IV. La desaparición del erotismo

Lo que ha ocurrido con las artes y las letras y, en general, con toda la vida intelectual, ha sucedido también con el sexo. La civilización del espectáculo no sólo ha dado el puntillazo a la vieja cultura; asimismo está destruyendo una de sus manifestaciones y logros más excelsos: el erotismo.

Un ejemplo, entre mil.

A finales de 2009 hubo un pequeño alboroto mediático en España al descubrirse que la Junta de Extremadura, en manos de los socialistas, había organizado, dentro de su plan de educación sexual de los escolares, unos tal eres de masturbación para niños y niñas a partir de los catorce años, campaña a la que bautizó, no sin picardía, El placer está en tus manos.

Ante las protestas de algunos contribuyentes de que se invirtiera de este modo el dinero de los impuestos, los voceros de la Junta alegaron que la educación sexual de los niños era indispensable para «prevenir embarazos no deseados» y que las clases de masturbación servirían para «evitar males mayores». En la polémica que el asunto provocó, la Junta de Extremadura recibió las felicitaciones y el apoyo de la Junta de Andalucía, cuya Consejera de Igualdad y Bienestar Social, Micaela Navarro, anunció que en Andalucía comenzaría en breve una campaña similar a la extremeña. De otro lado, un intento de acabar con los tal eres de masturbación mediante una acción judicial que puso en marcha una organización afín al Partido Popular y bautizada, con no menos chispa, Manos Limpias, fracasó de manera estrepitosa pues la Fiscalía del Tribunal de Justicia de Extremadura no dio curso a la denuncia y la archivó.

¡A masturbarse, pues, niños y niñas del mundo! Cuánta agua ha corrido en este planeta que todavía nos soporta a los humanos desde que, en mi niñez, los padres salesianos y los hermanos de La Sal e —colegios en los que estudié— nos asustaban con el espantajo de que los «malos tocamientos» producían la ceguera, la tuberculosis y la imbecilidad. Seis décadas después ¡clases de paja en las escuelas! Eso es el progreso, señores.

¿Lo es, de veras?

La curiosidad me acribilla el cerebro de preguntas. ¿Pondrán notas? ¿Tomarán exámenes? ¿Los tal eres serán teóricos o también prácticos?

¿Qué proezas tendrán que realizar los alumnos para sacar la nota de excelencia y qué fiascos para ser desaprobados? ¿Dependerá de la cantidad de conocimientos que su memoria retenga o de la velocidad, cantidad y consistencia de los orgasmos que produzca la destreza táctil de chicos y chicas? No son bromas. Si se tiene la audacia de abrir tal eres para iluminar a la puericia en las técnicas de la masturbación, estas preguntas son pertinentes.

No tengo el menor reparo moral que oponer a la iniciativa El placer está en tus manos de la Junta de Extremadura. Reconozco las buenas intenciones que la animan y admito que, mediante campañas de esta índole, no es imposible que disminuyan los embarazos no queridos. Mi crítica es de índole sensual y sexual. Me temo que en vez de liberar a los niños de las supersticiones, mentiras y prejuicios que tradicionalmente han rodeado al sexo, los tal eres de masturbación lo trivialicen aún más de lo que ya lo ha trivializado la civilización de nuestro tiempo de tal modo que acaben por convertirlo en un ejercicio sin misterio, disociado del sentimiento y la pasión, privando de este modo a las futuras generaciones de una fuente de placer que irrigó hasta ahora de manera tan fecunda la imaginación y la creatividad de los seres humanos.

La vacuidad y chabacanería que han ido socavando la cultura han estropeado también en cierta forma otra de las más importantes conquistas de nuestra época en los países democráticos: la liberación sexual, el eclipse de muchos tabúes y prejuicios que rodeaban la vida erótica. Porque, al igual que en los dominios del arte y la literatura, la desaparición de las formas en la vida sexual no significa un progreso sino más bien un retroceso que desnaturaliza la libertad y empobrece el sexo, rebajándolo a lo puramente instintivo y animal.

