III. Prohibido prohibir

Hace ya de esto algunos años vi en París, en la televisión francesa, un documental que se me quedó grabado en la memoria y cuyas imágenes, de tanto en tanto, los sucesos cotidianos actualizan con restallante vigencia, sobre todo cuando se habla del problema cultural mayor de nuestro tiempo: la educación.

El documental describía la problemática de un liceo en las afueras de París, uno de esos barrios donde familias francesas empobrecidas se codean con inmigrantes de origen subsahariano, latinoamericano y árabes del Magreb. Este colegio secundario público, cuyos alumnos, de ambos sexos, constituían un arco iris de razas, lenguas, costumbres y religiones, había sido escenario de violencias: golpizas a profesores, violaciones en los baños o corredores, enfrentamientos entre pandillas a navajazos y palazos y, si mal no recuerdo, hasta tiroteos. No sé si de todo ello había resultado algún muerto, pero sí algunos heridos, y en los registros al local la policía había incautado armas, drogas y alcohol.

El documental no quería ser alarmista, sino tranquilizador, mostrar que lo peor había ya pasado y que, con la buena voluntad de autoridades, profesores, padres de familia y alumnos, las aguas se estaban sosegando. Por ejemplo, con inocultable satisfacción, el director señalaba que gracias al detector de metales recién instalado, por el cual debían pasar ahora los estudiantes al ingresar al colegio, se decomisaban las manoplas, cuchillos y otras armas punzo-cortantes. De este modo, los hechos de sangre se habían reducido de manera drástica. Se habían dictado disposiciones para que ni profesores ni alumnos circularan solos, ni siquiera a los baños, siempre al menos en grupos de dos. De este modo se evitaban asaltos y emboscadas. Y, ahora, el colegio tenía dos psicólogos permanentes para dar consejo a los alumnos y alumnas —casi siempre huérfanos, semihuérfanos, y de familias fracturadas por la desocupación, la promiscuidad, la delincuencia y la violencia de género— inadaptables o pendencieros recalcitrantes.

Lo que más me impresionó en el documental fue la entrevista a una profesora que afirmaba, con naturalidad, algo así como: «Tout va bien, maintenant, mais il faut se débrouiller» («Ahora todo anda bien, pero hay que saber arreglárselas»). Explicaba que, a fin de evitar los asaltos y palizas de antaño, ella y un grupo de profesores se habían puesto de acuerdo para encontrarse a una hora justa en la boca del metro más cercano y caminar juntos hasta el colegio. De este modo el riesgo de ser agredidos por los voyous (golfos) disminuía. Aquella profesora y sus colegas, que iban diariamente a su trabajo como quien va al infierno, se habían resignado, aprendido a sobrevivir y no parecían imaginar siquiera que ejercer la docencia pudiera ser algo distinto a su vía crucis cotidiano.

En esos días terminaba yo de leer uno de los amenos y sofísticos ensayos de Michel Foucault en el que, con su brillantez habitual, el filósofo francés sostenía que, al igual que la sexualidad, la psiquiatría, la religión, la justicia y el lenguaje, la enseñanza había sido siempre, en el mundo occidental, una de esas «estructuras de poder» erigidas para reprimir y domesticar al cuerpo social, instalando sutiles pero muy eficaces formas de sometimiento y enajenación a fin de garantizar la perpetuación de los privilegios y el control del poder de los grupos sociales dominantes.

Bueno, por lo menos en el campo de la enseñanza, a partir de 1968 la autoridad castradora de los instintos libertarios de los jóvenes había volado en pedazos. Pero, a juzgar por aquel documental, que hubiera podido ser filmado en otros muchos lugares de Francia y de toda Europa, el desplome y desprestigio de la idea misma del docente y la docencia —y, en última instancia, de cualquier forma de autoridad— no parecían haber traído la liberación creativa del espíritu juvenil, sino, más bien, convertido a los colegios así liberados, en el mejor de los casos, en instituciones caóticas, y, en el peor, en pequeñas satrapías de matones y precoces delincuentes.

