Termino con una nota personal algo melancólica. Desde hace algunos años, sin que yo me diera bien cuenta al principio, cuando visitaba exposiciones, asistía a algunos espectáculos, veía ciertas películas, obras de teatro o programas de televisión, o leía ciertos libros, revistas y periódicos, me asaltaba la incómoda sensación de que me estaban tomando el pelo y que no tenía cómo defenderme ante una arrolladora y sutil conspiración para hacerme sentir un inculto o un estúpido.
Por todo ello, se fue apoderando de mí una pregunta inquietante: ¿por qué la cultura dentro de la que nos movemos se ha ido banalizando hasta convertirse en muchos casos en un pálido remedo de lo que nuestros padres y abuelos entendían por esa palabra? Me parece que tal deterioro nos sume en una creciente confusión de la que podría resultar, a la corta o a la larga, un mundo sin valores estéticos, en el que las artes y las letras —las humanidades— habrían pasado a ser poco más que formas secundarias del entretenimiento, a la zaga del que proveen al gran público los grandes medios audiovisuales y sin mayor influencia en la vida social. Ésta, resueltamente orientada por consideraciones pragmáticas, transcurriría entonces bajo la dirección absoluta de los especialistas y los técnicos, abocada esencialmente a la satisfacción de las necesidades materiales y animada por el espíritu de lucro, motor de la economía, valor supremo de la sociedad, medida exclusiva del fracaso y del éxito y, por lo mismo, razón de ser de los destinos individuales.
Ésta no es una pesadilla orwelliana sino una realidad perfectamente posible a la que, de modo discreto, se han ido acercando las naciones más avanzadas del planeta, las del Occidente democrático y liberal, a medida que los fundamentos de la cultura tradicional entraban en bancarrota, y los iban sustituyendo unos embelecos que han ido alejando cada vez más del gran público las creaciones artísticas y literarias, las ideas filosóficas, los ideales cívicos, los valores y, en suma, toda aquella dimensión espiritual llamada antiguamente la cultura, que, aunque confinada principalmente en una elite, desbordaba en el pasado hacia el conjunto de la sociedad e influía en ella dándole un sentido a la vida y una razón de ser a la existencia que trascendía el mero bienestar material. Nunca hemos vivido, como ahora, en una época tan rica en conocimientos científicos y hallazgos tecnológicos, ni mejor equipada para derrotar a la enfermedad, la ignorancia y la pobreza y, sin embargo, acaso nunca hayamos estado tan desconcertados respecto a ciertas cuestiones básicas como qué hacemos en este astro sin luz propia que nos tocó, si la mera supervivencia es el único norte que justifica la vida, si palabras como espíritu, ideales, placer, amor, solidaridad, arte, creación, belleza, alma, trascendencia, significan algo todavía, y, si la respuesta es positiva, qué hay en ellas y qué no. La razón de ser de la cultura era dar una respuesta a este género de preguntas. Hoy está exonerada de semejante responsabilidad, ya que hemos ido haciendo de ella algo mucho más superficial y voluble: una forma de diversión para el gran público o un juego retórico, esotérico y oscurantista para grupúsculos vanidosos de académicos e intelectuales de espaldas al conjunto de la sociedad.
La idea de progreso es engañosa. Desde luego, sólo un ciego o un fanático podrían negar que una época en la que los seres humanos pueden viajar a las estrellas, comunicarse al instante salvando todas las distancias gracias a Internet, clonar a los animales y a los humanos, fabricar armas capaces de volatilizar el planeta e ir degradando con nuestras invenciones industriales el aire que respiramos, el agua que bebemos y la tierra que nos alimenta, ha alcanzado un desarrollo sin precedentes en la historia. Al mismo tiempo, nunca ha estado menos segura la supervivencia de la especie por los riesgos de una confrontación o un accidente atómico, la locura sanguinaria de los fanatismos religiosos y la erosión del medio ambiente. Y acaso nunca haya habido, junto a las extraordinarias oportunidades y condiciones de vida de que gozan los privilegiados, la pavorosa miseria que todavía padecen, en este mundo tan próspero, centenares de millones de seres humanos, no sólo en el llamado Tercer Mundo, también en enclaves de vergüenza en el seno de las ciudades más opulentas del planeta. Hacía mucho tiempo que el mundo no padecía las crisis y descalabros financieros que en los últimos años han arruinado tantas empresas, personas y países.
