VI. El opio del pueblo

Contrariamente a lo que los librepensadores, agnósticos y ateos de los siglos XIX y XX imaginaban, en la era posmoderna la religión no está muerta y enterrada ni ha pasado al desván de las cosas inservibles: vive y colea, en el centro de la actualidad.

No hay manera de saber, desde luego, si el fervor de creyentes y practicantes de las distintas religiones que existen en el mundo ha aumentado o decrecido. Pero nadie puede negar la presencia que ocupa el tema religioso en la vida social, política y cultural contemporánea, probablemente tanto o más grande que en el siglo XIX, cuando las luchas intelectuales y cívicas a favor o en contra del laicismo eran preocupación central en gran número de países a ambos lados del Atlántico.

Por lo pronto, el gran protagonista de la política actual, el terrorista suicida, visceralmente ligado a la religión, es un subproducto de la versión más integrista y fanática del islamismo. El combate de Al-Qaeda y su líder, el difunto Osama bin Laden, no lo olvidemos, es ante todo religioso, una ofensiva purificadora contra los malos musulmanes y renegados del islam, así como contra los infieles, nazarenos (cristianos) y degenerados de Occidente encabezados por el Gran Satán, los Estados Unidos. En el mundo árabe la confrontación que más violencias ha generado tiene un carácter inequívocamente religioso y el terrorismo islamista ha hecho hasta ahora más víctimas entre los propios musulmanes que entre los creyentes de otras religiones. Sobre todo si se tiene en cuenta el número de iraquíes muertos o mutilados por acción de los grupos extremistas chiíes y suníes y los asesinados en Afganistán por los talibanes, movimiento integrista que nació en las madrazas o escuelas religiosas afganas y paquistaníes, y que, al igual que Al-Qaeda, no ha vacilado nunca en asesinar a musulmanes que no comparten su puritanismo integrista.

Las divisiones y conflictos diversos que recorren a las sociedades musulmanas no han contribuido en lo más mínimo a atenuar la influencia de la religión en la vida de los pueblos sino a exacerbarla. En todo caso, no es el laicismo el que ha ganado terreno; más bien, en países como el Líbano y Palestina, los focos laicistas se han encogido en los últimos años con el crecimiento como fuerzas políticas del Hezbolá («El Partido de Dios») libanés y de Hamás, que obtuvo el control de la Franja de Gaza en limpias elecciones. Estos partidos, al igual que la Yihad Islámica palestina, tienen un origen fundamentalmente religioso. Y, en las primeras elecciones libres que han celebrado en su historia Túnez y Egipto, la mayoría de los votos ha favorecido a los partidos islámicos (más bien moderados).

Si esto ocurre en el seno del islam, no se puede decir que la convivencia entre las distintas denominaciones, iglesias y sectas cristianas sea siempre pacífica. En Irlanda del Norte la lucha entre la mayoría protestante y la minoría católica, ahora interrumpida (ojalá que para siempre), ha dejado una abrumadora cantidad de muertos y heridos por las acciones criminales de los extremistas de ambos bandos. También en este caso el conflicto político entre unionistas e independentistas ha ido acompañado de un simultáneo y más profundo antagonismo religioso, como entre las facciones adversarias del islam.

El catolicismo vive en su seno grandes conflictos. Hasta hace algunos años, el más intenso era entre los tradicionalistas y los progresistas promotores de la Teología de la Liberación, pugna que luego de la entronización de dos pontífices de línea conservadora —Juan Pablo I y Benedicto XVI— parece haberse resuelto, por el momento, con el acorralamiento (no la derrota) de esta última tendencia. Ahora, el problema más agudo que enfrenta la Iglesia católica es la revelación de una poderosa tradición de violaciones y pedofilia en colegios, seminarios, albergues y parroquias, truculenta realidad señalada hacía años por indicios y sospechas que, durante mucho tiempo, la Iglesia consiguió silenciar. Pero, en los últimos años, debido a acciones y denuncias judiciales de las propias víctimas, estos abusos sexuales han ido saliendo a la luz de manera tan numerosa que no se puede hablar de casos aislados sino de prácticas muy extendidas en el espacio y en el tiempo. El hecho ha causado escalofríos en el mundo entero, sobre todo entre los propios fieles. La aparición de testimonios de millares de víctimas en casi todos los países católicos llevó a la Iglesia en ciertos lugares, como Irlanda y los Estados Unidos, al borde de la quiebra por las elevadísimas sumas que se ha visto obligada a gastar defendiéndose ante los tribunales o pagando daños y perjuicios a las víctimas de violaciones y maltratos sexuales cometidos por sacerdotes. Pese a sus protestas, resulta evidente que parte al menos de la jerarquía eclesiástica —las acusaciones en este sentido han alcanzado al propio pontífice— se hizo cómplice de los religiosos pedófilos y violadores, protegiéndolos, negándose a denunciarlos a las autoridades, y limitándose a cambiarlos de destino sin apartarlos de sus tareas sacerdotales, incluida la enseñanza de menores. La severísima condena por parte del papa Benedicto XVI de los Legionarios de Cristo, a los que ha declarado en reorganización integral, y de su fundador, el padre Marcial Maciel, mexicano, bígamo, incestuoso, estafador, estuprador de niños y niñas, incluido uno de sus propios hijos —un personaje que parece escapado de las novelas del marqués de Sade—, no acaba de borrar las sombras que todo ello ha echado sobre una de las más importantes religiones del mundo.

¿Ha contribuido todo este escándalo a mermar la influencia de la Iglesia católica? No me atrevería a afirmarlo. Es verdad que en muchos países los seminarios se cierran por falta de novicios y que, comparados con los de antaño, las limosnas, donaciones, herencias y legados que recibía la Iglesia han disminuido. Pero, en un sentido no numérico, se diría que las dificultades han aguzado la energía y militancia de los católicos, que nunca han estado más activos en sus campañas sociales, manifestándose contra los matrimonios gays, la legalización del aborto, las prácticas anticonceptivas, la eutanasia y el laicismo. En países como España la movilización católica —tanto de la jerarquía como de las organizaciones seculares de la Iglesia—, de impresionante amplitud, alcanza por momentos una virulencia que de ningún modo se podría considerar la de una Iglesia en retirada o contra las cuerdas. El poder político y social que en la mayor parte de los países latinoamericanos ejerce la Iglesia católica sigue incólume y a ello se debe que, en materia de libertad sexual y liberación de la mujer, los avances sean mínimos. En la gran mayoría de países iberoamericanos, la Iglesia católica ha conseguido que la «píldora» y la «píldora del día siguiente» sigan siendo ilegales, así como toda forma de prácticas anticonceptivas. La prohibición, claro está, sólo es efectiva para las mujeres pobres pues de la clase media para arriba los anticonceptivos, así como el aborto, se practican de manera extendida pese a la prohibición legal.