La masturbación no necesita ser enseñada, ella se descubre en la intimidad y es uno de los quehaceres que fundan la vida privada. Ella va desgajando al niño, a la niña, de su entorno familiar, individualizándolos y sensibilizándolos al revelarles el mundo secreto de los deseos, e instruyéndolos sobre asuntos capitales como lo sagrado, lo prohibido, el cuerpo y el placer. Por eso, destruir los ritos privados y acabar con la discreción y el pudor que, desde que la sociedad humana alcanzó la civilización, han acompañado al sexo no es combatir un prejuicio sino amputar de la vida sexual aquella dimensión que fue surgiendo en torno suyo a medida que la cultura y el desarrollo de las artes y las letras iban enriqueciéndola y convirtiéndola a ella misma en obra de arte. Sacar al sexo de las alcobas para exhibirlo en la plaza pública es, paradójicamente, no liberalizarlo sino regresarlo a los tiempos de la caverna, cuando, como los monos y los perros, las parejas no habían aprendido todavía a hacer el amor, sólo a ayuntarse. La supuesta liberación del sexo, uno de los rasgos más acusados de la modernidad en las sociedades occidentales, dentro de la cual se inscribe esta idea de dar clases de masturbación en las escuelas, quizá consiga abolir ciertos prejuicios tontos sobre el onanismo. En buena hora. Pero también podría contribuir a asestar otra puñalada al erotismo y, acaso, acabe con él.

¿Quién saldría ganando? No los libertarios ni los libertinos, sino los puritanos y las iglesias. Y continuaría el delirio y la futilización del amor que caracterizan a la civilización contemporánea en el mundo occidental.

La idea de los tal eres de masturbación es un nuevo eslabón en el movimiento que, para ponerle una fecha de nacimiento (aunque en verdad es anterior), comenzó en París en Mayo de 1968 y pretende poner fin a los obstáculos y prevenciones de carácter religioso e ideológico que, desde tiempos inveterados, han reprimido la vida sexual provocando innumerables sufrimientos, sobre todo a las mujeres y a las minorías sexuales, así como frustración, neurosis y otros desequilibrios psíquicos en quienes, debido a la rigidez de la moral reinante, se han visto discriminados, censurados y condenados a una insegura clandestinidad.

Este movimiento ha tenido saludables consecuencias, desde luego, en los países occidentales, aunque en otras culturas, como la islámica, ha exacerbado las prohibiciones y la represión. El culto de la virginidad que pesaba como una lápida sobre la mujer se ha evaporado y gracias a ello y a la generalización del uso de la píldora las mujeres gozan hoy, si no exactamente de la misma libertad que los hombres, al menos de un margen de autonomía sexual infinitamente más ancho que sus abuelas y bisabuelas y que sus congéneres de los países musulmanes y tercermundistas. De otro lado, aunque sin desaparecer del todo, han ido reduciéndose los prejuicios y anatemas y las disposiciones legales que hasta hace pocos años penaban la homosexualidad por considerarla una práctica perversa. Poco a poco va admitiéndose en los países occidentales el matrimonio entre personas del mismo sexo con los mismos derechos que los de las parejas heterosexuales, incluido el de adoptar niños. Y, también, de manera paulatina, se extiende la idea de que, en materia sexual, lo que hagan o dejen de hacer entre ellos los adultos en uso de razón y decisión, es prerrogativa suya y nadie, empezando por el Estado y terminando por las iglesias, debe inmiscuirse en el asunto.

Todo esto constituye un progreso, por supuesto. Pero es un error creer, como los promotores de este movimiento liberador, que, desacralizándolo, desvistiéndolo de las veladuras, el pudor y los rituales que lo acompañan desde hace siglos, aboliendo de su práctica toda forma simbólica de transgresión, el sexo pasará a ser una práctica sana y normal en la ciudad.