En el pasado, la cultura fue a menudo el mejor llamado de atención ante semejantes problemas, una conciencia que impedía a las personas cultas dar la espalda a la realidad cruda y ruda de su tiempo. Ahora, más bien, es un mecanismo que permite ignorar los asuntos problemáticos, distraernos de lo que es serio, sumergirnos en un momentáneo «paraíso artificial», poco menos que el sucedáneo de una calada de marihuana o un jalón de coca, es decir, una pequeña vacación de irrealidad.
Todos estos son temas complejos que no caben en las pretensiones limitadas de este libro. Los menciono como un testimonio personal.
Aquellas cuestiones se refractan en estas páginas a través de la experiencia de alguien que, desde que descubrió, a través de los libros, la aventura espiritual, tuvo siempre por un modelo a aquellas personas que se movían con desenvoltura en el mundo de las ideas y tenían claros unos valores estéticos que les permitían opinar con seguridad sobre lo que era bueno y malo, original o epígono, revolucionario o rutinario, en la literatura, las artes plásticas, la filosofía, la música. Muy consciente de las deficiencias de mi formación, durante toda mi vida he procurado suplir esos vacíos, estudiando, leyendo, visitando museos y galerías, yendo a bibliotecas, conferencias y conciertos. No había en ello sacrificio alguno.
Más bien, el inmenso placer de ir descubriendo cómo se ensanchaba mi horizonte intelectual, pues entender a Nietzsche o a Popper, leer a Homero, descifrar el Ulises de Joyce, gustar la poesía de Góngora, de Baudelaire, de T. S. Eliot, explorar el universo de Goya, de Rembrandt, de Picasso, de Mozart, de Mahler, de Bartók, de Chéjov, de O’Neil, de Ibsen, de Brecht, enriquecía extraordinariamente mi fantasía, mis apetitos y mi sensibilidad.
Hasta que, de pronto, empecé a sentir que muchos artistas, pensadores y escritores contemporáneos me estaban tomando el pelo. Y que no era un hecho aislado, casual y transitorio, sino un verdadero proceso del que parecían cómplices, además de ciertos creadores, sus críticos, editores, galeristas, productores, y un público de papanatas a los que aquél os manipulaban a su gusto, haciéndoles tragar gato por liebre, por razones crematísticas y a veces por puro esnobismo.
Lo peor es que probablemente este fenómeno no tenga arreglo, porque forma ya parte de una manera de ser, de vivir, de fantasear y de creer de nuestra época, y lo que yo añoro sea polvo y ceniza sin reconstitución posible. Pero podría ser, también, ya que nada se está quieto en el mundo en que vivimos, que este fenómeno, la civilización del espectáculo, perezca sin pena ni gloria, por obra de su propia nadería, y que otro lo reemplace, acaso mejor, acaso peor, en la sociedad del porvenir. Confieso que tengo poca curiosidad por el futuro, en el que, tal como van las cosas, tiendo a descreer. En cambio, me interesa mucho el pasado, y muchísimo más el presente, incomprensible sin aquél. En este presente hay innumerables cosas mejores que las que vieron nuestros ancestros: menos dictaduras, más democracias, una libertad que alcanza a más países y personas que nunca antes, una prosperidad y una educación que llegan a más gentes que antaño y unas oportunidades para un gran número de seres humanos que jamás existieron antes, salvo para ínfimas minorías.
Pero, en un campo específico, de fronteras volátiles, el de la cultura, hemos más bien retrocedido, sin advertirlo ni quererlo, por culpa fundamentalmente de los países más cultos, los que están a la vanguardia del desarrollo, los que marcan las pautas y las metas que poco a poco van contagiando a los que vienen detrás. Y asimismo creo que una de las consecuencias que podría tener la corrupción de la vida cultural por obra de la frivolidad, sería que aquellos gigantes, a la larga, revelaran tener unos pies de barro y perdieran su protagonismo y poder, por haber derrochado con tanta ligereza el arma secreta que hizo de ellos lo que han llegado a ser, esa delicada materia que da sentido, contenido y un orden a lo que llamamos civilización. Felizmente, la historia no es algo fatídico, sino una página en blanco en la que con nuestra propia pluma —nuestras decisiones y omisiones— escribiremos el futuro. Eso es bueno pues significa que siempre estamos a tiempo de rectificar.
Una última curiosidad, hoy día universal: ¿sobrevivirán los libros de papel o acabarán con ellos los libros electrónicos? ¿Los lectores del futuro lo serán sólo de tabletas digitales? Al momento de escribir estas líneas, el e-book no se ha impuesto aún y en la mayor parte de países todavía el libro de papel sigue siendo el más popular. Pero nadie puede negar que la tendencia es a que aquél vaya ganándole a éste el terreno, al extremo de que no es imposible avizorar una época en que los lectores de libros de pantalla sean la gran mayoría y los de papel queden reducidos a ínfimas minorías o incluso desaparezcan.