Es evidente que Mayo del 68 no acabó con la «autoridad», que ya venía sufriendo hacía tiempo un proceso de debilitamiento generalizado en todos los órdenes, desde el político hasta el cultural, sobre todo en el campo de la educación. Pero la revolución de los niños bien, la flor y nata de las clases burguesas y privilegiadas de Francia, quienes fueron los protagonistas de aquel divertido carnaval que proclamó como uno de los lemas del movimiento «¡Prohibido prohibir!», extendió al concepto de autoridad su partida de defunción. Y dio legitimidad y glamour a la idea de que toda autoridad es sospechosa, perniciosa y deleznable y que el ideal libertario más noble es desconocerla, negarla y destruirla. El poder no se vio afectado en lo más mínimo con este desplante simbólico de los jóvenes rebeldes que, sin saberlo la inmensa mayoría de ellos, llevaron a las barricadas los ideales iconoclastas de pensadores como Foucault. Baste recordar que en las primeras elecciones celebradas en Francia después de Mayo del 68, la derecha gaullista obtuvo una rotunda victoria.

Pero la autoridad, en el sentido romano de auctoritas, no de poder sino, como define en su tercera acepción el Diccionario de la RAE, de «prestigio y crédito que se reconoce a una persona o institución por su legitimidad o por su calidad y competencia en alguna materia», no volvió a levantar cabeza. Desde entonces, tanto en Europa como en buena parte del resto del mundo, son prácticamente inexistentes las figuras políticas y culturales que ejercen aquel magisterio, moral e intelectual al mismo tiempo, de la «autoridad» clásica y que encarnaban a nivel popular los maestros, palabra que entonces sonaba tan bien porque se asociaba al saber y al idealismo. En ningún campo ha sido esto tan catastrófico para la cultura como en la educación. El maestro, despojado de credibilidad y autoridad, convertido en muchos casos, desde la perspectiva progresista, en representante del poder represivo, es decir en el enemigo al que, para alcanzar la libertad y la dignidad humana, había que resistir e, incluso, abatir, no sólo perdió la confianza y el respeto sin los cuales era imposible que cumpliera eficazmente su función de educador —de transmisor tanto de valores como de conocimientos— ante sus alumnos, sino también el de los propios padres de familia y de filósofos revolucionarios que, a la manera del autor de Vigilar y castigar, personificaron en él uno de esos siniestros instrumentos de los que —al igual que los guardianes de las cárceles y los psiquiatras de los manicomios— se vale el establishment para embridar el espíritu crítico y la sana rebeldía de niños y adolescentes.

Muchos maestros, de muy buena fe, se creyeron esta satanización de sí mismos y contribuyeron, echando baldazos de aceite a la hoguera, a agravar el estropicio haciendo suyas algunas de las más disparatadas secuelas de la ideología de Mayo del 68 en lo relativo a la educación, como considerar aberrante desaprobar a los malos alumnos, hacerlos repetir el curso, e, incluso, poner calificaciones y establecer un orden de prelación en el rendimiento académico de los estudiantes, pues, haciendo semejantes distingos, se propagaría la nefasta noción de jerarquías, el egoísmo, el individualismo, la negación de la igualdad y el racismo. Es verdad que estos extremos no han llegado a afectar a todos los sectores de la vida escolar, pero una de las perversas consecuencias del triunfo de las ideas —de las diatribas y fantasías— de Mayo del 68 ha sido que a raíz de ello se ha acentuado brutalmente la división de clases a partir de las aulas escolares.

La civilización posmoderna ha desarmado moral y políticamente a la cultura de nuestro tiempo y ello explica en buena parte que algunos de los «monstruos» que creíamos extinguidos para siempre luego de la Segunda Guerra Mundial, como el nacionalismo más extremista y el racismo, hayan resucitado y merodeen de nuevo en el corazón mismo de Occidente, amenazando una vez más sus valores y principios democráticos.

La enseñanza pública fue uno de los grandes logros de la Francia democrática, republicana y laica. En sus escuelas y colegios, de muy alto nivel, las oleadas de alumnos gozaban de una igualdad de oportunidades que corregía, en cada nueva generación, las asimetrías y privilegios de familia y clase, abriendo a los niños y jóvenes de los sectores más desfavorecidos el camino del progreso, del éxito profesional y del poder político. La escuela pública era un poderoso instrumento de movilidad social.