El sexo sólo es sano y normal entre los animales. Lo fue entre los bípedos cuando aún no éramos humanos del todo, es decir, cuando el sexo era en nosotros desfogue del instinto y poco más que eso, una descarga física de energía que garantizaba la reproducción. La desanimalización de la especie fue un largo y complicado proceso y en él tuvo papel decisivo lo que Karl Popper llama «el mundo tercero», el de la cultura y la invención, la lenta aparición del individuo soberano, su emancipación de la tribu, con tendencias, disposiciones, designios, anhelos, deseos, que lo diferenciaban de los otros y lo constituían como ser único e intransferible. El sexo desempeñó un papel protagónico en la creación del individuo y, como mostró Sigmund Freud, en ese dominio, el más recóndito de la soberanía individual, se fraguan los rasgos distintivos de cada personalidad, lo que nos pertenece como propio y nos hace diferentes de los demás. Ése es un dominio privado y secreto y deberíamos procurar que siga siéndolo si no queremos cegar una de las fuentes más intensas del placer y de la creatividad, es decir, de la civilización.

Georges Bataille no se equivocaba cuando alertó contra los riesgos de una permisividad desenfrenada en materia sexual. La desaparición de los prejuicios, algo liberador, en efecto, no puede significar la abolición de los rituales, el misterio, las formas y la discreción gracias a los cuales el sexo se civilizó y humanizó. Con sexo público, sano y normal, la vida se volvería más aburrida, mediocre y violenta de lo que es.

Hay muchas formas de definir el erotismo, pero, tal vez, la principal sea llamarlo la desanimalización del amor físico, su conversión, a lo largo del tiempo y gracias al progreso de la libertad y la influencia de la cultura en la vida privada, de mera satisfacción de una pulsión instintiva en un quehacer creativo y compartido que prolonga y sublima el placer físico rodeándolo de una puesta en escena y unos refinamientos que lo convierten en obra de arte.

Tal vez en ninguna otra actividad se haya ido estableciendo una frontera tan evidente entre lo animal y lo humano como en el dominio del sexo.

Esta diferencia en un principio, en la noche de los tiempos, no existía y confundía a ambos en un acoplamiento carnal sin misterio, sin gracia, sin sutileza y sin amor. La humanización de la vida de hombres y mujeres es un largo proceso en el que intervienen el avance de los conocimientos científicos, las ideas filosóficas y religiosas, el desarrollo de las artes y las letras. En esa trayectoria nada cambia tanto como la vida sexual. Ésta ha sido siempre un fermento de la creación artística y literaria y, recíprocamente, pintura, literatura, música, escultura, danza, todas las manifestaciones artísticas de la imaginación humana han contribuido al enriquecimiento del placer a través de la práctica sexual. No es abusivo decir que el erotismo representa un momento elevado de la civilización y que es uno de sus componentes determinantes. Para saber cuán primitiva es una comunidad o cuánto ha avanzado en su proceso civilizador nada tan útil como escrutar sus secretos de alcoba y averiguar cómo sus miembros hacen el amor.

El erotismo no sólo tiene la función positiva y ennoblecedora de embellecer el placer físico y abrir un amplio abanico de sugestiones y posibilidades que permitan a los seres humanos satisfacer sus deseos y fantasías. Es también una actividad que saca a flote aquellos fantasmas escondidos en la irracionalidad que son de índole destructiva y mortífera. Freud los llamó la vocación tanática, que se disputa con el instinto vital y creativo —el Eros— la condición humana. Librados a sí mismos, sin freno alguno, aquellos monstruos del inconsciente que asoman en la vida sexual y piden derecho de ciudad podrían acarrear una violencia vertiginosa (como la que baña de sangre y cadáveres las novelas del marqués de Sade) y hasta la desaparición de la especie. Por eso el erotismo no sólo encuentra en la prohibición un acicate voluptuoso, también un límite violado el cual se vuelve sufrimiento y muerte.

Yo descubrí que el erotismo estaba inseparablemente unido a la libertad humana, pero también a la violencia, leyendo a los grandes maestros de la literatura erótica que reunió Guillaume Apollinaire en la colección que dirigió (prologando y traduciendo algunos de sus volúmenes) con el título Les maîtres de l’amour.

