V. Cultura, política y poder

La cultura no depende de la política, no debería en todo caso, aunque ello es inevitable en las dictaduras, sobre todo las ideológicas o religiosas, en las que el régimen se siente autorizado a dictar normas y establecer cánones dentro de los cuales debe desenvolverse la vida cultural, bajo una vigilancia del Estado empeñado en que ella no se aparte de la ortodoxia que sirve de sostén a quienes gobiernan. El resultado de este control, lo sabemos, es la progresiva conversión de la cultura en propaganda, es decir, en su delicuescencia por falta de originalidad, espontaneidad, espíritu crítico y voluntad de renovación y experimentación formal.

En una sociedad abierta, aunque mantenga su independencia de la vida oficial, es inevitable y necesario que la cultura y la política tengan relación e intercambios. No sólo porque el Estado, sin recortar la libertad de creación y de crítica, debe apoyar y propiciar actividades culturales —en la preservación y promoción del patrimonio cultural, ante todo—, sino también porque la cultura debe ejercitar una influencia sobre la vida política, sometiéndola a una continua evaluación crítica e inculcándole valores y formas que le impidan degradarse. En la civilización del espectáculo, por desgracia, la influencia que ejerce la cultura sobre la política, en vez de exigirle mantener ciertos estándares de excelencia e integridad, contribuye a deteriorarla moral y cívicamente, estimulando lo que pueda haber en ella de peor, por ejemplo, la mera mojiganga. Ya hemos visto cómo, al compás de la cultura imperante, la política ha ido reemplazando cada vez más las ideas y los ideales, el debate intelectual y los programas, por la mera publicidad y las apariencias. Consecuentemente, la popularidad y el éxito se conquistan no tanto por la inteligencia y la probidad como por la demagogia y el talento histriónico. Así, se da la curiosa paradoja de que, en tanto que en las sociedades autoritarias es la política la que corrompe y degrada a la cultura, en las democracias modernas es la cultura —o eso que usurpa su nombre— la que corrompe y degrada a la política y a los políticos.

Para ilustrar mejor lo que quiero decir, haré un pequeño salto al pasado, en relación con la vida pública que mejor conozco: la peruana.

Cuando entré a la Universidad de San Marcos, en Lima, el año 1953, «política» era una mala palabra en el Perú. La dictadura del general Manuel Apolinario Odría (1948-1956) había conseguido que para gran número de peruanos «hacer política» significara dedicarse a una actividad delictuosa, asociada a la violencia social y a tráficos ilícitos. La dictadura había impuesto una Ley de Seguridad Interior de la República que ponía fuera de la ley a todos los partidos y una rigurosa censura impedía que en diarios, revistas y radios (la televisión aún no llegaba) apareciera la menor crítica al gobierno. En cambio, las publicaciones e informativos estaban plagados de alabanzas al dictador y sus cómplices. El buen ciudadano debía entregarse a su trabajo y ocupaciones domésticas sin inmiscuirse en la vida pública, monopolio de quienes ejercían el poder protegidos por las Fuerzas Armadas. La represión mantenía en las cárceles a los dirigentes apristas, comunistas y sindicalistas. Tuvieron que exiliarse centenares de militantes de esos partidos y personas vinculadas al gobierno democrático del doctor José Luis Bustamante y Rivero (1945-1948), al que el golpe militar de Odría derrocó.

Existía una actividad política clandestina, pero mínima, debido a la dureza de las persecuciones. La Universidad de San Marcos era uno de los focos más intensos de aquella acción de catacumbas que se repartían prácticamente apristas y comunistas, rivales enconados entre sí. Pero eran minoritarios dentro de la masa de universitarios en la que, por temor o apatía, había cundido también ese apoliticismo que, como todas las dictaduras, la de Odría quiso imponer al país.

A partir de mediados de los años cincuenta el régimen se hizo cada vez más impopular. Y, en consecuencia, un número creciente de peruanos se fue atreviendo a hacer política, es decir, a enfrentarse al gobierno y a sus matones y policías, en mítines, huelgas, paros, publicaciones, hasta obligarlo a convocar unas elecciones, que, en 1956, pusieron fin al «ochenio».