El empobrecimiento y desorden que ha padecido la enseñanza pública, tanto en Francia como en el resto del mundo, ha dado a la enseñanza privada, a la que por razones económicas tiene acceso sólo un sector social minoritario de altos ingresos, y que ha sufrido menos los estragos de la supuesta revolución libertaria, un papel preponderante en la forja de los dirigentes políticos, profesionales y culturales de hoy y del futuro. Nunca fue tan cierto aquello de «nadie sabe para quién trabaja». Creyendo hacerlo para construir un mundo de veras libre, sin represión, ni enajenación ni autoritarismo, los filósofos libertarios como Michel Foucault y sus inconscientes discípulos obraron muy acertadamente para que, gracias a la gran revolución educativa que propiciaron, los pobres siguieran pobres, los ricos ricos, y los inveterados dueños del poder siempre con el látigo en las manos.

No es arbitrario citar el caso paradójico de Michel Foucault. Sus intenciones críticas eran serias y su ideal libertario innegable. Su repulsa de la cultura occidental —la que, con todas sus limitaciones y extravíos, ha hecho progresar más la libertad, la democracia y los derechos humanos en la historia— lo indujo a creer que era más factible encontrar la emancipación moral y política apedreando policías, frecuentando los baños gays de San Francisco o los clubes sadomasoquistas de París, que en las aulas escolares o las ánforas electorales. Y, en su paranoica denuncia de las estratagemas de que, según él, se valía el poder para someter a la opinión pública a sus dictados, negó hasta el final la realidad del sida —la enfermedad que lo mató— como un embauque más del establishment y sus agentes científicos para aterrar a los ciudadanos imponiéndoles la represión sexual. Su caso es paradigmático: el más inteligente pensador de su generación tuvo siempre, junto a la seriedad con que emprendió sus investigaciones en distintos campos del saber —la historia, la psiquiatría, el arte, la sociología, el erotismo y, claro está, la filosofía—, una vocación iconoclasta y provocadora —en su primer ensayo había pretendido demostrar que «el hombre no existe»— que a ratos se volvía mero desplante intelectual, gesto desprovisto de seriedad. También en esto Foucault no estuvo solo, hizo suyo un mandato generacional que marcaría a fuego la cultura de su tiempo: una propensión hacia el sofisma y el artificio intelectual.

Es otra de las razones de la pérdida de «autoridad» de muchos pensadores de nuestro tiempo: no eran serios, jugaban con las ideas y las teorías como los malabaristas de los circos con los pañuelos y palitroques, que divierten y hasta maravillan pero no convencen. En el campo de la cultura, llegaron a producir una curiosa inversión de valores: la teoría, es decir la interpretación, llegó a sustituir a la obra de arte, a convertirse en su razón de ser. El crítico importaba más que el artista, era el verdadero creador. La teoría justificaba la obra de arte, ésta existía para ser interpretada por el crítico, era algo así como una hipóstasis de la teoría. Este endiosamiento de la crítica tuvo el paradójico efecto de ir separando cada vez más a la crítica cultural del gran público, incluso del público culto pero no especializado, y ha sido uno de los factores más eficaces de la frivolización de la cultura de nuestro tiempo. Aquellos teóricos exponían a menudo sus teorías en una jerga esotérica, pretenciosa y muchas veces hueca y desprovista de originalidad y profundidad, tanto que hasta el propio Foucault, quien alguna vez incurrió también en ella, la llamó «oscurantismo terrorista».

Pero el delirio del contenido de ciertas teorías posmodernas —el deconstruccionismo, en especial— era a veces más grave que la tiniebla de la forma. La tesis compartida por casi todos los filósofos posmodernos, pero expuesta principalmente por Jacques Derrida, sostenía que es falsa la creencia según la cual el lenguaje expresa la realidad. En verdad, las palabras se expresan a sí mismas, dan «versiones», máscaras, disfraces de la realidad, y por eso la literatura, en vez de describir el mundo, sólo se describe a sí misma, es una sucesión de imágenes que documentan las distintas lecturas de la realidad que dan los libros, usando esa materia subjetiva y engañosa que es siempre el lenguaje.

Los deconstruccionistas subvierten de este modo nuestra confianza en toda verdad, en creer que existan verdades lógicas, éticas, culturales o políticas. En última instancia nada existe fuera del lenguaje, que es quien construye el mundo que creemos conocer y que es nada más que una ficción manufacturada por las palabras. De ahí sólo había un pequeño paso que dar para sostener, como lo hizo Roland Barthes, que «todo lenguaje es fascista».

