doctor Barrett está aquí, señor.
Cuando Hanley le hizo un gesto, entró en el dormitorio. El secretario cerró la puerta tras él.
Era una habitación inmensa, con las paredes revestidas de paneles oscuros. El santuario del monarca, pensó Barrett, mientras avanzaba por la moqueta. Cuando se detuvo junto a la enorme cama, observó al anciano que estaba recostado en ella. Rolf Rudolph Deutsch era un hombre calvo de unos ochenta y siete años. Estaba tan delgado que sus ojos negros le miraban desde unas profundas cuencas descarnadas.
—Buenas tardes —saludó Barrett con una sonrisa, pensando en lo sorprendente que era que aquella criatura consumida pudiera gobernar un imperio.
—Está cojo —comentó Deutsch, con voz áspera—. Nadie me había informado de ello.
—¿Disculpe? —dijo el doctor, poniéndose rígido.
—No se preocupe —le interrumpió Deutsch—. Supongo que no tiene ninguna importancia. Mi gente me recomendó que lo eligiera. Me dijeron que usted era uno de los cinco mejores en su campo.
Hizo una pausa para coger aire.
—Le pagaré cien mil dólares.
Barrett se sentía desconcertado.
—Su trabajo consistirá en demostrar los hechos.
—¿Qué tipo de hechos? —preguntó.
Deutsch vaciló, preguntándose, quizá, si debía responder a esa pregunta.
—La vida después de la muerte —respondió por fin.
—¿Usted quiere que…?
—… me diga si es posible o no.
El corazón de Barrett dio un vuelco. Esa suma de dinero le cambiaría por completo la vida; sin embargo, no sabía si moralmente podía aceptar el trabajo.
—No quiero mentiras —continuó Deutsch—. Sólo deseo una respuesta verdadera, sea la que sea… Pero quiero una respuesta definitiva.
Barrett sintió cierta desesperación.
—¿Y cómo podré convencerle? —se vio obligado a preguntar.
—Proporcionándome hechos —respondió Deutsch, irritado.
—¿Y dónde voy a encontrarlos? Soy físico. Llevo veinte años estudiando parapsicología, pero todavía no he…
—Si existen —le interrumpió Deutsch—, los encontrará en el único lugar de la tierra que conozco en el que aún no se ha podido rebatir la supervivencia a la muerte: en la casa Belasco de Maine.
—¿La Casa Infernal?
Algo brilló en los ojos del anciano.
—Sí, en la Casa Infernal —respondió.
Barrett sintió un hormigueo de emoción.
—Tenía entendido que los herederos de Belasco la habían cerrado después de lo sucedido…
—Eso ocurrió hace treinta años —volvió a interrumpirle Deutsch—. Ahora necesitaban el dinero y decidí comprarla. ¿Podría estar allí el lunes?
Barrett vaciló pero, al ver que Deutsch empezaba a fruncir el ceño, se apresuró a asentir. No podía dejar pasar aquella oportunidad.
—Sí.
—Le acompañarán dos personas más —dijo Deutsch.
—¿Puedo preguntar quiénes…?
—Por supuesto. Florence Tanner, y Benjamin Franklin Fischer.
Barrett intentó disimular su decepción. ¿Una médium espiritualista excesivamente emotiva y el único superviviente de la catástrofe de 1940? Se preguntó si debía objetar. Él contaba con su propio equipo de personas sensitivas y consideraba que Florence Tanner y Fischer no le serían de ninguna ayuda. Fischer había demostrado tener unas habilidades increíbles en su niñez, pero todos sabían que había perdido su don después de la crisis nerviosa que sufrió: le habían sorprendido estafando en diversas ocasiones hasta que, finalmente, decidió desaparecer por completo del mundo de la parapsicología. Aunque no estaba prestando atención a las palabras de Deutsch, le oyó decir que Florence Tanner volaría con él hacia el norte y que Fischer se reuniría con ellos en Maine.
El anciano advirtió su expresión.
—No se preocupe. Usted estará al mando —dijo—. Tanner estará allí porque mi gente me ha dicho que es una médium de primera…
—Pero es una médium mental —añadió Barrett.
—… y deseo que también se utilice ese método de aproximación —continuó diciendo Deutsch, como si Barrett no hubiera hablado—. El motivo de la presencia de Fischer es obvio.
Barrett asintió, consciente de que no podía hacer nada por evitarlo. Cuando el proyecto estuviera en marcha, pediría que enviaran a alguien de su propio equipo.