Al restablecerse el Estado de derecho, abolirse la Ley de Seguridad Interior, resucitar la libertad de prensa y el derecho de crítica, legalizarse a los partidos fuera de la ley y autorizarse la creación de otros —el partido Acción Popular, la Democracia Cristiana y el Movimiento Social Progresista—, la política volvió al centro de la actualidad, rejuvenecida y prestigiada. Como suele ocurrir cuando a una dictadura sucede un régimen de libertades, la vida cívica atrajo a muchos peruanos y peruanas que veían ahora la política con optimismo, como un instrumento para buscar remedio a los males del país. No exagero si digo que en aquellos años los más eminentes profesionales, empresarios, académicos y científicos se sintieron llamados a intervenir en la vida pública, incitados por una voluntad desinteresada de servir al Perú. El o se reflejó en el Parlamento elegido en 1956. Desde entonces el país no ha vuelto a tener una Cámara de Senadores y una Cámara de Diputados de la calidad intelectual y moral de las de entonces. Y algo parecido se puede decir de quienes ocuparon ministerios y cargos públicos en aquellos años, o, desde la oposición, hicieron política criticando al gobierno y proponiendo alternativas a la gestión gubernamental.

No digo con esto que los gobiernos de Manuel Prado (1956-1962) y de Fernando Belaúnde Terry (1963-1968), con el intervalo de una Junta Militar (1962-1963) para no perder la costumbre, fueran exitosos. De hecho no lo fueron, pues, en 1968, ese breve paréntesis democrático de poco más de un decenio se desplomó una vez más por obra de otra dictadura militar —la de los generales Juan Velasco Alvarado y Francisco Morales Bermúdez— que duraría doce años (1968-1980). Lo que quiero destacar es que, a partir de 1956 y por un breve lapso, la política en el Perú dejó de ser percibida por la sociedad como un quehacer desdeñable y concitó la ilusión del mayor número, que vio en ella una actividad que podía canalizar las energías y talentos capaces de convertir a esa socielad atrasada y empobrecida en un país libre y próspero. La política se adecentó por algunos años porque la gente decente se animó a hacer política en vez de evadirla.

Hoy en día, en todas las encuestas que se hacen sobre la política una mayoría significativa de ciudadanos opina que se trata de una actividad mediocre y sucia, que repele a los más honestos y capaces, y recluta sobre todo a nulidades y pícaros que ven en ella una manera rápida de enriquecerse. No ocurre sólo en el Tercer Mundo. El desprestigio de la política en nuestros días no conoce fronteras y ello obedece a una realidad incontestable: con variantes y matices propios de cada país, en casi todo el mundo, el avanzado como el subdesarrollado, el nivel intelectual, profesional y sin duda también moral de la clase política ha decaído. Esto no es privativo de las dictaduras. Las democracias padecen ese mismo desgaste y la secuela de ello es el desinterés por la política que delata el ausentismo en los procesos electorales tan frecuente en casi todos los países. Las excepciones son raras. Probablemente ya no queden sociedades en las que el quehacer cívico atraiga a los mejores.

¿A qué se debe que el mundo entero haya llegado a pensar aquello que todos los dictadores han querido inculcar siempre a los pueblos que sojuzgan, que la política es una actividad vil?

Es verdad que, en muchos lugares, la política es o se ha vuelto, en efecto, sucia y vil. «Lo fue siempre», dicen los pesimistas y los cínicos. No, no es cierto que lo fuera siempre ni que lo sea ahora en todas partes y de la misma manera. En muchos países y en muchas épocas, la actividad cívica alcanzó un prestigio merecido porque atraía gente valiosa y porque sus aspectos negativos no parecían prevalecer en ella sobre el idealismo, honradez y responsabilidad de la mayoría de la clase política. En nuestra época, aquellos aspectos negativos de la vida política han sido magnificados a menudo de una manera exagerada e irresponsable por un periodismo amarillo con el resultado de que la opinión pública ha llegado al convencimiento de que la política es un quehacer de personas amorales, ineficientes y propensas a la corrupción.

El avance de la tecnología audiovisual y los medios de comunicación, que sirve para contrarrestar los sistemas de censura y control en las sociedades autoritarias, debería haber perfeccionado la democracia e incentivado la participación en la vida pública. Pero ha tenido más bien el efecto contrario, porque la función crítica del periodismo se ha visto en muchos casos distorsionada por la frivolidad y el hambre de diversión de la cultura imperante. Al exponer a la luz pública, como ha hecho el Wikileaks de Julian Assange, en sus pequeñeces y miserias, las interioridades de la vida política y diplomática, el periodismo ha contribuido a despojar de respetabilidad y seriedad un quehacer que, en el pasado, conservaba cierta aura mítica, de espacio fecundo para el heroísmo civil y las empresas audaces en favor de los derechos humanos, la justicia social, el progreso y la libertad. La frenética busca del escándalo y la chismografía barata que se encarniza con los políticos ha tenido como secuela en muchas democracias que lo que mejor conozca de ellos el gran público sea sólo lo peor que pueden exhibir. Y aquello que exhiben es, por lo general, el mismo penoso quehacer en que nuestra civilización ha convertido todo lo que toca: una comedia de fantoches capaces de valerse de las peores artimañas para ganarse el favor de un público ávido de diversión.