El realismo no existe ni ha existido jamás según los deconstruccionistas, por la sencilla razón de que la realidad tampoco existe para el conocimiento, ella no es más que una maraña de discursos que, en vez de expresarla, la ocultan o disuelven en un tejido escurridizo e inaprensible de contradicciones y versiones que se relativizan y niegan unas a otras. ¿Qué existe, entonces? Los discursos, la única realidad aprehensible para la conciencia humana, discursos que remiten unos a otros, mediaciones de una vida o una realidad que sólo pueden llegar a nosotros a través de esas metáforas o retóricas de las que la literatura es el máximo prototipo. Según Foucault, el poder utiliza estos lenguajes para controlar a la sociedad y atajar en embrión cualquier intento de socavar los privilegios del sector dominante al que aquel poder sirve y representa. Ésta es quizás una de las tesis más controvertibles del posmodernismo. Porque, en verdad, la tradición más viva y creadora de la cultura occidental no ha sido nada conformista, sino precisamente lo contrario: un cuestionamiento incesante de todo lo existente. Ella ha sido, más bien, inconforme, crítica tenaz de lo establecido, y, de Sócrates a Marx, de Platón a Freud, pasando por pensadores y escritores como Shakespeare, Kant, Dostoyevski, Joyce, Nietzsche, Kafka, ha elaborado a lo largo de la historia mundos artísticos y sistemas de ideas que se oponían radicalmente a todos los poderes entronizados. Si sólo fuéramos los lenguajes que impone sobre nosotros el poder nunca hubiera nacido la libertad ni hubiera habido evolución histórica y la originalidad literaria y artística jamás hubiera brotado.

No han faltado por supuesto reacciones críticas a las falacias y excesos intelectuales del posmodernismo. Por ejemplo, su tendencia a protegerse y ganar para sus teorías una cierta invulnerabilidad utilizando el lenguaje de la ciencia sufrió un duro revés cuando dos científicos de verdad, los profesores Alan Sokal y Jean Bricmont, publicaron en 1998 Imposturas intelectuales, una contundente demostración del uso irresponsable, inexacto y a menudo cínicamente fraudulento de las ciencias que hacían en sus ensayos filósofos y pensadores tan prestigiados como Jacques Lacan, Julia Kristeva, Luce Irigaray, Bruno Latour, Jean Baudrillard, Gil es Deleuze, Félix Guattari y Paul Virilio entre otros. Habría que recordar que años antes —en 1957—, en su primer libro, Pourquoi des philosophes?, Jean-François Revel había denunciado con virulencia el empleo de estilos abstrusos y falazmente científicos por los pensadores más influyentes de su época para ocultar la insignificancia de sus teorías o su propia ignorancia.

Otra crítica severa de las teorías y tesis de la moda posmoderna fue Gertrude Himmelfarb, que, en una polémica colección de ensayos titulada On Looking Into the Abyss [Mirando el abismo] (Nueva York, Alfred A. Knopf, 1994), arremetió contra aquél as y, sobre todo, contra el estructuralismo de Michel Foucault y el deconstruccionismo de Jacques Derrida y Paul de Man, corrientes de pensamiento que le parecían vacuas comparadas con las escuelas tradicionales de crítica literaria e histórica.

Su libro es también un homenaje a Lionel Trilling, el autor de La imaginación liberal (1950) y muchos otros ensayos sobre la cultura que tuvieron gran influencia en la vida intelectual y académica de la posguerra en Estados Unidos y Europa y al que hoy pocos recuerdan y ya casi nadie lee. Trilling no era un liberal en lo económico (en este dominio abrigaba más bien tesis socialdemócratas), pero sí en lo político, por su defensa pertinaz de la virtud para él suprema de la tolerancia, de la ley como instrumento de la justicia, y sobre todo en lo cultural, con su fe en las ideas como motor del progreso y su convicción de que las grandes obras literarias enriquecen la vida, mejoran a los hombres y son el sustento de la civilización.

Para un posmoderno estas creencias resultan de una ingenuidad arcangélica o de una estupidez supina, al extremo de que nadie se toma siquiera el trabajo de refutarlas. La profesora Himmelfarb muestra cómo, pese a los pocos años que separan a la generación de un Lionel Trilling de las de un Derrida o un Foucault, hay un verdadero abismo infranqueable entre aquél, convencido de que la historia humana es una sola, el conocimiento una empresa totalizadora, el progreso una realidad posible y la literatura una actividad de la imaginación con raíces en la historia y proyecciones en la moral, y quienes han relativizado las nociones de verdad y de valor hasta volverlas ficciones, entronizando como axioma que todas las culturas se equivalen, disociando la literatura de la realidad y confinándola en un mundo autónomo de textos que remiten a otros textos sin relacionarse jamás con la experiencia vivida.