Ocurrió en Lima, hacia 1955. Acababa de casarme por primera vez y debí acumular varios trabajos a fin de ganarme la vida. Llegué a tener ocho, al mismo tiempo que continuaba mis estudios universitarios. El más pintoresco de ellos era fichar los muertos de los cuarteles coloniales del cementerio Presbítero Maestro, de Lima, cuyos nombres habían desaparecido de los archivos de la Beneficencia. Lo hacía domingos y días feriados, yéndome al cementerio equipado con una escalerita, fichas y lápices. Después de realizar mi escrutinio de las viejas lápidas, elaboraba listas con los nombres y fechas, y la Beneficencia Pública de Lima me pagaba por muerto. Pero el más grato de mis ocho trabajos alimenticios no fue éste sino el de ayudante de bibliotecario del Club Nacional. El bibliotecario era mi maestro, el historiador Raúl Porras Barrenechea. Mis obligaciones consistían en pasar dos horas diarias de lunes a viernes en el elegante edificio del Club, símbolo de la oligarquía peruana, que por aquellos años celebraba su centenario. En teoría, debía dedicar ese par de horas a fichar las nuevas adquisiciones de la biblioteca, pero, no sé si por falta de presupuesto o por negligencia de su directiva, el Club Nacional casi no adquiría ya libros en aquellos años, de modo que podía dedicar aquellas dos horas a escribir y leer. Eran las dos horas más felices de aquellos días en que desde el amanecer hasta la noche no paraba de hacer cosas que me interesaban poco o nada. No trabajaba en la bella sala de lectura de la planta baja del Club sino en una oficina del cuarto piso. Allí descubrí con felicidad, disimulados detrás de unos discretos biombos y unas cortinillas pudibundas, una espléndida colección de libros eróticos, casi todos franceses. Allí leí las cartas y fantasías eróticas de Diderot y de Mirabeau, al marqués de Sade y a Restif de la Bretonne, a Andréa de Nerciat, al Aretino, las Memorias de una cantante alemana, la Autobiografía de un inglés, las Memorias de Casanova, Las amistades peligrosas de Choderlos de Laclos y no sé cuántos otros libros clásicos y emblemáticos de la literatura erótica.

Ella tiene antecedentes clásicos, desde luego, pero irrumpe de verdad en Europa en el siglo XVII, en pleno auge de los philosophes y sus grandes teorías renovadoras de la moral y la política, su ofensiva contra el oscurantismo religioso y su apasionada defensa de la libertad.

Filosofía, sedición, placer y libertad era lo que pedían y practicaban en sus escritos estos pensadores y artistas que reivindicaban orgullosos el apelativo de «libertinos» con que los llamaban, recordando que el sentido primario de ese vocablo era, según recuerda Bataille, «el que desacata o desafía a Dios y a la religión en nombre de la libertad».

La literatura libertina es muy desigual, desde luego, no abundan las obras maestras entre las que produjo, aunque se encuentran algunas novelas o textos de gran valía en medio de muchas otras de escasa o nula significación artística. La limitación principal que suele empobrecerla es que, concentrados de manera obsesiva y excluyente en la descripción de experiencias sexuales, los libros sólo eróticos pronto sucumben a la repetición y a la monomanía, porque la actividad sexual, aunque intensa y fuente maravillosa de goces, es limitada y, si se la separa del resto de actividades y funciones que constituyen la vida de hombres y mujeres, pierde vitalidad y ofrece un carácter recortado, caricatural e inauténtico de la condición humana.