No se trata de un problema, porque los problemas tienen solución y éste no lo tiene. Es una realidad de la civilización de nuestro tiempo ante la cual no hay escapatoria. En teoría, la justicia debería fijar los límites a partir de los cuales una información deja de ser de interés público y transgrede el derecho a la privacidad de los ciudadanos. En la mayor parte de los países, un juicio semejante sólo está al alcance de estrellas y millonarios. Ningún ciudadano de a pie puede arriesgarse a un proceso que, además de asfixiarlo en un piélago litigioso, en caso de perder le costaría mucho dinero. Y, por otra parte, a menudo los jueces, con criterio respetable, se resisten a dar sentencias que parezcan restringir o abolir la libertad de expresión e información, garantía de la democracia.

El periodismo escandaloso es un perverso hijastro de la cultura de la libertad. No se lo puede suprimir sin infligir a la libertad de expresión una herida mortal. Como el remedio sería peor que la enfermedad, debemos soportarlo, como soportan ciertos tumores sus víctimas, porque saben que si trataran de extirparlos podrían perder la vida. No hemos llegado a esta situación por las maquinaciones tenebrosas de unos propietarios de periódicos o canales de televisión ávidos de ganar dinero, que explotan las bajas pasiones de la gente con total irresponsabilidad. Ésta es la consecuencia, no la causa.

Así se comprueba en estos días en Inglaterra, uno de los países más civilizados de la Tierra y donde se creía, hasta hace poco, que la política conservaba elevados estándares éticos y cívicos sólo empañados por ocasionales latrocinios y tráficos deshonestos de funcionarios aislados. El escándalo del que son protagonistas el poderoso Rupert Murdoch, dueño de un imperio de comunicaciones, News Corporation, y el diario londinense News of the World, que aquél se ha visto obligado a clausurar, pese a su inmensa popularidad, porque se descubrió que había delinquido interviniendo teléfonos de millares de personas, entre ellas miembros de la Casa Real y de una niña secuestrada, para alimentar la chismografía escandalosa que era el secreto de su éxito, ha mostrado hasta qué punto una prensa de esta índole puede tener un efecto nefasto sobre las instituciones y los políticos. News of the World tenía bajo sueldo a altos jefes de Scotland Yard, sobornaba a funcionarios y políticos, y utilizaba detectives privados para husmear en la intimidad de la gente famosa. Su poder era tan grande que ministros, funcionarios y hasta primeros ministros cortejaban a sus directores y ejecutivos, temerosos de que el diario los ensuciara involucrándolos en algún escándalo que malograra su reputación y su futuro.

Desde luego que es bueno que todo esto haya salido a la luz y ojalá la justicia imparta las sanciones pertinentes a los culpables. Pero dudo que, con este escarmiento, se erradique el mal, porque las raíces de éste se extienden muy profundamente en todos los estratos de la sociedad.

La raíz del fenómeno está en la cultura. Mejor dicho, en la banalización lúdica de la cultura imperante, en la que el valor supremo es ahora divertirse y divertir, por encima de toda otra forma de conocimiento o ideal. La gente abre un periódico, va al cine, enciende la televisión o compra un libro para pasarla bien, en el sentido más ligero de la palabra, no para martirizarse el cerebro con preocupaciones, problemas, dudas.

Sólo para distraerse, olvidarse de las cosas serias, profundas, inquietantes y difíciles, y abandonarse en un devaneo ligero, amable, superficial, alegre y sanamente estúpido. ¿Y hay algo más divertido que espiar la intimidad del prójimo, sorprender a un ministro o un parlamentario en calzoncillos, averiguar los descarríos sexuales de un juez, comprobar el chapoteo en el lodo de quienes pasaban por respetables y modélicos?

La prensa sensacionalista no corrompe a nadie; nace corrompida por una cultura que, en vez de rechazar las groseras intromisiones en la vida privada de las gentes, las reclama, pues ese pasatiempo, olfatear la mugre ajena, hace más llevadera la jornada del puntual empleado, del aburrido profesional y la cansada ama de casa. La necedad ha pasado a ser la reina y señora de la vida posmoderna y la política es una de sus principales víctimas.

En la civilización del espectáculo acaso los papeles más denigrantes sean los que reservan los medios de comunicación a los políticos. Y ésta es otra de las razones por las que en el mundo contemporáneo haya tan pocos dirigentes y estadistas ejemplares —como un Nelson Mandela o una Aung San Suu Kyi— que merezcan la admiración universal.