No comparto la devaluación que Gertrude Himmelfarb hace de Foucault. Con todos los sofismas y exageraciones que puedan reprochársele, por ejemplo sus teorías sobre las «estructuras de poder» implícitas en todo lenguaje, el que, según el filósofo francés, transmitiría siempre las palabras e ideas que privilegian a los grupos sociales hegemónicos, Foucault ha contribuido de manera decisiva a dar a ciertas experiencias marginales y excéntricas (de la sexualidad, de la represión social, de la locura) un derecho de ciudad en la vida cultural. Pero las críticas de Himmelfarb a los estragos que la deconstrucción ha causado en el dominio de las humanidades me parecen irrefutables. A los deconstruccionistas debemos, por ejemplo, que en nuestros días sea ya poco menos que inconcebible hablar de humanidades, para ellos un síntoma de apolillamiento intelectual y de ceguera científica.

Cada vez que me he enfrentado a la prosa oscurantista y a los asfixiantes análisis literarios o filosóficos de Jacques Derrida he tenido la sensación de perder miserablemente el tiempo. No porque crea que todo ensayo de crítica deba ser útil —si es divertido o estimulante me basta— sino porque si la literatura es lo que él supone —una sucesión o archipiélago de textos autónomos, impermeabilizados, sin contacto posible con la realidad exterior y por lo tanto inmunes a toda valoración y a toda interrelación con el desenvolvimiento de la sociedad y el comportamiento individual—, ¿cuál es la razón de deconstruirlos? ¿Para qué esos laboriosos esfuerzos de erudición, de arqueología retórica, esas arduas genealogías lingüísticas, aproximando o alejando un texto de otro hasta constituir esas artificiosas deconstrucciones intelectuales que son como vacíos animados? Hay una incongruencia absoluta en una tarea crítica que comienza por proclamar la ineptitud esencial de la literatura para influir sobre la vida (o para ser influida por ella) y para transmitir verdades de cualquier índole asociables a la problemática humana, que, luego, se vuelca tan afanosamente a desmenuzar, a menudo con alardes intelectuales de inaguantable pretensión, esos monumentos de palabras inútiles.

Cuando los teólogos medievales discutían sobre el sexo de los ángeles no perdían el tiempo: por trivial que pareciera, esta cuestión se vinculaba de algún modo para ellos con asuntos tan graves como la salvación o la condena eternas. Pero, desmontar unos objetos verbales cuyo ensamblaje se considera, en el mejor de los casos, una intensa nadería formal, una gratuidad verbosa y narcisista que nada enseña sobre nada que no sea ella misma y que carece de moral, es hacer de la crítica literaria un quehacer gratuito y solipsista.

No es de extrañar que, luego de la influencia que ha ejercido la deconstrucción en tantas universidades occidentales (y, de manera especial, en los Estados Unidos), los departamentos de literatura se vayan quedando vacíos de alumnos, se filtren en ellos tantos embaucadores, y que haya cada vez menos lectores no especializados para los libros de crítica literaria (a los que hay que buscar con lupa en las librerías y donde no es raro encontrarlos, en rincones legañosos, entre manuales de judo y karate u horóscopos chinos).

Para la generación de Lionel Trilling, en cambio, la crítica literaria tenía que ver con las cuestiones centrales del quehacer humano, pues ella veía en la literatura el testimonio por excelencia de las ideas, los mitos, las creencias y los sueños que hacen funcionar a la sociedad y de las secretas frustraciones o estímulos que explican la conducta individual. Su fe en los poderes de la literatura sobre la vida era tan grande que, en uno de los ensayos de La imaginación liberal, Trilling se preguntaba si la mera enseñanza de la literatura no era ya, en sí, una manera de desnaturalizar el objeto del estudio. Su argumento se resumía en esta anécdota: «Les he pedido a mis estudiantes que “miren el abismo” (las obras de un Eliot, un Yeats, un Joyce, un Proust) y ellos, obedientes, lo han hecho, tomado sus notas, y luego comentado: muy interesante, ¿no?».

