Antecedentes

Piedra de Toque

La señal de la cruz

Nadie dio mucha importancia en Alemania a aquella pareja de discípulos del humanista Rudolf Steiner, que, desde una aldea perdida de Baviera, interpuso hace algún tiempo una acción ante el Tribunal Constitucional de la República, en Karlsruhe, alegando que sus tres pequeños hijos habían quedado «traumatizados» por la imagen del Cristo crucificado que estaban obligados a ver, a diario, ornando las paredes de la escuela pública en la que estudiaban.

Pero hasta la última familia del país supo —y buen número de ellas quedaron desmandibuladas de estupefacción al saberlo— que el alto Tribunal encargado de velar por la recta aplicación de los principios constitucionales en la vida política, económica y administrativa de la Alemania federal, cuyas decisiones son inapelables, había acogido la querella. Por boca de su presidente, una eminencia jurídica, Johann Friedrich Henschel, los ocho magistrados que lo integraban fallaron que la oferta de aquella escuela bávara de reemplazar los crucifijos de sus paredes por escuetas cruces —a ver si esta simplificación «destraumatizaba» a los infantes del pleito— era insuficiente y ordenaron al estado de Baviera que retirase cruces y crucifijos de todas las aulas pues «en materia religiosa el Estado debe ser neutral». El Tribunal matizó esta sentencia estipulando que sólo en caso de que hubiera unanimidad absoluta entre padres de familia, profesores y alumnos podría una escuela conservar en sus aulas el símbolo cristiano. Los trémolos del escándalo han llegado hasta este apacible lago de los bosques austríacos donde he venido a refugiarme huyendo del calor y la sequía londinenses.

El estado de Baviera no es sólo el paraíso del colesterol y los triglicéridos pues allí se bebe la mejor cerveza y se comen los mejores embutidos del mundo; es también un baluarte del conservadurismo político y la Iglesia católica tiene allí una sólida implantación (no sugiero una relación de causa-efecto entre ambas cosas): más del noventa por ciento de los 850 000 escolares bávaros pertenecen a familias católicas practicantes. La Unión Social Cristiana, versión local y aliada del partido Unión Demócrata Cristiana del canciller Kohl, ejerce un dominio político indisputado en la región y su líder, Theo Waigel, ha sido el primero en protestar contra el fallo del Tribunal Constitucional, en un artículo en el órgano partidario, el Bayernkurier . «Debido al ostentoso empeño del Tribunal de proteger a las minorías y relegar cada día más a un segundo plano las necesidades de la mayoría, los valores establecidos y el patriotismo constitucional se hallan en peligro», afirmó.

Mesurada reacción, si la cotejamos con la de Su Ilustrísima, el arzobispo de Múnich, cardenal Friedrich Wetter, a quien el asunto ha llevado a las orillas de la apoplejía y —aún más grave desde el punto de vista democrático— el amotinamiento cívico. «Ni siquiera los nazis arrancaron las cruces de nuestras escuelas», exclamó el purpurado. «¿Vamos a permitir que lo que no pudo perpetrar una dictadura lo realice un Estado democrático, regido por la ley?». ¡Por supuesto que no! El cardenal ha incitado a la desobediencia civil —ninguna escuela debe acatar la sentencia del Tribunal— y convocado una misa al aire libre, el 23 de septiembre, que atraerá seguramente muchedumbres papales.

El acto se celebrará bajo la euritmia beligerante de un eslogan acuñado por el mismísimo príncipe de la Iglesia: «¡Aquí está la cruz y aquí se queda!».

Si los encuestadores de las agencias de opinión han hecho bien su trabajo, una robusta mayoría de alemanes respalda al sublevado cardenal Wetter: cincuenta y ocho por ciento condena la sentencia del Tribunal Constitucional y sólo el treinta y siete por ciento la aprueba. El oportuno canciller Helmut Kohl se ha apresurado a reconvenir a los magistrados por una decisión que le parece «contraria a nuestra tradición cristiana» e «incomprensible desde el punto de vista del contenido y de las consecuencias que puede acarrear».

Pero, acaso más grave todavía para la causa que defiende el Tribunal Constitucional, sea que los únicos políticos que hasta ahora hayan salido en su defensa son ese puñado de parlamentarios desarrapados y vegetarianos amantes de la clorofila y el ayuno —los Verdes— a los que, en este país de formidables comedores de butifarras y churrascos, nadie toma muy en serio. Su líder parlamentario, Werner Schulz, ha defendido en Bonn la necesidad de que el Estado mantenga una rigurosa neutralidad en asuntos religiosos «precisamente ahora que existe una amenaza contra la libertad de cultos por obra de los fundamentalistas musulmanes y otras sectas». Y ha pedido que el Estado deje de colectar el impuesto que subsidia a la Iglesia y que reemplace los cursos de cristianismo que se imparten en las escuelas públicas por una enseñanza de ética y creencias en general, sin privilegiar a una religión específica.