—Respecto a los costes… —empezó a decir.
El anciano movió la mano.
—Deberá tratar ese tema con Hanley. Dispondrán de fondos ilimitados.
—¿Y tiempo?
—Eso es lo único que no tendrán —respondió Deutsch—. Deseo conocer la respuesta en una semana.
Barrett se quedó atónito.
—¡Tómelo o déjelo! —espetó el anciano, con una expresión de rabia en el rostro.
Barrett era consciente de que ésta era una de esas oportunidades que sólo aparecen una vez en la vida… y sabía que podría averiguar la verdad si lograba que su máquina estuviera lista a tiempo.
—Una semana —dijo, asintiendo.
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—¿Algo más? —preguntó Hanley.
Barrett repasó mentalmente los detalles: redactar una lista en la que aparecieran todos los fenómenos paranormales que se habían observado en la casa Belasco; restablecer el sistema eléctrico; instalar una línea telefónica; y poder disfrutar de la piscina y la sauna. El secretario de Deutsch había fruncido el ceño al oír aquel requisito, pero Barrett ni siquiera se había inmutado. Para él, era imprescindible nadar y tomar una sauna a diario.
—Una cosa más. —Aunque intentó mostrarse sereno, advirtió que no conseguía ocultar del todo su entusiasmo—. Necesito una máquina. Los planos están en mi apartamento.
—¿Cuándo la necesitará? —preguntó Hanley.
—Lo antes posible.
—¿Es grande?
Doce años, pensó Barrett.
—Bastante —respondió.
—¿Eso es todo?
—De momento no se me ocurre nada más. De todos modos, no ha mencionado las condiciones en las que viviremos.
—Se han rehabilitado las habitaciones necesarias y una pareja de Caribou Falls ha accedido a prepararles y entregarles diariamente las comidas. —Hanley esbozó una pequeña sonrisa—. Sin embargo, ambos se han negado a dormir en la casa.
—Está bien —dijo Barrett, levantándose—. Así no molestarán.
Hanley empezó a conducirle hacia la puerta de la biblioteca pero, antes de que llegaran, ésta se abrió de golpe y en ella apareció un tipo corpulento que observó encolerizado a Barrett. A pesar de ser cuarenta años más joven y pesar cincuenta kilos más, William Reinhardt Deutsch se parecía muchísimo a su padre.
El hombre cerró la puerta.
—Quiero que sepa que voy a detener todo esto —dijo.
Barrett lo miró, sin decir nada.
—Mi padre desea conocer la verdad —continuó—, pero todos sabemos que no es más que una pérdida de tiempo. Si deja constancia por escrito, le firmaré un cheque por mil dólares ahora mismo.
—Me temo que…
—Lo sobrenatural no existe, ¿verdad? —su cuello se estaba enrojeciendo.
—Exacto —respondió Barrett. Deutsch empezó a sonreír, triunfante—. El término correcto es «paranormal», pues la naturaleza no puede ser transcendida…
—¿Dónde diablos está la diferencia? —le interrumpió Deutsch—. ¡Son sólo supercherías!
—Lo lamento, pero no estoy de acuerdo con usted —dijo Barrett, acercándose a la puerta—. Ahora, si me disculpa…
Deutsch le cogió del brazo.
—Escúcheme bien. Será mejor que se olvide de este asunto, porque yo mismo me ocuparé de que no reciba nunca ese dinero…
Barrett se apartó.
—Haga lo que quiera —dijo—. Yo seguiré adelante a no ser que su padre me diga lo contrario.
Cerró la puerta y se alejó por el pasillo. A la luz de los conocimientos presentes, pensó, dirigiéndose mentalmente al hijo de Deutsch, cualquiera que se refiera a los fenómenos psíquicos como superchería no tiene ni idea de lo que sucede en el mundo. La documentación es inmensa…
Barrett se detuvo y se apoyó en la pared. La pierna empezaba a dolerle de nuevo. Por primera vez, se vio obligado a reconocer que una semana en la casa Belasco sólo serviría para que empeorara.
¿Qué sucedería si, realmente, ese lugar era tan malo como afirmaban los dos informes?
4:37 P.M.
El Rolls-Royce avanzaba a toda velocidad por la autopista, dirigiéndose a Manhattan.
—Es una cantidad de dinero tremenda —comentó Edith, que no acababa de creerse lo sucedido.
