El timbre de la puerta resonó con una nitidez desconocida en la casa ahora casi vacía y Susana Grey fue a abrir suponiendo distraídamente que sería su hijo, que había bajado a comprar algo en la ferretería, una cinta de papel adhesivo para cerrar las últimas cajas de cartón llenas de libros y de discos. Él mismo había bajado a pedir las cajas en el supermercado, con una decisión que sorprendió mucho a Susana, porque era del todo nueva en su hijo, tan retraído hasta hacía muy poco, tan incapaz de hablar con los desconocidos, de comportarse con naturalidad en presencia de extraños. Había guardado los libros y los discos y cerrado y sellado cada una de las cajas con una habilidad manual también sorprendente y una energía física casi tan nueva como su desenvoltura para pedir un favor en el supermercado. Cuando levantó una de ellas, más pesada que las otras, porque contenía parte de los volúmenes de una enciclopedia, Susana se había fijado en la musculatura de sus brazos, que eran muy delgados y nervudos, con bíceps muy marcados y tendones de hombre, tan de varón adulto como los grandes pies que había observado casi con alarma al verlo salir esa mañana de la ducha, envuelto en un albornoz masculino que no le preguntó de quién era, aunque ella estaba segura de que había notado la novedad de su presencia, igual que había visto y usado para rasurarse las patillas la brocha y el jabón de afeitar que todavía estaban sobre una repisa de vidrio, entre los frascos de colonias y de cremas de belleza.
Desmontaba las estanterías usando unos destornilladores que habían estado siempre en una caja de herramientas nunca usadas por ella, complacido de remediar la torpeza manual de su madre, que asistía descreída y risueña al despliegue de sus habilidades masculinas. Antes de guardar los libros miraba apreciativamente algunos de ellos, y se había entusiasmado al encontrar muchos discos que ahora estaba en condiciones de admirar, porque su gusto había crecido igual que su estatura, y ahora disfrutaba de Eric Clapton, de B. B. King, de The Police o Paul Simon, y se asombraba y se sentía halagado por el hecho de que su madre tuviera toda esa música y además reconociera y apreciara las canciones de ahora mismo que él había descubierto por su cuenta, las de R.E.M. sobre todo, que había traído consigo en una cinta y había puesto nada más llegar.
Una canción de Eric Clapton estaba sonando cuando llamaron a la puerta, y Susana pensó que habría preferido que el chico tardara unos minutos más en volver de la ferretería, porque era Tears in Heaven y no podía evitar nunca al oírla que se le humedecieran los ojos. La había oído con su hijo la tarde anterior, mientras desmontaban algo en la cocina, y él le había preguntado de qué iba. «De un hombre que ha perdido a su hijo y quiere saber cómo sería encontrarse con él en el Cielo». Al decir eso temió que el chico pensara que la canción sería una cosa muy blanda, y entonces volvió a ponerla desde el principio y se la tradujo verso a verso. Notó con pudor y felicidad que él advertía la emoción de su voz y que en lugar de reprobarla, o de sentirse incómodo por ella, era capaz de compartirla, tal vez de intuir también que para su madre la letra de la canción aludía a sus propios sentimientos de ternura y de pérdida hacia él. La descubría ahora, cuando había dejado de vivir siempre con ella, la admiraba secretamente por tener esas aficiones, por vestir de una manera un poco extravagante y parecer más joven que la mujer de su padre y que las madres de sus amigos, probablemente ninguna de las cuales habría sabido traducirle del inglés las canciones que a él le gustaban.
Ya era más alto que ella, pero no sólo le habían crecido las piernas y los brazos a lo largo del último curso, sino también el carácter, o el alma, y la expresión de sus ojos era más franca de lo que había sido unos meses atrás, y su voz ya tenía una gravedad tan definitivamente adulta como el tamaño de sus pies o su musculatura de aficionado a los deportes. Llevaba el pelo casi rapado en la nuca, rizado y abundante sobre la frente y los ojos, e iba vestido con esa doble pasión de singularidad y gregarismo de los catorce años que acababa de cumplir: una camiseta grande, regalo de ella, unos vaqueros negros, unas zapatillas de deporte negras y enormes, que le agigantaban más los pies y acentuaban el balanceo entre desordenado y arrogante de su forma de andar.