En otras palabras, la academia congelaba, superficializaba y volvía saber abstracto la trágica y revulsiva humanidad contenida en aquellas obras de imaginación, privándolas de su poderosa fuerza vital, de su capacidad para revolucionar la vida del lector. La profesora Himmelfarb advierte con melancolía toda el agua que ha corrido desde que Lionel Trilling expresaba estos escrúpulos de que al convertirse en materia de estudio la literatura fuera despojada de su alma y de su poderío, hasta la alegre ligereza con que un Paul de Man podía veinte años más tarde valerse de la crítica literaria para deconstruir el Holocausto, en una operación intelectual no muy distante de la de los historiadores revisionistas empeñados en negar el exterminio de seis millones de judíos por los nazis.

Ese ensayo de Lionel Trilling sobre la enseñanza de la literatura yo lo he releído varias veces, sobre todo cuando me ha tocado hacer de profesor. Es verdad que hay algo engañoso y paradojal en reducir a una exposición pedagógica, de aire inevitablemente esquemático e impersonal —y a deberes escolares que, para colmo, hay que calificar—, unas obras de imaginación que nacieron de experiencias profundas y, a veces, desgarradoras, de verdaderas inmolaciones humanas, y cuya auténtica valoración sólo puede hacerse, no desde la tribuna de un auditorio, sino en la reconcentrada intimidad de la lectura y medirse cabalmente por los efectos y repercusiones que ellas tienen en la vida privada del lector.

Yo no recuerdo que alguno de mis profesores de literatura me hiciera sentir que un buen libro nos acerca al abismo de la experiencia humana y a sus efervescentes misterios. Los críticos literarios, en cambio, sí. Recuerdo sobre todo a uno, de la misma generación de Lionel Trilling y que para mí tuvo un efecto parecido al que ejerció éste sobre Gertrude Himmelfarb, contagiándome su convicción de que lo peor y lo mejor de la aventura humana pasaba siempre por los libros y de que ellos ayudaban a vivir. Me refiero a Edmund Wilson, cuyo extraordinario ensayo sobre la evolución de las ideas y la literatura socialistas, desde que Michelet descubrió a Vico hasta la llegada de Lenin a San Petersburgo, Hacia la estación de Finlandia, cayó en mis manos en mi época de estudiante. En esas páginas de estilo diáfano pensar, imaginar e inventar valiéndose de la pluma era una forma magnífica de actuar y de imprimir una marca en la historia; en cada capítulo se comprobaba que las grandes convulsiones sociales o los menudos destinos individuales estaban visceralmente articulados con el impalpable mundo de las ideas y de las ficciones literarias.

Edmund Wilson no tuvo el dilema pedagógico de Lionel Trilling en lo que concierne a la literatura pues nunca quiso ser profesor universitario.

En verdad, ejerció un magisterio mucho más amplio del que acotan los recintos académicos. Sus artículos y reseñas se publicaban en revistas y periódicos (algo que un crítico deconstruccionista consideraría una forma extrema de degradación intelectual) y algunos de sus libros —como el que escribió sobre los manuscritos hallados en el Mar Muerto— fueron reportajes para The New Yorker. Pero el escribir para el gran público profano no le restó rigor ni osadía intelectual; más bien lo obligó a tratar de ser siempre responsable e inteligible a la hora de escribir.

Responsabilidad e inteligibilidad van parejas con una cierta concepción de la crítica literaria, con el convencimiento de que el ámbito de la literatura abarca toda la experiencia humana, pues la refleja y contribuye decisivamente a modelarla, y de que, por lo mismo, ella debería ser patrimonio de todos, una actividad que se alimenta en el fondo común de la especie y a la que se puede recurrir incesantemente en busca de un orden cuando parecemos sumidos en el caos, de aliento en momentos de desánimo y de dudas e incertidumbres cuando la realidad que nos rodea parece excesivamente segura y confiable. A la inversa, si se piensa que la función de la literatura es sólo contribuir a la inflación retórica de un dominio especializado del conocimiento, y que los poemas, las novelas, los dramas proliferan con el único objeto de producir ciertos desordenamientos formales en el cuerpo lingüístico, el crítico puede, a la manera de tantos posmodernos, entregarse impunemente a los placeres del desatino conceptual y la tiniebla expresiva.