Otra de las consecuencias de todo ello es la escasa o nula reacción del gran público hacia unos niveles de corrupción en los países desarrollados y en los llamados en vías de desarrollo, tanto en las sociedades autoritarias como en las democracias, que son tal vez los más elevados de la historia. La cultura esnob y pasota adormece cívica y moralmente a una sociedad que, de este modo, se vuelve cada vez más indulgente hacia los extravíos y excesos de quienes ocupan cargos públicos y ejercen cualquier tipo de poder. De otro lado, esta laxitud moral ocurre cuando la vida económica ha progresado tanto en todo el planeta y alcanzado tal grado de complejidad que la fiscalización del poder que puede ejercer la sociedad a través de la prensa independiente y la oposición es mucho más difícil que en el pasado. Y las cosas se agravan si el periodismo, en vez de ejercer su función fiscalizadora, se dedica sobre todo a entretener a sus lectores, oyentes y televidentes con escándalos y chismografías. Todo ello favorece una actitud tolerante o indiferente en el gran público hacia la inmoralidad.

En las últimas elecciones peruanas, el escritor Jorge Eduardo Benavides se asombró de que un taxista de Lima le dijera que iba a votar por Keiko Fujimori, la hija del dictador que cumple una pena de veinticinco años de prisión por robos y asesinatos. «¿A usted no le importa que el presidente Fujimori fuera un ladrón?», le preguntó al taxista. «No —repuso éste—, porque Fujimori sólo robó lo justo». ¡Lo justo! La expresión resume de manera insuperable todo lo que estoy tratando de explicar. La evaluación más confiable de los dineros sustraídos por Alberto Fujimori y su hombre fuerte, Vladimiro Montesinos, en sus diez años en el poder (1990-2000), hecha por la Procuraduría de la Nación, es de unos seis mil millones de dólares, de los cuales Suiza, Gran Caimán y Estados Unidos devolvieron hasta ahora al Perú apenas ciento ochenta y cuatro millones. No sólo aquel taxista pensaba que este volumen de robo era aceptable, pues, aunque la hija del dictador perdió las elecciones de 2011, estuvo a punto de ganarlas: Ollanta Humala la derrotó por la pequeña diferencia de tres puntos.

Nada desmoraliza tanto a una sociedad ni desacredita tanto a las instituciones como el hecho de que sus gobernantes, elegidos en comicios más o menos limpios, aprovechen el poder para enriquecerse burlando la fe pública depositada en ellos. En América Latina —también en otras regiones del mundo, desde luego— el factor más importante de criminalización de la actividad pública ha sido el narcotráfico. Es una industria que ha tenido una modernización y un crecimiento prodigiosos pues ha aprovechado mejor que ninguna otra la globalización para extender sus redes al ende las fronteras, diversificarse, metamorfosearse y reciclarse en la legalidad. Sus enormes ganancias le han permitido infiltrarse en todos los sectores del Estado. Como puede pagar mejores salarios que éste, compra o soborna jueces, parlamentarios, ministros, policías, legisladores, burócratas, o ejercita intimidaciones y chantajes que, en muchos lugares, le garantizan la impunidad. Casi no hay día que en algún país latinoamericano no se descubra un nuevo caso de corrupción vinculado al narcotráfico. La cultura contemporánea hace que todo esto, en vez de movilizar el espíritu crítico de la sociedad y su voluntad de combatirlo, sea entrevisto y vivido por el gran público con la resignación y el fatalismo con que se aceptan los fenómenos naturales —los terremotos y tsunamis— y como una representación teatral que, aunque trágica y sangrienta, produce emociones fuertes y emulsiona la vida cotidiana.

Desde luego que la cultura no es la única culpable de la devaluación de la política y de la función pública. Otra razón del alejamiento de la vida política de los profesionales y técnicos mejor preparados es lo mal pagados que suelen estar los cargos públicos. Prácticamente en ningún país del mundo los salarios de una repartición oficial son comparables a los que llega a ganar en una empresa privada un joven con buenas credenciales y talento. La restricción en los sueldos de los empleados públicos es una medida que suele tener el respaldo de la opinión, sobre todo cuando la imagen del servidor del Estado está por los suelos, pero sus efectos resultan perjudiciales para el país. Esos bajos salarios son un incentivo para la corrupción. Y alejan de los organismos públicos a los ciudadanos de mejor formación y probidad, lo que significa que esos cargos se llenan a menudo de incompetentes y de personas de escasa moral.