Cosa parecida puede decirse de las iglesias protestantes. Ellas, con apoyo de los católicos muchas veces, han tomado la iniciativa en Estados Unidos de movilizarse para que la enseñanza escolar se ajuste a los postulados de la Biblia, y quede abolida de los programas la teoría de Darwin sobre la selección de las especies y la evolución, y se la reemplace por el «creacionismo», o «diseño inteligente», postura anticientífica que, por anacrónica y oscurantista que parezca, no es imposible que llegue a prevalecer en ciertos estados norteamericanos donde la influencia religiosa es muy grande en el campo político.

De otro lado, la ofensiva misionera protestante en América Latina y otras regiones del Tercer Mundo es enorme, resuelta, y ha obtenido resultados notables. Las iglesias evangélicas han desplazado en muchos lugares apartados y marginales, de extrema pobreza, al catolicismo, que, por falta de sacerdotes o merma del fervor misionero, ha cedido terreno a las impetuosas iglesias protestantes. Éstas tienen buena acogida entre las mujeres por su prohibición del alcohol y su exigencia de entrega constante a las prácticas religiosas de los conversos, lo que contribuye a la estabilidad de las familias y mantiene a los maridos alejados de cantinas y burdeles.

La verdad es que en casi todos los conflictos más sangrientos de los últimos tiempos —Israel/Palestina, la guerra de los Balcanes, las violencias de Chechenia, los incidentes en China en la región de Xinjiang, donde ha habido levantamientos de los uigures, de religión musulmana, las matanzas entre hindúes y musulmanes en la India, los choques entre ésta y Pakistán, etcétera— la religión asoma como la razón profunda del conflicto y de la división social que está detrás de la sangría.

El caso de la URSS y los países satélites es instructivo. Al desplomarse el comunismo, luego de setenta años de persecución a las iglesias y prédica atea, la religión no sólo no ha desaparecido, sino que renació y volvió a ocupar un lugar prominente en la vida social. Ha ocurrido en Rusia, donde de nuevo se llenan las iglesias y reaparecen los popes en el mundo oficial y por doquier, y en las antiguas sociedades que estuvieron bajo el control soviético. Al desplomarse el comunismo, la religión, ortodoxa o católica, florece de nuevo, lo que indica que nunca desapareció, sólo se mantuvo adormecida y oculta para resistir el asedio, contando siempre con el apoyo discreto de vastos sectores de la sociedad. El renacer de la Iglesia ortodoxa rusa es impresionante. Los gobiernos bajo la presidencia de Putin, y luego de Medvédev, han comenzado a devolver las iglesias y propiedades religiosas confiscadas por los bolcheviques y está en proceso incluso la devolución de las catedrales del Kremlin, así como conventos, escuelas, obras de arte y cementerios que antaño pertenecieron a la Iglesia. Se calcula que, desde la caída del comunismo, el número de fieles ortodoxos se ha triplicado en toda Rusia.

La religión, pues, no da señales de eclipsarse. Todo indica que tiene vida para rato. ¿Es esto bueno o malo para la cultura y la libertad?

La respuesta a esta pregunta del científico británico Richard Dawkins, quien ha publicado un libro contra la religión y en defensa del ateísmo —The God Delusion—, así como la del periodista y ensayista Christopher Hitchens, autor de otro libro reciente titulado significativamente Dios no es bueno. Alegatos contra la religión, no deja dudas. Pero en la reciente polémica que ambos protagonizaron actualizando los antiguos cargos de oscurantismo, superstición, irracionalidad, discriminación de género, autoritarismo y conservadurismo retrógrado contra las religiones, hubo también numerosos científicos, como el premio Nobel de Física Charles Tornes (que patrocina la tesis del «diseño inteligente»), y publicistas que, con no menos entusiasmo, defienden sus creencias religiosas y refutan los argumentos según los cuales la fe en Dios y la práctica religiosa son incompatibles con la modernidad, el progreso, la libertad y los descubrimientos y verdades de la ciencia contemporánea.

Ésta no es una polémica que se pueda ganar o perder con razones, porque a éstas antecede siempre un parti pris: un acto de fe. No hay manera de demostrar racionalmente que Dios exista o no exista. Cualquier razonamiento a favor de una tesis tiene su equivalente en la contraria, de modo que en torno a este asunto todo análisis o discusión que quiera confinarse en el campo de las ideas y razones debe comenzar por excluir la premisa metafísica y teológica —la existencia o inexistencia de Dios— y concentrarse en las secuelas y consecuencias que de aquél a se derivan: la función de iglesias y religiones en el desenvolvimiento histórico y la vida cultural de los pueblos, asunto que sí está dentro de lo verificable por la razón humana.

Un dato fundamental a tener en cuenta es que la creencia en un ser supremo, creador de lo que existe, y en otra vida que antecede y sigue a la terrenal, forma parte de todas las culturas y civilizaciones que se conocen. No hay excepciones a esta regla. Todas tienen su dios o sus dioses y todas confían en otra vida después de la muerte, aunque las características de esta trascendencia varíen hasta el infinito según el tiempo y el lugar. ¿A qué se debe que los seres humanos de todas las épocas y geografías hayan hecho suya esta creencia? Los ateos responden de inmediato: a la ignorancia y al miedo a la muerte. Hombres y mujeres, no importa cuál sea su grado de información o de cultura, de lo más primitivo a lo más refinado, no se resignan a la idea de la extinción definitiva, a que su existencia sea un hecho pasajero y accidental, y, por el o, necesitan que haya otra vida y un ser supremo que la presida. La fuerza de la religión es tanto mayor cuanto más grande sea la ignorancia de una comunidad. Cuando el conocimiento científico va limpiando las legañas y supersticiones de la mente humana y reemplazándolas con verdades objetivas, toda la construcción artificial de los cultos y creencias con que el primitivo trata de explicarse el mundo, la naturaleza y el trasmundo, comienza a resquebrajarse. Éste es el principio del fin para esa interpretación mágica e irracional de la vida y la muerte, lo que al fin y al cabo marchitará y evaporará a la religión.