Pero sobre todo hablaba, le hablaba a ella, la noche anterior se habían quedado conversando hasta más de las tres, sentados el uno al lado del otro, en la cama grande que era uno de los pocos muebles no desmontados todavía, charlando y escuchando discos, incluso el chico había bebido un vaso de vino durante la cena, y animado visiblemente por él le había hablado de sus dificultades con la Química y las Matemáticas, de su entusiasmo por El guardián entre el centeno, que ella le había regalado en una de sus visitas de fin de semana, de amigos y películas, y por fin de una compañera de octavo que le gustaba mucho, pero a la que probablemente no volvería a ver, porque el curso siguiente se iría a vivir a Madrid.
«Igual que yo», dijo ella: lo escuchaba hablar, lo miraba, tan joven y serio, con su bozo oscuro y sus espinillas en la nariz y en la frente, recién llegado al umbral de la vida adulta, a las incertidumbres y a los deseos de los mayores, y a la vez mucho más infantil de lo que sugería su aspecto físico: tan al principio de todo, tan extraviado, pensó, con una clase de afecto que no era del todo el mismo amor que le había dedicado en la infancia. Se reprochaba a sí misma su amargura de tanto tiempo hacia él, el rencor y los celos que había sentido cuando el chico le dijo que le gustaría vivir un tiempo con su padre.
No iba a pedirle que se fuese ahora con ella a Madrid. No pensaba competir con su exmarido en las astucias y en las suavidades más bien viscosas del chantaje emocional, pero también era cierto que no tenía ganas ni fuerzas para arriesgarse a recibir una negativa. El chico fue a acostarse después de las tres y ella se quedó fumando un rato en la terraza, echada en la hamaca, los pies descalzos cruzados sobre el metal de la baranda, disfrutando del aire quieto y tibio de la noche de junio. Al pasar luego junto a la habitación donde él dormía lo oyó respirar y no resistió la tentación de entrar a verlo a la luz del pasillo. Tan grande, extendido sobre su cama insuficiente de niño, con un peso de hombría en el cuerpo desbaratado por el sueño y un rastro último de fragilidad o de infancia en los labios entreabiertos y en los párpados, apretados de pronto contra la luz, mientras tragaba saliva y hacía un ruido de masticación. Por temor a despertarlo no se inclinó sobre él para darle un beso.
La llamada en la puerta la hizo salir de la música y de sus cavilaciones sobre la noche anterior. El timbre resonó igual que trece años atrás en el piso recién comprado donde empezaban a instalarse, después de haber firmado letras innumerables que acabarían de pagar a principios del siglo XXI: todo vacío otra vez, apenas sin nada más que el equipo de música, las cajas de cartón, la cama grande en medio de un dormitorio sin cortinas ni mesas de noche, con una bombilla colgando de un cable retorcido y manchado de pintura. Todo y nada en algo más de diez años, la cantidad inconcebible de cosas que se van acumulando sin propósito a lo largo de la vida, los yacimientos inútiles de papeles y objetos, de zapatos viejos, de ropa olvidada, de fotografías, de recortes de periódicos, de documentos administrativos, la cartilla de vacunaciones de su hijo, su título de Magisterio, cuadernos de apuntes, manuales de alfarería o de marxismo de su ex, un pasaporte caducado muchos años atrás. Limpiando la casa, vendiendo casi todos los muebles y quedándose tan sólo con algunas cosas que le gustaban mucho o que le traían recuerdos a los que no quería renunciar, limpiaba también su vida, la simplificaba y le parecía que la aireaba y que la hacía más abierta y más grande, como una casa vacía que se acaba de pintar. Entre las cosas inesperadas que encontró estaba la etiqueta de identificación que le habían prendido a su hijo de un tobillo en el hospital cuando nació. Viendo al chico sellar enérgicamente las tapas de las cajas con cinta adhesiva se había acordado de él cuando tenía año y medio, el día en que les entregaron las llaves del piso y empezaron a instalar algo y a limpiarlo. El niño, gordito y rubio, caminando todavía inseguro, con un peto de pana, un jersey y unas botitas verdes, andaba por las habitaciones esgrimiendo un bote de limpiacristales y una bayeta, atareado y afanoso, imitando a sus padres, con el chupete en la boca, respirando por la nariz.