Para que una democracia funcione a cabalidad es indispensable una burocracia capaz y honesta, como las que, en el pasado, hicieron la grandeza de Francia, Inglaterra o Japón, para citar sólo tres casos ejemplares. En todos ellos, hasta una época relativamente reciente, servir al Estado era un trabajo codiciado porque merecía respeto, honorabilidad y la conciencia de estar contribuyendo al progreso de la nación. Esos funcionarios, por lo general, recibían salarios dignos y cierta seguridad en lo concerniente a su futuro. Aunque muchos de ellos hubieran podido ganar más en empresas privadas, preferían el servicio público porque lo que dejaban de percibir en éste lo compensaba el hecho de que el trabajo que realizaban los hacía sentirse respetados, pues sus conciudadanos reconocían la importancia de la función que ejercían. En nuestros días, eso ha desaparecido casi por completo. El funcionario está tan desprestigiado como el político profesional y la opinión pública suele ver en él no una pieza clave del progreso sino una rémora y un parásito del Presupuesto. Desde luego que la inflación burocrática, el crecimiento irresponsable de funcionarios para pagar favores políticos y crearse clientelas adictas ha convertido a veces a la administración pública en un dédalo donde el menor trámite se convierte en una pesadilla para el ciudadano que carece de influencias y no puede o no quiere pagar coimas.

Pero es injusto generalizar y meter en un solo saco a todos cuando hay muchos que resisten la apatía y el pesimismo y demuestran con su discreto heroísmo que la democracia sí funciona.

Una creencia tan extendida como injusta es que a las democracias liberales las está minando la corrupción, que ésta acabará por realizar aquello que el difunto comunismo no logró: desplomarlas. ¿No se descubren a diario, en las antiguas y en las novísimas, asqueantes casos de gobernantes y funcionarios a quienes el poder político sirve para hacerse, a velocidades astronáuticas, con fortunas? ¿No son incontables los casos de jueces sobornados, contratos mal habidos, imperios económicos que tienen en sus planillas a militares, policías, ministros, aduaneros?

¿No llega la putrefacción del sistema a grados tales que sólo queda resignarse, aceptar que la sociedad es y será una selva donde las fieras se comerán siempre a los corderos?

Es esta actitud pesimista y cínica, no la extendida corrupción, la que puede efectivamente acabar con las democracias liberales, convirtiéndolas en un cascarón vacío de sustancia y verdad, eso que los marxistas ridiculizaban con el apelativo de democracia «formal». Es una actitud en muchos casos inconsciente, que se traduce en desinterés y apatía hacia la vida pública, escepticismo hacia las instituciones, reticencia a ponerlas a prueba. Cuando secciones considerables de una sociedad devastada por la inconsecuencia sucumben al catastrofismo y la anomia cívica, el campo queda libre para los lobos y las hienas.

No hay una razón fatídica para que esto ocurra. El sistema democrático no garantiza que la deshonestidad y la picardía se evaporen de las relaciones humanas; pero establece unos mecanismos para minimizar sus estropicios, detectar, denunciar y sancionar a quienes se valen de ellas para escalar posiciones o enriquecerse, y, lo más importante de todo, para reformar el sistema de manera que aquellos delitos entrañen cada vez más riesgos para quienes los cometen.

No hay democracia en nuestros días en que las nuevas generaciones aspiren a servir al Estado con el entusiasmo con que hasta hace pocos años los jóvenes idealistas del Tercer Mundo se entregaban a la acción revolucionaria. Esa entrega llevó a las montañas y selvas de casi toda América Latina en los años sesenta y setenta a centenares de muchachos que veían en la revolución socialista un ideal digno de sacrificarle la vida. Estaban equivocados creyendo que el comunismo era preferible a la democracia, desde luego, pero no se les puede negar una conducta consecuente con un ideal. En otras regiones del mundo, como Afganistán, Pakistán o Irak, jóvenes impregnados de integrismo islámico ofrendan en nuestros días sus vidas convirtiéndose en bombas humanas para hacer desaparecer a decenas de inocentes en mercados, ómnibus y oficinas, convencidos de que esas inmolaciones purificarán el mundo de sacrílegos, concupiscentes y cruzados. Desde luego que semejante locura terrorista merece condena y repudio.

Pero, lo que en nuestros días está ocurriendo en el Medio Oriente, ¿no nos devuelve el entusiasmo al mostrar que la cultura de la libertad está viva y es capaz de dar a la historia un vuelco radical en una región donde aquello parecía poco menos que imposible?

El alzamiento de los pueblos árabes contra las corrompidas satrapías que los explotaban y mantenían en el oscurantismo ha derribado ya a tres tiranos, el egipcio Mubarak, el tunecino Ben Ali y el libio Muamar el Gadafi. Todo el resto de regímenes autoritarios de la región, empezando por Siria, se encuentra amenazado por ese despertar de millones de hombres y mujeres que aspiran a salir del autoritarismo, la censura, el saqueo de las riquezas, a encontrar trabajo y vivir sin miedo, en paz y libertad, aprovechando la modernidad.