Ésa es la teoría. En la práctica no ha ocurrido ni tiene visos de ocurrir. El desarrollo del conocimiento científico y tecnológico ha sido prodigioso (no siempre benéfico) desde la época de las cavernas y ha permitido al ser humano conocer profundamente la naturaleza, el espacio estelar, su propio cuerpo, averiguar su pasado, dar unas batallas decisivas contra la enfermedad y elevar las condiciones de vida de los pueblos de una manera inimaginable para nuestros ancestros. Pero, salvo para minorías relativamente pequeñas, no ha conseguido arrancar a Dios del corazón de los hombres ni que las religiones se extingan. El argumento de los ateos es que se trata de un proceso todavía en marcha, que el avance de la ciencia no se ha detenido, sigue progresando y tarde o temprano llegará el final de ese combate atávico en el que Dios y la religión desaparecerán expulsados de la vida de los pueblos por las verdades científicas. Este artículo de fe para los liberales y progresistas decimonónicos es difícil de aceptar cotejado con el mundo de hoy, que lo desmiente por doquier: Dios nos rodea por los cuatro costados y, enmascaradas con disfraces políticos, las guerras religiosas siguen causando tantos estragos a la humanidad como en la Edad Media. Lo cual no demuestra que Dios efectivamente exista, sino que una gran mayoría de seres humanos, entre ellos muchos técnicos y científicos destacados, no se resignan a renunciar a esa divinidad que les garantiza alguna forma de supervivencia después de la muerte.

Por lo demás no es sólo la idea de la muerte, de la extinción física, lo que ha mantenido viva a la trascendencia a lo largo de la historia.

También, la creencia complementaria de que es necesaria, indispensable, para que esta vida sea soportable, una instancia superior a la terrena, donde se premie el bien y se castigue el mal, se discrimine entre las buenas y las malas acciones, se reparen las injusticias y crueldades de que somos víctimas y reciban sanción quienes nos las infligen. La realidad es que, pese a todos los avances que en materia de justicia ha hecho la sociedad desde los tiempos antiguos, no hay comunidad humana en la que el grueso de la población no tenga el sentimiento y la convicción absoluta de que la justicia total no es de este mundo. Todos creen que, no importa cuán equitativa sea la ley ni cuán respetable sea el cuerpo de magistrados encargados de administrar justicia, o cuán honrados y dignos los gobiernos, la justicia no llega a ser nunca una realidad tangible y al alcance de todos, que defienda al individuo común y corriente, al ciudadano anónimo, de ser abusado, atropellado y discriminado por los poderosos. No es por eso raro que la religión y las prácticas religiosas estén más arraigadas en las clases y sectores más desfavorecidos de la sociedad, aquellos contra los cuales, por su pobreza y vulnerabilidad, se encarnizan los abusos y vejámenes de toda índole y que por lo general quedan impunes. Se soporta mejor la pobreza, la discriminación, la explotación y el atropello si se cree que habrá un desagravio y una reparación póstumos para todo el o. (Por eso, Marx llamó a la religión «el opio del pueblo», droga que anestesiaba el espíritu rebelde de los trabajadores y permitía a sus amos vivir tranquilos explotándolos).

Otra de las razones por las que los seres humanos se aferran a la idea de un dios todopoderoso y una vida ultraterrena es que, unos más y otros menos, casi todos sospechan que si aquella idea desapareciera y se instalara como una verdad científica inequívoca que Dios no existe y la religión no es más que un embeleco desprovisto de sustancia y realidad, sobrevendría, a la corta o a la larga, una barbarización generalizada de la vida social, una regresión selvática a la ley del más fuerte y la conquista del espacio social por las tendencias más destructivas y crueles que anidan en el hombre y a las que, en última instancia, frenan y atenúan no las leyes humanas ni la moral entronizada por la racionalidad de los gobernantes, sino la religión. Dicho de otro modo, si hay algo que todavía pueda llamarse una moral, un cuerpo de normas de conducta que propicien el bien, la coexistencia en la diversidad, la generosidad, el altruismo, la compasión, el respeto al prójimo, y rechacen la violencia, el abuso, el robo, la explotación, es la religión, la ley divina y no las leyes humanas. Desaparecido este antídoto, la vida se iría tornando poco a poco un aquelarre de salvajismo, prepotencia y exceso, donde los dueños de cualquier forma de poder —político, económico, militar, etcétera— se sentirían libres de cometer todos los latrocinios concebibles, dando rienda suelta a sus instintos y apetitos más destructivos. Si esta vida es la única que tenemos y no hay nada después de ella y vamos a extinguirnos para siempre jamás, ¿por qué no trataríamos de aprovecharla de la máxima manera posible, aun si ello significara precipitar nuestra propia ruina y sembrar nuestro alrededor con las víctimas de nuestros instintos desatados? Los hombres se empeñan en creer en Dios porque no confían en sí mismos. Y la historia nos demuestra que no les falta razón pues hasta ahora no hemos demostrado ser confiables.

Esto no quiere decir, desde luego, que la vigencia de la religión garantice el triunfo del bien sobre el mal en este mundo y la eficacia de una moral que ataje la violencia y la crueldad en las relaciones humanas. Sólo quiere decir que, por mal que ande el mundo, un oscuro instinto hace pensar a gran parte de la humanidad que andaría todavía peor si los ateos y laicos a ultranza lograran su objetivo de erradicar a Dios y a la religión de nuestras vidas. Ésta sólo puede ser una intuición o una creencia (otro acto de fe): no hay estadística capaz de probar que es así o lo contrario.