Detuvo la música antes de abrir la puerta: pensó mientras iba hacia ella que hasta en la manera de llamar se le notaba a su hijo que estaba empezando a ser un adulto. Al mismo tiempo que abría ya empezaba a volverse, con la rapidez de quien da por supuesta la identidad del recién llegado y quiere reanudar cuanto antes una tarea interrumpida, pero no era a su hijo a quien le había abierto. El inspector estaba en el umbral, con un traje claro y una expresión de inseguridad y casi desamparo en los ojos, como temiendo que ella no fuera a dejarlo pasar.
—Vaya, podías haber avisado —dijo, y se llevó la mano al pelo instintivamente, seria aún, desconcertada, con la inquietud de no estar peinada, de no haberse pintado siquiera los labios. Llevaba una camiseta de su hijo, unos vaqueros viejos y unas zapatillas blancas de lona. No podía saber cómo esa ropa de verano y ese aire de descuido lo turbaban a él, después de varias semanas sin verla, hasta qué punto lo conmovía el deseo. Se adelantó para besarla tan dubitativamente como había aparecido en la puerta, sin dar un paso aún hacia el interior, descubriendo de pronto, con desolación y alarma, las paredes blancas y vacías, las cajas apiladas en el suelo.
—No me habías dicho que te ibas.
—Tú no me lo habías preguntado.
Oyeron subir el ascensor y el chico apareció delante de ellos, que aún no se habían movido. Susana observó la incomodidad del inspector, que se sentía muy amedrentado por su hijo, incapaz de reaccionar con naturalidad a su presencia. Más rápido, el chico debió de intuir en un segundo quién era ese hombre, y después de cruzar una mirada con su madre le pidió dinero para ir a comprar algo más que le hacía falta, cuerda o papel de embalar.
—Éste es Pablo —dijo Susana, divertida en el fondo por la formalidad con que el inspector le tendía la mano a su hijo, exasperada por la rigidez de sus actos—. Pablo por Pablo Neruda y por Paul Simon, al cincuenta por ciento.
El chico dijo adiós y se marchó escaleras abajo con un estrépito de galope.
—¿Piensas entrar? —Susana se hizo a un lado en la puerta. El inspector dio unos pasos hacia el salón y se quedó mirando las paredes donde sólo quedaban, como impresiones en negativo, los espacios más claros donde habían estado los cuadros, las sombras de los muebles recién desmontados. Lo dominaba una congoja de despedida irreparable, más grave aún porque no había contado con ella. Como él se quedaba paralizado siempre en el filo de sus decisiones y sus actos, creía que el mundo y el tiempo se paralizaban también en espera de ellos, y ahora lo asombraba descubrir que no, que habían seguido ocurriendo cosas durante las semanas en que él no llamó ni buscó a Susana ni dejó de pensar en ella y de echarla de menos mientras le ayudaba a su mujer a acomodarse en la nueva vida, en la casa alquilada que hasta ahora no había visto.
—¿Cuántos años tiene tu hijo?
—Va a cumplir quince.
—Parece mentira.
—Los chicos ahora crecen muy rápido.
—No es eso. —Por primera vez desde que había llegado el inspector sonrió—. Parece mentira que tú tengas un hijo tan grande. Yo siempre pienso en ti como una chica joven, no la madre de un adolescente que es más alto que yo.
—Venga ya, no quieras halagarme.
—No te halago, lo que más me gusta en la vida es mirarte. —En los ojos del inspector se traslucía la evidencia de lo que estaba diciendo—. Me pasó una cosa rara contigo, me di cuenta después. La primera vez que te vi en el colegio no me pareciste muy joven. Creo que te veía como se imagina uno que son las maestras, como una mujer de edad intermedia, como de cuarenta años. Después, cada vez que me encontraba contigo, me parecía descubrir que en realidad eras más joven que la vez anterior. Será que aprendía a fijarme, como tú dices.
—O que yo me arreglaba más para gustarte.
—En aquel sitio, en La Isla de Cuba, cuando volviste del cuarto de baño, te vi más joven que nunca. No parecía que tuvieras más de veintitantos años.
—Estaba apagada la luz.
—Pero había luna llena.