Éste es un movimiento generoso, idealista, antiautoritario, popular y profundamente democrático. Nació laico y civil y no ha sido liderado ni capturado por los sectores integristas —no todavía, por lo menos— que quisieran reemplazar las dictaduras militares por dictaduras religiosas.

Para evitarlo es indispensable que las democracias occidentales muestren su solidaridad y su apoyo activo a quienes hoy día en todo el Medio Oriente luchan y mueren por vivir en libertad.

Ahora bien, frente a lo que ocurre allí, preguntémonos: ¿cuántos jóvenes occidentales estarían hoy dispuestos a arrostrar el martirio por la cultura democrática como lo han hecho o están haciendo los libios, tunecinos, egipcios, yemenitas, sirios y otros? ¿Cuántos, que gozan del privilegio de vivir en sociedades abiertas, amparados por un Estado de derecho, arriesgarían sus vidas en defensa de ese tipo de sociedad?

Muy pocos, por la sencilla razón de que la sociedad democrática y liberal, pese a haber creado los más altos niveles de vida de la historia y reducido más la violencia social, la explotación y la discriminación, en vez de despertar adhesiones entusiastas, suele provocar a sus beneficiarios aburrimiento y desdén cuando no una hostilidad sistemática.

Por ejemplo, entre los artistas e intelectuales. Comencé a escribir estas líneas en momentos en que, en la dictadura cubana, un disidente, Orlando Zapata, se había dejado morir después de ochenta y cinco días de huelga de hambre protestando por la situación de los presos políticos en la isla, y otro, Guillermo Fariñas, agonizaba después de varias semanas de privación de alimentos. En esos días leí en la prensa española insultos contra ellos de un actor y un cantante, ambos famosos, que, repitiendo las consignas de la dictadura caribeña, los llamaban «delincuentes». Ninguno de ellos veía la diferencia entre Cuba y España en materia de represión política y falta de libertad. ¿Cómo explicar semejantes actitudes? ¿Fanatismo? ¿Ignorancia? ¿Simple estupidez? No. Frivolidad. Los bufones y los cómicos, convertidos en maîtres à penser —directores de conciencia— de la sociedad contemporánea, opinan como lo que son: ¿qué hay de raro en eso? Sus opiniones parecen responder a supuestas ideas progresistas pero, en verdad, repiten un guión esnobista de izquierda: agitar el cotarro, dar que hablar.

No es malo que los principales privilegiados de la libertad critiquen a las sociedades abiertas, en las que hay muchas cosas criticables; sí que lo hagan tomando partido por quienes quieren destruirlas y sustituirlas por regímenes autoritarios como Venezuela o Cuba. La traición de muchos artistas e intelectuales a los ideales democráticos no lo es a principios abstractos, sino a miles y millones de personas de carne y hueso que, bajo las dictaduras, resisten y luchan por alcanzar la libertad. Pero lo más triste es que esta traición a las víctimas no responda a principios y convicciones, sino a oportunismo profesional y a poses, gestos y desplantes de circunstancias. Muchos artistas e intelectuales de nuestro tiempo se han vuelto muy baratos.

Un aspecto neurálgico de nuestra época que concurre a debilitar la democracia es el desapego a la ley, otra de las gravísimas secuelas de la civilización del espectáculo.

Atención, no hay que confundir este desapego a la ley con la actitud rebelde o revolucionaria de quienes quieren destruir el orden legal existente porque lo consideran intolerable y aspiran a reemplazarlo con otro más equitativo y justo. El desapego a la ley no tiene nada que ver con esta voluntad reformista o revolucionaria, en la que anida una esperanza de cambio y la apuesta por una sociedad mejor. Esas actitudes en la cultura de nuestro tiempo se han extinguido prácticamente con el gran fracaso de los países comunistas cuyo final selló la caída del Muro de Berlín en 1989, la desaparición de la Unión Soviética y la conversión de China Popular en un país de economía capitalista pero de política vertical y autoritaria. Quedan desde luego, aquí y allá, herederos de esa rota utopía, pero se trata de grupos y grupúsculos minoritarios sin mayor perspectiva de futuro. Los últimos países comunistas del planeta, Cuba y Corea del Norte, son dos anacronismos vivientes, países de museo, que no pueden servir a nadie de modelo. Y casos como la Venezuela del comandante Hugo Chávez, que se debate ahora, pese a sus cuantiosas reservas de petróleo, en una crisis económica sin precedentes, mal podría servir para resucitar en el mundo el modelo comunista que en los años sesenta y setenta llegó a entusiasmar a importantes sectores del Primer y Tercer Mundo.