Finalmente, hay una última razón, filosófica o, más propiamente, metafísica, para el tan prolongado arraigo de Dios y la religión en la conciencia humana. Contrariamente a lo que creían los librepensadores, ni el conocimiento científico ni la cultura en general —menos aún una cultura devastada por la frivolidad— bastan para liberar al hombre de la soledad en que lo sume el presentimiento de la inexistencia de un trasmundo, de una vida ultraterrena. No se trata del miedo a la muerte, del espanto ante la perspectiva de la extinción total. Sino de esa sensación de desamparo y extravío en esta vida, aquí y ahora, que asoma en el ser humano ante la sola sospecha de la inexistencia de otra vida, de un más allá desde el cual un ser o unos seres más poderosos y sabios que los humanos conozcan y determinen el sentido de la vida, del orden temporal e histórico, es decir, del misterio dentro del que nacemos, vivimos y morimos, y a cuya sabiduría podamos acercarnos lo suficiente como para entender nuestra propia existencia de un modo que le dé sustento y justificación. Con todos los avances que ha hecho, la ciencia no ha logrado desvelar este misterio y es dudoso que lo logre alguna vez. Muy pocos seres humanos son capaces de aceptar la idea del «absurdo existencialista», de que estamos «arrojados» aquí en el mundo por obra de un azar incomprensible, de un accidente estelar, que nuestras vidas son meras casualidades desprovistas de orden ni concierto, y que todo lo que con ellas ocurra o deje de ocurrir depende exclusivamente de nuestra conducta y voluntad y de la situación social e histórica en que nos hallamos insertos. Esta sola idea, que Albert Camus describió en El mito de Sísifo con lucidez y serenidad y de la que extrajo hermosas conclusiones sobre la belleza, la libertad y el placer, al común de los mortales lo sume en la anomia, la parálisis y la desesperación.

En el ensayo inicial de El hombre y lo divino, «Del nacimiento de los dioses», María Zambrano se pregunta: «¿Cómo han nacido los dioses y por qué?». La respuesta que encuentra es todavía anterior y más profunda que la mera toma de conciencia del hombre primitivo de su desamparo, soledad y vulnerabilidad. En verdad, dice, es algo constitutivo, una «necesidad abismal, definitoria de la condición humana», sentir ante el mundo aquella «extrañeza» que provoca en el ser humano un «delirio de persecución» que sólo cesa, o al menos se aplaca, cuando reconoce y se siente rodeado de aquellos dioses cuya existencia presentía y lo hacían vivir en la zozobra y el frenesí antes de reconocerlos e incorporarlos a su existencia. María Zambrano investiga el caso específico de los dioses griegos, pero sus conclusiones valen para todas las civilizaciones y culturas. Si no fuera así, se pregunta ella misma, «¿Por qué ha habido siempre dioses, de diverso tipo, ciertamente, pero, al fin, dioses?». La respuesta a esta interrogación la da en otro de los ensayos del libro, «La huella del paraíso», y no puede ser más convincente: «Y en los dos puntos extremos que marcan el horizonte humano, el pasado perdido y el futuro a crear, resplandece la sed y el ansia de una vida divina sin dejar de ser humana, una vida divina que el hombre parece haber tenido siempre como modelo previo, que se ha ido diseñando a través de la confusión en abigarradas imágenes, como un rayo de luz pura que se colorease al atravesar la turbia atmósfera de las pasiones, de la necesidad y del sufrimiento».[9]

En los años sesenta yo viví, en Londres, una época en la que una nueva cultura irrumpió con fuerza y se extendió de allí por buena parte del mundo occidental, la de los hippies o los flower children. Lo más novedoso y llamativo de ella fueron la revolución musical que trajo consigo, la de los Beatles y los Rolling Stones, una nueva estética en el atuendo, la reivindicación de la marihuana y otras drogas, la libertad sexual, pero, también, el rebrote de una religiosidad que, apartándose de las grandes religiones tradicionales de Occidente, se volcaba hacia el Oriente, el budismo y el hinduismo principalmente, y todos los cultos relacionados con ellos, así como a innumerables sectas y prácticas religiosas primitivas, muchas de dudoso origen y, a veces, fabricadas por gurús de pacotilla y aprovechadores pintorescos. Pero, no importa cuánto hubiera de ingenuidad, moda y monería en esta tendencia, lo cierto es que detrás de esa proliferación de iglesias y creencias exóticas, genuinas o farsantes, lo evidente es que los millares de jóvenes de todo el mundo que se volcaron en ellas y les dieron vida, o peregrinaron a Katmandú como antaño sus abuelos a los Santos Lugares o los musulmanes a La Meca, mostraron de manera palpable esa necesidad de vida espiritual y trascendencia de la que sólo pequeñas minorías a lo largo de la historia se han librado. No deja de ser instructivo al respecto que tantos inconformes y rebeldes contra la primacía del cristianismo sucumbieran luego al hechizo y las prédicas religioso-psicodélicas de personajes como el padre del LSD, Timothy Leary, el Maharishi Mahesh Yogi, el santón y gurú favorito de los Beatles, o el profeta coreano de los Moonies y la Iglesia de la Unificación, el reverendo Sun Myung Moon.

Muchos han tomado muy poco en serio este rebrote de religiosidad superficial, teñido de pintoresquismo, candidez, parafernalia cinematográfica y proliferación de cultos e iglesias promovidos por una publicidad chillona y de mal gusto como productos comerciales de consumo doméstico. Que sean recientes, a veces grotescamente embusteras, que se aprovechen de la incultura, ingenuidad y frivolidad de sus adeptos, no es obstáculo para que a éstos les presten un servicio espiritual y les ayuden a llenar un vacío en sus vidas, tal como a millones de otros seres humanos les ocurre con las iglesias tradicionales. No de otra manera se explica que algunas de estas iglesias de reciente aparición, como la Cienciología fundada por L. Ron Hubbard, y favorecida por algunas luminarias de Hollywood, entre ellos Tom Cruise y John Travolta, hayan resistido el acoso a que han sido sometidas en países como Alemania, donde aquél a fue acusada de lavado de cerebros y explotación de menores, y constituido un verdadero imperio económico internacional. No tiene nada de sorprendente que en la civilización de la pantomima la religión se acerque al circo y a veces se confunda con él.

Para hacer un balance de la función que han cumplido las religiones en el curso de la historia humana es imprescindible separar los efectos que ellas han tenido en el ámbito privado e individual y en el público y social. No se debe confundirlos pues se perderían matices y hechos fundamentales. Al creyente y practicante su religión —sea ésta profunda, antigua y popular, o contemporánea, superficial y minúscula— desde luego que le sirve. Le permite explicarse quién es y qué hace en este mundo, le proporciona un orden, una moral para organizar su vida y su conducta, una esperanza de perennidad luego de su muerte, un consuelo para el infortunio, y el alivio y la seguridad que se derivan de sentirse parte de una comunidad que comparte creencias, ritos y formas de vida. Sobre todo para quienes sufren y son víctimas de abusos, explotación, pobreza, frustración, desgracia, la religión es una tabla de salvación a la que asirse para no sucumbir a la desesperación, que anula la capacidad de reacción y resistencia al infortunio, y empuja al suicidio.