Estaban el uno frente al otro, en medio del salón vacío, sin aproximarse del todo, sin dar un paso hacia atrás. No había dónde sentarse. En la cocina no quedaba nada que beber. Qué absurdo, pensaba Susana, tenerle aquí delante y que todo sea mucho más difícil porque no quedan ni dos sillas en las que sentarnos.
—Lo siento —dijo, buscando un tono de distancia—. No me queda nada. Ni una cocacola ni una silla. Ni un vaso para ponerte un poco de agua. ¿Cómo está tu mujer?
—Bien, mucho mejor. —El inspector bajó los ojos y tragó saliva antes de hablar de nuevo—. Pero no he venido a hablar de ella.
—No me extraña, nunca lo has hecho. Supongo que pensabas que callando las cosas hacías que desaparecieran. Eso hacen los niños pequeños, que cierran los ojos para borrar lo que les da miedo, piensan que si no lo ven deja de existir. Ni siquiera me has llamado en mes y medio. Leí en el periódico que te iban a ascender por lo del asesino de Fátima, y compré una botella de Vega-Sicilia para celebrarlo contigo, pero cuando pasó una semana y no me habías llamado llamé yo a Ferreras y me la bebí con él. Se me declaró otra vez. Se me declara siempre que bebemos juntos más de dos copas de vino. Yo le puse una canción de Kurt Weill que canta Lotte Lenya:
Pobre corazón idiota,
huyendo de quien te adora,
llorando por quien te ignora.
—Ferreras me contó que había estado contigo. Me moría de celos.
—Tampoco te morirías mucho, la verdad, cuando no me llamaste. ¿Pensabas que con callarte mi existencia y hacer como que no me conocías yo iba a desaparecer?
—Mi mujer estaba recién salida del sanatorio. No me parecía correcto llamarte.
—¿Correcto para quién? ¿Para ella o para mí?
—Susana, por favor.
Le gustó que él dijera su nombre, y el modo en que lo decía, pero no pensaba rendirse a su mirada de contrición y desamparo, no iba a callar nada ahora.
—¿Se te había olvidado cómo me quedé cuando saliste por esa puerta, la noche que pasamos, los dos callados en la oscuridad, sin hacer nada, como dos impotentes, sin poder dormirnos? Ni siquiera me habías dicho que al día siguiente le daban el alta.
—Iba a decírtelo esa noche.
—Habrías sido capaz de no decírmelo nunca, si no hubiera yo encontrado la carta del sanatorio. Encima te la dejaste olvidada en la mesa de noche. Me sentó peor que si hubiera encontrado una carta de otra mujer.
—Tenía obligaciones hacia ella.
—¿Y no las tenías hacia mí? ¿No obliga a nada estar acostándose con una mujer durante seis meses?
—Parece mentira que digas eso. Estar contigo no tenía nada que ver con una obligación.
—Qué suerte tengo yo en la vida, que nadie se sienta obligado a nada conmigo. Nadie se queda conmigo por obligación, pero tampoco hay nadie que se quede por otro motivo, así que la que se queda sola soy yo, eso sí, sin crearle a nadie culpabilidad ni remordimientos, a diferencia de tu mujer o de mi exmarido. Soy un chollo, la abandonada perfecta. Me vendría bien una enfermedad, o una cara de atormentado como la que pone el padre de mi hijo, a ver si alguien se sentía obligado a algo conmigo. Joder, tan culpable como te sentías hacia tu mujer, ¿en todo este tiempo no te has sentido culpable ni una vez hacia mí?
Le dio la espalda, no quería que él la viera llorar, y menos aún que volviera su hijo y la encontrara con los ojos húmedos y la nariz enrojecida. En el dormitorio, debajo de la almohada, tenía una bolsa de kleenex. Se sentó en la cama para limpiarse, respiró hondo luego, y cuando se apartó las manos de la cara él estaba en el umbral, en la misma actitud que unos minutos antes, cuando ella le abrió y no se atrevía a pasar de la entrada. Pensó que a cada uno nos retrata del todo un solo gesto, y que ése era el que lo retrataba entero a él: parado en el quicio de una puerta, sin decidirse a dar el próximo paso, por inseguridad o miedo de no ser aceptado, o tal vez, en el fondo, por falta de verdadera convicción, de simple impulso de vivir. Así la había mirado el último día, la última mañana, ella pintándose los labios y los ojos ante el espejo del cuarto de baño queriendo borrar los rastros de la mala noche y él parado en la puerta, ligeramente recostado en ella, mirándola con mucho deseo y a la vez con una perfecta disposición de renuncia, como si en realidad no le costara tanto irse, incluso perderla. Ya vestido, se acordaba, afeitado, peinado, con una corbata y una chaqueta oscuras, las adecuadas para ir al sanatorio, ya dispuesto a obedecer con toda exactitud las normas de las que sólo gracias a ella, a Susana, decía haberse librado.