—No para él —respondió Barrett—. Sobre todo si tenemos en cuenta que la está pagando para confirmar la inmortalidad.
—Pero supongo que sabe que tú no crees…
—No me cabe la menor duda —le interrumpió Barrett, negándose a considerar el hecho de que no hubiera sido informado—. No es de ese tipo de personas que emprenden algo antes de conocer todos y cada uno de los detalles.
—Pero son cien mil dólares.
Barrett sonrió.
—Incluso a mí me cuesta creerlo —comentó—. Si fuera como mi madre, estoy seguro de que creería que se trata de un milagro de Dios. Me ha ofrecido las dos cosas que llevo tanto tiempo deseando: la oportunidad de demostrar mi teoría y dinero de sobra para que podamos vivir hasta el fin de nuestros días. La verdad es que no puedo pedir más.
Edith le devolvió la sonrisa.
—Me alegro por ti, Lionel —dijo.
—Gracias, amor mío —respondió, acariciándole la mano.
—Pero tienes que empezar el lunes por la tarde. —Edith parecía preocupada—. Eso no nos deja mucho tiempo.
—Me pregunto si debería ir solo en esta ocasión —comentó Barrett.
Ella lo miró fijamente.
—Bueno, sabes de sobra que no estaré completamente solo —añadió—. Me acompañarán esas dos personas.
—¿Y qué me dices de las comidas?
—Nos las traerán a diario. Lo único que tengo que hacer es trabajar.
—Pero siempre te he ayudado —protestó.
—Lo sé, pero…
—¿Qué?
Vaciló.
—Preferiría que no me acompañaras en esta ocasión, eso es todo.
—¿Por qué, Lionel? —al ver que no contestaba, se inquietó—. ¿Es por mí?
—Por supuesto que no. —Esbozó una rápida sonrisa—. Es por la casa.
—¿Pero no se trata de una casa supuestamente encantada, idéntica a cualquier otra? —preguntó, usando las palabras que solía emplear su marido.
—Me temo que no —reconoció—. Ésta se considera el Everest de las casas encantadas. Han intentado investigarla en dos ocasiones; la primera, en 1931 y la segunda, en 1940. Ambos casos acabaron en desastre. Ocho de las personas implicadas fueron asesinadas, se suicidaron o enloquecieron. Sólo una de ellas sobrevivió, pero ignoro si sigue conservando la cordura. Se trata de Benjamin Fischer, una de las dos personas que me acompañarán. La verdad es que no me da ningún miedo la casa —continuó, advirtiendo que aquellas palabras habían inquietado a su mujer—. Estoy completamente convencido de mis creencias. Sin embargo, temo que los detalles de la investigación sean ligeramente desagradables.
Se encogió de hombros.
—¿Y pretendes que te deje ir solo? —preguntó Edith.
—Cariño…
—¿Y si te ocurre algo?
—No me pasará nada.
—¿Pero si pasa, qué? Yo estaré en Nueva York y tú en Maine.
—Edith, no va a pasar nada.
—Entonces, no hay ninguna razón por la que no pueda ir. —Intentó sonreír—. Esa casa no me da miedo, Lionel.
—Ya lo sé.
—No te molestaré.
Barrett suspiró.
—Sé que no conozco tu trabajo, pero siempre habrá algo que pueda hacer para ayudarte: hacer y deshacer el equipaje, ayudarte a preparar los experimentos, mecanografiar el resto de tu manuscrito… Me dijiste que querías tenerlo listo para principios de año. Además, quiero estar contigo cuando demuestres tu teoría.
Barrett asintió.
—Deja que lo piense.
—No te molestaré —prometió ella—. Y sé que podré ayudarte de diversas formas.
Barrett asintió de nuevo, intentando pensar. Era evidente que su mujer no quería quedarse atrás… y se lo agradecía. Excepto por las tres semanas que pasó en Londres en 1962, no se habían separado nunca desde que se casaron. ¿Realmente supondría algún problema que le acompañara? La verdad es que Edith había experimentado suficientes fenómenos psíquicos como para estar acostumbrada a ellos.
Sin embargo, la casa era un factor desconocido. No se llamaría la Casa Infernal si no hubiera una buena razón. En ese lugar existía un poder tan fuerte que había sido capaz de destruir, física o mentalmente a ocho personas… y tres de ellas fueron científicos, como él.
A pesar de que creía saber exactamente de qué poder se trataba, ¿debía permitir que Edith se expusiera a él?