Muchos desean que ello ocurra cuanto antes, como Jorge Volpi, uno de los principales escritores latinoamericanos de las nuevas generaciones,[10] quien celebra la llegada del libro electrónico como «una transformación radical de todas las prácticas asociadas con la lectura y la transmisión del conocimiento», algo que, asegura, dará «el mayor impulso a la democratización de la cultura de los tiempos modernos».
Volpi cree que muy pronto el libro digital será más barato que el de papel, y que es inminente la «aparición de textos enriquecidos ya no sólo con imágenes, sino con audio y video». Desaparecerán librerías, bibliotecas, editores, agentes literarios, correctores, distribuidores, y sólo quedará la nostalgia de todo aquello. Esta revolución, dice, contribuirá de manera decisiva «a la mayor expansión democrática que ha experimentado la cultura desde… la invención de la imprenta».
Es muy posible que Volpi tenga razón, pero esa perspectiva, que a él lo alboroza, a mí, y a algunos más, como Vicente Molina Foix,[11] nos angustia. A diferencia de aquél, no creo que el cambio del libro de papel al libro electrónico sea inocuo, un simple cambio de «envoltorio», sino también de contenido. No tengo cómo demostrarlo, pero sospecho que cuando los escritores escriban literatura virtual no escribirán de la misma manera que han venido haciéndolo hasta ahora en pos de la materialización de sus escritos en ese objeto concreto, táctil y durable que es (o nos parece ser) el libro. Algo de la inmaterialidad del libro electrónico se contagiará a su contenido, como le ocurre a esa literatura desmañada, sin orden ni sintaxis, hecha de apócopes y jerga, a veces indescifrable, que domina en el mundo de los blogs, el Twitter, el Facebook y demás sistemas de comunicación a través de la Red, como si sus autores, al usar para expresarse ese simulacro que es el orden digital, se sintieran liberados de toda exigencia formal y autorizados a atropellar la gramática, la sindéresis y los principios más elementales de la corrección lingüística. La televisión es hasta ahora la mejor demostración de que la pantalla banaliza los contenidos —sobre todo las ideas— y tiende a convertir todo lo que pasa por ella en espectáculo, en el sentido más epidérmico y efímero del término. Mi impresión es que la literatura, la filosofía, la historia, la crítica de arte, no se diga la poesía, todas las manifestaciones de la cultura escritas para la Red serán sin duda cada vez más entretenidas, es decir, más superficiales y pasajeras, como todo lo que se vuelve dependiente de la actualidad. Si esto es así, los lectores de las nuevas generaciones difícilmente estarán en condiciones de apreciar todo lo que valen y significaron unas obras exigentes de pensamiento o creación pues les parecerán tan remotas y excéntricas como lo son para nosotros las disputas escolásticas medievales sobre los ángeles o los tratados de alquimistas sobre la piedra filosofal.
Por otra parte, según se desprende de su artículo, para Volpi leer consiste sólo en leer, es decir, en enterarse del contenido de lo que lee, y no hay duda que su caso es el de muchísimos lectores. Pero, en la polémica con Vicente Molina Foix que su artículo generó, este último recordó a Volpi que, para muchos lectores, «leer» es una operación que, además de informarse del contenido de las palabras, significa también, y acaso sobre todo, gozar, paladear aquella belleza que, al igual que los sonidos de una hermosa sinfonía, los colores de un cuadro insólito o las ideas de una aguda argumentación, despiden las palabras unidas a su soporte material. Para este tipo de lectores leer es, al mismo tiempo que una operación intelectual, un ejercicio físico, algo que, como dice muy bien Molina Foix, «añade al acto de leer un componente sensual y sentimental infalible. El tacto y la inmanencia de los libros son, para el amateur, variaciones del erotismo del cuerpo trabajado y manoseado, una manera de amar».
Me cuesta trabajo imaginar que las tabletas electrónicas, idénticas, anodinas, intercambiables, funcionales a más no poder, puedan despertar ese placer táctil preñado de sensualidad que despiertan los libros de papel en ciertos lectores. Pero no es raro que en una época que tiene entre sus proezas haber acabado con el erotismo se esfume también ese hedonismo refinado que enriquecía el placer espiritual de la lectura con el físico de tocar y acariciar.