—Mira mi hijo cuando tenía seis meses. —Se puso en pie, digna de nuevo, recobrada, mostrándole una foto que había encontrado entre unos papeles la tarde anterior y no se cansaba de mirar, la había dejado en la mesa de noche antes de dormirse—. Era tan glotón que apretaba mucho la cara contra el pecho y casi no podía respirar.
El inspector vio a una Susana no mucho más joven, sino en otra edad anterior de su vida, casi en la adolescencia, con la cara más redonda que ahora, sin las líneas tan definidas de la nariz y el mentón ni la prominencia de los pómulos, con el pelo largo y un flequillo recto sobre los ojos, con una manera de vestir no sólo más anticuada, sino como más ingenua, una camisa blanca con cuello ancho y bordado, una falda larga, unas sandalias de cuero. La prefería ahora, más hecha por el tiempo, modelada por la inteligencia y el aprendizaje de los años. En la foto estaba dándole de mamar al niño, que tenía la cara roja y redonda y los ojos cerrados.
—No te lo quise decir —dijo Susana—, pero justo por aquellos días yo creía que estaba embarazada. Me dio terror, pensé que el mundo se te caería más encima aún si llegabas a enterarte, pero si te digo la verdad me llevé una decepción mortal cuando me desperté una mañana y me había venido la regla. ¿No te has parado a pensarlo, que tú y yo podríamos tener un hijo, o podríamos haberlo tenido? Una da por terminadas ciertas cosas de la vida y de pronto descubre que podría estar empezando. Tengo treinta y siete años. Todavía es una edad perfecta para quedarme embarazada. Pero di algo, no me mires así. ¿No piensas decirme a qué has venido?
—A pedirte que no te vayas. —El inspector se abrazó a ella con un ademán brusco—. No puedo vivir sin ti.
—Tardas un poco, ¿no crees? —Intentó desprenderse del abrazo pero él no la dejó—. Si me lo hubieras pedido hace un mes no habría dudado en quedarme, aunque hubieras seguido con tu mujer, yo no te habría presionado. Pero no te estaba proponiendo que me hicieras tu amante fija. Lo único que hacía con eso era decirte que estaba enamorada.
—También yo lo estaba de ti.
—¿Lo estabas?
—Y lo estoy. He venido por eso.
Se separaron al oír que el ascensor se detenía muy cerca. Pero volvió a ponerse en marcha y el timbre de la puerta no sonó.
—Pero es que en este tiempo me he dado cuenta de que me apetece mucho volverme a vivir a Madrid —dijo Susana—. Vine aquí para seguir a un hombre y me he quedado media vida, y la verdad es que no quiero seguir quedándome sin más razón que estar cerca de ti. Mi padre está encantado de recibirme de nuevo en su casa. Desde que murió mi madre no ha encontrado quien le haga compañía y le ponga cierto orden en su vida. Es fuerte y muy independiente, y me parece que sigue teniendo con las mujeres casi tanto éxito como tenía cuando estaba viva mi madre, así que no creo que vaya a ponerse muy pesado conmigo. Tiene un piso grande en la calle Ibiza, donde caben todos mis libros y mis discos y los pocos muebles que no he vendido. Una vivienda de oligarcas, decía mi ex, me hacía sentirme avergonzada de vivir en aquel sitio que me gustaba tanto. Estoy muy cansada de esta ciudad y de este trabajo. Ya no me ilusiona nada enseñar, no tengo fuerzas, y además no son buenos tiempos para hacer ese trabajo. Es tristísimo ver cómo van creciendo y embruteciéndose los niños a los que les enseñaste a leer y a escribir, lo rápido que aprenden a perder la imaginación y la gracia, a hacerse mayores y groseros. Con la mitad de esfuerzo podrían hacerse encantadores y cultos, pero nadie les anima, y menos que nadie sus padres, y casi ninguno de nosotros. ¿Te dije que me han dado plaza en una escuela de Leganés? Iré y volveré a Madrid en tren todos los días, pero quiero hacer otras cosas además, quiero terminar la tesis y buscarme otro trabajo si puedo, en Madrid tendré muchas más oportunidades que aquí, la misma ciudad va a obligarme a estar más despierta. Quiero volver a pasearme por el Retiro los domingos por la mañana, ir al Rastro y al Prado, tomarme una cerveza o un vermú a mediodía en la plaza de Santa Ana. No estoy para jubilarme, no me voy a pasar el resto de mi vida desayunando nescafé con galletas y calentándome con una estufa eléctrica en la sala de profesores. Estoy enamorada de ti y echo mucho de menos a mi hijo en cuanto paso unos días sin verlo, pero no puedo vivir esperándoos, pendiente de lo que decidáis uno de los dos.