Desde el punto de vista social hay también muchas derivaciones positivas de la religión. En el caso del cristianismo, por ejemplo, fue una verdadera revolución para su tiempo la prédica extendida del perdón que incluía a los enemigos, a los que Cristo enseñaba que había que amar al igual que a los amigos, y la conversión de la pobreza en un valor moral que Dios premiaría en la otra vida («los últimos serán los primeros»), así como la condena de la riqueza y del rico que hace Jesús en el Evangelio según San Mateo (19:24): «Es más fácil pasar un camello por el ojo de una aguja, que un rico entrar en el reino de los cielos». El cristianismo propuso una fraternidad universal, combatiendo los prejuicios y la discriminación entre las razas, las culturas y las etnias y sosteniendo que todas ellas sin excepción eran hijas de Dios y bienvenidas en la casa del Señor. Aunque estas ideas y prédicas tardaron en abrirse paso y traducirse en formas de conducta por parte de Estados y gobiernos, ellas contribuyeron a aliviar las formas más brutales de la explotación, la discriminación y las violencias, a humanizar la vida en el mundo antiguo y sentaron las bases de lo que, con el correr del tiempo, sería el reconocimiento de los derechos humanos, la abolición de la esclavitud, la condena del genocidio y la tortura. En otras palabras, el cristianismo dio un impulso determinante al nacimiento de la cultura democrática.

Sin embargo, a la vez que por una parte servía a esta causa con la filosofía implícita en su doctrina, por otra el cristianismo sería, sobre todo en sociedades que no habían experimentado un proceso de secularización, uno de los mayores obstáculos para que la democracia se expandiera y arraigara. En esto no ha sido diferente de ninguna otra religión. Las religiones sólo admiten y proclaman verdades absolutas y cada cual rechaza las de las demás de manera categórica. Todas ellas aspiran no sólo a conquistar las almas y el corazón de los seres humanos, también su conducta. Mientras fue una religión de catacumbas, marginal, perseguida, de gentes pobres y desvalidas, el cristianismo representó una forma de civilización que contrastaba con la barbarie de los paganos, sus violencias enloquecidas, sus prejuicios y supersticiones, los excesos de sus vidas y su inhumanidad en el trato con el otro. Pero cuando prendió y fue incorporando a sus filas a las clases dirigentes y pasó a cogobernar o gobernar directamente a la sociedad, el cristianismo perdió el semblante de mansedumbre que tenía. En el poder se volvió intolerante, dogmático, exclusivista y fanático. La defensa de la ortodoxia lo llevó a validar y ejercer él mismo tantas o peores violencias que las que habían sufrido los primeros cristianos de parte de los paganos y a encabezar y legitimar guerras y crueldades inicuas contra sus adversarios. Su identificación o cercanía con el poder lo indujo muchas veces a hacer concesiones vergonzosas a los reyes, príncipes, caudillos y, en general, a los poderosos. Si en ciertas épocas, como el Renacimiento, la Iglesia favoreció el desarrollo de las artes y las letras —ni Dante ni Piero della Francesca ni Miguel Ángel hubieran sido posibles sin ella—, luego se convertiría, en el dominio del pensamiento, tan brutalmente represiva como lo fue desde el principio en el dominio de la investigación científica, censurando y castigando incluso con la tortura y la muerte a los pensadores, científicos y artistas sospechosos de heterodoxia. Las Cruzadas, la Inquisición, el Index son otros tantos símbolos de la intransigencia, el dogmatismo y la ferocidad con que la Iglesia combatió la libertad intelectual, científica y artística, así como las duras batallas que debieron librar contra ella los grandes luchadores de la libertad en los países católicos. En los países protestantes hubo menos intolerancia para con la ciencia y una censura menos estricta para con la literatura y las artes, pero no fue menor que en las sociedades católicas la rigidez en lo concerniente a la familia, el sexo y el amor. En ambos casos, la discriminación de la mujer tuvo siempre a la Iglesia como adalid, y en ambos, también, la Iglesia alentó o toleró el antisemitismo.

Sólo con la secularización la Iglesia iría aceptando (resignándose a el o, más bien) que era preciso dar al César lo que correspondía al César y a Dios lo que es de Dios. Es decir, admitir una división estricta entre lo espiritual y lo temporal, que su soberanía se ejerciera en lo primero y que en lo segundo respetara lo que decidieran todos los ciudadanos, cristianos o no. Sin ese proceso de secularización que apartó a la Iglesia del gobierno temporal no habría habido democracia, un sistema que significa coexistencia en la diversidad, pluralismo cívico y también religioso, y leyes que pueden no sólo no coincidir con la filosofía y la moral cristianas sino disentir de ellas radicalmente. La secularización de la sociedad fue entendida, durante la Revolución Francesa, en los sectores anarquistas y comunistas durante la Segunda República Española o en un período importante de la Revolución Mexicana y en las Revoluciones de Rusia y de China, como una lucha frontal contra la religión hasta extirparla de la sociedad. Se quemaron conventos e iglesias, se asesinó a religiosos y creyentes, se prohibieron las prácticas litúrgicas, se erradicó de la educación toda forma de enseñanza cristiana y se promovió intensamente el ateísmo y el materialismo. Todo ello no sólo fue cruel e injusto, sino, sobre todo, inútil. Las persecuciones tuvieron el efecto de una poda pues, luego de un tiempo, hicieron renacer con más brío las creencias y las prácticas religiosas. Francia, Rusia y México son en la actualidad el mejor ejemplo de ello.

La secularización no puede significar persecución, discriminación ni prohibición a las creencias y cultos, sino libertad irrestricta para que los ciudadanos ejerciten y vivan su fe sin el menor tropiezo siempre y cuando respeten las leyes que dictan los parlamentos y los gobiernos democráticos. La obligación de éstos es garantizar que nadie sea acosado o perseguido en razón de su fe y, al mismo tiempo, obrar de manera que las leyes se cumplan así se aparten de las doctrinas religiosas. Esto ha ocurrido en todos los países democráticos en asuntos como el divorcio, el aborto, el control de la natalidad, el homosexualismo, los matrimonios gays, la eutanasia, la descriminalización de las drogas. De manera general, la Iglesia ha limitado su reacción a protestas legítimas, como manifiestos, mítines, publicaciones y campañas encaminadas a movilizar a la opinión pública en contra de las reformas y disposiciones que rechaza, aunque haya en su seno instituciones y clérigos extremistas que alienten las prácticas autoritarias de la extrema derecha.