Desde las tonificantes aguas frías del lago de Fuschl yo quisiera también añadir mi acatarrada voz en apoyo del Tribunal Constitucional de Alemania y aplaudir a sus lúcidos jueces, por un fallo que, en mi opinión, fortalece el firme proceso democratizador que este país ha seguido desde el final de la Segunda Guerra Mundial, lo más importante que le ha ocurrido a Europa occidental cara al futuro. No porque tenga el menor reparo estético contra crucifijos y cruces o porque albergue la más mínima animadversión contra cristianos o católicos. Todo lo contrario. Aunque no soy creyente, estoy convencido de que una sociedad no puede alcanzar una elevada cultura democrática —es decir, no puede disfrutar cabalmente de la libertad y la legalidad— si no está profundamente impregnada de esa vida espiritual y moral que, para la inmensa mayoría de los seres humanos, es indisociable de la religión. Así lo recuerda Paul Johnson, desde hace por lo menos veinte años, documentando en sus prolijos estudios el papel primordial que la fe y las prácticas religiosas cristianas desempeñaron en la aparición de una cultura democrática en el seno de las tinieblas de la arbitrariedad y el despotismo en que daba tumbos el género humano.

Pero, a diferencia de Paul Johnson, estoy también convencido de que si el Estado no preserva su carácter secular y laico, y, cediendo a la consideración cuantitativa que ahora esgrimen los adversarios del Tribunal Constitucional alemán —¿por qué no sería cristiano el Estado si la gran mayoría de los ciudadanos lo es?—, se identifica con una Iglesia, la democracia está perdida, a corto o a mediano plazo. Por una razón muy simple: ninguna iglesia es democrática. Todas ellas postulan una verdad, que tiene la abrumadora coartada de la trascendencia y el padrinazgo abracadabrante de un ser divino, contra los que se estrellan y pulverizan todos los argumentos de la razón, y se negarían a sí mismas —se suicidarían— si fueran tolerantes y retráctiles y estuvieran dispuestas a aceptar los principios elementales de la vida democrática como son el pluralismo, el relativismo, la coexistencia de verdades contradictorias, las constantes concesiones recíprocas para la formación de consensos sociales. ¿Cómo sobreviviría el catolicismo si se pusiera al voto de los fieles, digamos, el dogma de la Inmaculada Concepción?

La naturaleza dogmática e intransigente de la religión se hace evidente en el caso del islamismo porque las sociedades donde éste ha echado raíces no han experimentado el proceso de secularización que, en Occidente, separó a la religión del Estado y la privatizó, convirtiéndola en un derecho individual en vez de un deber público, y obligándola a adaptarse a las nuevas circunstancias, es decir a confinarse en una actividad cada vez más privada y menos pública. Pero de allí a concluir que si la Iglesia recuperara el poder temporal que en las sociedades democráticas modernas perdió, éstas seguirían siendo tan libres y abiertas como lo son ahora, es una soberana ingenuidad. Invito a los optimistas que así lo creen, como Paul Johnson, a echar una ojeada a aquellas sociedades tercermundistas donde la Iglesia católica tiene todavía en sus manos cómo influir de manera decisiva en la dación de las leyes y el gobierno de la sociedad, y averiguar sólo qué ocurre allí con la censura cinematográfica, el divorcio y el control de la natalidad —no hablemos de la despenalización del aborto—, para que comprueben que, cuando está en condiciones de hacerlo, el catolicismo no vacila un segundo en imponer sus verdades a como dé lugar y no sólo a sus fieles, también a todos los infieles que se le pongan a su alcance.

Por eso, una sociedad democrática, si quiere seguir siéndolo, a la vez que garantiza la libertad de cultos y alienta en su seno una intensa vida religiosa, debe velar por que la Iglesia —cualquier iglesia— no desborde la esfera que le corresponde, que es la de lo privado, e impedir que se infiltre en el Estado y comience a imponer sus particulares convicciones al conjunto de la sociedad, algo que sólo puede hacer atropellando la libertad de los no creyentes. La presencia de una cruz o un crucifijo en una escuela pública es tan abusiva para quienes no son cristianos como lo sería la imposición del velo islámico en una clase donde haya niñas cristianas y budistas además de musulmanas, o la kippah judía en un seminario mormón. Como no hay manera, en este tema, de respetar las creencias de todos a la vez, la política estatal no puede ser otra que la neutralidad. Los jueces del Tribunal Constitucional de Karlsruhe han hecho lo que debían hacer y su fallo los honra.

El País, Madrid, 27 de agosto de 1995