—Dame tiempo —dijo el inspector—. No mucho si no quieres, ponme un plazo.
—No te estoy dando un ultimátum. Yo no te voy a exigir que hagas nada. ¿No te has parado a pensar que quizás tu mujer no esté muy interesada en seguir llevando la vida que ha tenido contigo todos estos años? Ya sabes el defecto que tengo, que siempre miro las cosas desde el lado de quien está frente a mí. A lo mejor te convenía decirle alguna vez lo que piensas y lo que sientes de verdad.
De nuevo se abrazó a ella, estrechándola muy fuerte, buscando su boca, la piel tan suave de su cintura bajo la camiseta, muerto de deseo, con la urgencia sexual de un hombre mucho más joven, de quien sólo hace muy poco que ha probado de verdad lo que no sabía que existiera y ya no sabe vivir sin esa dulzura. La empujaba hacia la cama, pero ella prefirió desprenderse de él cuando aún le era posible contenerse, el chico iba a llegar en cualquier momento, dijo, todavía razonable, complacida por su vehemencia, por su cara de desconcierto cuando se apartó de él.
—¿No puedes quedarte unos días?
—Si me quedo es posible que no me vaya nunca. —Al tiempo que negaba enérgicamente con la cabeza Susana aludió con un gesto de las dos manos a las paredes vacías—. Además, ya no tengo nada aquí.
—¿Te vas hoy mismo?
—Esta tarde. Quiero llegar a Madrid antes de que se haga de noche. No puedo creérmelo, tantos años encerrada aquí y no me hacían falta ni cuatro horas conduciendo para volver a mi ciudad.
Lo acompañó a la puerta y no le concedió la posibilidad de decir adiós a su manera desastrosa de tantas veces, de tantas intolerables despedidas de amargura y parálisis. Lo besó abriendo mucho la boca, saboreándole los labios humedecidos de saliva, le revolvió el pelo al apartarse de él. Cerró la puerta y fue rápidamente hacia el balcón para verlo aparecer abajo, en la calle, a una distancia de tres pisos, a la luz violenta del mediodía de junio. Un hombre joven, con gafas, que estaba enfrente, en el lado de la sombra, miró hacia arriba y apartó enseguida los ojos, sin duda le había llamado la atención el ruido metálico de la ventana en el silencio de la calle. Se olvidó de él en cuanto vio salir del portal la cabeza gris y erguida, la espalda vigorosa bajo las hombreras de la chaqueta clara de lino, que ella misma había elegido para él, fue la última cosa que le compró antes de que dejaran de verse. Entre mil hombres distinguiría esa manera de caminar, esa especie de pesadumbre enérgica con que él se movía. En unos segundos desaparecería a la vuelta de la esquina. Iba a cerrar la ventana y vio que el hombre joven de las gafas ya no estaba en la acera de enfrente. Había cruzado, mirando a un lado y a otro de la calle, llevaba algo en la mano izquierda. Iba tan deprisa que enseguida alcanzó al inspector, aunque no llegó a subir a la acera, caminaba por el bordillo, hizo un gesto raro, levantando algo, lo que tenía en la mano. Entonces Susana Grey comprendió de golpe y empezó a gritar con una fuerza que estremecía el aire inmóvil de la calle y le desgarraba la garganta, impidiéndole escuchar el sonido del primer disparo.