La preservación del secularismo es requisito indispensable para la supervivencia y perfeccionamiento de la democracia. Para saberlo basta volver la vista hacia las sociedades donde el proceso de secularización es nulo o mínimo, como ocurre en la gran mayoría de países musulmanes.

La identificación del Estado con el islam —los casos extremos son ahora Arabia Saudita e Irán— ha sido un obstáculo insuperable para la democratización de la sociedad y ha servido —sirve todavía, aunque, por fin, parece haberse iniciado un proceso emancipador en el mundo árabe— para preservar sistemas dictatoriales que impiden la libre coexistencia de las religiones y ejercitan un control abusivo y despótico sobre la vida privada de los ciudadanos, sancionándolos con dureza (que puede llegar a la cárcel, la tortura y la ejecución) si se apartan de las prescripciones de la única religión tolerada. No era muy diferente la situación de las sociedades cristianas antes de la secularización y seguiría siéndolo si este proceso no hubiera tenido lugar. Catolicismo y protestantismo redujeron su intolerancia y aceptaron coexistir con otras religiones no porque su doctrina fuera menos totalizadora e intolerante que la del islam, sino forzados por las circunstancias, unos movimientos y una presión social que pusieron a la Iglesia a la defensiva y la obligaron a adaptarse a las costumbres democráticas. No es verdad que el islam sea incompatible con la cultura de la libertad, no menos que el cristianismo en todo caso. La diferencia es que en las sociedades cristianas hubo, empujado por movimientos políticos inconformes y rebeldes y una filosofía laica, un proceso que obligó a la religión a privatizarse, a desestatizarse, gracias a lo cual la democracia prosperó. En Turquía, gracias a Mustafa Kemal Atatürk, la sociedad vivió un proceso de secularización (impulsado por métodos violentos) y, desde hace algunos años, pese a que una mayoría de turcos es de confesión musulmana, la sociedad se ha ido abriendo hacia la democracia mucho más que el resto de países islámicos.

El laicismo no está contra la religión; está en contra de que la religión se convierta en obstáculo para el ejercicio de la libertad y en una amenaza contra el pluralismo y la diversidad que caracterizan a una sociedad abierta. En ésta la religión pertenece al dominio de lo privado y no debe usurpar las funciones del Estado, el que debe mantenerse laico precisamente para evitar en el ámbito religioso el monopolio, siempre fuente de abuso y corrupción. La única manera de ejercitar la imparcialidad que garantice el derecho de todos los ciudadanos a profesar la religión que les plazca o a rechazarlas todas, es ser laico, es decir, no subordinado a institución religiosa alguna en sus deberes de función.

Mientras la religión se mantenga en el ámbito de lo privado, no es un peligro para la cultura democrática sino, más bien, su cimiento y complemento irreemplazable.

Aquí entramos en un asunto difícil y controvertible sobre el que no hay unanimidad de pareceres entre los demócratas, ni siquiera entre los liberales. Por eso debemos avanzar en este terreno con prudencia, evitando las minas de que está sembrado. Así como tengo la firme convicción de que el laicismo es insustituible en una sociedad de veras libre, con no menos firmeza creo que, para que una sociedad lo sea, es igualmente necesario que en ella prospere una intensa vida espiritual —lo que para la gran mayoría significa vida religiosa—, pues, de lo contrario, ni las leyes ni las instituciones mejor concebidas funcionan a cabalidad y, a menudo, se estragan o corrompen. La cultura democrática no está hecha solamente de instituciones y leyes que garanticen la equidad, la igualdad ante la ley, la igualdad de oportunidades, mercados libres, una justicia independiente y eficaz, lo que implica jueces probos y capaces, el pluralismo político, la libertad de prensa, una sociedad civil fuerte, los derechos humanos. También y, sobre todo, de la convicción arraigada entre los ciudadanos de que este sistema es el mejor posible y la voluntad de hacerlo funcionar. Esto no puede ser realidad sin unos valores y paradigmas cívicos y morales profundamente anclados en el cuerpo social, algo que, para la inmensa mayoría de seres humanos, es indistinguible de unas convicciones religiosas. Es verdad que desde los siglos XVIII y XIX ha habido en el mundo occidental, entre los sectores —siempre minoritarios— de librepensadores, ciudadanos ejemplares cuyo agnosticismo o ateísmo no fue obstáculo para unas conductas cívicas intachables, signadas por la honestidad, el respeto a la ley y la solidaridad social. Es el caso, en España, en las primeras décadas del siglo XX, de tantos maestros y maestras impregnados de ideología anarquista cuya moral laica, de alto civismo, los convirtió en verdaderos misioneros sociales que haciendo grandes sacrificios personales y llevando vidas espartanas se esforzaron por alfabetizar y formar a los sectores más empobrecidos y marginados de la sociedad. Se podrían citar muchos ejemplos parecidos.

Pero, hecha esta salvedad, lo cierto es que esta moral laica sólo ha encarnado en grupos reducidos. Todavía sigue siendo una realidad indiscutible que, para las grandes mayorías, es la religión la fuente primera y mayor de los principios morales y cívicos que son el sustento de la cultura democrática. Y que, cuando, como ocurre en nuestros días en las sociedades libres, tanto del Primer como del Tercer Mundo, la religión empieza a desfallecer, pierde dinamismo y crédito y se vuelve superficial y frívola —un mero ornamento social—, el resultado es perjudicial, y puede llegar a ser trágico, para el funcionamiento de las instituciones de la democracia.

Ocurre en todos los estratos de la vida social, pero donde el fenómeno es más visible es, sin duda, en la economía.