Pero esto no es óbice para que en la literatura libertina resuene siempre un grito de libertad en contra de todas las sujeciones y servidumbres —religiosas, morales y políticas— que restringen el derecho al libre albedrío, a la libertad política y social, y al placer, un derecho que por primera vez se reclama en la historia de la civilización: el de poder materializar las fantasías y deseos que el sexo despierta en los seres humanos. El gran mérito de las monótonas novelas del marqués de Sade es mostrar en ellas cómo el sexo, si se ejerce sin limitación ni freno alguno, acarrea enloquecidas violencias pues es el vehículo privilegiado a través del cual se manifiestan los instintos más destructivos de la personalidad.

Lo ideal en este dominio es que las fronteras dentro de las cuales se despliega la vida sexual se ensanchen lo suficiente para que hombres y mujeres puedan actuar con libertad, volcando en ella sus deseos y fantasmas, sin sentirse amenazados ni discriminados, pero dentro de ciertas formas culturales que preserven al sexo su naturaleza privada e íntima, de manera que la vida sexual no se banalice ni animalice. Eso es el erotismo. Con sus rituales, fantasías, vocación de clandestinidad, amor a las formas y a la teatralidad, nace como un producto de la alta civilización, un fenómeno inconcebible en las sociedades o en las gentes primitivas y bastas, pues se trata de un quehacer que exige sensibilidad refinada, cultura literaria y artística y cierta vocación transgresora. Transgresora es una palabra que en este caso hay que tomar con pinzas, pues dentro del contexto erótico no significa negación de la regla moral o religiosa imperante, sino ambas cosas a la vez: su reconocimiento y su rechazo, mezclados de manera indisoluble. Violando la norma en la intimidad, con discreción y de común acuerdo, la pareja o el grupo llevan a cabo una representación, un juego teatral que inflama su placer con un aderezo de desafío y libertad, a la vez que preserva al sexo el estatuto de quehacer velado, confidencial y secreto.

Sin el cuidado de las formas, de ese ritual que, a la vez que enriquece, prolonga y sublima el placer, el acto sexual retorna a ser un ejercicio puramente físico —una pulsión de la naturaleza en el organismo humano de la que el hombre y la mujer son meros instrumentos pasivos—, desprovisto de sensibilidad y emoción. Y de ello nos ilustra, sin pretenderlo ni saberlo, esa literatura de pacotilla que pretendiendo ser erótica sólo llega a los rudimentos vulgares del género: la pornografía. La literatura erótica se vuelve pornografía por razones estrictamente literarias: el descuido de las formas. Es decir, cuando la negligencia o la torpeza del escritor al utilizar el lenguaje, construir una historia, desarrollar los diálogos, describir una situación, desvela involuntariamente todo lo que hay de soez y repulsivo en un acoplamiento sexual exonerado de sentimiento y elegancia —de mise en scène y de rito—, convertido en mera satisfacción del instinto reproductor.

Hacer el amor en nuestros días, en el mundo occidental, está mucho más cerca de la pornografía que del erotismo y, paradójicamente, ello ha resultado como una deriva degradada y perversa de la libertad.

Los tal eres de masturbación a los que asistirán en el futuro los jóvenes extremeños y andaluces como parte del currículo escolar tienen la apariencia de un paso audaz en la lucha contra la gazmoñería y el prejuicio en el dominio sexual. En la realidad, es probable que esta y otras iniciativas semejantes destinadas a desacralizar la vida sexual convirtiéndola en una práctica tan común y corriente como comer, dormir e ir al trabajo, tengan como consecuencia desilusionar precozmente a las nuevas generaciones de la práctica sexual. Ésta perderá misterio, pasión, fantasía y creatividad y se habrá banalizado hasta confundirse con una mera calistenia. Con el resultado de inducir a los jóvenes a buscar el placer en otra parte, probablemente en el alcohol, la violencia y las drogas.

Por eso, si queremos que el amor físico contribuya a enriquecer la vida de las gentes, liberémoslo de los prejuicios, pero no de las formas y los ritos que lo embellecen y civilizan, y, en vez de exhibirlo a plena luz y por las cal es, preservemos esa privacidad y discreción que permiten a los amantes jugar a ser dioses y sentir que lo son en esos instantes intensos y únicos de la pasión y el deseo compartidos.