El desapego a la ley ha nacido en el seno de los Estados de derecho, y consiste en una actitud cívica de desprecio o desdén del orden legal existente y una indiferencia y anomia moral que autoriza al ciudadano a transgredir y burlar la ley cuantas veces puede para beneficiarse con el o, lucrando, sobre todo, pero también, muchas veces, simplemente para manifestar su desprecio, incredulidad o burla hacia el orden existente. No son pocos los que, en la era de la civilización entretenida, violan la ley para divertirse, como quien practica un deporte de riesgo.

Una explicación que se da para el desapego a la ley es que a menudo las leyes están mal hechas, dictadas no para favorecer el bien común sino intereses particulares, o concebidas con tanta torpeza que los ciudadanos se ven incitados a esquivarlas. Es obvio que si un gobierno abruma abusivamente de impuestos a los contribuyentes éstos se ven tentados a evadir sus obligaciones tributarias. Las malas leyes no sólo van en contra de los intereses de los ciudadanos comunes y corrientes; además, desprestigian el sistema legal y fomentan ese desapego a la ley que, como un veneno, corroe el Estado de derecho. Siempre ha habido malos gobiernos y siempre ha habido leyes disparatadas o injustas.

Pero, en una sociedad democrática, a diferencia de una dictadura, hay maneras de denunciar, combatir y corregir esos extravíos a través de los mecanismos de participación del sistema: la libertad de prensa, el derecho de crítica, el periodismo independiente, los partidos de oposición, las elecciones, la movilización de la opinión pública, los tribunales. Pero para que ello ocurra es imprescindible que el sistema democrático cuente con la confianza y el sostén de los ciudadanos, que, no importa cuántas sean sus fallas, les parezca siempre perfectible. El desapego a la ley resulta de un desplome de esta confianza, de la sensación de que es el sistema mismo el que está podrido y que las malas leyes que produce no son excepciones sino consecuencia inevitable de la corrupción y los tráficos que constituyen su razón de ser. Una de las consecuencias directas de la devaluación de la política por obra de la civilización del espectáculo es el desapego a la ley.

Recuerdo que una de las impresiones mayores que tuve, en 1966, cuando fui a vivir en Inglaterra —había pasado los siete años anteriores en Francia—, fue descubrir ese respeto, podría decir natural —espontáneo, instintivo y racional a la vez—, del inglés común y corriente por la ley. La explicación parecía ser la creencia firmemente arraigada en la ciudadanía de que, por lo general, las leyes estaban bien concebidas, que su finalidad y fuente de inspiración era el bien común, y que, por lo mismo, tenían una legitimidad moral: que, por lo tanto, aquello que la ley autorizaba estaba bien y era bueno y que lo que ella prohibía estaba mal y era malo. Me sorprendió porque ni en Francia, España, el Perú o Bolivia, países en los que había vivido antes, percibí algo semejante. Esa identificación de la ley y la moral es una característica anglosajona y protestante, no suele existir en los países latinos ni hispanos. En estos últimos los ciudadanos tienden más a resignarse a la ley que a ver en ella la encarnación de principios morales y religiosos, a considerar la ley como un cuerpo ajeno (no necesariamente hostil ni antagónico) a sus creencias espirituales.

De todas maneras, si aquella distinción era cierta en los barrios en que yo viví en Londres, probablemente ya no lo sea en la actualidad donde, en gran parte gracias a la globalización, el desapego a la ley ha igualado a países anglosajones con los latinos e hispanos.

El desapego presupone que las leyes son obra de un poder que no tiene otra razón de ser que servirse a sí mismo, es decir, a quienes lo encarnan y administran, y que, por lo tanto, las leyes, reglamentos y disposiciones que emanan de él están lastrados de egoísmo e intereses particulares y de grupo, lo que exonera moralmente al ciudadano común y corriente de su cumplimiento. La mayoría suele acatar la ley porque no tiene más remedio que hacerlo, por miedo, es decir, por la percepción de que hay más perjuicio que beneficio en tratar de violentar las normas, pero esa actitud debilita tanto la legitimidad y la fuerza de un orden legal como la de quienes delinquen violentándolo. Lo que quiere decir que, en lo que se refiere a la obediencia a la ley, la civilización contemporánea representa también un simulacro, que, en muchos lugares y a menudo, se convierte en pura farsa.

Y en ningún otro campo se ve mejor este generalizado desapego a la ley en nuestro tiempo que en el reinado por doquier de la piratería de libros, discos, videos y demás productos audiovisuales, principalmente la música, que, casi sin obstáculos y hasta, se diría, con el beneplácito general, ha echado raíces en todos los países de la Tierra.