La Iglesia católica y el capitalismo nunca se llevaron bien. Desde los comienzos de la Revolución Industrial inglesa, que disparó el desarrollo económico y la economía de mercado, los Papas han lanzado duros anatemas, en encíclicas y sermones, contra un sistema que, a su juicio, alentaba el apetito de riquezas materiales, el egoísmo, el individualismo, acentuaba las diferencias económicas y sociales entre ricos y pobres y apartaba a los seres humanos de la vida espiritual y religiosa. Hay un elemento de verdad en estas críticas, pero ellas pierden su capacidad persuasiva si se las sitúa en un contexto histórico y social más ancho, el de la transformación positiva que trajo al conjunto de los seres humanos el régimen de la propiedad privada y una economía libre donde empresas y empresarios compitan bajo reglas claras y equitativas por la satisfacción de las necesidades de los consumidores. A ese sistema se debe que buena parte de la humanidad se librara de lo que Karl Marx llamaba «el cretinismo de la vida rural», que progresara la medicina en particular y las ciencias en general y se elevaran los niveles de vida de una manera vertiginosa en todas las sociedades abiertas, en tanto que las cautivas languidecían en el régimen patrimonialista y mercantilista que conducía a la pobreza, la escasez y la miseria para la mayoría de la población y al lujo y la opulencia para la cúpula. El mercado libre, sistema insuperado e insuperable para la asignación de recursos, hizo surgir a las clases medias, que dan la estabilidad y el pragmatismo políticos a las sociedades modernas, y ha hecho que tenga una vida digna la inmensa mayoría de los ciudadanos, algo que no ocurrió antes en la historia de la humanidad.

Ahora bien, es verdad que este sistema de economía libre acentúa las diferencias económicas y alienta el materialismo, el apetito consumista, la posesión de riquezas y una actitud agresiva, beligerante y egoísta que, si no encuentra freno alguno, puede llegar a provocar trastornos profundos y traumáticos en la sociedad. De hecho, la reciente crisis financiera internacional, que ha hecho tambalear a todo Occidente, tiene como origen la codicia desenfrenada de banqueros, inversores y financistas que, cegados por la sed de multiplicar sus ingresos, violentaron las reglas de juego del mercado, engañaron, estafaron y precipitaron un cataclismo económico que ha arruinado a millones de gentes en el mundo.

De otro lado, en las tareas creativas y, digamos, imprácticas, el capitalismo provoca una confusión total entre precio y valor en la que este último sale siempre perjudicado, algo que, a la corta o a la larga, conduce a esa degradación de la cultura y el espíritu que es la civilización del espectáculo. El mercado libre fija los precios de los productos en función de la oferta y la demanda, lo que ha hecho que en casi todas partes, incluidas las sociedades más cultas, obras literarias y artísticas de altísimo valor queden disminuidas y arrinconadas, debido a su dificultad y exigencia de una cierta formación intelectual y de una sensibilidad aguzada para ser cabalmente apreciadas. La contrapartida es que, cuando el gusto del gran público determina el valor de un producto cultural, es inevitable que, en muchísimos casos, escritores, pensadores y artistas mediocres o nulos, pero vistosos y pirotécnicos, diestros en la publicidad y la autopromoción o que halagan con destreza los peores instintos del público, alcancen altísimas cotas de popularidad y le parezcan, a la inculta mayoría, los mejores y sus obras sean las más cotizadas y divulgadas.

Esto, en el dominio de la pintura, por ejemplo, como hemos visto, ha llevado a que las obras de verdaderos embaucadores, gracias a las modas y a la manipulación del gusto de los coleccionistas por obra de galeristas y críticos, alcancen precios vertiginosos. Ello indujo a pensadores como Octavio Paz a condenar el mercado y sostener que ha sido el gran responsable de la bancarrota de la cultura en la sociedad contemporánea. El tema es vasto y complejo, y abordarlo en todas sus vertientes nos llevaría muy lejos de la materia de este capítulo, que es la función de la religión en la cultura de nuestro tiempo. Baste señalar, sin embargo, que, tanto como el mercado, influye en esta anarquía y en los malentendidos múltiples que la escisión entre precio y valor ha significado para los productos culturales, la desaparición de las elites y de la crítica y los críticos, que antaño establecían jerarquías y paradigmas estéticos, fenómeno que no está relacionado directamente con el mercado, más bien con el empeño de democratizar la cultura y ponerla al alcance de todo el mundo.

Todos los grandes pensadores liberales, desde John Stuart Mil hasta Karl Popper, pasando por Adam Smith, Ludwig von Mises, Friedrich Hayek, Isaiah Berlin y Milton Friedman, señalaron que la libertad económica y política sólo cumplía a cabalidad su función civilizadora, creadora de riqueza y de empleo y defensora del individuo soberano, de la vigencia de la ley y el respeto a los derechos humanos, cuando la vida espiritual de la sociedad era intensa y mantenía viva e inspiraba una jerarquía de valores respetada y acatada por el cuerpo social. Éste era el mejor modo, según ellos, de que la cesura entre precio y valor desapareciera o al menos se atenuara. El gran fracaso, y las crisis que experimenta sin tregua el sistema capitalista —la corrupción, el tráfico de influencias, las operaciones mercantilistas para enriquecerse transgrediendo la ley, la codicia frenética que explica los grandes fraudes de entidades bancarias y financieras, etcétera— no se deben a fallas constitutivas a sus instituciones, sino al desplome de ese soporte moral y espiritual encarnado en la vida religiosa que hace las veces de brida y correctivo permanente que mantiene al capitalismo dentro de ciertas normas de honestidad, respeto hacia el prójimo y hacia la ley. Cuando esta estructura, invisible pero influyente, de carácter ético, se desploma y desvanece para grandes sectores sociales, sobre todo aquellos que tienen mayor injerencia y responsabilidad en la vida económica, cunde la anarquía y comienzan a infectar la economía de las sociedades libres aquellos elementos perturbadores que provocan una creciente desconfianza en un sistema que parece funcionar sólo en beneficio de los más poderosos (o los más bribones) y en perjuicio de los ciudadanos comunes y corrientes, carentes de fortuna y privilegios. La religión, que, en el pasado, dio al capitalismo una consistencia grande en las conciencias, como lo vio Max Weber en su ensayo sobre la religión protestante y el desarrollo del capitalismo, al banalizarse hasta desaparecer en muchas capas de la sociedad moderna —en las elites precisamente—, ha contribuido a provocar esa «crisis del capitalismo» de la que se habla cada vez más, al mismo tiempo que, con la desaparición de la URSS y la conversión de China en un país capitalista autoritario, el socialismo pareció, para todos los efectos prácticos, haber llegado al final de su historia.

La frivolidad desarma moralmente a una cultura descreída. Socava sus valores e infiltra en su ejercicio prácticas deshonestas y, a veces, abiertamente delictivas, sin que haya para ellas ningún tipo de sanción moral. Y es todavía más grave si quien delinque —por ejemplo, violentando la privacidad de alguna persona famosa para exhibirla en una situación embarazosa— es premiado con el éxito mediático y llega a disfrutar de los quince minutos de fama que pronosticó Andy Warhol para todo el mundo en 1968. Un ejemplo recientísimo de lo que digo es el simpático embaucador italiano Tommaso Debenedetti, que durante años estuvo publicando en diarios de su país «entrevistas» con escritores, políticos, religiosos (incluido el Papa), que, a menudo, eran reproducidas en periódicos extranjeros. Todas eran falsas, inventadas de pies a cabeza. Yo mismo fui uno de sus «entrevistados». Lo descubrió el novelista norteamericano Philip Roth, que no se reconoció en unas declaraciones que le atribuían las agencias de prensa. Comenzó a seguir la pista de la noticia, hasta dar con el falsario. ¿Algo le ha ocurrido a Tommaso Debenedetti por haber engañado a diarios y lectores con las setenta y nueve colaboraciones falsas detectadas hasta ahora? Sanción, ninguna. La revelación del fraude lo ha tornado un héroe mediático, un pícaro audaz e inofensivo cuya imagen y hazaña han dado la vuelta al mundo, como la de un héroe de nuestro tiempo. Y lo cierto es que, aunque resulte triste reconocerlo, lo es. Él se defiende con esta bonita paradoja: «Mentí, pero sólo para poder decir una verdad». ¿Cuál? Que vivimos en un tiempo de fraudes, en el que el delito, si es divertido y entretiene al gran número, se perdona.

Dos asuntos han llevado a la actualidad en los últimos años el tema de la religión y provocado agrias polémicas en las democracias avanzadas. El primero, si en los colegios públicos, que administra el Estado y financian todos los contribuyentes, se debe excluir toda forma de enseñanza religiosa y dejar que ésta se confine de manera exclusiva en el ámbito privado. Y, el segundo, si se debe prohibir en las escuelas por parte de las niñas y jóvenes el uso del velo, el burka y el hiyab.

Abolir enteramente toda forma de enseñanza religiosa en los colegios públicos sería formar a las nuevas generaciones con una cultura deficiente y privarlas de un conocimiento básico para entender su historia, su tradición y disfrutar del arte, la literatura y el pensamiento de Occidente. La cultura occidental está embebida de ideas, creencias, imágenes, festividades y costumbres religiosas. Mutilar este riquísimo patrimonio de la educación de las nuevas generaciones equivaldría a entregarlas atadas de pies y manos a la civilización del espectáculo, es decir, a la frivolidad, la superficialidad, la ignorancia, la chismografía y el mal gusto. Una enseñanza religiosa no sectaria, objetiva y responsable, en la que se explique el papel hegemónico que ha cumplido el cristianismo en la creación y evolución de la cultura de Occidente, con todas sus divisiones y secesiones, sus guerras, sus incidencias históricas, sus logros, sus excesos, sus santos, sus místicos, sus mártires y martirizados, y la manera como todo ello ha influido, para bien y para mal, en la historia, la filosofía, la arquitectura, el arte y la literatura, es indispensable si se quiere que la cultura no degenere al ritmo que lo viene haciendo y que el mundo del futuro no esté dividido entre analfabetos funcionales y especialistas ignaros e insensibles.

El uso del velo o las túnicas que cubren parcial o enteramente el cuerpo de la mujer no debería ser objeto de debate en una sociedad democrática. ¿No existe en ella acaso la libertad? ¿Qué clase de libertad es esa que impediría a una niña o joven vestirse de acuerdo a las prescripciones de su religión o a su capricho? Sin embargo, no es nada seguro que llevar un velo o un burka sea una decisión libremente tomada por la niña, joven o mujer que los usa. Es muy probable que los lleve no por gusto ni acto libre personal sino como símbolo de la condición que la religión islámica impone a la mujer, es decir, de absoluta servidumbre a su padre o marido. En estas condiciones, el velo y la túnica dejan de ser sólo prendas de vestir y se convierten en emblemas de la discriminación que rodea a la mujer todavía en buena parte de las sociedades musulmanas. ¿Debe tolerar un país democrático, en nombre del respeto a las creencias y culturas, que en su seno sigan existiendo instituciones y costumbres (prejuicios y estigmas, más bien) que la democracia abolió hace siglos a costa de grandes luchas y sacrificios? La libertad es tolerante, pero no puede serlo para quienes con su conducta la niegan, hacen escarnio de ella y, a fin de cuentas, quisieran destruirla. En muchos casos, el empleo de símbolos religiosos como el burka y el hiyab que llevan las niñas musulmanas a los colegios son meros desafíos a esa libertad de la mujer alcanzada en Occidente, a la que quisieran recortar, obteniendo concesiones y constituyendo enclaves soberanos en el seno de una sociedad abierta. Es decir, detrás del aparentemente benigno atuendo se embosca una ofensiva que pretende obtener un derecho de ciudad para prácticas y comportamientos reñidos con la cultura de la libertad.

La inmigración es indispensable para los países desarrollados que quieren seguirlo siendo y, también por esa razón práctica, deben favorecerla y acoger a trabajadores de lenguas y creencias distintas. Desde luego que un gobierno democrático debe facilitar a esas familias inmigrantes la preservación de su religión y sus costumbres. Pero, a condición que ellas no vulneren los principios y las leyes del Estado de derecho. Éste no admite la discriminación ni el sometimiento de la mujer a una servidumbre que hace tabla rasa de sus derechos humanos. Una familia musulmana en una sociedad democrática tiene la misma obligación que las familias oriundas a ajustar su conducta a las leyes vigentes aun cuando éstas contradigan costumbres y comportamientos inveterados de sus lugares de origen.

Ése es el contexto en el que hay que situar siempre el debate sobre el velo, el burka y el hiyab. Así se entendería mejor la decisión de Francia —justa y democrática en mi opinión— de prohibir de manera categórica el uso del velo o cualquier otra forma de uniforme religioso para las niñas en las escuelas públicas.