En el Perú, por ejemplo, la piratería de videos y películas hizo quebrar a la cadena Blockbuster y desde entonces los aficionados peruanos a ver películas en televisión aunque quisieran no podrían adquirir DVD legales porque casi no existen en el mercado, salvo en algunos escasos almacenes, que importan algunos títulos y los venden carísimos. El país entero se aprovisiona de películas piratas, principalmente en el extraordinario mercado limeño de Polvos Azules donde, a la vista de todo el mundo —incluidos los policías que cuidan el local de los asaltos de los ladrones—, venden diariamente por pocos soles —centavos de dólares— millares de videos y DVD piratas de películas clásicas o modernas, muchas que ni siquiera han llegado todavía a los cines de la ciudad. La industria pirata es tan eficiente que, si el cliente no encuentra la película que busca, la encarga y a los pocos días la tiene en su poder. Cito el caso de Polvos Azules por la enormidad del lugar y su eficacia comercial.

Se ha convertido en un atractivo turístico. Hay gente que viene desde Chile y Argentina a aprovisionarse de películas piratas a Lima para enriquecer su videoteca particular. Pero este mercado no es el único lugar donde la piratería prospera a ojos vista y en la complacencia general.

¿Quién rehusaría comprar películas piratas que cuestan medio dólar si las legales (que casi ni se encuentran) valen cinco veces más? Ahora los vendedores de DVD piratas están por todas partes y conozco personas que las encargan a sus «caseros» por teléfono pues hay también servicio a domicilio. Quienes nos resistimos por una cuestión de principio a comprar películas piratas somos un puñadito ínfimo de personas y (no sin cierta razón) se nos considera unos imbéciles.

Lo mismo que con los DVD ocurre con los libros. La piratería editorial ha prosperado de manera notable, sobre todo en el mundo subdesarrollado, y las campañas contra ella que hacen los editores y las Cámaras del Libro suelen fracasar estrepitosamente, por el escaso o nulo apoyo que reciben de los gobiernos y, sobre todo, de la población, que no tiene escrúpulo alguno de comprar libros ilegales, alegando el bajo precio a que se venden comparados con el libro legítimo. En Lima, un escritor, crítico y profesor universitario hizo públicamente el elogio de la piratería editorial, alegando que gracias a ella los libros llegaban al pueblo. El robo que la piratería significa contra el editor legítimo, el autor y el Estado a quien el editor pirata burla impuestos, no es tomado en cuenta para nada por la sencilla razón de la generalizada indiferencia respecto a la legalidad. La piratería editorial comenzó siendo una industria artesanal, pero, gracias a la impunidad de la que goza, se ha modernizado al punto de que no se puede descartar que, en países como el Perú, ocurra con los libros lo que ha ocurrido con las películas de DVD: que los piratas quiebren a los editores legales y se queden dueños del mercado. Alfaguara, la editorial que me publica, calcula que por cada libro mío legítimo que se vende en el Perú, se venden seis o siete piratas. (Una de las ediciones piratas de mi novela La Fiesta del Chivo se imprimió ¡en la imprenta del Ejército!).

Pero todavía peor que el caso de las películas y los libros es el de la música. No sólo por la proliferación de CD piratas, sino por la ligereza y total impunidad con que los usuarios de Internet descuelgan canciones, conciertos y discos de la Red. Todas las campañas para atajar la piratería en el dominio de la música han sido inútiles y, de hecho, muchas empresas discográficas han quebrado o están al borde de la ruina por esa competencia desleal que el público, en flagrante manifestación de desapego a la ley, mantiene viva y creciendo.

Lo que digo respecto a las películas, discos, libros y música en general vale también, por supuesto, para un sinnúmero de productos manufacturados, perfumes, vestidos, zapatos. Una de las últimas veces que estuve en Roma debí acompañar a unos amigos turistas a un gran «mercado de imitaciones» (piratas de ropa y zapatos de grandes marcas) que, con etiqueta y todo, se vendían a la cuarta o quinta parte de las piezas legítimas. De manera que ese desapego a la ley no es sólo predisposición del Tercer Mundo. También en el Primero comienza a hacer estragos y amenaza la supervivencia de las industrias y comercios que operan dentro de la legalidad.

El desapego a la ley nos lleva de manera inevitable a una dimensión más espiritual de la vida en sociedad. El gran desprestigio de la política se relaciona sin duda con el quiebre del orden espiritual que, en el pasado, por lo menos en el mundo occidental, hacía las veces de freno a los desbordes y excesos que cometían los dueños del poder. Al desaparecer aquella tutela espiritual de la vida pública, en ésta prosperaron todos aquellos demonios que han degradado la política e inducido a los ciudadanos a no ver en ella nada noble y altruista, sino un quehacer dominado por la deshonestidad.

La cultura debería llenar ese vacío que antaño ocupaba la religión. Pero es imposible que ello ocurra si la cultura, traicionando esa responsabilidad, se orienta resueltamente hacia la facilidad, rehúye los problemas más urgentes y se vuelve mero entretenimiento.